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viernes, 2 de junio de 2023

Jubilación. La pasividad posible como horizonte.



 

            Hay algo evidente, lo jubiloso de la jubilación se da o no en relación con el trabajo que ha cesado. No es lo mismo trabajar en la pesca de altura o en un andamio que hacerlo como gestor bien remunerado. Tampoco es igual un trabajo funcionarial monótono que uno creativo o vocacional.


            En general, cuando el trabajo ha sido humanamente enriquecedor, se agradecen los consejos que se reciben sobre qué hacer cuando da paso a la jubilación, un tiempo que puede percibirse, y ya lo sé, como un vacío amenazante.  Ese “qué” suele atender a dos aspectos, la necesidad del lazo social, que cambia de modo importante al dejar de trabajar, y el mantenimiento o inicio de actividades rutinarias que cubran satisfactoriamente el tiempo. Se trataría de buscar un cambio de tarea, algo relativamente organizado.


Parece que se trata de “estar activo”, que ese es el gran objetivo, y bueno todo lo que lo facilite. Pero creo que es contemplable la alternativa de una visión un tanto diferente, la de optar preferentemente por la pasividad, aunque no cesen de hacerse cosas. Es verdad que es mejor hallarse ocupado que preocupado, entretenido que aburrido, y así la actividad llena el tiempo, pero también es cierto que puede acabar matándolo, como llega a decirse coloquialmente.

 

            Estrenándome en esta nueva fase de mi vida, entre una neo-adolescencia muy curiosa y la clara visión de mi envejecimiento, no estoy en disposición de valorar, al menos por ahora, qué conviene o no hacer o dejar de hacer en este tiempo. Pero quizá ahí mismo haya ya un aspecto discutible. ¿Hacer qué y para qué? Mirando alrededor, me parece que la cuantificación curricular parece extenderse de otro modo a viajes, estancias, aficiones, estudios reglados o rutinas gimnásticas… La variedad es amplia y, sin embargo, ante ella, también cabría adoptar una alternativa aparentemente contraria, la pasiva. Me refiero a una pasividad elegible (con actividad física y mental conservadas), no a la que ya en estos momentos están abocados en absoluta soledad, muchos miles de personas mayores de mi edad y mayores que yo en nuestro país (la expresión "clases pasivas" tiene una connotación realmente dura). 


Entiendo la alternativa pasiva querida como una apertura, con un paradójico inquieto sosiego, a lo novedoso, que puede serlo incluso en lo que se tenía por más conocido y cotidiano. Y la entiendo, bajo ese prisma neo-adolescente, como base para plantearse la propia vida con una mirada atentamente receptiva, acogedora y quizá transformadora en el único orden que merecería la pena, el espiritual en sentido muy amplio. En una entrada del pasado verano, afirmaba que tenemos tiempo antes de morir. Eso se me hace más claro ahora, en el último tramo vital.


Hay dos puntos de referencia que me sugieren esa opción por una pasividad desprendida de lo superfluo y que atienda a lo que creo esencial. 


Uno es el cierre curricular y profesional. Se acabó lo que se daba, que era una vida concebida como tarea profesional, para bien y para mal, con un balance de escasos logros y abundantes carencias. Recordar o buscar brillos académicos compensadores en la vejez parece un sinsentido absoluto, cuando no fatuo narcisismo. Coleccionar “experiencias” iría, en cierto modo, en sintonía con esa perspectiva curricular en sentido amplio.


El otro referente reside en la muerte, ya percibida como más próxima (aunque a todas las edades sea posible, como recordaba Cicerón en “De senectute”). Esa cercanía es sólo cronológica, no tiene que ver con el tiempo real, vivo, el de Aión, y sólo es factible desear una “muerte propia”, como decía Rilke, si nos hemos apropiado también de la vida misma impregnándonos de ella. Por eso cabe la pregunta esencial, a la que repugna la inercia curricular de lo que se ha hecho, sobre qué es la vida y qué puede uno buscar en ella.


