viernes, 2 de marzo de 2018

ANTIDEPRESIVOS. Los grandes números frente al dolor subjetivo.



“Pero el dolor mayor es ese dolor árido y agudo que aparece después de que todas las lágrimas se han consumido, el dolor que cierra todos los espacios que permiten el acceso al mundo y viceversa. Así es como se presenta la depresión severa”. 
(Andrew Solomon. “El demonio de la depresión. Un atlas de la enfermedad”).

Describir a posteriori lo que a uno le sucedió cuando estuvo en depresión parece un intento catártico y, a la vez, puede ser muy ilustrativo para quien no sabe lo que eso supone. Lo fenomenológico ha impregnado la Psiquiatría desde hace años y siempre precede a cualquier intento de explicación. Solomon ha escrito un extenso libro en el que, sin pudor, ha revelado todos los intentos terapéuticos, farmacológicos o alternativos, todos los estigmas y fracasos vitales que la depresión mayor puede suponer.

A veces, de un modo que parece asombroso, del pozo más oscuro uno no se conforma con salir a la superficie en la curación, y “gracias” a los medicamentos que de allí lo sacaron, va más allá, a las nubes de irrealidad que conforman la manía o la hipomanía, percibiendo que ha sido elegido por los dioses, tocado por el fuego divino, creativo, omnipotente. “Touched with Fire” es el célebre libro de una paciente que se hizo psiquiatra, Kay Redfield Jamison. A veces también, las fuerzas que se empiezan a recobrar en un tratamiento antidepresivo resultan fatales cuando propician el suicidio.

Los colores de la vida desaparecen en la depresión; sólo hay tinieblas, sólo el color asociado a la muerte, al luto, el negro. Luto por uno mismo. Churchill se refería a su “perro negro” cuando atravesaba episodios depresivos. Otros lo hicieron antes. En el contexto de la vieja medicina humoral, la depresión, la de verdad, era melancolía, μελαγχολία, bilis negra.

No hay nada que decir, no hay nada que hacer, nada que escuchar. Ni siquiera hay llanto. El tiempo se detiene, pero no para vivir el presente, sino para instalarse en una muerte en vida que no contempla pasados mejores ni percibe esperanzas futuras.

En 1956, Nathan Kline trató a pacientes deprimidos con iproniazida, un medicamento que parecía producir euforia en algunos enfermos con tuberculosis, para la que estaba indicado. Era lo que ahora se llama un IMAO. Un año antes, Roland Kuhn probó un medicamento proporcionado por Geigy y relacionado molecularmente con la clorpromazina, que había revolucionado el tratamiento de la esquizofrenia. Kuhn observó que tenía efectos antidepresivos; era la imipramina, el primer tricíclico. Después vinieron las importantes investigaciones de Julius Axelrod, y la farmacología sustentó, y parece seguir haciéndolo hasta el exceso, la hipótesis amínica de la depresión, llegándose al extremo de confundir lo anímico con lo amínico.

Al menos, algo había más allá que esperar o usar electroshocks. Unos medicamentos podían facilitar la salida del pozo de la depresión. Los efectos secundarios eran notables, especialmente con los IMAO, y había que esperar un tiempo de bastantes días para notar algún efecto terapéutico, cuando se notaba. Pero había al menos una posibilidad farmacológica de luchar contra ese “perro negro”. 


Esos medicamentos y muchos más que se fueron obteniendo después se llamaron y se siguen llamando antidepresivos. No siempre resultaban eficaces y tenían frecuentes efectos secundarios que hacían que muchos pacientes los abandonaran, pero, de repente, surgió un aparente milagro; apareció el Prozac, la fluoxetina y, a partir de él, un montón de antidepresivos más que eran mucho mejor tolerados. El Prozac inundó el mercado y hubo quien le llamó la “píldora de la felicidad”.

Al final, no fue tan maravilloso en su eficacia pero, en un primer mundo difícil (el tercero no está para muchas depresiones), el mercado de los antidepresivos de nueva generación creció prodigiosamente.

