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sábado, 3 de junio de 2017

MEDICINA. Internet no es médico.


Los síntomas y signos de que algo puede ir mal en nuestro cuerpo suelen alarmar. Y hay una tendencia generalizada a calmar la ansiedad suscitada recurriendo a la enciclopedia máxima que se supone idéntica a internet. Bastará con decirle a Google lo que va mal (incluso sin usar términos técnicos) y tendremos unas cuantas posibilidades diagnósticas, que casi siempre incluyen la palabra “cáncer”, así como remedios de todo tipo, desde la compra de fármacos en la India o EEUU hasta páginas sobre los efectos terapéuticos del mindfulness o la conveniencia de atender a los chakras.

Habrá quien profundice y se lea incluso artículos de revistas médicas. Habrá, en fin, quien se diagnostique a sí mismo y defienda su conclusión contra el viento y marea de todos los médicos que no han sabido y siguen sin saber lo que realmente le pasaba. Si antes había gente que tomaba lo que le aconsejaba su vecina, ahora es internet el gran consejero.

En el diccionario de la Real Academia Española se nos dice que “pornografía” es la “Presentación abierta y cruda del sexo que busca producir excitación”. Si sustituimos sexo por enfermedad, bien podría decirse que en internet abunda la porno-medicina, pues son numerosos los enlaces a páginas que nos muestran abierta y crudamente el organismo enfermo y que producen excitación aunque ésta no sea placentera precisamente. Es más, esa mirada puede incrementar a niveles inimaginables hasta hace poco el grado de hipocondría de cada cual, a tal punto que se habla ya de “cibercondría”.

Internet ha facilitado el error generalizado de confundir datos con información y ésta con conocimiento real. Ocurre que, a la vez que hay esa porno-medicina, esa búsqueda de satisfacción de la mirada y el goce de la hipocondría, existe también la esperanza suscitada por todo tipo de charlatanes, desde los que venden la terapia alcalina para el cáncer a los que predican el “bioneuroalgo” o el “neurobioalgomás”. Comer bayas de Gogi o saber canalizar energías también puede valer al investigador de panaceas en su casa.

A veces la víctima solitaria que padece algo que los médicos no reconocen cobrará fuerza en internet por asociación con víctimas similares, sean electrosensibles o intolerantes no celíacos al tóxico gluten. Surgirán páginas y más páginas de autoayuda y otras de denuncia de las perversas industrias farmacéutica y alimentaria (en las que, por cierto, no trabajan ángeles) haciendo ver todo el daño que hacen y cómo se empeñan en ocultar las bondades naturales que son reveladas por algunos humanitarios gurús.

No sorprende que, con tal caldo de cultivo, haya reacciones exageradas e inquisitoriales, como la llevada a cabo por la OMC, frente a todo lo que no sea o no suene claramente a ciencia pura y dura, lo que implica cooperar en el fondo con los internautas ingenuos a destrozar conjuntamente la bondad de la práctica clínica.

No se necesitan asociaciones que ilustren o que protejan al paciente adulto sino sólo actuar con el perdido sentido común que sugiere que, cuando uno se encuentra mal o ve algo anómalo en su cuerpo, lo prudente y sensato es acudir al médico.

Un médico no siempre cura y no sólo porque haya enfermedades incurables (a pesar de tanta promesa salvífica cientificista); también por sus propias limitaciones. Pero, aun así, es el único del que se puede sostener que sabe algo de Medicina.

A pesar de los pesares, incluidos los recortes salvajes en prestaciones e incluidos defectos organizativos claramente subsanables, el personal sanitario (no sólo los médicos) ha logrado que nuestro sistema de salud sea de los mejores del mundo.


La conclusión parece tan sencilla como tristemente necesaria de proclamar en nuestros tiempos: necesitamos buenos médicos, pero sólo podrán serlo y no defensivamente si el paciente asume su papel y pasa de confiar en internet a hacerlo en su médico. No hay relación transferencial con internet, no la que precisa como elemento esencial el encuentro clínico y que pasa por suponer un saber en el otro; un saber que, por otro lado, esta avalado socialmente en forma de titulación, algo que también se olvida con frecuencia.

lunes, 2 de mayo de 2016

Cuando la calidad significa mediocridad y tiranía.



Llevamos ya años inmersos en una obsesión certificadora.

