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domingo, 15 de agosto de 2021

Hablar

 

 


 

    Aunque seamos sordomudos y ciegos a la vez (el síndrome de Usher no es tan infrecuente), hablamos. Eso es algo que reconoce con notables efectos terapéuticos el psicoanálisis.

 

    Podría decirse que en hablar nos va la vida. 

 

    Hablamos a otro, a nosotros mismos, a mascotas, a ordenadores… algunos, a veces, también a Dios. 

 

    Parece que no podemos dejar de hablar. 

 

    Se alaba muchas veces, y con gran razón, el silencio. Y es que, si no tenemos nada relevante que decir, cosa que ocurre con frecuencia, parece mejor callarse. También, como nos advirtió Wittgenstein, es posible que no podamos decir propiamente nada de lo que más necesitamos decir y, en tal caso, lo mejor también es callar. El sentimiento místico hace que lo más verdadero para uno sea inefable.

 

    Podemos escribir, pero no es lo mismo, aunque sea una buena suplencia. 

 

    Las cartas, por ejemplo, algo que parece propio de un pasado que no sabía de ese futuro, ahora presente, electrónico, tenían su liturgia asociada. Había un papel “de carta”, que podía tener o no sus renglones, que era más ligero en los correos “air mail” (así se indicaba en los sobres, aunque sólo supiéramos castellano), que recogía de un modo formal lo más informal del mundo, atendiendo a detalles hoy casi ignorados, como la ortografía y la caligrafía, y la esencia de lo que se deseaba decir. Encerrado en un sobre, tras su franqueo y entrega en un buzón, se instauraba un tiempo calmado o no de espera de respuesta a la dirección postal inscrita como remite. Había personas que, tras haberla meditado, dedicaban toda una tarde a redactar una carta, algo que hoy llamamos malamente correo.

 

    Por poder, podemos hasta escribir libros, sin saber si alguien los leerá alguna vez. También un diario personal, algo sólo aparentemente paradójico por ser lectura para no ser leída más que por quien “no debiera” hacerlo, deseando en el fondo ese fin.

 

    Pero escribir no es lo mismo que hablar. Tampoco lo es escuchar. Lo hacíamos más antes, atentos a la radio; ahora oímos (a veces también vemos) la televisión. Alguien habla, muchos escuchan, aunque sea como ruido de fondo, como “compañía” se dice incluso. La publicidad está incluida y, en un mundo mercantilizado, se registran índices de “audiencia”, algo realmente curioso, especialmente cuando se extiende a lo que no se escucha, sino que se lee, como los periódicos. 

 

    Nos es posible percibir sentimientos de otros, incluso antiguos, transmitidos en libros que recogen historias, poemas, correspondencia. Hay lecturas de estudio, de divertimento, de “cultura”. También se da la lectura del libro sagrado, algo que supone exégesis, hermenéutica, aunque a veces se haga crudamente literal para esclavitud de muchos. La religión como “religare” descansa en la mediación de ese libro santo. La religión como “relegere” lo precisa para la repetición del ritual salvífico.

 

    Casi todo lo que sentimos, no lo más importante, es decible, aunque sea malamente, desde una perspectiva toscamente intelectual. Hablamos para decirnos y lo hacemos constantemente en la relación familiar, laboral, social… Hablar tendría la finalidad de comunicar algo esencial, pero ocurre más bien que es al revés, que lo esencial, lo más básico, es el hablar mismo, aunque sea prescindible todo lo que se dice y se escucha en el acto de hablar, que pasa a ser más importante como tal, como acto de mostrarse, que como vehículo de transmisión de lo que se pretende decir. 

 

    En la relación psicoanalítica ese valor del habla se muestra del modo más claro, definitivo, cuando el lenguaje atraviesa al hablante, cuando su inconsciente lo “traiciona” del mejor modo mediante la palabra dicha, y revela del modo menos intelectual pero más íntimo y obvio lo importante sobre su biografía, su situación y su posibilidad realista de un cambio, de ser, que no es sino tratar de llegar a eso, a ser.

