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domingo, 4 de septiembre de 2016

Envejecer


“Para que la vejez no sea una parodia ridícula de nuestra existencia anterior no hay más que una solución, y es seguir persiguiendo fines que den un sentido a nuestra vida”
Simone de Beauvoir. "La vejez".

Perseguir fines que den sentido no es estar en el sentido mismo. Vidas con sentido, vidas sin él. ¿En relación a qué? No hay una ciencia del sentido. Sólo parece posible la instalación en una esperanza que haga buscarlo, el de verdad, el inscrito en el deseo auténtico por descubrir y no en otras aspiraciones internalizadas. Una esperanza que se relaciona con una creencia fundamental en que nuestra vida, aun en su último momento, puede ser dotada de ese sentido.

No es lo mismo saber que creer, aunque haya en ambos casos un sentimiento común, la confianza. Podemos considerar el saber como el conocimiento otorgado por la confianza empírica,  objetivable intersubjetivamente, siendo la ciencia la mejor representante de ese saber. Y podemos entender la creencia como la esperanza firme, desde lo más hondo, en algo no necesariamente observable. Podemos creer en Dios aunque no sepamos de su existencia. Podemos creer en la Materia como último fundamento aunque no sepamos propiamente a qué nos referimos. Y podemos no creer pragmáticamente en nuestra propia muerte aunque sabemos que indefectiblemente ocurrirá. 

No suele haber límites claros entre el saber y el creer. Asumimos la isotropía espacial y temporal de la legalidad física, pero no podríamos asegurar con plena certeza que lo sabemos. Creemos en la certeza de la deducción lógico-matemática y no podríamos vivir sin confiar en la inducción que, aunque con distinto grado de confianza, nos asegura que mañana amanecerá y que podremos atestiguarlo.

Hubo un tiempo en que se creía más que ahora en la propia muerte. “Sabiendo que era llegada su hora”, se decía. Era cuando se consideraba como tránsito a la considerada vida real, eterna, precedido generalmente de algo que, en nuestro medio, va siendo afortunadamente paliado, la agonía. Se temía la muerte súbita (“A subitanea et improvisa morte, liberanos Domine”) porque privaba al moribundo de la ocasión de un cierto tiempo de determinación salvífica final. Un tiempo difícil en el que toda una vida podía perderse ante el pecado final. En el siglo XV florecieron las Artes Moriendi, destinadas a advertir de las grandes tentaciones con las que el maligno acechará al moribundo: contra la fe, la esperanza y el amor, induciendo la permanencia en la soberbia y la avaricia. La inminencia de la muerte era así más temida como examen del alma que como término del cuerpo, algo muy diferente al miedo actual a morirse.

El avance de la Medicina hizo posible desterrar la agonía y aplazar la muerte, al menos en lo que llamamos primer mundo (y no siempre). A cambio, nos dio la vejez. Se habla del aumento de esperanza de vida, pero ¿qué vida? El gran ideal es la juventud, incluso fosilizada cuando ya pasó su tiempo mediante costosos, a veces patéticos, tratamientos “anti-aging”, incluyendo la cirugía estética. El higienismo reinante tiene su límite, tan bien expresado por Lagarde: “el riesgo de que la gente viva más de lo esperado”. ¿Esperado por quién? Hasta en los cuidados, hay que ser “eficiente” y, por eso, habrá que “optimizar” la máxima esperanza de vida. Los viejos acaban siendo una carga, incluso aunque muchos de ellos hayan paliado los efectos de la crisis económica reacogiendo en sus casas a hijos y nietos antes emancipados. Los viejos se quedan sin espacio humano; son propiamente en muchos casos recluidos por su bien, como tan bien expresó en su excelente blog Juan Irigoyen. 

Tal vez por la contemplación de viejos achacosos, invidentes, dementes, la muerte, que siempre es de los otros, no suele aterrar tanto como el envejecimiento. ¿Cuándo empieza? Ya en su libro, Simone de Beauvoir se fijó en la frontera de los 65 años. Podrá decirse que eso era antes, pero no. Los 65 o 70 años marcan una gran frontera, el inicio de la jubilación, algo que no suele ser jubiloso en general, por más que se diga ocupar todo el tiempo en visitar museos, hacer jogging, juntar sellos o cazar Pokemons. Caen los ingresos, cae la salud y el prestigio social y hasta los órganos se desmoronan. ¿Qué haremos con los viejos? ¿Qué haremos cuando lo seamos socialmente aunque no lo sintamos biológica ni psíquicamente?

En su libro sobre la vejez, Cicerón se refiere a haber vivido “de una forma que me hace estimar que no he nacido en vano”. Whitman nos enseñó algo parecido, probablemente desde su propia experiencia: “que existe la vida y la identidad, que prosigue el poderoso drama, y que tú puedes contribuir con un verso”, un hermoso poema en el que parece centrarse la película “El club de los poetas muertos”. Somos lo que somos gracias a muchos que ya nos han dejado. Tal vez el sentido resida simplemente en eso, en dejar algo propio, singular, a los que vengan, satisfechos de haber sido arrastrados por el mismo flujo de la vida de los que nos precedieron y de los que nos seguirán.


Tal vez la vejez tenga algo saludable a pesar de ser período enfermizo y es que a veces permite el retiro, como se le llamaba antes a la jubilación. Ese retiro real puede ser humanamente enriquecedor. Ahora, en estos tiempos de cierta generalización de debilidad mental y proliferación de libros de autoayuda, es reconfortante recordar las palabras de un hombre, Bertrand Russell, de quien podría decirse que llegó a viejo sin envejecer. Su legado permanece vivo y vitalizan las palabras con las que concluye su libro “La conquista de la felicidad”: “El hombre feliz… es el que se siente ciudadano del universo y goza libremente del espectáculo que le ofrece y de las alegrías que le brinda, impávido ante la muerte, porque no se cree separado de los que vienen en pos de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida se halla la dicha verdadera”.