jueves, 8 de febrero de 2018

Un chip para cada uno.



Es ya un tópico decir que vivimos en una era orwelliana, aunque el Gran Hermano sea un tanto difuso. No vemos su cara, pero tampoco puede decirse que no existan, en plural, personas que se enriquecen y se hacen poderosas desde ese papel. No precisan ser dictadores; ni siquiera políticos, aunque intervengan y mucho en política. Su gran poder reside en la información que, generalmente de forma voluntaria, les proporcionamos. 
 
Facebook sabe de vivos y muertos mucho más que lo que de ellos puedan saber amigos reales y familiares. Alguien puede ver frustradas sus expectativas laborales por excesos juveniles colgados en la red social. Empresas anunciadoras se anticipan, desde la información que compartimos, a nuestros gustos.

Una compañía de seguros podrá ofrecernos la seguridad de tener nuestro coche (y a quienes en él vamos) bajo control posicional. Probablemente el objetivo no sea sólo altruista. 
 
Hay criminales que han sido detenidos por despreciar el poder de registro de las abundantes cámaras de video-vigilancia existentes en calles y casas. Los drones parecen el nuevo y probablemente bondadoso sistema para detectar tempranamente incendios o incluso para proporcionar auxilio a accidentados. Para bien y para mal, el mundo es muy diferente al de finales del siglo XX.

Difícilmente puede eludirse cierto grado de vigilancia, especialmente cuando nos beneficia. Un ejemplo obvio es disponer de un “smartphone” en caso de accidente. Sería un caso de auto-vigilancia; decimos donde estamos, damos nuestras coordenadas, para ser socorridos. Esa auto-vigilancia se extiende cada día más en el orden del propio organismo. Hay sistemas inteligentes de pulsera que nos dicen cómo va nuestro corazón cuando corremos. Las “apps” médicas en forma de teléfono o reloj (ambos “smart”) proliferan de forma evidente y no parece lejano el día en que registros efectuados muy esporádicamente y en lugares específicos, como un electrocardiograma, se hagan automáticamente de modo cotidiano mientras paseamos o dormimos. Todos esos datos, que pueden ser beneficiosos, comportan también la posibilidad de una hipocondrización generalizada y, en cualquier caso, servirán para alimentar a grandes empresas, una vez colocados en “la nube”, eso que, a pesar de ser nebuloso, es muy terrenal. Los analizadores de “Big Data” ya sabrán cómo sacarles partido.

Es incuestionable la bondad de los modernos sistemas de información, pero no lo es menos el perverso efecto que implica su uso en la comunicación real, en caída libre, cuando no en la comisión de delitos como chantajes, mobbing, etc. Cuando alguien pasa a ser, en la práctica, mero emisor de datos, lo peor puede ocurrirle. Pero, si ese alguien es adulto y mentalmente sano, es libre y responsable de lo bueno y lo malo que haga con los medios modernos.

El problema se da cuando hay imposición de una vigilancia tecnológica. Hace pocos días aparecía la noticia de que Amazon había conseguido dos patentes para desarrollar unas pulseras curiosas, cuya utilidad residiría en controlar los movimientos de sus empleados. Seguro que sobran argumentos que hablen de la eficiencia como meta y del respeto al trabajador en aspectos íntimos, pero hacia las pulseras de control parece que nos encaminamos. Y, si lo hace Amazon, un gigante de la eficiencia, ¿por qué no todo tipo de empresas? El “móvil” ya incordia mucho a muchos, al no distinguir tiempos de trabajo y de descanso. La pulsera sería un refinamiento en esa carrera de control.

Hasta es posible que, si un trabajador sufre un infarto, la pulsera alerte de su falta de dinamismo y pueda prestársele con rapidez ayuda médica. Todo tiene también su lado bueno, pero la finalidad parece clara: “optimizar”, que suena mejor que controlar, y siempre en pos de la calidad o como se está diciendo ya más ahora (incluso en Medicina), de la excelencia.

