jueves, 8 de enero de 2015

Damnatio Memoriae

Uno puede olvidar y también ser olvidado. En el libro del Éxodo se nos habla, ya en su comienzo, de un faraón que no conocía a José (Ex. 1:8). Sabemos qué consecuencias tuvo para los israelitas esa ignorancia. La impronta egipcia de José, poco importa que fuera él real o mítico, se evaporó con su muerte, como ocurre con la memoria que se ha tenido de casi todos; como ocurrirá con la que se tenga de nosotros.
Ahora bien, aunque el olvido acontezca de modo natural, no es posible obligar a olvidar. Sólo son factibles olvidos parciales, como hemos visto con ocasión de juicios contra Google relativos a un llamado “derecho al olvido”. Parece ya que sólo desde la acción es posible la omisión, que sólo un acto jurídico puede borrar los actos realizados en ese mundo nuevo en la Historia humana en el que somos, además de cuerpos y almas, un conjunto de datos que fluyen por cables (en la “nube” se suele decir).
Ni siquiera cuando parecía más fácil fue posible olvidar. En Roma la divinidad se asoció al poder del principado, ya desde el propio Octavio, y su muerte era identificada con la apoteosis. “Sis felicior Augusto, melior Traiano”, se les deseaba a quienes eran designados para la dignidad que implicaba en vida ese futuro eterno, pero pocos o, más bien, ninguno, de los que accedieron al principado tras los tiempos de Trajano fueron tan capaces, siendo algunos auténticamente nefastos, como Cómodo o Heliogábalo. La liberación que suponía su muerte no era suficiente para los liberados; se precisaba hacer desaparecer al déspota (o al competidor) también del recuerdo, de cualquier recuerdo. Dictar la damnatio memoriae suponía un considerable esfuerzo de borrado de estelas, de monedas, de estatuas, de todo lo que recordara al maldito… para nada, porque siempre quedaba algo y tan es así que aún sabemos de los condenados al olvido.

Mucho después de que la misma Roma fuera olvidada en la práctica, la damnatio memoriae se mantuvo, aunque no fuera de un modo oficial contra el poder pasado, sino oficioso desde un poder presente. Las fotografías manipuladas en la época de Stalin son equivalentes a la alteración de la Historia pintada por Orwell.

En  nuestra Historia reciente no sólo se ha matado; también muchos muertos han sido condenados al olvido, tirados en fosas comunes. El daño se extiende así a todos los que no pueden asumir ese olvido, a sus familiares y amigos, no sólo de una generación, y es que, siendo seres corpóreos, los restos de un cadáver se convierten en reliquia imprescindible para los vivos, que precisan atávicamente disponer de ellos para inhumarlos o incinerarlos, pero siempre en algún lugar. Se muere en un sitio y es preciso saber de él, aunque sea fosa común, para recuperar en el muerto la individualidad de que gozó en vida, para poder construir un duelo, recuperar la calma y quizá incluso olvidar que es la mejor forma de perdón y de facilitar que la Historia avance.

La negación del necesario recuerdo que se sigue dando en España, con una Ley de Memoria Histórica obviada de facto, no es aceptable en un país civilizado que debe estudiar su historia reciente, plasmándola en documentos, en libros. Decía Stefan Zweig que “…los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido”. Quizá por ello el libro más necesario, más que el narrativo, el filosófico o el científico, sea el texto histórico cuyos actores ya no están entre nosotros. A todos ellos les debemos el recuerdo.