 

    Cualquier circunstancia, por nimia que parezca, puede enseñarnos humildad. Una mañana de domingo estaba esperando a entrar en un lugar de venta de prensa (de los que ya no quedan), donde el aforo pandémico permitía solo la presencia de una persona, y la que estaba no salía, instalada en una cháchara que parecía eterna. Cuando salió, reconocí la insensatez de mi prisa, porque todo apuntaba a que esa persona no sólo iba a comprar el periódico. Iba, de paso, pero esencialmente, a algo más, iba a hablar. No sé de qué; probablemente del tiempo o de cualquier noticia intrascendente, pero su necesidad fue paliada o colmada con un ratito breve de comunicación humana. 

 

    Hace años había un programa de radio que se emitía de madrugada, “Hablar por hablar”. ¿Hay algo más necesario tantas y tantas veces? En ocasiones, esa necesidad imperiosa puede, incluso, aunque parezca extraño, prescindir de la palabra misma. Ocurre cuando sobrevaloramos el valor de algunas amistades (amigos siempre hay pocos) frente al de la simple humanidad, que puede llegar a serlo de tal modo que parece angelical. Así, en un bello y duro poema, Octavio Paz se refería a algo impactante, experimentable raramente, pero afortunadamente real:

 

            …“tocar la mano de un desconocido

en un día de piedra y agonía

y que esa mano tenga la firmeza

que no tuvo la mano del amigo”…

 

    Esta cruel pandemia ha traído a muchas personas demasiados días “de piedra y agonía”, en forma de una soledad inaudita, insoportable. Pero también cabe esperar que algunos afortunados hayan tocado la mano de un ángel, de esos que existen de verdad, y que, a veces, se muestran como desconocidos.


viernes, 5 de marzo de 2021

EL VALOR DE LA CONVERSACIÓN. Sobre el libro “EL MUNDO POS-COVID”, de José Ramón Ubieto.

 



José Ramón Ubieto acaba de publicar un magnífico libro cuyo título ya nos anuncia un riesgo, el de imaginar algo hacia lo que vamos, pero en lo que aún no estamos. Todavía falta tiempo para acabar de superar o eludir este horror, una pandemia que, aunque producida por un virus distinto al de la gripe, nos recuerda a éste, con sus terribles efectos de hace prácticamente un siglo, la mal llamada “gripe española”.

El autor nos advierte y nos sugiere. Vale la pena una dosis de pesimismo advertido y es bueno, desde el punto de vista anímico, en un tiempo de tristeza generalizada, ir planificando el mejor modo de retornar a algo que no necesariamente será idéntico a la normalidad de hace pocos años.

Podría decirse que el coronavirus que nos trae de cabeza es, en la práctica, un catalizador del cambio social en todos los órdenes. Y, precisamente por eso, Ubieto nos habla del futuro que esperamos próximo, haciéndolo con la prudencia debida.

A la vez que nos recuerda el valor de suplencia de los nuevos modos de comunicación (tele-trabajo, comunicación con otros, juego...), también nos habla de la “fatiga Zoom”. Los algoritmos están destinados a satisfacernos; sabemos que eso nunca es gratis. Ubieto nos advierte de los riesgos de ese contexto en que lo virtual favorece una “hipertrofia del yo” asociada a “la vida algorítmica”.

Es realista, algo que se reconoce de un modo tan sensato como duro en la primera parte del libro. En ella, hay un capítulo, referido al duelo, que resulta bondadosamente estremecedor.

Estamos  acostumbrados a oír hablar de cifras cotidianas de muertos por COVID (unidades, decenas, cientos... y ahora miles). Pero las cifras sólo nos hablan del individuo estadístico, de esa curva que aumenta, desciende, entra en meseta, etc. No de la realidad de cada persona que sucumbe, no del terrible impacto en sus familiares, que, en muchos casos, ni un digno ritual de duelo han podido hacer. Por eso, desde su práctica clínica, nos habla de la gran importancia, tan olvidada, de pasar de contar muertos a contar cosas de ellos.