¿Cómo evaluar la eficacia de un antidepresivo? Parecería que la respuesta es similar a la que se da en otros campos de la Farmacología: realizar un ensayo clínico doble ciego, en el que se contrasta si un medicamento es superior a un placebo. Pero, en el caso de la depresión, como en el del dolor, hay un problema añadido y es que, a diferencia de un parámetro bioquímico, como la glucemia, o biofísico, como la tensión arterial, la depresión no es cuantificable. El punto final es necesariamente cualitativo; alguien mejora algo, poco, mucho, gana o pierde peso, se expresa o no... Ha de recurrirse a escalas ordinales, como la de Hamilton. Claro que no es lo mismo una puntuación ordinal que resume manifestaciones muy diferentes de un cuadro clínico, que una medida cuantitativa. A la vez, como en cualquier ensayo clínico, el tamaño muestral suele ser escaso, porque el número de pacientes con el que efectuarlo lo es al requerir cierto grado de homogeneidad. Otro elemento de interferencia, que no se da en el caso del dolor, es el prolongado tiempo de respuesta que precisa la acción de un antidepresivo, cuando ocurre, y que varía individualmente. Y, por si fuera poco, uno no es deprimido como se es diabético. No se es deprimido, se está deprimido, que es distinto porque la depresión suele acabar cediendo tarde o temprano en muchos casos por sí sola, aunque lleve tiempo. Finalmente, la significación estadística que arroja un ensayo clínico con resultado positivo sólo sirve si se acompaña también de una significación clínica, algo que no suele ser muy claro con los antidepresivos.

No sorprende, por todo ello, que los ensayos clínicos con antidepresivos arrojen entre sí resultados dispares. En realidad, no sólo ocurre con estos fármacos; las divergencias entre publicaciones son frecuentes. Eso ha inducido desde hace años a un trabajo de revisiones sistemáticas y a un análisis conjunto de múltiples ensayos, lo que se conoce como meta-análisis. En febrero de 2008, la revista PLOS Medicine publicó un meta-análisis  de 47 ensayos clínicos sometidos a la FDA para la aprobación de cuatro antidepresivos de nueva generación, fluoxetina, venlafaxina, nefazodona y paroxetina. Los resultados mostraron que prácticamente sólo hubo “una pequeña y clínicamente insignificante diferencia” entre fármacos y placebo en pacientes con depresión muy severa, atribuyéndose tal diferencia en estos casos a una respuesta disminuida al placebo más que una mejor respuesta al antidepresivo.

Frente a cierta idea de que los antidepresivos no valen para nada, sostenida en meta-análisis como el anterior, los medios de comunicación se hacían eco estos días de un gran meta-análisis que concluía que “los antidepresivos funcionan”. Dicho estudio se publicó en la prestigiosa revista The Lancet.  En él se evaluaron 21 antidepresivos mediante revisiones sistemáticas y meta-análisis en red. Los autores utilizaron 522 ensayos clínicos realizados entre 1979 y 2016, comprendiendo 116,477 participantes (29.425 de ellos tratados con placebo). Evaluaron tanto la eficacia como la tolerancia al tratamiento. En términos de eficacia, todos los antidepresivos fueron superiores al placebo, con “odds ratios” comprendidas entre 2,13 (amitriptilina) y 1.37 (reboxetina).

¿Qué podemos concluir? Los propios autores de este último estudio señalan la necesidad de tomar con precaución los resultados, dada la corta duración de los ensayos usados, y recalcan el hecho obvio de que se han fijado sólo en efectos de conjunto sin detenerse en variables clínicas y demográficas de potencial influencia en los resultados.

Hay además algo en lo que conviene fijarse. Estamos ante una forma relativamente novedosa de meta-análisis; lo es en red, implicando comparaciones tanto directas como indirectas y siendo controvertido su uso a la hora de tomar decisiones clínicas.

Sintetizando lo anterior, podemos concluir que los antidepresivos son más adecuados que el placebo para el tratamiento de la depresión, desde una perspectiva estadística, siendo la superioridad clínica relativamente escasa.