El afán de ofrecer algo de calidad es bondadoso cuando afecta a cosas, sean éstas zapatos, aviones, alimentos envasados o fármacos. Pero, de algo que, en tiempos, era un saber artesanal, industrial y estadístico, se ha hecho un lucrativo oficio y proliferan las agencias de certificación y acreditación que lo mismo certifican neumáticos que botes de refrescos. No es del todo malo, aunque sabemos que todo ese empeño de calidad de poco vale si es tan ingenuo como en la actualidad. El “engaño” de Volkswagen es un buen ejemplo. Certificación magnífica, objetivos a cumplir, motores que mienten. La puerta del avión que estrelló hace poco más de un año un perturbado ha de “explicarse” por la perturbación misma y habrá que asegurarse de prevenirla en el futuro, con un mayor empeño métrico sobre variables no medibles e ignorando a la vez que fue el exceso de prevención en seguridad (la puerta que sólo se abre desde el interior) lo que acabó matando a tantos.

Que se controle la calidad de un producto parece bueno. Es, en cambio, perverso, que se intente aplicar ese control a personas. 

No es lo mismo producir refrescos que “producir” buenos alumnos o clientes sanos. Ni la educación ni la medicina “producen” propiamente nada, por una razón tan evidente que parece mentira que haya de expresarse. Es tarea del profesor enseñar y educar, como lo es del médico diagnosticar y curar o paliar.

El modelo de la industria automovilística japonesa ha sido tomado desde hace años como referencia industrial aplicable a la Medicina y a la Educación. Así nos va, con gestores iluminados que creen poder cuantificar la bondad de alguien como médico o profesor en función de una métrica tan idiota como costosa. 

El cambio terminológico asociado a esta obsesión ya expresa su carácter inhumano. No se habla de pacientes o alumnos sino de “clientes”, del mismo modo que se habla de “no conformidades” con “la norma” que no es sino la exageración burocrática sacralizada. Ya no es buen médico el que sabe curar, sino el que lo hace según el algoritmo de turno y el que registra todo lo registrable para que su acción profesional sea “certificable”. Tampoco será buen profesor aquel que haya tenido la desgracia de vérselas con chicos de un barrio marginal y no logra una tasa de aprobados tan alta como exige “la norma”. 

En plena era informática, los hospitales y colegios se llenan de papeles y más papeles, que abarcan desde registros de bobadas hasta encuestas de satisfacción del “cliente”. Esa obsesión por la norma se ha hecho ya ella misma normal, especialmente en los ámbitos en que más fácil es la aplicación del modelo industrial (laboratorios, radiología…). 

Te van a operar de algo a vida o muerte y te dan antes un consentimiento informado para que lo firmes. Eso es calidad, exigida por la norma, y no cómo te operen. Es lo que se lleva. Y siempre habrá, en ese trabajo malamente llamado “en equipo” el elemento “proactivo”, asertivo, que haya sido buen discípulo en algún curso de “coaching” y diga alguna insensatez original para añadir a los múltiples formularios. 

Ya no se habla despectivamente del “trepa” sino que es admirado como el junco que se dobla sin romperse y que sabe, como en la evolución biológica, adaptarse a lo que exige este darwinismo social.

Ahora bien, ¿Qué es “la norma” que persiguen con denuedo en laboratorios clínicos, quirófanos y colegios? Pues precisamente lo normal, lo correcto. Y esa normalidad suele ser estadística, gaussiana.  Y, si en el auténtico control de calidad de cosas, se atiende a desviaciones de la media como señal de que algo puede ir mal, también en los colegios y hospitales esas desviaciones serán consideradas malas. En ambos sentidos, como en un control de calidad estadístico: malo es no dar el nivel pero también será malo pasarse de listo en medio de los demás alumnos. El joven Einstein lo tendría muy crudo en nuestro tiempo. Malo será que un cirujano opere mal por hacerlo con demasiada rapidez, pero también será malo el que, no precisándolo, lo hace, además de bien, con celeridad: no se ajusta a tiempos, no se adecua a la norma. Parece absurdo, tanto como normal.

¿Qué supone esto? Una tiranía de los mediocres. De hecho, muchos gestores de nuestros hospitales y acomodados mandos intermedios no parecen brillar por su excepcional inteligencia (exceptuando quizá la que llaman “emocional” para no llamarle a las cosas por su nombre). 

Si lo que impera es la norma, ¿cómo consentir al diferente? La tentación de segregar en un mundo en el que cada día somos más pretendidamente iguales está servida. ¿Hasta qué punto la “norma” favorece casos de acoso escolar? 