viernes, 26 de diciembre de 2014

No es demasiado tarde

La atracción que ejerce Ulises no reside en que alcance el fin deseado, en que llegue a Ítaca, sino en todo el viaje heroico que la tiene como meta. Eso fue realmente lo importante, lo que mereció la pena, como resaltó Kavafis refiriéndose a la Ítaca a la que cada cual puede aspirar (http://www.mgar.net/var/ulises2.htm)
“Cuando emprendas tu viaje a Itaca 
pide que el camino sea largo
Y es que parece que, finalmente, Ítaca en sí no era para tanto, no es para tanto, más allá de ser una referencia, algo que una vez alcanzado pierde rápidamente interés. Así, casi al final del poema, Kavafis dice:
“Itaca te brindó tan hermoso viaje. 
Sin ella no habrías emprendido el camino. 
Pero no tiene ya nada que darte.”
La vida casa mal con el reposo, con la rutina que no aporta nada. Las jubilaciones no suelen ser jubilosas. Se dice que mientras hay vida hay esperanza, refiriéndose en general a la esperanza de prolongación, de alargar esa vida, pero lo cierto es que mientras hay vida hay propiamente esperanza de ella como presente y como sueño.
Tennyson reflexiona sobre esa fase final, de metas cumplidas, en la que uno debiera considerar su tarea culminada y ser serenamente feliz el tiempo que quede hasta que la muerte venga a nosotros, en vez de ir nosotros a la vida, a pesar de la muerte. Y esa reflexión no concluye sólo en nostalgia del pasado sino más bien en impulso hacia el futuro, porque, aunque parezca insensato…
“No es demasiado tarde para buscar un mundo nuevo”.
El poema de Tennyson (http://www.mgar.net/var/ulises5.htm) es un soplo de viento fresco, que estimula a atravesar la angustia ligada a la existencia, porque nos recuerda que:
"A pesar de que mucho se ha perdido, queda mucho; y, a pesar 
de que no tenemos ahora el vigor que antaño 
movía la tierra y los cielos, lo que somos, somos: 
un espíritu ecuánime de corazones heroicos, 
debilitados por el tiempo y el destino, pero con una voluntad decidida 
a combatir, buscar, encontrar y no ceder." 
Es llamativo que alguien que encarnó a Ulises en el cine, Kirk Douglas, haya mostrado también en una simpática película, junto a Burt Lancaster, la eterna jovialidad posible, y que, poco antes de cumplir 98 años, haya escrito un libro sobre otra figura heroica y, a la vez, histórica: Espartaco.
Nunca es tarde para olvidar lo que se nos impone y recordar que somos libres. Siempre es posible iniciar o retomar el camino hacia lo desconocido. Y nada más desconocido para cada uno que él mismo.