Un cientificismo creciente está optando en los últimos años por enfoques “Big Data”, entre los que podría incluirse el meta-análisis en red. Se trata de análisis de “fuerza bruta” que implican necesariamente convertir al sujeto en individuo muestral, algo muy útil en el ámbito de la epidemiología pero que puede ser muy negativo si se aplica a la mirada singular. Tal opción puede responder a preguntas muy simples pero de consecuencias poco eficaces. Los antidepresivos llevan ya usándose muchos años y no parece necesario reforzar con análisis masivos lo que los clínicos saben por su propia experiencia. Por otro lado, es dudosa la bondad de mezclar ensayos heterogéneos en multitud de variables, como todas las que pueden influir en la depresión (biológicas y biográficas) para responder a una pregunta dicotómica que tiene poco sentido al unificar un grupo heterogéneo de fármacos.

Un estudio como el recogido en The Lancet refuerza lo que suponíamos, que los antidepresivos pueden mejorar a un porcentaje de pacientes, pero poco más puede concluirse de comparaciones indirectas entre los distintos antidepresivos.

Un buen ensayo clínico puede ser más informativo que cualquier meta-análisis si éste no tiene en cuenta todos los factores que influyen en la multitud de ensayos analizados. ¿Habrá un retorno a la amitriptilina a raíz de este estudio, por su comparativa mayor eficacia o, por el contrario, reinará la fluoxetina por su mejor tolerancia?

Es sólo en el ámbito de la relación clínica en el que pueden utilizarse con mejor o peor acierto uno o varios fármacos antidepresivos, cuyo mecanismo de acción dista, por cierto, de ser claramente conocido, y cuya respuesta depende de aspectos singulares. Es en la clínica cuando los grandes números, que tanto fascinan ahora, caen ante el saber teórico y empírico del médico en su encuentro con el dolor subjetivo, algo que nunca llega a ser propiamente medible por muchas escalas que se usen.

La fascinación por los grandes números, por las aproximaciones “Big Data”, y la difusión en grandes titulares de prensa de resultados simplistas, conducen, si decae el sentido común, a una robotización del ser humano en esta nueva oleada neomecanicista a la que asistimos.

viernes, 23 de febrero de 2018

EL VIENTO


Física y química restringen la forma de los cuerpos, la configuran en su armonía.

Vivimos en un fluido, el aire. Físicamente, estamos acostumbrados a su peso, a la presión que la atmósfera ejerce en cada milímetro cuadrado de nuestra piel, cerrando nuestro organismo como ente individual. 


Químicamente, sin el aire nos asfixiaríamos por falta de oxígeno con el que quemar nutrientes y mantenernos en este peculiar estado estacionario fuera de equilibrio que sostiene toda vida, también la nuestra.


Sin el aire no habría voces; tampoco música. El aire transmite el sonido y podría decirse que él mismo se hace sonido (“o son do ar”). Vibraciones sonoras cuya velocidad de transmisióm podemos alcanzar e incluso superar viajando en el propio aire, con aviones. Podemos ser supersónicos, nunca superlumínicos.


El aire mismo suena al moverse, cuando es viento. Y, en soledad, el viento parece preguntar… o responder, que quizá sea lo mismo. Bob Dylan cantaba que “the answer is blowing in the wind”.


El viento canaliza y cataliza los cambios estacionales, llevando con él la vida y la muerte.


Esa cierta integración vieja y nueva con lo que nos envuelve, con ese mundo abarcador, acogedor a veces, hostil otras, sugiere un sentimiento amoroso y el viento puede hacer sentir cierta amistad cósmica; “my friend the wind” nos cantaba Demis Roussos. Una amistad con matices. El viento del norte tiene algo especial, atractivo. Puede evocar la nostalgia de lo amoroso, también de lo letal. “My friend the wind will come from the north, With words of love, she whispers for me”. "She", ella, puede ser la Diosa, la madre divina, la amante eterna, pero también la inquietante Ayesha o la fría Lorelei. 


El viento es la mejor metáfora del alma, “ruah”, soplo divino de vida. 


“El viento sopla donde quiere, pero no sabes de dónde viene ni dónde va” (Jn.3,8). Eso le dijo Jesús a Nicodemo, que se quedó igual de perplejo tras obtener esa respuesta a su pregunta de cómo podía renacer un hombre viejo. 


Nicodemo ignoraba lo más esencial, que el destino asumible es precisamente ese, renacer. El cómo es la gran pregunta y tratar de resolverla es vivir.

viernes, 16 de febrero de 2018

SOLEDAD.



