domingo, 12 de marzo de 2017

El analfabetismo científico o el olvido del método.


El alfabeto es la primera enseñanza que nos introduce en la Historia. Alfa, beta… a, b… Con ese mágico significado de las letras, pueden escribirse y leerse sonidos que conforman palabras. Y esas palabras sirven para registrar todo lo que nos hace humanos. Las tablillas cuneiformes mostraban el interés comercial de las primeras civilizaciones, pero también algo que ha persistido como gran interrogante filosófico, poético. La epopeya de Gilgamesh no sólo se narró. También fue escrita y, al leerla, vemos que lo que más nos interesa ya inquietaba hace miles de años.

El 8 de septiembre del año pasado se celebraba el día internacional de la alfabetización. La UNESCO lo recogía así: “Cincuenta años. Leyendo el pasado.Escribiendo el futuro”. Entonces, los periódicos decían que en España aún hay casi 700.000 personas analfabetas, es decir, que no sabían leer. En plena Europa del siglo XXI.

La alfabetización es un medio de apertura al mundo, a la Historia. Aunque también puede servir sólo para una cotidianidad básica, elemental. Casi la mitad de los españoles no leen nunca un libro. 

Parece que leer cansa. Especialmente en un tiempo en que tenemos televisión e internet y en el que podemos “hablar” con los “smartphones” gracias a “Siri” o a un algoritmo similar. Nunca hubo tanta información tan accesible y tan poco accedida.

No se lee mucho y tampoco parece que se piense mucho, en general, aunque sí se hable y opine con gran y emocional seguridad de todo lo divino y lo humano.

Incluso en ámbitos universitarios cala con hondura la pragmática pregunta: “¿Para qué te sirve?” ¿Para qué le sirve a uno que es químico saber de historia o de poesía? ¿Para qué le sirve a un obrero de la construcción interesarse por lo que decían Kant o Newton?

Ese pragmatismo llega a hacerse inhumano. Y lo consigue por lo que supone de desprecio al alfabeto mismo, a leer, a enterarse de lo que otros han escrito. Eso permite hablar de un analfabetismo generalizado o sectorial. John Allen Paulos se refirió a los perjuicios que implicaba ser un analfabeto matemático en su célebre libro “El hombre anumérico”.

Hoy vemos cómo los científicos americanos se rasgan las vestiduras al darse cuenta de lo que puede suponer el triunfo democrático de Trump. Y, lo que es peor, al asumir el riesgo que la democracia misma implica cuando muchos votantes, tal vez la mayoría, son analfabetos científicos.

Vivimos una época fuertemente paradójica, pero sólo en apariencia. A la vez que se planifican viajes a Marte, a la vez que la Medicina avanza en todos los órdenes y que se muestra la existencia de los quarks, están en pleno auge todas las pseudo-ciencias y, peor aún, las pseudo-medicinas. Llegamos a un punto en el que, para muchos, Dios quedó atrás como objeto de creencia; se trata ahora de creer en la ciencia, que ha asumido el papel religioso, o en lo alternativo a ella, y de hacerlo además de un modo absolutamente dicotómico: científicos frente a “magufos”, se diría en cualquier blog de escépticos.

El analfabetismo científico parece avanzar paralelamente a la propia ciencia. La ciencia es concebida por parte de mucha gente como relato y, como tal, creíble o no. Es fácil creer en lo más increíble, en lo que aportan los grandes instrumentos observacionales, sean las ondas gravitatorias o el bosón de Higgs (aunque no se tenga ni idea de lo que es eso). Pero cada día se instala con más fuerza la sospecha sobre la verdad de la ciencia que tiene que ver con lo que sería más “próximo”: la salud, el clima… Desde el argumento de la maldad de la industria farmacéutica habrá quien se niegue a vacunar a sus hijos; desde la creencia en las energías o el cuerpo cuántico, habrá quien opte por alcalinizar su cuerpo contra el cáncer o en soñar con ángeles curativos. La homeopatía, las flores de Bach o la magnetoterapia conviven de un modo extraño con las modernas técnicas de imagen diagnóstica.