San Juan de la Cruz decía que “en el atardecer de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor”. Parece una buena perspectiva la contemplación de ese horizonte, de cara a llevar bien la vida, con independencia de que uno espere en Dios (es mi caso) o sea ateo. No se trata de una búsqueda mística, sino de una actitud de desprendimiento de lo “útil”, incluso de lo que espiritualmente así se ha considerado, un despojamiento con aspiraciones franciscanas de alabanza al Fundamento Amoroso de lo existente y en cuyo contexto, cualquier actividad que surja será espontánea, no finalista.


Sería desde la pasividad, apagando de modo natural restos narcisistas, que quizá uno consiga atender mejor al misterio del Ser, al Amor que, a pesar de tantos horrores y tanto absurdo, puede intuirse en la belleza del universo en todos sus órdenes de magnitud espacio-temporal y en el ámbito de la complejidad de lo viviente.


Entre esos dos focos, cierre “curricular” y mirada a la muerte, percibo mi “actividad” para este tiempo como mero resultado impredecible y lúdico inherente a un intento de purificación de la mirada. Por eso, es probable que, de “hacer” algo, me embarque en inutilidades como dibujar bocetos en paseos o tratar de leer en su lengua a algunos clásicos, a Hölderlin o a Dostoievski, siempre que resulte simplemente lúdico. De vez en cuando, este blog seguirá su curso, según sople el viento, que nunca sabemos “de dónde viene ni a dónde va”, sólo que parece adecuado dejarse llevar por el buen viento, aunque a veces sea demasiado perturbador.


A fin de cuentas, la pasividad adecuada es el mejor modo de sostener una creatividad amorosa.


Es plausible y deseable que los vínculos humanos con que he sido agraciado se conserven y fortalezcan del mejor modo con esta perspectiva, si se mantiene. Es a esas personas a quienes dedico especialmente esta entrada.



miércoles, 29 de marzo de 2023

Jubilación y Adolescencia





    “Es esencial a las trayectorias biográficas el poder empezar a cualquier altura". Julián Marías. Breve tratado de la ilusión. 


    “Nicodemo le preguntó: ¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo?” Jn. 3,4


    “La muerte, tu sirvienta, está en mi puerta. Ha cruzado el mar desconocido y ha traído tu llamada hasta mi hogar. La noche está oscura y mi corazón temeroso. Pero cogeré la lámpara, abriré la puerta y me inclinaré para darle la bienvenida”. R. Tagore. Gitanjali.

 

    En los últimos años de mi vida laboral me obsesionó algo la idea de preparar un futuro no deseado, el de la jubilación, aun a sabiendas de que me parecía peor no poder realizar el penúltimo rito de paso. 


    Finalmente, llega el día. Se celebra con compañeros de trabajo el haber alcanzado la temida edad. Se es animado por otros que dicen que, en esa etapa vital, no tienen tiempo para nada, algo más atribuible a la perspectiva psíquica de la aceleración del tiempo con la edad que a algo real, pues antes, en la etapa laboral, habría menos tiempo para lo que fuera que tras haberla concluido.


    Ayer recibí la llamada de felicitación de cumpleaños de un compañero y amigo que es sabio; en la conversación se reveló una comunidad de un sentimiento inesperado para mí y que él lleva disfrutando desde hace años. Tal coincidencia me anima a producir esta entrada en el blog. 


    Había ido construyendo planes de actividad, pero parecen ahora superfluos, los lleve o no a cabo, ante la curiosa e inesperada sensación a que acabo de referirme, la de momentos en que percibo algo tan curioso como una nueva adolescencia. 


    Es una sensación magnífica de estupor que probablemente desaparezca, pero es algo bueno e inesperado, vital en el mejor de los sentidos. No se trata de la ya habitual “adultescencia”, esa prolongación de inmadurez a la edad en que uno debe madurar. Tampoco se relaciona con el patético intento de rejuvenecer, aunque no se descarten medidas saludables. Mucho menos pienso en esa estúpida asociación de la vejez a la infancia, de terribles consecuencias en nuestra sociedad gerontofóbica. 