Hablan, hablan, hablan. Parlotean sin cesar en la televisión y en la radio. Hablan tanto, que ese ruido de otros parece compañía aunque no se esté con ellos. Es habitual que muchas personas enciendan la tele o la radio para oír voces humanas. Es igual lo que digan; incluso, como le ocurría a la protagonista de “Gravity”, reconfortaría escuchar a otros aunque hablaran en chino y no se les entendiera. La voz humana acompaña, es paliativo para la soledad de muchos.

Sabemos si se ha producido un terremoto en Nepal, si ha habido una matanza en Texas o si Corea del Norte está dispuesta a ensayar otro misil, con la misma facilidad que nos afectan los devaneos amorosos de futbolistas, cantantes y modelos. Miles de personas han vibrado de modo sustitutivo con la empalagosa canción de los “triunfitos".


El caso es sentirnos acompañados aunque sea sin compañía real alguna. Lo real… ¿qué era eso en estos tiempos de redes sociales? Podemos hacer muchos amigos en Facebook y estar profundamente solos. El psicoanalista Gustavo Dessal lo indicaba en una entrevista: “tengo pacientes con mil amigos en Facebook que se quedan solos en su cumpleaños”


Facebook permite que nos pseudo-comuniquemos, que transmitamos información, pero da igual que ésta toque o no lo más emotivo de cada cual; es una red electrónica. No hay voces, sólo textos, fotos y emojis. Twitter es más “instantáneo”; tan breve y tan malo que hasta lo usa el mismísimo Trump para decir cosas que, aunque no parezcan importantes, resulta que pueden afectarnos, generalmente para mal, a todos. 

       
Alguien escribe algo en Facebook y tiene “likes” y comentarios y… nada. Nada. Los “likes” suelen ser proporcionales en número a la banalidad del contenido: la foto de un gato, de un paisaje o de una hamburguesa se hacen más populares que cualquier texto y éste lo será de modo inversamente proporcional a su extensión. No hay tiempo para otros en esta época de narcisismo generalizado. 


Los otros sólo acaban garantizándonos en cierto modo que seguimos existiendo. En realidad, para Facebook seguiremos viviendo a pesar de estar muertos, en una especie de estúpida inmortalidad.

Y cuando dejamos de teclear y de mirar mensajes, puede ocurrir que descubramos que estamos sencillamente solos. En la más cruda de las soledades, la que parece incluso peor a esa de dos en compañía, porque la mala y continuada compañía, aunque pueda basarse en el odio, como dicen los psicoanalistas, puede apaciguar el terror a estar solo. No sólo el amor; también el odio sostiene un vínculo de relación estable. 


Nada peor que la soledad si uno no tiene vocación de eremita. Pero, o nos morimos, o se nos muere la gente. Y así nos vamos viendo abocados, en caso de sobrevivir, a una soledad cotidiana. En el periódico “La Voz de Galicia”, se puede leer un día como hoy que “más de 270,000 gallegos viven solos” y que hay un 25% de viviendas que están ocupadas por una sola persona. Y todo va bien si esa persona por vivienda tiene una mínima autonomía para hacer la compra, la limpieza, comer, vivir con cierta dignidad.


Pero, aun así, la soledad quema y no sorprende que surjan iniciativas para tratar de neutralizarla un poco, para percibir que uno no está tan solo a fin de cuentas, aunque lo único que comparta con otros sea la falta, la gran falta, la ausencia de los otros.

Muchos solos, muchos espacios que se han quedado sin gente. ¿Por qué no la unión lógica? Ese ha sido el intento de un franciscano: llenar un espacio vacío de vocaciones con gente sin ellas, lo que equivale a calmar el vacío interno de algunas personas.


Otras iniciativas son algo anteriores. Algunas antiguas; hay residencias geriátricas, pero son insuficientes y, o bien resultan muy caras, o dependen de la “caridad”, término que, en su ambivalencia, puede ser terrible, abarcando desde un altruismo respetabilísimo hasta goces neuróticos (cuando no psicóticos) que se satisfacen en la indefensión del otro. 


Otras perspectivas parecen idealistas, como el “cohousing”, transmitido a los medios con imágenes de una felicidad comunitaria sospechosa .