En cualquier caso, a pesar de dudosas bondades, un trabajador controlado en cada segundo, gracias a una pulsera, guarda analogías con métodos ya empleados en tiempos tristes. Organicemos informáticamente, como dígitos, como bits. Los nazis, que eran un tanto inhumanos, identificaban así, numéricamente, a sus huéspedes de los campos de concentración. En realidad, fueron pioneros de la eficiencia, asesina, pero eficiencia al fin y al cabo, favorecida al parecer por la propia IBM  La informática, como la energía nuclear o la pólvora, siempre fue bifaz como Jano. Lo sigue siendo.

Por otra parte, teniendo en cuenta el papel cada día más relevante de los robots en multitud de industrias, entra en una lógica inhumana identificar a un obrero con un robot, y la pulsera es un medio magnífico para ello e incluso para comparar sus respectivas eficiencias. El mejor obrero sería el más robotizable, el menos humano, el que prescinde de ser sujeto para ser cosa.

Y, siendo así como evoluciona el mundo, hay algo que parece meridianamente claro y es la obsolescencia de los sindicatos en un mundo atomizado de individuos controlados y en el que abundan tanto las servidumbres voluntarias. El poder de lo colectivo ahora no se da hablando en asambleas ni presionando con huelgas, sino firmando en Change o poniéndose lazos de colores determinados. 

Las organizaciones de defensa de los derechos humanos, y los sindicatos parece que deben serlo, tienen la obligación de reinventarse adaptándose a los nuevos tiempos y, a la vez, tratar de neutralizar una tendencia alienante que no parece apaciguarse. 
 
Si un sujeto se hace mero individuo, robotizado, cosificado, la agrupación pasa a ser vulgar rebaño.

Si lo colectivo sólo es ya factible en la práctica en las redes sociales, si la alienación galopa a sus anchas y si no se frena, llegará el día en que, por nuestro bien, se nos implante un chip ya al nacer, como se hace con las mascotas. Hasta es posible que sea un chip de validez universal, tanto para buscarnos si desaparecemos, como para trabajar en cualquier empresa o comprar cualquier cosa.

Se ha anunciado tanto la distopía tecno-científica que sólo sabremos de ella a posteriori, cuando seamos sus siervos.

viernes, 2 de febrero de 2018

Gaseados. La pseudo-ciencia industrial y el ideal de pureza.



El ideal de pureza siempre ha tenido mucha fuerza. También ahora. Se desea un aire puro, un agua pura, una alimentación pura... podríamos seguir así en todos los órdenes de la vida. Nada como lo natural frente a lo artificial para sostener la bondad de la naturopatía y de los alimentos ecológicos.

Y la industria es consciente de ello. Como se decía en una célebre película de mafiosos “Niente di personale, sono solo affari“. Pero los negocios son afectados por cuestiones personales en el plano cuantitativo, cuando las personas se identifican a consumidores y, como tales, aspiran a lo bueno, a lo puro, sea el aire que respiran o el coche que conducen.

Las grandes industrias tienen que orientarse en el marco de la pureza que todo el mundo desea. La industria farmacéutica sabe muy bien cómo publicar los buenos resultados (a veces incluyendo métodos de ghostwriting) y ocultar los que no lo son tanto. Ya pasará lo que tenga que pasar.

A veces basta con la publicidad para inducir al consumo. En un anuncio, un vaquero fumaba tras galopar por un extenso y hermoso paisaje. Si no se podía cabalgar como el protagonista, sí se podía al menos relajarse como él con un buen cigarrillo. Claro que eso era antes. Ahora ya no. Fumar es impuro, contamina el aire y estropea bronquios y pulmones, algo innegable desde luego. Un gran cinismo social y político tolera, sin embargo, que el alcohol en su modalidad litúrgica de “botellón” haga estragos en la juventud.