    Es una percepción extraña y sorprendente. En pocos días se han desterrado planes hechos en años anteriores. Mi sensación aquí y ahora es que no me importa el allí y mañana más de lo que me importaron cuando tenía 16 años. Entonces imaginaba futuros, ahora estoy abierto a contingencias posibles. Lo atribuyo a una percepción más clara de mi gran ignorancia, algo de lo que era consciente, pero menos que ahora mismo. Y supongo que es esa ignorancia la que me impulsa a la imposible tarea de conjurarla a base de acoger ansias en vez de ansiedades. ¿Durará? No lo sé.

 

    La sensación es peculiar, de ausencia de tiempo, no de carencia de él. Diría que es una cierta entrada en el tiempo de Aión, ante el que los temores de finitud implícitos en la perspectiva cronológica decaen y, a veces, casi desaparecen.


    Lo inconsciente en nosotros no sólo nos perturba con su goce peculiar, que suele manifestarse en modos que nos hacen sufrir y mucho (se acierta cuando se dice que "en el fondo" es lo que uno quiere). Russell ya nos había contado que dejaba que su inconsciente trabajara, tras haber luchado sin éxito con un problema matemático; transcurrido un paréntesis de días de “no hacer nada”, la solución se desvelaba. Y tengo la fuerte sensación de que ese fondo de lo bueno inconsciente se me revela ahora con el regalo de una nueva perspectiva que sólo puedo comparar a la que se dio en la adolescencia. 


    No se trata de recordar años concretos, no caben nostalgias ni añoranzas, aunque pueda concretarse la edad de entonces, sino de momentos de tiempo auténtico. No se recuerda tanto la juventud, ese tiempo en que pasan al acto las grandes elecciones, generalmente inconscientes, y que, en la madurez, se afianzan con la construcción de una vida laboral, a veces de triste obsesión curricular cuando surge de una trayectoria académica, universitaria, y con el mantenimiento de la relación de pareja. Sabemos que los cambios en ambos aspectos cruciales, si se dan, son, en su esencia, mera insistencia en la repetición que lo inconsciente requiere. En la adolescencia, en cambio, quizá porque lo inconsciente no se haya manifestado en sus consecuencias, el horizonte de posibilidades parece claramente abierto, tal vez porque todo se intuye a punto de ser desvelado, algo bello porque sugiere esa inminencia de una revelación que no se produce, de la que Borges dijo que quizá fuera el hecho estético.


    La perspectiva que ahora tengo es que siempre podemos alcanzar la salvación, aunque no sepamos bien en qué consiste eso, tantas veces tomado en un contexto estrictamente religioso.


    No sé lo que durará esto, pero mi miedo a la propia muerte parece haberse esfumado. Ojalá sea así y, recordando a Mark Twain, diría que las múltiples enfermedades que padecí (alguna incluso real) ya no sostienen ahora la vieja hipocondría, algo que no me ocurría tampoco en la adolescencia, época en la que despreciaba a los aprensivos.


    No puedo obviar el hecho de que, por mi fe, considero esto un efecto colateral del hecho de ser, de “ser-me”, de "ser-nos", porque sólo somos en relación con la alteridad y no desprendidos egocéntricamente de ella, algo tristemente de moda con el "mindfulness" y cosas así. Es en la gran Alteridad en la que creo, Dios, quien nos otorga no sólo el nacimiento sino la posibilidad de metanoia, de renacimiento, como instaba Jesús al viejo e ilustrado (no sabio) Nicodemo, aunque muramos en el intento.


    Entro así de un modo inesperado, pero compartido, al menos por un buen amigo, en la posibilidad de vibrar con lo bueno de algo similar en aspectos espirituales a la adolescencia. Y es tan extraño como animoso que eso ocurra en el último tramo de un recorrido maravillosamente singular, reino de contingencias que ponen a uno a prueba, y que conduce al Gran Misterio, a lo que algunos, con criterio apofático, llamamos Dios.  También en esto me encuentro como ese adolescente del que me separan más de cincuenta años. 