En esa primera parte, se fija también en las peculiaridades que las edades y transiciones suponen ante la pandemia, analizando especialmente las infancias y las adolescencias, así, en plural, y con sus ritos de paso, porque nunca cabe la uniformidad de lo subjetivo.

Tras esa reflexión sobre lo que, de cerca o de lejos, hemos vivido y estamos aún viviendo, la segunda parte de este hermoso libro nos permite cobrar un impulso vital, esperanzado. Esto pasará, quizá tarde, también del peor y definitivo modo para muchos, pero, tras esta experiencia, la catálisis social que el virus propicia y a la que me referí al principio, puede ser amortiguada si nos damos cuenta de que lo virtual está a nuestro servicio, que no puede anularnos en aras de una finalidad biométrica de mercado con rostro saludable e incluso hedonista.

Se trata de diferenciar cosas y personas, de usar las cosas cuando las precisamos, como útiles, y de realzar el valor del Otro. Y aquí el autor resalta lo que ha supuesto un Otro roto, implícito al declive del patriarcado y a la desconfianza, muchas veces justificadísima, como ha ocurrido hacia el discurso político en la pandemia. Como indica Ubieto, necesitamos “un nuevo modo de anudar nuestras vidas”. Y referido a ese modo, al buen modo, dedica varios capítulos (en realidad, todo el libro acaba girando en torno a ello) a la conversación.

Es en esa reflexión en donde el discurso brilla especialmente, porque toca lo esencial, lo que sigue haciéndonos humanos con la incertidumbre que siempre tendremos ante la vida, con las sorpresas que nos hallamos en la relación con otros y con nosotros mismos, con tantos interrogantes que no resolveremos, pero sobre los que es preciso hablar y gestualizar. Con el síntoma también, porque puede ser, lo es generalmente, el desencadenante de un conocimiento propio si a él nos abrimos, si no lo "tapamos". Y todo eso implica mantener conversaciones, desde la psicoanalítica hasta la que se produce al comprar un periódico o el pan. Muchas veces somos demasiado trascendentes sin necesidad.

La conversación pone en juego eso de lo que no podemos prescindir, un cuerpo atravesado por el lenguaje. Es magnífica su interpretación del abrazo como el gesto que “rodea el vacío que se abre para cada uno”. Y es que ante el vacío estamos. Siempre. Es el gran reto vital, la gran ignorancia ante la que podemos situarnos … con el cuerpo, con la palabra. Dicho de otro modo, en cuerpo y alma, sin dualismos, pero con todo el ser.

Lo virtual es tan importante como un cuaderno de notas y un bolígrafo. Pero nada, ni siquiera una carta al modo antiguo, puede sustituir la presencia. Me permito evocar ahora esa expresión sobre fallecidos, cuando se dice en ocasiones que a alguien se le oficiará un funeral de cuerpo presente. Pues bien, Ubieto nos invita a recuperar, cuando la prudencia ante la pandemia lo permita, estar de cuerpo presente, pero como vivientes. Estar siendo. Ser estando. 

Su libro es, en cada página, una incitación a la vida, aquí y ahora.

Parece imposible la reflexión personal en aislamiento. Hasta la oración solitaria es un modo de hablar a un Otro bien distinto, incluso callando siguiendo a Wittgenstein.

El lenguaje nos ha hecho humanos, trascendiendo culturalmente lo biológico. No podemos retornar al silencio en forma algorítmica, en ninguna forma, sin incurrir en la enajenación o en la misma muerte.

De lo que se trata siempre, lo que necesitamos como el agua es, a fin de cuentas, conversar. A eso somos requeridos por este hermoso libro.
 

miércoles, 27 de abril de 2016

Ser médico. Saber escuchar y hablar.