Se habla, como de un logro médico, del aumento de la esperanza de vida y, mientras uno goza de salud y compañía adecuada, así puede entenderse; todo va bien y hasta parece que eso es bueno, aunque la vida prolongada sea enferma en muchos casos. 


Quizá, incluso en soledad absoluta, pueda darse la perspectiva de felicidad que invocaba Bertrand Russell (1) para referirse a quien “se siente ciudadano del universo y goza libremente del espectáculo que ofrece y de las alegrías que le brinda, impávido ante la muerte, porque no se cree separado de los que vienen en pos de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida se halla la dicha verdadera”. Pero Russell pertenecía a otro tiempo que nos parece más humano, a pesar de que no se evitara en él la tragedia de guerras mundiales.


Sabemos que moriremos solos, aunque estemos rodeados de familiares y, más frecuentemente ahora, de máquinas de soporte. Pero será un momento. Lo terrible parece que es vivir solos en un mundo de solitarios forzosos.

1). Russell B. (1981). La conquista de la felicidad. (Julio Huici Miranda trad.) Madrid. España. Ed. Espasa-Calpe SA. (Publicación original en 1930).

jueves, 8 de febrero de 2018

Un chip para cada uno.



Es ya un tópico decir que vivimos en una era orwelliana, aunque el Gran Hermano sea un tanto difuso. No vemos su cara, pero tampoco puede decirse que no existan, en plural, personas que se enriquecen y se hacen poderosas desde ese papel. No precisan ser dictadores; ni siquiera políticos, aunque intervengan y mucho en política. Su gran poder reside en la información que, generalmente de forma voluntaria, les proporcionamos. 
 
Facebook sabe de vivos y muertos mucho más que lo que de ellos puedan saber amigos reales y familiares. Alguien puede ver frustradas sus expectativas laborales por excesos juveniles colgados en la red social. Empresas anunciadoras se anticipan, desde la información que compartimos, a nuestros gustos.

Una compañía de seguros podrá ofrecernos la seguridad de tener nuestro coche (y a quienes en él vamos) bajo control posicional. Probablemente el objetivo no sea sólo altruista. 
 
Hay criminales que han sido detenidos por despreciar el poder de registro de las abundantes cámaras de video-vigilancia existentes en calles y casas. Los drones parecen el nuevo y probablemente bondadoso sistema para detectar tempranamente incendios o incluso para proporcionar auxilio a accidentados. Para bien y para mal, el mundo es muy diferente al de finales del siglo XX.

Difícilmente puede eludirse cierto grado de vigilancia, especialmente cuando nos beneficia. Un ejemplo obvio es disponer de un “smartphone” en caso de accidente. Sería un caso de auto-vigilancia; decimos donde estamos, damos nuestras coordenadas, para ser socorridos. Esa auto-vigilancia se extiende cada día más en el orden del propio organismo. Hay sistemas inteligentes de pulsera que nos dicen cómo va nuestro corazón cuando corremos. Las “apps” médicas en forma de teléfono o reloj (ambos “smart”) proliferan de forma evidente y no parece lejano el día en que registros efectuados muy esporádicamente y en lugares específicos, como un electrocardiograma, se hagan automáticamente de modo cotidiano mientras paseamos o dormimos. Todos esos datos, que pueden ser beneficiosos, comportan también la posibilidad de una hipocondrización generalizada y, en cualquier caso, servirán para alimentar a grandes empresas, una vez colocados en “la nube”, eso que, a pesar de ser nebuloso, es muy terrenal. Los analizadores de “Big Data” ya sabrán cómo sacarles partido.

Es incuestionable la bondad de los modernos sistemas de información, pero no lo es menos el perverso efecto que implica su uso en la comunicación real, en caída libre, cuando no en la comisión de delitos como chantajes, mobbing, etc. Cuando alguien pasa a ser, en la práctica, mero emisor de datos, lo peor puede ocurrirle. Pero, si ese alguien es adulto y mentalmente sano, es libre y responsable de lo bueno y lo malo que haga con los medios modernos.