Vivimos una época de ciencia. Ya no basta con que se haga publicidad como en los viejos tiempos o que se predique en las iglesias contra los distintos vicios. No basta con decir que un refresco de cola es chispa de vida, porque hay quien cree que beber refrescos azucarados puede engordar y eso es malo. A la vez, todo apunta a que el azúcar es mucho peor que el colesterol, demonio de demonios modernos. Es preciso así demostrar “científicamente” que lo que hace a uno obeso no es beber líquidos azucarados, que se postulan como magníficos, sino no hacer suficiente ejercicio.

Tenemos el problema del aire contaminado, que dicen los médicos que causa muertes, nada menos. Queremos respirar un aire limpio, pero ocurre que no lo es en gran medida porque los coches utilizan combustibles fósiles que, además de proporcionar la energía necesaria para moverlos, producen gases nocivos. Se ha hablado en este sentido de la maldad del diesel y por eso no sorprende ya que firmas automovilísticas alemanas hayan gaseado a primates, incluyendo humanos, para “demostrar” la limpieza de la combustión del diesel en lo que a la atmósfera se refiere. 


Podríamos respirar tranquilos por muchos coches que usaran ese combustible si hubiera tal evidencia científica. Pero el supuesto “Clean Diesel” no resultó tan “clean” como se esperaba ni para el aire ni para los monos; más bien todo lo contrario . Y siempre tiene que haber periodistas que incordien pregonando lo que se pretendía callar, de modo que, en vez de esperar pacientemente a que haya resultados claros a favor del diesel, muestran como escándalo lo que tenía una clara pretensión ecologista que acabaría siendo demostrada “científicamente”.

Y se trata de la industria alemana, aunque esas prácticas se detectaran en Albuquerque. Se trata de Alemania. Nada menos. Por supuesto, el gobierno alemán ha condenado esas pruebas. Gasear monos y personas es muy feo. 


La asociación con tiempos remotos que son conmemorados estos días quizá sea extremadamente exagerada e injusta, pero parece difícil evitarla porque son las circunstancias las que permiten o no que la perversión se realice y resulta que el deseo perverso existe, ocurre que es frecuente. Aunque sea injusto y exagerado hacer fáciles asociaciones, conviene recordar que también lo más horrible respondió a un ideal de pureza, aunque no fuera ambiental sino racial. Ahora tenemos serias implicaciones éticas en lo ocurrido en esas empresas automovilísticas. Si malo es provocar sufrimiento inútil a primates no humanos, peor es someter a personas a experimentos tan estúpidos como potencialmente perniciosos, aunque se les pague.

La demostración “científica” de bondad y pureza, cuando se trata de la industria, aunque incluya a investigadores prestigiados dispuestos a firmar lo que sea necesario (siempre los hay), es con frecuencia pura pseudo-ciencia por una razón obvia: la ciencia no apuesta, no obedece a objetivos comerciales. La ciencia de verdad no pretende cumplir otro deseo que el de saber, siendo traicionada cuando se dan obvios conflictos de interés que perturban su método, sea en el campo farmacéutico, el alimentario, el diagnóstico o el de la automoción.

En nombre de la bondad y de la pureza, lo peor ha ocurrido en la Historia, que tiene la fea costumbre de repetirse.

Un nuevo puritanismo cuasi-religioso invade todos los ámbitos: ecológico, alimentario, político, sexual... Pero ese exceso puede, paradójicamente, llegar a asumir la transgresión más burda, como ha ocurrido ahora: en nombre de la pureza del diesel se gasea a monos y personas. Una falsa ciencia agrava el mal poniéndose al lado de un interés mercantil inhumano.


lunes, 29 de enero de 2018

La piel. ¿Página en blanco?



La piel, que nos separa como cuerpos individuales del mundo, nos sitúa en él, pues es mediante ella que nos mostramos y es con sus órganos sensoriales, incluyendo los que en ella afloran, como los ojos y los oídos, que sentimos. Nos tocamos, besamos, abrazamos, olemos, oímos y vemos. Piel con piel.