    

    A Dios agradezco aquella y esta adolescencias. 


    A Dios agradezco que, sin merecimiento alguno por mi parte, me haya concedido una trayectoria profesional tan larga y rica en compañeros y amigos con los que tuve la fortuna de trabajar. 


    A Dios agradezco toda la belleza que me ha sido posible contemplar en estos años.


    A muchos compañeros y amigos agradezco su amabilidad, cortesía, profesionalidad, tantas cosas buenas que me han dispensado en esta larga etapa que acaba hoy.    


    Espero saber, como Tagore, cuando llegue el final,  recibir, aunque sea con corazón temeroso, a la mensajera divina, a la franciscana hermana muerte, cuando esté en mi puerta. Seguro que es factible porque he visto demasiada belleza, tanta como para aceptar el milagro de la vida. 



 

viernes, 15 de diciembre de 2017

Aceptar la muerte. Asumir la vida.



Corren tiempos inhumanos, o trashumanos si se prefiere, en los que se persiguen las distopías  científicas que varias lumbreras presienten tras esa singularidad tecnológica que pondrá fin a la muerte. 

Se augura así la gran apostasía. Jacques Lacan decía que la muerte pertenece al ámbito de la fe, que hacemos bien en creer que moriremos pues ¿cómo podríamos soportar la vida sin esa creencia? (“La mort… est du domaine de la foi. Vous avez bien raison de croire que vous allez mourir, bien sûr. Ça vous soutient ! Si vous n’y croyez pas, est-ce que vous pourriez supporter la vie que vous avez?”).


Borges describió el horror que supondría la inmortalidad. Sin la fe en la muerte no podríamos realmente vivir. Ser inmortal supondría estar inmortalmente aburrido. La inmortalidad imaginada no alcanzaría, sin embargo, la eternidad, porque ésta implicaría un planeta o, en general, un cosmos de duración infinita y con condiciones para seguir soportando la vida, lo que no es realista.


La eternidad sólo es concebible, aunque inimaginable, fuera del marco espacio-temporal. Las distintas religiones han deliberado sobre esto de modo diverso. Para el cristianismo, la resurrección supone el acceso a la realidad de Dios o, como se decía más antes, a la visión beatífica, algo que parece muy distinto a la inmortalidad concebible.


La vida, la que de verdad nos es accesible, vivible, es la limitada por la muerte.


Efectivamente, es la muerte la que, de hecho, permite la vida. Muchas muertes celulares son precisas para que se forme un embrión. Los órganos de nuestro cuerpo son, en mayor o menor grado, renovados constantemente. Muchos organismos han de morir para alimentar a otros.


Una selección ciega juega el juego de la contingencia; variaciones ambientales operan sobre variaciones vitales, informativas, genéticas, epigenéticas… Azar y necesidad, decía Monod, pero es difícil percibir cualquier signo de determinación por legalidad física que no sea restrictiva, negativa, en el juego de la vida, que es también el de la muerte.


También en el orden cultural la muerte es necesaria. Sin la sucesión de generaciones, la cultura se agotaría, moriría, por falta de creatividad y exceso de aburrimiento, de un aburrimiento que ya no busca su cese sino que se abandona a sí mismo. La tesis transhumanista conduciría, en el caso de que fuera realizable, a un mundo de viejos fosilizados y con un miedo atroz a cualquier contingencia letal ajena a las posibilidades médicas ¿Cómo aceptar la muerte accidental si ya no existe la debida a causas naturales?

Se dice a veces que la Medicina salva vidas, pero en realidad la Medicina sólo puede retrasar muertes, que no es lo mismo, no siendo poco. La Hygeia de Klimt, dando la espalda al río de la vida, que alberga la muerte, rechaza la omnipotencia de los médicos. Vida y muerte, muerte y vida. Inseparables. Pasteur luchó contra la muerte y el libro que dedicó Erik Orsenna a su biografía tiene por título “La vie, la mort, la vie”, sugiriendo una sucesión en la que ni la vida se concibe sin la muerte ni la muerte sin la vida. 