El problema se da cuando hay imposición de una vigilancia tecnológica. Hace pocos días aparecía la noticia de que Amazon había conseguido dos patentes para desarrollar unas pulseras curiosas, cuya utilidad residiría en controlar los movimientos de sus empleados. Seguro que sobran argumentos que hablen de la eficiencia como meta y del respeto al trabajador en aspectos íntimos, pero hacia las pulseras de control parece que nos encaminamos. Y, si lo hace Amazon, un gigante de la eficiencia, ¿por qué no todo tipo de empresas? El “móvil” ya incordia mucho a muchos, al no distinguir tiempos de trabajo y de descanso. La pulsera sería un refinamiento en esa carrera de control.

Hasta es posible que, si un trabajador sufre un infarto, la pulsera alerte de su falta de dinamismo y pueda prestársele con rapidez ayuda médica. Todo tiene también su lado bueno, pero la finalidad parece clara: “optimizar”, que suena mejor que controlar, y siempre en pos de la calidad o como se está diciendo ya más ahora (incluso en Medicina), de la excelencia.

En cualquier caso, a pesar de dudosas bondades, un trabajador controlado en cada segundo, gracias a una pulsera, guarda analogías con métodos ya empleados en tiempos tristes. Organicemos informáticamente, como dígitos, como bits. Los nazis, que eran un tanto inhumanos, identificaban así, numéricamente, a sus huéspedes de los campos de concentración. En realidad, fueron pioneros de la eficiencia, asesina, pero eficiencia al fin y al cabo, favorecida al parecer por la propia IBM  La informática, como la energía nuclear o la pólvora, siempre fue bifaz como Jano. Lo sigue siendo.

Por otra parte, teniendo en cuenta el papel cada día más relevante de los robots en multitud de industrias, entra en una lógica inhumana identificar a un obrero con un robot, y la pulsera es un medio magnífico para ello e incluso para comparar sus respectivas eficiencias. El mejor obrero sería el más robotizable, el menos humano, el que prescinde de ser sujeto para ser cosa.

Y, siendo así como evoluciona el mundo, hay algo que parece meridianamente claro y es la obsolescencia de los sindicatos en un mundo atomizado de individuos controlados y en el que abundan tanto las servidumbres voluntarias. El poder de lo colectivo ahora no se da hablando en asambleas ni presionando con huelgas, sino firmando en Change o poniéndose lazos de colores determinados. 

Las organizaciones de defensa de los derechos humanos, y los sindicatos parece que deben serlo, tienen la obligación de reinventarse adaptándose a los nuevos tiempos y, a la vez, tratar de neutralizar una tendencia alienante que no parece apaciguarse. 
 
Si un sujeto se hace mero individuo, robotizado, cosificado, la agrupación pasa a ser vulgar rebaño.

Si lo colectivo sólo es ya factible en la práctica en las redes sociales, si la alienación galopa a sus anchas y si no se frena, llegará el día en que, por nuestro bien, se nos implante un chip ya al nacer, como se hace con las mascotas. Hasta es posible que sea un chip de validez universal, tanto para buscarnos si desaparecemos, como para trabajar en cualquier empresa o comprar cualquier cosa.

Se ha anunciado tanto la distopía tecno-científica que sólo sabremos de ella a posteriori, cuando seamos sus siervos.

viernes, 2 de febrero de 2018

Gaseados. La pseudo-ciencia industrial y el ideal de pureza.



El ideal de pureza siempre ha tenido mucha fuerza. También ahora. Se desea un aire puro, un agua pura, una alimentación pura... podríamos seguir así en todos los órdenes de la vida. Nada como lo natural frente a lo artificial para sostener la bondad de la naturopatía y de los alimentos ecológicos.

Y la industria es consciente de ello. Como se decía en una célebre película de mafiosos “Niente di personale, sono solo affari“. Pero los negocios son afectados por cuestiones personales en el plano cuantitativo, cuando las personas se identifican a consumidores y, como tales, aspiran a lo bueno, a lo puro, sea el aire que respiran o el coche que conducen.

Las grandes industrias tienen que orientarse en el marco de la pureza que todo el mundo desea. La industria farmacéutica sabe muy bien cómo publicar los buenos resultados (a veces incluyendo métodos de ghostwriting) y ocultar los que no lo son tanto. Ya pasará lo que tenga que pasar.