viernes, 19 de diciembre de 2014

El peligroso recuerdo del cuerpo

En su Carta a los Corintios (1 Cor. 6, 19), San Pablo decía que nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, subrayando así la maldad de la fornicación. El cuerpo como templo, sea de Dios o sea del alma, refleja el dualismo con que el contexto helenístico impregnó la inicial secta cristiana haciendo de ella una religión poderosa y del cuerpo un instrumento de purificación anímica con vistas a lo eterno, algo muy distinto a lo que mostró Jesús, que comía y bebía con pecadores (Mt 11, 19), que confiaba en Dios mirando a los lirios del campo (Mt 6, 25-31) y que descartó la prudencia elemental que podría evitar su muerte siendo joven. Quizá San Pablo no fuera tan cristiano como suele parecer. O tal vez sí y no Jesús.
En un mundo que se ha ido haciendo desalmado, y ya con años transcurridos desde el anuncio de Nietzsche, surge vigorosa la perspectiva del cuerpo como algo sagrado; más incluso, aunque parezca paradójico, que su propia vida.
Vivir, estar sano, supone gozar del cuerpo, con el cuerpo, pero sin pensar en el cuerpo. Se suele decir que la salud es el silencio de los órganos. No hay que pensar en el cuerpo porque él mismo “se piensa”  y nos dice si ese “pensamiento” merece nuestra atención; lo hace por medio de síntomas y signos. Un cólico, una hematuria, una cefalea, una hemiparesia, un lunar que sangra… Es entonces cuando el cuerpo indica que algo hay que hacer para restablecer la salud, para curarse. Durante una larga historia, la Medicina ha ido tratando con toda la semiología corporal, construyendo una nosología y tratando de explicarla desde los conocimientos proporcionados por las ciencias de la naturaleza.  Podría decirse que un médico es un intérprete de esa semiología que el cuerpo muestra y que puede resaltar además con todos sus sentidos (a la diabetes mellitus se le llama así por algo).
Ahora bien, esa semiología se ha enriquecido desde la mirada instrumental. Los rayos X marcaron un hito al hacer el cuerpo transparente. La mejora en la radiología (TAC) y la aplicación de otros fundamentos físicos como el eco de ultrasonidos, la resonancia magnética nuclear, o los registros eléctricos y magnéticos, se unió al análisis químico de líquidos corporales y al morfológico de células y tejidos con la microscopía en todas sus variantes.
El gran avance médico se dio en tres órdenes: la higiene elemental (recomendable la lectura de la curiosa tesis doctoral de Céline sobre Semmelweis), más y mejores medicamentos y, sobre todo, un extraordinario avance diagnóstico basado en mostrar una semiología oculta.
Pero en Medicina casi todo es un arma de doble filo. No hay medicamento inocuo (a no ser que consideremos medicamentos los homeopáticos) y la obsesión por la higiene puede segregar a personas potencialmente contagiosas. Parecería que, por el contrario, un uso mayor de herramientas diagnósticas sólo puede traer beneficios por diagnosticar más exactamente una enfermedad o por “coger a tiempo” algo potencialmente letal. Pero no es así. Y no lo es por dos motivos bien distintos. Por un lado, no todos los diagnósticos son inocuos; algunos suponen un daño intrínseco asociado que habrá que tener en cuenta: cualquier exploración con radiaciones ionizantes (radiografías, TACs, gammagrafías) aumenta el riesgo de inducción de carcinogénesis. Pero, por otra parte, el peor efecto de esa gran capacidad diagnóstica reside en que también produce ruido. Cuanto más completo es un perfil analítico, más fácil será ver al menos una alteración en un sujeto sano (probabilidad cuantificable como 1 – 0.95n, siendo n el número de análisis solicitados y considerando anormal el que afecta a menos del 5% de la población sana), una alteración que puede inducir a cascadas de inútiles procesos diagnósticos. También se expresa el ruido en forma de  falsos positivos resultantes de técnicas de imagen. 
La intervención diagnóstica instrumental, aun con sus límites, riesgos y posibles falsos positivos, es bondadosa porque afina, amplifica, revela datos mal definidos desde la primera impresión. Por ello, es muy habitual que en cualquier consulta médica se solicite ese auxilio instrumental, concebido como “pruebas complementarias”.
El problema real se da cuando lo complementario pasa a priorizar en la clínica y cuando un cuerpo sano es sometido a una atención instrumental para desvelar la posible semiología oculta, la que el propio cuerpo no revela ni siquiera mínimamente. El cuerpo pasa a ser concebido como máquina que precisa revisiones periódicas aunque funcione bien, prestando atención a los dos grandes peligros que muchos quieren neutralizar: los factores de riesgo vascular y un cáncer incipiente. El número de cribados preventivos aumenta cada año, haciéndolo también su sensibilidad, mostrando visible lo invisible y, al hacerlo, olvida lo viejo. Sucede que la historia natural del cáncer es vieja e incompleta, viniendo de la mano de la anatomía patológica clásica y de la casuística. Sin una historia natural moderna (hablar de “medicina personalizada” con criterios genéticos es un tanto pueril), se trata de conjurar la vieja mediante el cribado de alta sensibilidad. Pero ocurre precisamente que el mayor poder de resolución factible con los actuales sistemas de imagen puede crear una historia falsa: la del cáncer curado que nunca habría que curar porque no se manifestaría como tal cáncer. Cabe también la falacia de creer que gracias a un diagnóstico temprano se ha obtenido un mayor tiempo de supervivencia cuando lo que se consigue muchas veces es simplemente aumentar el tiempo de conocimiento (no de supervivencia) de la enfermedad por haberla “cogido antes”. Por supuesto, hay efectos beneficiosos, vidas salvadas gracias a esas intervenciones, pero ellos no debieran hacer olvidar que el “más vale prevenir” puede ser la peor prevención en muchos casos.
Y es que cuando la mirada al cuerpo precisa de un instrumento de visión (imagen médica, análisis, registros eléctricos…) puede ocurrir que el mero miedo, cuando no el interés comercial del que mira (médicos y, más generalmente, industria diagnóstica) induzca a que nos obsesionemos por recordar que tenemos cuerpo, aunque éste esté callado y nos empeñemos en pensar por él. Por eso parece una buena noticia la iniciativa de prudencia tomada al inicio de esta década, conocida como “Choosing wisely” (http://www.nejm.org/doi/full/10.1056/NEJMp1314965),  y que viene a ser una forma moderna de contemplar el “primum non nocere”, optando por actuar en consonancia con la evidencia existente, evitar réplicas de pruebas minimizando su riesgo y hacer sólo lo que realmente sea necesario. Dicho así, parece fácil, pero no lo es en absoluto: supone un saber clínico sostenido por el estudio constante. Implica también evitar incurrir en la protocolización excesiva, algo que ya ocurrió con la corriente de la “Evidence Based Medicine”. Teniendo en cuenta el papel que las sociedades científicas están tomando en esa “elección prudente” y sus potenciales conflictos de interés, es muy pronto para saber hasta qué punto logrará los objetivos propuestos. No es malo recordar que la relación clínica, aunque implique a muchos, acaba siendo siempre de dos y que la vida se vive… viviéndola, algo difícil, casi imposible, a veces. https://www.youtube.com/watch?v=dvgZkm1xWPE

