Mostrando entradas con la etiqueta Viejos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Viejos. Mostrar todas las entradas

martes, 19 de mayo de 2020

MEDICINA. La pulsión de muerte como dejación de funciones.





“Así, el breve tramo de vida que les queda a los ancianos, ni deben ansiarlo con avidez ni abandonarlo sin razón.”
Cicerón. Sobre la vejez.

Cuando Cicerón escribió esto, aún no había alcanzado lo que hoy los expertos (cuántos hay para todo) llaman la tercera edad. Probablemente lo hubiera logrado, y sus manos seguirían acompañando su elocuencia en vez de adornar las puertas del Senado, si Marco Antonio no llevara tan mal las críticas.

18.387 personas (o más, a saber) han fallecido en residencias geriátricas, la mayoría en Madrid, Cataluña, Castilla y León y Castilla La Mancha.
 
Si dedicáramos sólo un segundo a tratar de imaginar cada una de esas personas o a mirar su fotografía, sólo un segundo, nos pasaríamos cinco horas largas dedicados a eso. ¿Y para qué? ¿Quién podría asomarse a la vida de otro en un segundo? ¿Quién podría reducir las vidas de tantos a una tarde? Un segundo no da ni para una oración.

En realidad, no basta con pocos minutos, ni siquiera horas, para tratar de iniciar un duelo por un ser querido en estos tiempos. Un duelo que se niega con absoluta crueldad.

Nos dicen en muchos anuncios, con voz empalagosa pretendidamente optimista, que “cuando esto pase, que pasará”, disfrutaremos de abrazos y besos y todas esas cosas, además de ir al cine o de cañas. No aluden, por supuesto, a que, si esto pasa, cosa probable gracias a la ciencia, no a la pseudo-ciencia en la que estamos inmersos, muchos, en vez de ir de cañas, engrosarán las colas del paro y del hambre.

Y, en medio de ese contexto en que se nos insta a resistir, como si nos dirigiese Churchill contra los alemanes, aparece una noticia en un periódico que quizá nos estremezca, pero sólo un momento. El titular es duro, pero muchísimo menos que la realidad a la que se refiere: "No se permite ingresar pacientes de residencias al hospital”. La orden no puede ser más clara. 
 
Bueno, ya se sabía, ya se anunciaba, ya se nos hablaba del “valor social”, algo a considerar cuando los recursos son limitados y urge su uso adecuado, pragmático. Llevamos ya muchos años inmersos en los criterios de calidad y de eficiencia en los hospitales, sitios en los que se habla también de "productividad", algo curioso. 

Qué cosas. Llega un coronavirus y la eficiencia se hace máxima en términos productivos (haciendo omisión de cualquier enfoque humanista), pues pasa a haber una sola enfermedad. Lo demás… puede esperar. 

El Covid-19 ha sido seleccionada entre las demás patologías como única enfermedad a atender. A la vez, resucita al Darwin peor interpretado, en un estilo que, si no es nazi, aparenta serlo. Los viejos “con patologías previas” (cuántas veces se dijo eso a primeros de marzo) son eliminados del modo más natural, por una enfermedad que hace estragos en unas condiciones de vida que distan de poderse llamar así. 

Bueno, ya sabemos que también mueren jóvenes, que hay gente que, curada, recae, que se trata de una enfermedad no solo pulmonar sino sistémica, que incluso se ha llevado por delante a algunos niños en los que previamente los médicos han percibido un Kawasaki (algo muy raro, nos dijo por la televisión un pediatra tranquilizador; sí, si, muy raro).

Pero, a pesar de lo anterior, el individuo estadístico “resistirá”, aunque sus componentes se caigan a trozos. 

Y los médicos son aplaudidos. Y algunos gestores serán premiados de algún modo, con más “valor social”, con dinero, con una promoción política, abundan los modos. 

Todos aplauden a todos. Los policías a los médicos y viceversa, y los médicos a cada uno que sale de una UCI, medio lelo por la sedación, y que irá a una planta y después, si sale de verdad, de verdad, de verdad, a saber…  En algún momento le habrán mostrado en una “tablet” o en un “móvil” a algún nieto, si lo tiene, a algún hijo, o a nadie porque ya no hay nadie, porque ya estaba solo.