Se dice a veces que la cara es el espejo del alma, una afirmación que tiene bastante fundamento, tanto en situaciones agudas en las que se muestra alegría, ira, sufrimiento o serenidad, como a lo largo de la vida.

La piel es reflejo del cuerpo y se muestra a sí misma. Tonos y lesiones, alteraciones en la piel y faneras (pelo y uñas) fundamentan la necesidad de la inspección como parte de la exploración clínica y el estudio detenido de lo patológico, muchas veces psico-patológico. La Dermatología, especialidad que requiere un elevado saber, supone una atención mucho mayor a lo cualitativo en comparación con el auge biométrico que se da en otras especialidades médicas.

Al mostrar el cuerpo, la piel también revela las edades de la vida. La piel juvenil no es la que tiene un anciano, y tanto la industria cosmética como la cirugía estética, tratan de frenar el deterioro inevitable, a veces con escaso éxito o con un resultado patético.

Además de cuidados tradicionales, que abarcan desde la limpieza hasta maquillajes sofisticados o costosas cirugías, asistimos recientemente a la expansión de algo que se ha dado desde hace mucho tiempo, el tatuaje. Según parece, el hombre de Ötzi, muerto hace más de cinco mil años, ya tenía su cuerpo muy tatuado. 
 
Norman Rockwell nos dejó un cuadro en el que vemos el acto de tatuar a un marinero. También un marinero tatuado inspiraría un célebre tema cantado por Concha Piquer (Tatuaje): “Mira mi brazo tatuado, con este nombre de mujer. Es el recuerdo del pasado, que nunca más ha de volver”. Los tatuajes se veían con cierta frecuencia en marineros y en legionarios. En unos casos, aludiendo a una relación amorosa con pretensión de eternidad y muchas veces fracasada; en otros, apuntando a la pertenencia a un colectivo quizá fraternal o a su recuerdo. En cierto modo, había una “lógica” subyacente a la marca en el cuerpo, generalmente limitada en su extensión. Los temas no variaban mucho. Corazones, símbolos de la legión, nombres... Y eran monocromos.

Ahora no. Hay alguna persona que aspira a entrar en el libro Guinnes por ser la más tatuada del mundo. Los motivos "artísticos" alcanzan desde una imagen hasta una frase que se tiene por impactante, pasando por el nombre de un amor a pesar del riesgo bastante frecuente de que finalice, dejando como rescoldo la marca. Tampoco ha de mostrarse ya un motivo figurativo mimético; puede ser un dibujo geométrico o abstracto. Y se acabó la monocromía; muchos colores configuran tatuajes cada vez más extensos y grabados en cualquier lugar del cuerpo. 
 
Hay quien, en una reunión, no es capaz de permanecer sin dibujar algo en un folio. Los hay que se ven determinados a dejar su impronta haciendo grafittis con sprays en cualquier puerta o fachada de la ciudad. Pues bien, tal parece que para muchas personas, jóvenes principalmente, su piel es vista así, como página que no puede quedar en blanco. Y lo que en ella impriman será algo que quizá tenga pretensión de identidad, cediendo lo grupal a lo singular en el dibujo.

Quizá lo más llamativo de la proliferación de tatuajes resida en que, a diferencia de otras marcas, como el piercing, reversibles, suponen la paradoja de ser una una moda anti-moda. La moda implica el cambio (aunque sea generalmente inducido), cada vez más rápido y obvio, y no sólo en la ropa, calzado y complementos, sino en todo, desde coches hasta bolígrafos, televisores o joyas. La moda, que cursa en paralelo con la obsolescencia programada de aparatos diversos, queda paralizada en el tatuaje, un acto que supone mucho de irreversible, porque no es fácil deshacerse de él. Probablemente las técnicas de "borrado" se perfeccionen, pero, de momento, el acto de tatuarse supone una decisión de probable irreversibilidad.

El tatuaje es visible, aunque no necesariamente siempre, ya que todo el cuerpo es susceptible de ser tatuado. Algo de uno es mostrado en los dibujos, nombres o frases que llevará muchos años inscritos en su piel, tal vez toda la vida. 

