viernes, 1 de mayo de 2015

El olvido de la propia vida

“No hay nada que hacer, no hay ningún sitio donde ir, no hay nada que ser, no hay nadie a quien conocer”.
Expresión de Dick Cavett citada por Thomas Ligotti

¿Por qué una persona normal sucumbe sin más a una depresión? No es algo raro; se estima una prevalencia del orden de un uno por ciento.

Hay una tendencia que roza a veces la pseudociencia a ver en la teoría de la evolución la gran explicación para todo, y uno de los ejemplos más típicos es el de la anemia falciforme, una enfermedad que se mantendría porque los hematíes alterados en ella evitarían ser parasitados por el Plasmodium. Una enfermedad que evita otra. Pero… ¿evita algo la depresión? No lo parece. No hay explicación en el cuadro evolutivo. Es el absurdo absoluto.

De repente, a veces anunciada, se asiste a la caída inexorable, al desfondamiento del ser; más bien a le presencia del no ser, de un cuerpo deshabitado aunque esté vivo o aunque lo parezca más bien. Porque ¿es eso acaso estar vivo?

Nada más ridículamente inútil que los consejos o las palabras de ánimo en tal situación. Nada más perverso que creer comprender lo incomprensible. 

Nada que decir aunque se insista repetitivamente en la queja absurda por irreal, por ajena a la situación. Nada que escuchar. 

Se ve necesario desde la normalidad el recurso a la magia de los medicamentos que no funcionarán, o tal vez sí; nunca se sabe, pero, si hay un nombre idiota, es “antidepresivo”. Y si la magia alquímica no sirve, queda la eléctrica en forma de electroshock o, en plan moderno, la magnetoterapia. Ensayos clínicos y meta-análisis que muestran lo que no se quiere ver. Algún caso muestra mejoría, o no. Quién sabe qué ocurre ahí dentro, en esa maraña de miles de millones de neuronas. 

Habrá quien diga que, de algo tan cruel, uno sale reforzado. Y ocurre que no siempre se sale, porque uno a veces se mata. Y, cuando se sale, se sale anestesiado afectivamente, con dolor, con resentimiento, pero no mejor. Kay R Jamison tuvo sus brotes y se hizo psiquiatra y publicó libros en los que relaciona creatividad y psicosis. ¿Quién querría ser creativo a tal precio? 

Aminas, endorfinas, NGF, factores de transcripción… palabras vacías, tanto como lo que pretenden explicar. ¿Quién sabe si la isonazida, base de los IMAO iniciales simplemente “funcionó” porque mejoró el estado clínico general de algún tuberculoso? ¿Por qué algo que parece funcionar, estabilizar al menos, desde el loco experimento de Cade, queda relegado al olvido? En este caso sí sabemos la cruda respuesta: no tiene sentido investigar en lo que no es patentable.

En plena depresión, el paciente no sería capaz de apretar un botón que lo sacara de ella. Ni esa fuerza es concebible en tal estado. A veces, el estímulo farmacológico da esa pequeña energía para apretar otro botón, el de apagado definitivo, el del suicidio. Y es que la muerte parece mucho más compasiva cuando es definitiva que cuando ha de soportar un cuerpo que conserva signos vitales y que sostiene sólo el absurdo.

Es fácil decirle a alguien desde una aparente objetividad, especialmente cuando es joven, que la vida le sonríe. Pero sólo uno mismo puede saber de la sonrisa cruel de su propia existencia. Porque la vida puede sonreír desde el tener a la vez que destroza al ser.

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