Qué buena labor la de muchos geriátricos, con una clasificación ordenada de válidos, semi-válidos y los que ya están totalmente gagás, pero que pagarán (ellos u otros), si aquéllos son privados, en orden directamente proporcional al grado de dependencia. Y si alguien con más de sesenta años es ingresado ahí, por consciente y activo que se crea, será conducido a la cama a “su hora”, aunque sea verano y el sol luzca brillante en lo alto. Se le privará de vino, que es malo para su hígado; se le mandará, aunque sea sabio, ir a una sala a construir puzles o castillos para prevenir así la demencia; también se promoverá su socialización con otros practicando ejercicios “gimnásticos” colectivos, incluyendo el divertidísimo de tirarse un gran balón entre unos y otros. En el mejor de los casos, quizá se le permita jugar al parchís. Es maravilloso. 

Mucha gente que ha levantado este país, tras haber atravesado una guerra y una posguerra, o algunos, que ya no vieron eso, una transición democrática, se ven reducidos a la condición de fragilidad más absoluta, en manos de monjas o de buitres. Muchos que son útiles socialmente se ven inutilizados. 

Y es a esta gente, en su estado más carencial, de susceptibilidad máxima a una enfermedad negligentemente novedosa, a la que se le niega el pan y la sal de la Medicina, dándoles un alta falsa, según se nos dice en algún periódico, según hemos visto, aunque no se dijera explícitamente, negándoles el ingreso digno a un hospital y, en él, el tránsito, bella palabra que ha quedado desplazada en el contexto de eficiencias. 

Los médicos que hayan firmado tales altas aducirán que han cumplido órdenes. Tienen razón; otros las cumplieron antes y ya sabemos cómo; mucho humo salía de chimeneas polacas. Tienen razón, pero son culpables por renunciar a lo que deben, a lo que se comprometieron, a lo sagrado, a ser médicos. Son, en ese sentido auténtico, sacrílegos. Y quienes hayan impartido tales órdenes, médicos algunos, de las que eximirían quizá a familiares afectados, son también culpables por atender a un pragmatismo tan “eficiente” como inhumano.

Habrá quien se rasgue las vestiduras al hablar de eutanasia. Lo que ha ocurrido en tantos geriátricos con el coronavirus simplemente ha puesto de relieve que la muerte a secas, no la eutanasia real, es deseada por muchos con poder político. ¿A quién le importan los viejos?

Sólo Dios puede perdonar a los gestores que han dejado morir a tantos de mala manera, sin otorgarles un entierro digno. Sólo Dios puede perdonar a los médicos que hayan colaborado con la pulsión de muerte que se ha instalado en España.


sábado, 21 de marzo de 2020

MEDICINA. Coronavirus y viejos.





            Basta un mínimo de sensibilidad para conmoverse ante la muerte de tres personas jóvenes y sanas en cumplimiento de su servicio. Una enfermera y dos guardias civiles murieron por ayudar a otros en medio de esta pandemia. Además de heroicas, esas muertes, y más que habrá habido (no lo sé), y más que tristemente habrá, destrozan el supuesto valor del conjuro que acompañaba cualquier comentario “autorizado” de cifras de fallecidos a causa del coronavirus, tantos muertos, de más de setenta años y con enfermedades previas. Una expresión darwiniana que evoca épocas pasadas de penoso recuerdo.

Es cierto que la vejez propicia la mortalidad “per se”. Y más aún por cualquier infección sobrevenida. Es cierto también que ser un enfermo crónico es peor que ser sano. Pero, ¿Quién está sano de verdad? Según el viejo criterio de la OMS, esa organización tan decidida y sabia, nadie.

El caso de la gran cantidad de muertes en residencias geriátricas en pocos días sugiere que no sólo se deben a la edad, sino que algo se ha hecho mal, en línea con todo lo que se lleva haciendo mal desde que los del “Mobile” (que no deben ser idiotas) se negaron a participar en el evento de ese nombre. Algo en línea con la frivolidad con que se actuó viendo lo que pasaba, no ya en China, sino en Italia. Frívola, fría también, omisión letal.