Mediante el tatuaje, uno dirá sin decir. En ese sentido, hay una fuerte analogía con lo que se comunica electrónicamente, sin hablar, mediante el uso de la escritura en redes sociales o "whatsapps", sustituida muchas veces por mensajes taquigráficos con "emoticonos", o mediante "selfies" volcados en Instagram o grabaciones en Youtube, merecedores muchas veces del status de “influencer”  o, mucho peor, de ganar un premio Darwin. Lo visual arrincona la palabra, por muchas letras que se tecleen en los "móviles". 
 
Hay frases personales o tomadas de otros que se usan (o se usaban, más bien) como epitafios. En algunos casos, hay quien vivirá quizá toda su existencia con un epitafio escrito en el cuello por causa de una decisión juvenil. 
 
Quizá no sea extraño que se dé en la vida ordinaria lo que también ocurre en la propia clínica, en la que lo visual, en forma de datos e imágenes instrumentales, desplaza tantas veces el encuentro real, de gestos, palabras, silencios y emociones. Y en la Ciencia misma, regida por modelos, imágenes y gráficos que sustituyen a palabras y ecuaciones.

De poco importarán advertencias contra los riesgos potenciales de los tatuajes; riesgos que se dan “per se”, especialmente relacionados con metales pesados entre otros agentes nocivos, y que pueden darse también en el caso de maniobras diagnósticas o terapéuticas que impliquen las zonas tatuadas. 
 
Y, si la piel puede tatuarse, ¿por qué no los órganos internos? En estos tiempos de posverdad, hay noticias que resultan difíciles de creer pero que parecen ciertas. Según The Guardian y otros medios, un cirujano, Simon Bramhall, marcaba sus iniciales con un láser en hígados trasplantados (al menos en dos casos). ¿Será el único caso? ¿Habrá pacientes que soliciten un tatuaje interno a la hora de someterse a una intervención quirúrgica?
 
Aunque sea algo muy antiguo, el auge actual del tatuaje induce a preguntarnos ¿Por qué tantos ahora deciden marcar su cuerpo de forma dolorosa e irreversible?


jueves, 18 de enero de 2018

MEDICINA. Cáncer y Brujos. El analfabetismo científico.



El cáncer, en toda la variedad de sus expresiones, es algo serio. Mucha gente muere por causa de alguna forma de cáncer. Hay quien sobrevive a él… gracias a la Medicina.

Es el avance científico el que ha permitido saber mucho, aunque sea insuficiente, sobre los mecanismos que dan lugar a un cáncer, los que dan cuenta de su heterogeneidad, de su capacidad de metástasis. Los métodos diagnósticos permiten detectarlo cada vez mejor y distintos tratamientos, empíricos principalmente, van dando paso a otros cada vez más racionales basados en lo que se conoce de su Biología Molecular. Se retoman con mejores perspectivas posibilidades antes vislumbradas, como la inmunoterapia. 


El avance de la Oncología ha sido magistralmente recogido en un hermoso libro. Se trata de “El emperador de todos los males” de Siddhartha Mukherjee. Con un optimismo amortiguado por una buena dosis de realismo, el autor muestra lo que era y lo que es el cáncer, fijándose en el coraje de muchos cirujanos, en la paciencia fecunda de muchos investigadores, en algunas decisiones políticas que han sido correctas. No parece fácil ser oncólogo y habituarse al contacto cotidiano con pacientes que sufren por cáncer, pero esa especialidad tiene el gran interés científico y humano de estar en la punta de lanza de la Biología aplicada a la Medicina. 


El futuro, a pesar de todos los fracasos que sigue habiendo en muchos ensayos clínicos, es esperanzador. La lucha contra el cáncer sólo puede ser una, la científica, y es precisamente el avance extraordinario de la Ciencia el que sostiene ese relativo optimismo en que una enfermedad temida lo sea cada vez menos.