miércoles, 10 de diciembre de 2014

AGUA DESMEMORIADA

El agua sigue siendo considerada un elemento fundamental. Poco importa, ante ese significado intuido, saber que su naturaleza no es elemental, que resulta de la combinación de hidrógeno y oxígeno; que es, como ya saben los niños, H2O. Precisamente su estructura molecular da cuenta de tantas extrañezas del agua, empezando por su carácter líquido a temperatura ambiente, su bondad como disolvente, su menor densidad como sólido que como líquido, la tensión de su superficie sobre la que patinan algunos insectos, etc.
El fuego es importante y no viviríamos sin el aire ni podríamos imaginarnos sin tierra. Pero es en el agua donde reconocemos mejor lo elemental, como vida. Y, en realidad, lo es cuantitativa y cualitativamente. Somos en gran proporción agua, la bebemos, la excretamos, y nos lavamos con ella. Nuestras células son complejísimas disoluciones acuosas separadas de su entorno también acuoso por membranas lipídicas fluidas.
Asistimos a una lucha contra el envejecimiento que equivale, en muchos casos, a un fútil intento de mantener el agua aparente, de evitar la deshidratación visible de la piel. Porque el agua no sólo es disolvente; también estructura y, por ello, un anciano puede estar bien hidratado y a la vez tener una piel arrugada por haber perdido la tersura que el agua confería. Cremas hidratantes, enriquecidas en colágeno, en vitaminas, en antioxidantes, o incluso en ADN (a saber por qué) son ampliamente demandadas.
En cierto modo, seguimos buscando la fuente de la eterna juventud y, mientras no la encontremos, la hidroterapia usa los sucedáneos de esa fuente inexistente, y lo hace recurriendo a aguas que, sin alcanzar tan gran objetivo, poseen, por sus trazas minerales o el lugar en el que manan, un valor medicinal real o imaginado, por ingestión o inmersión.
Lo elemental es también símbolo de lo sagrado. Si el dios bíblico se mostró mediante una zarza ardiendo, el fuego es necesario también para el sacrificio ritual. Tan divino es que sabemos del castigo sufrido por Prometeo por robarlo a sus dueños, los dioses. El agua ha ido reemplazando el simbolismo del fuego, ya residual en cirios, en nuestra relación con lo sagrado. Conocemos los poderes del agua bendita para exorcizar al maligno y sin el agua tampoco pueden los cristianos serlo propiamente a través del bautismo. Incluso aunque no se use, el símbolo permanece y así se habla de lavar los pecados, porque el agua es la gran purificadora. El oráculo divino en Delfos sólo era accesible tras purificarse con el agua de la fuente Castalia.
Una moderna  purificación mediante el agua es la diálisis. Nuestros riñones son, cuando están sanos, magníficos dializadores pero, en un afán de pureza, hay quien cree necesario facilitarles el trabajo bebiendo diariamente dos o tres litros de agua, como si los riñones precisaran de tales excesos.
El agua purifica si es ella misma pura. La de nuestras casas ha sufrido un proceso de purificación, un proceso que alcanza su máximo nivel en el caso del agua que se usa en laboratorios. Pero también la obsesión por la pureza hace que mucha gente pase el agua de grifo por múltiples filtros adicionales o que incluso quiera mejorarla mediante una transformación imposible, magnetizándola.
Teniendo el agua tanto valor simbólico, no sorprende que se le atribuyan propiedades terapéuticas tan pintorescas como las homeopáticas. Si las vacunas eficaces se basan en inducir una inmunidad frente a lo idéntico o similar a ellas, la generalización de ese hallazgo en forma de postulado es irracional. Sin embargo, tal postulado, establecido por Hahnemann (“similia similibus curantur”), refuerza su irracionalidad mediante la “potenciación” homeopática basada en diluciones del producto activo que llegan a superar la recíproca del número de Avogadro o, dicho de otro modo, que conducen a un preparado en el que es probable que no haya ni una sola molécula de dicho principio activo. Aunque asumen eso, los homeópatas suelen aducir una hipotética memoria del agua. Pareció hallarse en un experimento de Benveniste pero que no pudo reproducirse (https://www.youtube.com/watch?v=k-rT1evItHA) y ocurre que, sin reproducibilidad, no hay ciencia que valga. Más recientemente, otro francés, Luc Montagnier, parece empeñado en la investigación de extraños efectos físicos que demostrarían la memoria del agua. Pero lo que parece probarse con eso es que ni siquiera la posesión de un premio Nobel inmuniza contra la tentación de la pseudociencia. Y es que sólo la pseudociencia puede aceptar que el agua recuerde algo. El agua, siendo esencial, es una desmemoriada.