Carece de sentido pararse aquí y ahora en los riesgos que supone la insensatez del analfabetismo científico

Quizá sea más interesante analizar por qué ocurre esto. Por qué parecen darse dos opciones de creencia, porque al fin y al cabo de eso se trata, de creencia:  en la ciencia o en la magia. Como si no soportáramos la libertad, como si no asumiéramos el ser adultos, en ausencia de una santa inquisición, se ve como necesario que la lucha incesante de algunos nos oriente, que nos salve de la creencia en el maligno que siempre nos acechará con la magia. No es extraño que haya asociaciones protectoras ydefensoras de todo tipo  que muestren su vocación paternalista hacia una sociedad que, por analfabeta, consideran infantil.

El problema real con la ciencia se da en realidad cuando se la considera como relato. Y a eso han contribuido y siguen contribuyendo muchas obras de divulgación.

El problema esencial reside en no asomarse a lo que subyace a la ciencia y que es su método. No se trata de tener más horas de clase de ciencias, no se trata de leer más libros de física o de biología, sino de introducirse en lo que el método científico significa. Tal vez si los niños pisaran un laboratorio, si vieran por un microscopio, si usaran una balanza, un telescopio, si midieran en general y fueran conscientes de lo que significa el término “error”, si se dieran cuenta de lo que la ciencia significa, habría mucha menos necesidad de contarles lo que la ciencia ha dado.

Probablemente se aprenda más de ciencia con un manual dirigido a quien no tiene bibliotecas ni ordenadores, pero que facilita imaginar, pensar, construir instrumentos simples con los que intuir lo que la ciencia puede darnos. El viejo Manual de la Unesco para la enseñanza de las ciencias puede aportar muchísimo más que los libros de Hawking y, ya no digamos, los de otros divulgadores.


La ciencia no es un relato, aunque cuente cosas maravillosas. Es un método. Mientras no se entienda esto, el analfabetismo científico campará a sus anchas dando vía libre a la creencia mágica o cediendo a la creencia en la ciencia como único relato, descartando toda lectura humanística del ser humano y su mundo.

sábado, 4 de marzo de 2017

La "post-verdad" y la pulsión de muerte.




Los neologismos nos invaden. Hay uno que hace furor, a tal punto que el Diccionario Oxford lo consideró palabra del año 2016. Se trata de Post-Truth (“post-verdad”). Es usado para referirse a circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”.

Estamos inmersos en pleno avance científico. Cada día nos sorprenden nuevos acontecimientos en la comprensión del mundo y en las aplicaciones que permiten transformarlo. Nuestra Medicina, nuestra Cosmología, nuestra Física, se han desarrollado de un modo impresionante incluso en términos de poco tiempo. La mecánica cuántica y la relatividad se formularon hace sólo un siglo; el modelo de ADN se publicó en 1953.

Tanta bondad de la ciencia ha hecho de sus resultados lo que se muestra como más verdadero. Bueno, eso es lo que nos creíamos, hasta que topamos con un renacimiento vigoroso del poder de la opinión infundada y del simplismo que se observa en todos los ámbitos, desde el educativo hasta el político. Proliferan los “top doctors”, los “top professors”, los líderes religiosos “New Age”, los políticos carismáticos por su lenguaje banal, etc.

Es cierto que siempre permaneció un atractivo por lo mágico, pero parece que estamos ante una escalada de estupidez colectiva. A día de hoy, subsisten las medicinas alternativas, hay quien evita que sus hijos se vean beneficiados por vacunas de eficacia probada, los hay que defienden el poder antitumoral de dietas alcalinas o la conspiración de los “chemtrails” y quienes confían su vida y amores al pronóstico astrológico o del tarot.

Podría decirse que allá cada cual siempre y cuando sus elecciones sólo le afecten a él, pero el problema se da cuando tales decisiones afectan a otros, desde un poder que puede ir desde el ámbito familiar hasta la presidencia de un estado.

La ética va ligada al conocimiento sensato, especialmente cuando está en juego la acción política. Y en esto llega Trump que, a la vez que el Brexit, mostró el valor de eso que se da en llamar “post-verdad” y que no es sino idiotez generalizada. Ya hubo adelantados que implantaron el creacionismo en algunos estados americanos. Fue un aviso. Ahora tenemos el negacionismo del cambio climático y la prepotencia autoritaria que reclama un saber sobre buenos y malos, haciendo de éstos (Obama incluido) elementos a desechar de un país que se precia (“make America great again”).