Pero, si el cáncer es complejo, el ser humano lo es mucho más en su diversidad, en sus contradicciones. Hay científicos brillantes, cirujanos magníficos, oncólogos excelentes que trabajan intensamente por estar al día y brindar a sus pacientes las mejores posibilidades. Hay médicos de familia y de cuidados paliativos que saben acompañar y amortiguar el dolor. Hay psico-oncólogos…


Y en contraste con tantos que hacen bien lo que es posible hacer en el ámbito de la ciencia y de la clínica, existe un discurso tan insensato como absurdo que niega la realidad y pretende ofrecer las bondades de curiosas alternativas explicativas como las “bioneuroemociones” y terapéuticas basadas en resoluciones de conflictos psíquicos, en la abstención de los venenos citostáticos o en comidas supuestamente beneficiosas para algo que no es tan malo como se piensa. De eso ha tratado el reciente “Congreso Internacional Un Mundo Sin Cáncer: lo que tu médico no te cuenta”. Implícitamente se da a entender que hay un saber del que se priva al paciente, un saber esotérico que se hará exotérico nada menos que en un congreso.

Las alarmas de médicos y colegios profesionales se han disparado, haciéndose eco de ellas los medios de comunicación en sus secciones de divulgación científica. 


Pero… ¿Se trata de charlatanes? No necesariamente. Probablemente los organizadores y ponentes de algo así, extraño, estén convencidos de lo que dicen. Pero ese convencimiento no sustenta nada; por el contrario, es dañino si aleja a pacientes de lo que esas personas llaman terapias “convencionales”. Los alternativos, los que defienden posturas mágicas, siempre se refieren a la “ciencia oficial” (como si hubiera eso), a terapias convencionales (como si también las hubiera) o al poder de la malvada industria farmacéutica para frenar los notables descubrimientos sobre la dieta alcalina o demás milagros.

Las alarmas se disparan, la crispación brota en quien vuelca su vida profesional en el tratamiento de los pacientes con cáncer. Pero el problema de que crezcan mensajes pseudocientíficos que pueden ser claramente dañinos no se soluciona sólo con una hipervigilancia de supuestos charlatanes, porque ocurre que a ellos acuden personas adultas y no necesariamente tontas. El atractivo pseudocientífico es muy “democrático” y no hace distingos entre personas con distinto nivel de conocimiento. Se puede ser físico nuclear o matemático destacado y creer en la eficacia de la iridología o del I Ching. Se puede ser médico y seguir empeñado en defender la bondad de la homeopatía. Se puede ser Steve Jobs y recurrir a la pseudociencia.


El problema real reside en la permanencia frecuente de una creencia infantil en un mundo mágico. Es en ese mundo en el que será aceptable que un conflicto psíquico produzca un cáncer en la mama derecha o en la izquierda según el tipo de problema, nada menos. Es en ese mundo en el que ya no existirán los Reyes Magos ni la Cenicienta, pero habrá alimentos que nos puedan inmunizar contra el cáncer o incluso curarlo si aparece.


¿Por qué extrañarse? La atracción mágica ha sostenido la teosofía y tratado como maestros a Blavatski, Olcott, Gurdjieff, Ouspensky... Muchos son captados por sectas de todo tipo, muchos adultos infantilizados precisan padres. California ha sido, parece que sigue siendo, la tierra prometida en la que encontrar el gurú salvador. Krishnamurti, fruto a su vez de la teosofía, aunque relativamente independizado de ella, hablaba y miles de espectadores callaban tratando de descifrar sus enseñanzas. Su aura parecía atraer más que su discurso. Hay occidentales que han corrido a venerar a Ganesha y se habla del cuerpo cuántico. ¿De qué nos sorprendemos?


El valor de la Ciencia es tan despreciado como falsamente asumido por supuestos charlatanes mediante la absorción en su vacuo discurso de términos que sugieren lo oculto que es revelado: “energías” (en plural, que tiene gracia), “natural”, “cuántico”, “holístico”. A la vez, la inmersión en una pretendida psicología novedosa mostrará el valor de algo tan profundo como la bioneuroemoción. 