A veces, la creencia lacaniana se sostiene en evidencias, como las muertes de los otros (siempre es otro el que muere). También en intuiciones facilitadas por los ritos de paso, que son de vida porque son de muerte. Ritos de aceptación del recién nacido, de ingreso en la adolescencia, de matrimonio, etc. Algo nace a la vez que algo queda ya desterrado, anulado, muerto, aunque se recuerde. El rito remite a lo sagrado, a ese misterio de relación entre la vida y la muerte inherente a la renovación. El grano de trigo ha de morir.


Se descree de la muerte porque se ve en los otros, pero cuando el otro es próximo, cuando se entra en situación de duelo, la perspectiva de la muerte cambia, adquiriendo un carácter de proximidad que hace resurgir la creencia de que moriremos. Irvin Yalom, que se ve próximo a la muerte (y que no espera ninguna vida más allá, pues se declara ateo), ha hecho de la muerte piedra de toque de la psicoterapia existencialista que lleva ejerciendo muchos años. En ella ha visto cómo muchos casos de duelo no sólo suponen el sufrimiento de pérdida sino que principalmente remiten a esa angustia ante la muerte propia. En uno de sus libros, “Mirar al sol”, recuerda la expresión de La Rochefoucauld, “Le soleil ni la mort se peuvent regarder en face”. También en este libro hay recogida una impresionante expresión de Milan Kundera, “lo que nos aterra de la muerte no es perder el futuro, sino el pasado”


Terror del pasado, de la posibilidad perdida, más que ante la pérdida de la posibilidad. El evangelio de Marcos, el más antiguo, ya lo había advertido en palabras de Jesús, “Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?” (Mc.8,36), un interrogante que se ha desvirtuado totalmente en el contexto religioso de mirar a la salvación de almas para el cielo, a pesar de la advertencia bíblica en contra (“¿Qué hacéis mirando al cielo?” Hechos 1,11). 


Es sin terror al pasado que grandes hombres como Freud se han acercado también sin temor a la muerte. En una entrevista, finalizaba diciendo que amaba a sus flores: "Flowers,"  he  added  smilingly,  “fortunately  have  neither  character  nor  complexities. I love my flowers. And I am not unhappy – at least not more unhappy than others." 


Pero, si el pasado puede reconocerse como horrible, basta poco tiempo para salvarse, para salvar una vida con lo que quede de ella, porque el milagro de la vida no reside en su duración ni en proporciones de dedicaciones temporales a las distintas tareas y placeres, sino en lo bueno que de ella se obtenga, que a ella se otorgue, en el tiempo de eudaimonía. 


Dickens nos mostró en su cuento de Navidad la posibilidad del gran paso de la conversión radical, esa que Mr. Scrooge realzaba porque “su propio corazón reía y con eso le bastaba”.


Hay un rito de paso que, como los previos, no a todos les es concedido. Se trata de la jubilación, término que parece proceder de "iubilatio", pero en muchos casos la jubilación no resulta especialmente jubilosa y no sólo por darse a una edad en la que se es más propicio a enfermedades ni tampoco por las carencias económicas que pueden acompañarla o por tener que retomar roles pasados como el de actuar como padre de nietos. 


Para quien es posible pararse y mirar, ocurre que el último rito de paso no parece agradable porque muestra un horizonte de muerte. Ante él, hay quien no mira al sol que recordó Yalom y se empeña en seguir una inercia pretendidamente protectora de acumulación de dinero y honores, hay quien opta por neutralizar cualquier preocupación con una ocupación excesiva que no deje tiempo para nada, ni siquiera para pensar. Pero ese horizonte de muerte guarda analogía con los de las muertes rituales biográficas previas, haciendo factible una reconciliación con el pasado y una entrada en la vida que quizá no se produjo antes. Y es que siempre es posible renacer, aunque se sea viejo, algo que Nicodemo no entendía de la enseñanza de ese joven judío que él admiraba y que se llamaba Jesús.