Es curiosa la similitud que tiene el término ISO (International Organization for Standardization) con la raíz griega “isos”. Todos iguales, todos ISOficados y los demás… a tratarse con metilfenidato o a la calle por no ser asertivos.

miércoles, 27 de abril de 2016

Ser médico. Saber escuchar y hablar.


Todos creemos saber qué es un médico, pero cada vez resulta más difícil decirlo. Siendo simplistas, podríamos limitarnos a la acepción del diccionario de la Real Academia: “persona legalmente autorizada para profesar y ejercer la medicina”. Es decir, alguien que, tras haber cursado los estudios pertinentes y pasado las pruebas necesarias, recibe el título de licenciado en Medicina (no sé ahora; antes, esa titulación indicaba que uno también era licenciado en cirugía, para peligro general). Pero no basta con eso. Se requiere una especialización incluso para ejercer la medicina general (medicina de familia). Es entonces cuando observamos la gran heterogeneidad de médicos: internistas, patólogos, dermatólogos, psiquiatras, cirujanos generales, urólogos, etc. 

Los avances técnicos propician que las viejas especialidades (muchas de ellas establecidas desde la concepción anatómica) se vayan transformando. Es probable que, en una década o menos tiempo, algunas de las especialidades actuales hayan desaparecido en muchos hospitales, por extinción general o por centralización. Otras, principalmente las quirúrgicas, se verán transformadas por la robotización y los grandes avances biónicos, que proporcionarán un gran avance en tratamientos quirúrgicos, en contraste con el impasse que vemos en la investigación farmacológica.

En este contexto, la figura del médico es ya muy lejana a la que conocíamos no hace tantos años. Aun podría decirse que es médico realmente sólo el que ve pacientes, pero esa mirada ya no se da como se daba, sino de modo parcelado por la especialización y cada día más sometido a protocolización y “calidad” según el gran referente industrial, la fabricación de automóviles.

El médico sigue siendo necesario en lo fundamental, mostrado en lo que su conocimiento y su humanismo revelan a través de su lenguaje. Uno es propiamente médico cuando sabe hablar y escuchar, algo muy infrecuente por desgracia.

Saber escuchar y saber decir lo adecuado para cada cual no es algo que se aprenda en ninguna facultad ni, mucho menos, en los ridículos cursos de coaching, persuasión y métodos de venta, porque, en Medicina, aunque se viva de ella, el médico no ha de vender propiamente nada o, lo que es equivalente, ha de mostrarse a sí mismo como valioso, fiable y a la vez limitado, a cada paciente.

¿En qué consiste eso? No hay más forma de saberlo que aprender de otros. De cada uno de esos otros. No es algo que pueda generalizarse ni mucho menos “algoritmizarse” porque siempre es un saber de alguien concreto o de muchos “alguien”. Sólo el contagio o la lectura de una narración biográfica pueden permitir intuirlo.

Hay dos médicos que han mostrado recientemente el valor insustituible de la palabra en Medicina. Uno es el ya fallecido Oliver Sacks, neurólogo. Otro, es Henry Marsh, neurocirujano. Es curioso que, en esa recuperación del valor del lenguaje cobren mayor vigencia los médicos que podríamos llamar del cuerpo (que miran u operan tejido nervioso) que los del alma, con tanto psiquiatra obsesionado por "biologizar" algo tan importante como su propia especialidad. 

Sacks recuperó la importancia de la escucha, de dejar hablar al paciente, atento a lo que puede revelar a quien sabe (y Sacks sabía mucho) cuando se le deja hablar.

Marsh nos cuenta en su ya célebre libro “Ante todo, no hagas daño”, la singularidad de ese hablar, de ese encuentro único entre un médico y su paciente. A la vez, deja constancia de los catastróficos efectos de la pretendida modernización organizativa, gerencial, de la Medicina.

Sacks y Marsh se muestran como dos grandes médicos e indican que en Medicina sigue siendo vital, en el sentido auténtico del término, el reconocimiento de que todo cuerpo humano habla, aunque esté callado, y no sólo por sus síntomas y signos, sino fundamentalmente por la palabra misma y por sus silencios.

Por el camino que vamos, es probable que la singularidad de la relación clínica vaya siendo restringida cada vez más a la cirugía, quién lo iba a decir, porque es en ese ámbito donde son más probables las aplicaciones tecnológicas y es ahí en donde la personalidad y saber de un cirujano son especialmente decisivos.

Quién sabe... es probable, así lo espero, que en poco tiempo, tengamos un nuevo libro que añadir a los de Sacks y Marsh, de alguien, cirujano amigo, que tiene mucho que decir de la Medicina entendida como pasión.