El problema al que nos enfrentamos no es, en realidad, médico, aunque afecte a la salud de las personas que crean tales tonterías. El problema real es de falta de educación en un sano escepticismo. Es habitual que la Ciencia se enseñe en la educación básica y también en la universidad como una historia de resultados, pero es mucho más rara la enseñanza del propio método científico del que surgen estos, y de su valor para ir conociendo lo que nos rodea y nuestro cuerpo.


Hay médicos, químicos y físicos que, a pesar de su titulación, carecen del conocimiento elemental del método científico, de su poder y de sus limitaciones. Es esa visión distorsionada de la Ciencia lo que hace de ella fácilmente creencia. Y, en el plano de las creencias, las mágicas han atraído al ser humano desde que humano es. La creencia mágica, el verbo chamánico, puede atraer más que la creencia científica e incluso absorberla usando términos científicos que suenen a moderno como los anteriormente citados.


Cualquier pseudociencia se desmorona ante un juicio crítico, pero es éste el que, con frecuencia, falta. 


Hay una historia que no conviene olvidar con respecto a estas manifestaciones delirantes. Las pseudociencias, precisamente por su carácter irracional, proliferan en regímenes dictatoriales. Desde ese recuerdo, la Historia nos aconseja que no juguemos con fuego, que exorcicemos los demonios de la irracionalidad o nos dominarán de nuevo. La homeopatía y la astrología florecieron en la Alemania nazi. También lo hizo el racismo y numerosos médicos y antropólogos (Mengele fue un claro ejemplo) se dedicaron a trabajar en un ideal de pureza; sabemos las consecuencias, pero hemos de recordar que la pretensión era la mejora, la pureza, por la que había que segregar y después exterminar al visto como impuro. Stalin también apostó por la pseudociencia, favoreciendo las tonterías de Lysenko para desgracia de las plantas, de quienes pensaban comerlas y tuvieron hambruna, y de los científicos que creían en la Ciencia más que en el paraíso comunista.

Por mucho que en los medios de comunicación se hable de Ciencia, lo cierto es que vivimos inmersos en un analfabetismo científico, que no se corregirá con una información narrativa de avances y promesas, con una ciencia divulgada que tantas veces deviene en cientificismo,  sino con educación crítica en el método que hace posible que la Ciencia progrese. Es el método lo que importa conocer, más que si Einstein "acertó" con las ondas gravitacionales. A la Ciencia le daría igual que se hubiera equivocado. La Ciencia hace predicciones pero no apuestas, no tiene una cosmovisión implícita aunque pueda iluminar la de cada cual.






jueves, 11 de enero de 2018

Miedo y Amor. Fe y Ateísmo.


“Nada te turbe, nada te espante… quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios basta” (Sta. Teresa de Jesús).

Hubo los grandes maestros de la sospecha, Marx, Freud, Nietzsche. Después muchos más negaron cualquier realidad a lo que consideraban un sueño, esa necesidad de que un ser supremo nos salve, de que ponga orden ante tanta injusticia moral que se ha dado en la Historia y que sigue produciéndose.


A la vez que cala el ateísmo, o su modo “light” conocido como agnosticismo, la promesa salvífica religiosa, mal entendida como inmortalidad, pretende ser incorporada por la tecno-ciencia, por todos los que ven el envejecimiento como enfermedad y creen posible y deseable “matar la muerte”, como ya expresan algunos. Al entender la vida como mera duración y la felicidad como el gran deber, un nefasto criterio médico traiciona a la Medicina y le hace asumir un papel religioso a la hora de definir buenos y malos comportamientos. La tentación eugenésica renace con las técnicas de edición genética y las posibilidades técnicas permitirán establecer (y quizá priorizar) perfiles genéticos idóneos. El delirio transhumanista no se apacigua.