martes, 2 de diciembre de 2014

BUSCANDO LA MEMORIA

Hay cosas que no se olvidan. Veríamos no sólo injusto sino absurdo ser desprovistos de derechos por pertenecer a una determinada familia que piensa o siente de modo distinto a otras en el plano religioso o sólo en el de la tradición. Y más chocante sería si eso ocurriera en un país culto en una época en la que brillaba el genio de muchas personas en la pintura, en la ciencia, en la literatura; en una época en la que en ese país nacía el psicoanálisis. Sin embargo, sabemos que eso ocurrió. Muchos, por el mero hecho de ser judíos, incluso aunque no supieran muy bien qué era eso (caso de los niños) fueron blanco del paso al acto del odio reprimido hasta que Hitler anexionó Austria. Austríacos que un día saludaban cortésmente a sus vecinos, también austríacos pero judíos, les obligaban al día siguiente a limpiar pintadas contra el Anschluss, fregando las calles de Viena.

Eric Kandel fue uno de esos niños, que pudo sobrevivir y describir lo que supuso para él ser echado de su casa por ser judío. Más tarde escribió lúcidamente que “el nivel cultural de una sociedad no es un indicador fiable de su respeto por la vida humana”. Algo que, desde su memoria debe pasar a la nuestra. La amnesia histórica tiene consecuencias terribles (aun lo vemos en España a día de hoy).

No sorprende que Kandel tratase de comprender qué había ocurrido y por qué. A la vez, fue afortunado. Pudo escapar y desarrollar su genio en un país que permite tales desarrollos, EEUU. Tentado por la psiquiatría y especialmente por el psicoanálisis, él mismo analizado, fue, sin embargo, llevado por su inconsciente, como él mismo indica, a buscar por qué recordaba con tal viveza esa etapa en la que se estaba acercando a la adolescencia. Y en ese intento se  hizo reduccionista metodológico sin perder por ello, sin embargo, la perspectiva humanística. Fue, es, un científico auténtico, no un cientificista.

Con Freud como referente, supo deshacerse de él en el buen sentido, es decir, tomando lo mejor de Freud y no la parodia con que a veces se le presenta. Como Freud, Kandel inició sus investigaciones buscando la simplicidad en el ámbito biológico. Las múltiples posibilidades que EEUU ofrecían entonces (y siguen ofreciendo según parece) a jóvenes investigadores, “presentaron” a Kandel a un ser muy simple, repulsivo para algunos, llamado Aplysia. Fue con este modelo experimental con el que investigó lo más básico, lo más elemental, del mecanismo de la memoria, algo que le permitió seguir luego en un enfoque bottom – up. Después vendría el hipocampo, las experiencias con ratones, muchas cosas que describe de maravilla en su precioso libro “En busca de la memoria”, modelo de buena divulgación donde los haya, no sólo de su actividad sino de la neurobiología del siglo XX en general. 

En 2000 fue galardonado con el Premio Nobel de Medicina. Se le premió por investigar la memoria y tras ese premio intentó recuperar la suya al máximo yendo a Austria en donde sintió emocionado hasta las lágrimas la acogida que le ofrecieron en una sinagoga.
Los trabajos de Kandel han sido esenciales para elucidar aspectos básicos del recuerdo a escala celular e incluso molecular. Recuerdo a corto plazo, a largo plazo y memoria de trabajo. Sin Kandel, no sabríamos lo que sabemos.

Kornberg decía que el mejor proyecto era no tener ninguno. Gracias a esa idea bastante generalizada en EEUU fueron posibles personajes de la talla de Crick, Brenner, Benzer o el propio Kandel. Y es que no es realmente cierto que no haya tal proyecto. Existe pero es inconsciente hasta que aflora lúdicamente, como curiosidad que implicará trabajo, como comunicación que buscará interrogantes, como búsqueda intelectual y vital. Y es que, si el inconsciente nunca descansa, no sólo lo hace para fastidiarnos la vida. También facilita lo mejor de nosotros. Que trabaje de vez en cuando, como sugería Bertrand Russell, viene muy bien para resolver problemas.