Todos creemos saber qué es un médico, pero cada vez resulta más difícil decirlo. Siendo simplistas, podríamos limitarnos a la acepción del diccionario de la Real Academia: “persona legalmente autorizada para profesar y ejercer la medicina”. Es decir, alguien que, tras haber cursado los estudios pertinentes y pasado las pruebas necesarias, recibe el título de licenciado en Medicina (no sé ahora; antes, esa titulación indicaba que uno también era licenciado en cirugía, para peligro general). Pero no basta con eso. Se requiere una especialización incluso para ejercer la medicina general (medicina de familia). Es entonces cuando observamos la gran heterogeneidad de médicos: internistas, patólogos, dermatólogos, psiquiatras, cirujanos generales, urólogos, etc. 

Los avances técnicos propician que las viejas especialidades (muchas de ellas establecidas desde la concepción anatómica) se vayan transformando. Es probable que, en una década o menos tiempo, algunas de las especialidades actuales hayan desaparecido en muchos hospitales, por extinción general o por centralización. Otras, principalmente las quirúrgicas, se verán transformadas por la robotización y los grandes avances biónicos, que proporcionarán un gran avance en tratamientos quirúrgicos, en contraste con el impasse que vemos en la investigación farmacológica.

En este contexto, la figura del médico es ya muy lejana a la que conocíamos no hace tantos años. Aun podría decirse que es médico realmente sólo el que ve pacientes, pero esa mirada ya no se da como se daba, sino de modo parcelado por la especialización y cada día más sometido a protocolización y “calidad” según el gran referente industrial, la fabricación de automóviles.

El médico sigue siendo necesario en lo fundamental, mostrado en lo que su conocimiento y su humanismo revelan a través de su lenguaje. Uno es propiamente médico cuando sabe hablar y escuchar, algo muy infrecuente por desgracia.

Saber escuchar y saber decir lo adecuado para cada cual no es algo que se aprenda en ninguna facultad ni, mucho menos, en los ridículos cursos de coaching, persuasión y métodos de venta, porque, en Medicina, aunque se viva de ella, el médico no ha de vender propiamente nada o, lo que es equivalente, ha de mostrarse a sí mismo como valioso, fiable y a la vez limitado, a cada paciente.

¿En qué consiste eso? No hay más forma de saberlo que aprender de otros. De cada uno de esos otros. No es algo que pueda generalizarse ni mucho menos “algoritmizarse” porque siempre es un saber de alguien concreto o de muchos “alguien”. Sólo el contagio o la lectura de una narración biográfica pueden permitir intuirlo.

Hay dos médicos que han mostrado recientemente el valor insustituible de la palabra en Medicina. Uno es el ya fallecido Oliver Sacks, neurólogo. Otro, es Henry Marsh, neurocirujano. Es curioso que, en esa recuperación del valor del lenguaje cobren mayor vigencia los médicos que podríamos llamar del cuerpo (que miran u operan tejido nervioso) que los del alma, con tanto psiquiatra obsesionado por "biologizar" algo tan importante como su propia especialidad. 

Sacks recuperó la importancia de la escucha, de dejar hablar al paciente, atento a lo que puede revelar a quien sabe (y Sacks sabía mucho) cuando se le deja hablar.

Marsh nos cuenta en su ya célebre libro “Ante todo, no hagas daño”, la singularidad de ese hablar, de ese encuentro único entre un médico y su paciente. A la vez, deja constancia de los catastróficos efectos de la pretendida modernización organizativa, gerencial, de la Medicina.

Sacks y Marsh se muestran como dos grandes médicos e indican que en Medicina sigue siendo vital, en el sentido auténtico del término, el reconocimiento de que todo cuerpo humano habla, aunque esté callado, y no sólo por sus síntomas y signos, sino fundamentalmente por la palabra misma y por sus silencios.

Por el camino que vamos, es probable que la singularidad de la relación clínica vaya siendo restringida cada vez más a la cirugía, quién lo iba a decir, porque es en ese ámbito donde son más probables las aplicaciones tecnológicas y es ahí en donde la personalidad y saber de un cirujano son especialmente decisivos.

Quién sabe... es probable, así lo espero, que en poco tiempo, tengamos un nuevo libro que añadir a los de Sacks y Marsh, de alguien, cirujano amigo, que tiene mucho que decir de la Medicina entendida como pasión.