El cientificismo, con su aspiración soteriológica, pasa a ser la nueva religión secular que muchos, como Dawkins y otros sacerdotes proselitistas de ella, confunden malamente con el ateísmo. Parecen ignorar que el ateísmo niega a Dios, a todo tipo de dios, y eso no es tan sencillo hoy en día aunque lo parezca.


En un célebre libro, “Por qué no soy cristiano”, se recogen estas palabras del gran Bertrand Russell: “No soy joven, y amo la vida. Pero me despreciaría si temblase de terror ante un pensamiento de aniquilación”. Unas líneas antes había dicho que “la religión, como tiene su origen en el miedo, ha dignificado ciertas clases de miedo”.


Pero es dudoso que el miedo lleve en esta época, incluso en la de Russell, a la creencia religiosa. Más bien la religión ha conducido a grandes miedos, cosa bien distinta. Así, ha habido una impresionante creatividad a la hora de imaginar lo terrible, el infierno eterno, en gran contraste con lo inimaginable que resulta la visión beatífica, la entrada en la realidad de Dios, eterna y por ello fuera del tiempo. Es probable que lo que amedrentara del infierno no fuera tanto el tormento como la inmortalidad de los atormentados, algo con lo que se “enriquecían” sádicamente tantas homilías de hace poco tiempo. Lo terrorífico, aunque sólo se mostrara para el infierno, es la inmortalidad. Por eso, difícilmente la esperanza de una vida inmortal tras la muerte puede evitar el miedo a la pérdida o el deterioro de la vida conocida, cotidiana. 


Por esa intuición clara de que tenemos una vida y es ésta, aunque podamos esperar otra, la creencia religiosa no evita el miedo ni mucho menos surge de él. El propio Jesús, “sumido en agonía” sudó sangre en Getsemaní (Lc. 22,44). Su coherencia no evitó el terror. Otros que lo tomaron como referente actuaron de modo similar, como los mártires de Tibhirine, que asumieron su miedo. Se es creyente por coherencia, no por valor, pues valiente no es quien carece de miedo sino quien actúa a su pesar.


Es muy dudoso que en nuestra época el miedo sustente la creencia, aunque ésta pueda consolar. De hacerlo, ese temor sería paliado en creyentes, pero pocos hay que alcancen la cota de Santa Teresa o la de San Francisco, y la fe religiosa en general no inmuniza frente al pánico. Por el contrario, saberse mortal puede aportar el valor para aceptar la muerte, una aceptación que supone asumir con todas sus consecuencias la libertad que, con todos los determinantes y contingencias que pueda haber, supone vivir. Saberse mortal permite afrontar la vida.


Aunque parezca paradójico, la perspectiva atea (“si Dios no existe, entonces ya nada está permitido”) desde la que el ser humano es fundador de su ética, puede ser una gran compañera de viaje, tal vez la mejor, para el creyente. Tal vez porque la gran creencia sea asumir lo que vemos sin entender, el misterio de la vida presente, de por qué vivimos aquí y ahora, más que esperar en la futura.


Somos en el enigma, pues podemos ser conscientes, concebirnos no como un algo sino como un  alguien que existe en una fracción infinitesimal del tiempo del mundo. Desde esta perspectiva cabe una creencia esperanzada en que no todo está perdido, en que toda vida es valiosa, aquí y ahora, y que nos salvamos en la medida en que contribuyamos a salvar la Historia.


La fe no surge del miedo, sino de la contemplación amorosa. Y eso salva cualquier diferencia que pueda existir entre creyentes y ateos si la ética de ambos es propiamente tal, humana. 


El místico San Juan de la Cruz dijo que “al atardecer te examinarán en el amor”. En ese examen, que quizá sea realizado implacablemente por uno mismo, poco importarán las creencias racionales o racionalizadas y mucho en cambio los instantes eternos en que se amó y por los que uno puede ser justificado, tal vez con una eternidad tan viva como inimaginable. A fin de cuentas, ¿quién puede imaginar lo Real? Ni siquiera la ciencia puede intuirlo aunque se le acerque asintóticamente.