Y es ahora cuando tantos científicos americanos se echan las manos a la cabeza. Ahora y no antes es cuando reclaman que se rechace lo que la “post-verdad” ha hecho posible, porque ven que ese cambio climático que anunciaban es negado por el sentido común de Trump, hombre sensato y sabio donde los haya, y de quienes lo votaron, y que, si hay que negarles el pan y la sal a colegas brillantes por ser de otro país, se les negará, por mucho que sufran pragmáticamente por su pérdida Google, el CDC o lo que sea. Lo ven ahora, no antes, tal vez porque su ensimismamiento investigador les impidiera leer libros de Historia y aprender de ellos. Y resulta que lo que ven ahora, eso de lo que reniegan, ya ocurrió, y también en democracia. En la punta de lanza de la civilización, en Alemania, la Ahnenerbe surgía a la vez que Göttingen era foco intelectual de lo más granado de las Matemáticas y la Física. Antes ya había florecido la sociedad Thule. Y eso facilitó, entre otras condiciones, el triunfo del nazismo, que, surgido de una sociedad democrática, promovió el desarrollo de las mayores tonterías pseudocientíficas, en un continuum que abarcó desde la búsqueda del Grial hasta el exterminio masivo, industrial, de los campos de concentración.

Las pseudociencias no son inocuas. Conviven armoniosamente con las peores dictaduras. Sucedió en Alemania y ocurrió en la Rusia soviética, en donde las tonterías de Lysenko fueron letales para plantas y para quienes de ellas se nutrían.

Parecía que la Ciencia era salvífica. Y en esa idea ha calado con fuerza un cientificismo cuasi-religioso y autoritario que se erige como único relato. Pero ocurre que se ha predicado más ese relato esperanzador que el método que descubre lo relatado. Es abundantísima la divulgación científica, pero lo es de resultados más que de método y, de este modo, la ciencia pasa para muchos a ser creencia en vez de reto intelectual.

El fruto de la exclusiva e infantiloide divulgación de resultados acaba conduciendo curiosamente a un gran analfabetismo científico. Se vio recientemente en nuestro país. El presidente de una asociación con afán educativo y sin ánimo de lucro invocaba la existencia de los cromosomas X e Y para insistir en fundamentar la “normalidad” exclusiva de la heterosexualidad, enraizada según él en lo anatómico genital y en los cromosomas. No sorprende que tal ignorancia conviva con lo peor de las creencias mágicas, las que marcan al que se considera diferente, llegando a usar un autobús de campaña afirmativa de una pretendida normalidad dicotómica (niños / niñas), en la que transexuales, lesbianas o gays serán ajenos, enfermos o perturbados, y habrán de ser tratados o segregados. No sorprende que tamaña ignorancia, que tal “post-verdad” anclada en un pseudo-catolicismo anticristiano e inhumano, facilite lo peor atávico. De ahí a retornar a la castración química, como la que se le “pautó” a Alan Turing sólo hay un paso. Y el paso es sencillo, pues basta con que gente así alcance el poder político. La elección de Trump no es un fenómeno que sólo pueda darse en EEUU.

En una interpretación perversa de lo que implica la democracia, parece que todos tenemos derecho a opinar de lo que desconocemos y creer, desde nuestro “sentido común”, que no hay cambio climático o que Trump tiene razón si prescinde de científicos de etnia poco recomendable. Los alemanes ya lo hicieron con Einstein, Gödel y tantos otros en su momento, cuando se defendía la “ciencia alemana” frente a la maldad judía.

Tanto parloteo narcisista en redes sociales, tanta falta de pensamiento y de silencio, sólo sirven para allanar el camino a algo que siempre fascina, la pulsión de muerte, algo que siempre estuvo ahí y que encuentra ahora un contexto extraordinario, el permitido por la pseudo-comunicación técnica. ¿Sería posible Trump sin twitter?

Mientras sigamos impasibles ante la estupidez, no sólo viviremos en un mundo “post-truth”; facilitaremos también el regreso a otra era. Estando ya en la Post-Modernidad, se requerirá un esfuerzo de imaginación para nombrarla. Tal vez sea adecuado el término “post-History” para lo que puede suponer el regreso a una nueva Edad Media o, peor, a un invierno nuclear.

Los científicos se manifiestan ahora, como si a Trump y a los “post-verdaderos” les importara un pimiento. A fin de cuentas, para ellos se trata de números, de votos.

La “post-verdad”, la estupidez potencialmente letal que comporta, no se combate desde lo cuantitativo sino desde lo cualitativo, desde una reflexión sobre las propias carencias, desde una mirada crítica al mundo. Y no es tan difícil hacerlo; quizá baste con leer de vez en cuando y con cierta calma un periódico.