A veces basta con la publicidad para inducir al consumo. En un anuncio, un vaquero fumaba tras galopar por un extenso y hermoso paisaje. Si no se podía cabalgar como el protagonista, sí se podía al menos relajarse como él con un buen cigarrillo. Claro que eso era antes. Ahora ya no. Fumar es impuro, contamina el aire y estropea bronquios y pulmones, algo innegable desde luego. Un gran cinismo social y político tolera, sin embargo, que el alcohol en su modalidad litúrgica de “botellón” haga estragos en la juventud.

Vivimos una época de ciencia. Ya no basta con que se haga publicidad como en los viejos tiempos o que se predique en las iglesias contra los distintos vicios. No basta con decir que un refresco de cola es chispa de vida, porque hay quien cree que beber refrescos azucarados puede engordar y eso es malo. A la vez, todo apunta a que el azúcar es mucho peor que el colesterol, demonio de demonios modernos. Es preciso así demostrar “científicamente” que lo que hace a uno obeso no es beber líquidos azucarados, que se postulan como magníficos, sino no hacer suficiente ejercicio.

Tenemos el problema del aire contaminado, que dicen los médicos que causa muertes, nada menos. Queremos respirar un aire limpio, pero ocurre que no lo es en gran medida porque los coches utilizan combustibles fósiles que, además de proporcionar la energía necesaria para moverlos, producen gases nocivos. Se ha hablado en este sentido de la maldad del diesel y por eso no sorprende ya que firmas automovilísticas alemanas hayan gaseado a primates, incluyendo humanos, para “demostrar” la limpieza de la combustión del diesel en lo que a la atmósfera se refiere. 


Podríamos respirar tranquilos por muchos coches que usaran ese combustible si hubiera tal evidencia científica. Pero el supuesto “Clean Diesel” no resultó tan “clean” como se esperaba ni para el aire ni para los monos; más bien todo lo contrario . Y siempre tiene que haber periodistas que incordien pregonando lo que se pretendía callar, de modo que, en vez de esperar pacientemente a que haya resultados claros a favor del diesel, muestran como escándalo lo que tenía una clara pretensión ecologista que acabaría siendo demostrada “científicamente”.

Y se trata de la industria alemana, aunque esas prácticas se detectaran en Albuquerque. Se trata de Alemania. Nada menos. Por supuesto, el gobierno alemán ha condenado esas pruebas. Gasear monos y personas es muy feo. 


La asociación con tiempos remotos que son conmemorados estos días quizá sea extremadamente exagerada e injusta, pero parece difícil evitarla porque son las circunstancias las que permiten o no que la perversión se realice y resulta que el deseo perverso existe, ocurre que es frecuente. Aunque sea injusto y exagerado hacer fáciles asociaciones, conviene recordar que también lo más horrible respondió a un ideal de pureza, aunque no fuera ambiental sino racial. Ahora tenemos serias implicaciones éticas en lo ocurrido en esas empresas automovilísticas. Si malo es provocar sufrimiento inútil a primates no humanos, peor es someter a personas a experimentos tan estúpidos como potencialmente perniciosos, aunque se les pague.

La demostración “científica” de bondad y pureza, cuando se trata de la industria, aunque incluya a investigadores prestigiados dispuestos a firmar lo que sea necesario (siempre los hay), es con frecuencia pura pseudo-ciencia por una razón obvia: la ciencia no apuesta, no obedece a objetivos comerciales. La ciencia de verdad no pretende cumplir otro deseo que el de saber, siendo traicionada cuando se dan obvios conflictos de interés que perturban su método, sea en el campo farmacéutico, el alimentario, el diagnóstico o el de la automoción.

En nombre de la bondad y de la pureza, lo peor ha ocurrido en la Historia, que tiene la fea costumbre de repetirse.

Un nuevo puritanismo cuasi-religioso invade todos los ámbitos: ecológico, alimentario, político, sexual... Pero ese exceso puede, paradójicamente, llegar a asumir la transgresión más burda, como ha ocurrido ahora: en nombre de la pureza del diesel se gasea a monos y personas. Una falsa ciencia agrava el mal poniéndose al lado de un interés mercantil inhumano.