Llega a viejo (¿lo somos los que ya hemos cumplido 65 años?) para que el descuido sanitario te haga más frágil de lo que eres ante una pandemia, para que no te puedan visitar familiares, para que no tengas los recursos del “mejor sistema sanitario” que algún iluminado dice que tenemos, y para que, en plena soledad ahí, en el geriátrico, veas que te mueres. Qué triste. Ah, pero era mayor, se dirá, diabético, con EPOC encima… 

¿Y ahora qué? Ahora no sabemos, porque resulta que parecen no saber nada los que debieran saber algo más que decir banalidades. Y, por si fuera poco, siendo joven y sano, también se puede morir uno. ¿Hacer pruebas de modo universal a sanitarios que puedan estar en contacto con pacientes infectados o sus muestras? Hasta ahora no. Una médica lo denunciaba recientemente en ABC. Bueno, esto ya pasaba con la gripe de 1918, cuando tampoco se hacían pruebas. No deberíamos quejarnos. Y ya nos lo dicen nuestros líderes políticos; venceremos, como si fuéramos los buenos contra los malos que, esta vez son virus. Una metáfora excelente… para niños. Porque la atribución de bondad o maldad a cualquier ser vivo es la plasmación de la estupidez, cuando no del más rancio planteamiento bíblico, el del Génesis (Gen.1,26).

¿Y ahora qué? Hay algún renombrado médico de familia, ya jubilado, que sostiene que el Covid-19 mata menos que otras enfermedades, desde infartos o ictus hasta el tabaquismo o accidentes de tráfico y que lo malo es el pánico. Y es cierto, pero ese "plus" viral, de vírico, no de pánico viralizado en redes, no nos lo quita nadie. Porque la gente también se seguirá muriendo de lo de siempre, solo que ahora con más facilidad, dado el colapso previsible en el que nos meterá… ¿sólo el virus?

Las consultas disminuyen o cierran, los quirófanos y UCIs son y serán golpeados por la influencia del coronavirus. Por otra parte, si en mi primera entrada sobre esta cuestión, el 3 de marzo, ya alertaba de la riesgo inherente al contagio del personal sanitario, esto es ya una triste realidad. Es evidente que la morbi-mortalidad por causas distintas al virus aumentará en línea con retrasos diagnósticos y terapéuticos y falta de personal sanitario.

Qué curioso. Pasaron aquellos tiempos felices en los que el sistema público jubiló de golpe y porrazo, a veces con una simple carta o llamada telefónica, a todos los que cumplieran 65 años o los sobrepasaran. De hoy para mañana; en algún caso, de hoy para hoy, como bien me consta. Y ahora solicitan jubilados, MIR que no acabaron su especialidad, incluso estudiantes. ¿Seguirá habiendo esa patética “nota de corte” para empezar a estudiar Medicina? Seguro que sí, porque esto se olvidará y reinarán los "técnicos ingenieriles" sobre los médicos vocacionales.

Si algo caracteriza lo que está ocurriendo en España con esta pandemia es la improvisación. No hay mascarillas, recurramos al altruismo. No hay EPIs, hagámoslos con papel de basura y esparadrapos. Tenemos viejos sin suficiente asistencia sanitaria. Ah, quién lo iba a decir; algo habrá que hacer. Pero bueno, ya vivieron (ya se plantea en algunos medios que se avecina una medicina de catástrofe priorizando el "valor social"). Tuvimos focos, alguno tan pequeño como Madrid. Bien, dispersémoslos, excelente medida, de libro. Es indudable que Hipócrates, Galeno o Paracelso lo hubieran hecho mucho mejor.

Sobra buena gente dispuesta al servicio a los demás. Médicos y personal sanitario en general que están en los sitios peliagudos (Urgencias, UCIs, Plantas…), militares (que bien que saben de orden y disciplina y han de estar sujetos los pobres a mandos políticos ineptos), policías, conductores, personal de farmacia, de alimentación, taxistas… Seguro que me quedan muchos más. A todos ellos dedico esta modesta entrada. Pero parecen faltar cabezas que sepan liderar a tanta buena gente. Ese es nuestro dramático problema. 

Venceremos, dicen. Pues no. Es mentira porque no habrá derrota de ningún enemigo. ¿O es alguien un virus? ¿Es un enemigo un fragmento de RNA revestido de proteínas, que ni está vivo ni deja de estarlo? Seremos, ya lo estamos siendo, derrotados en mayor o menor grado, con muertes, sufrimiento, ansiedad, angustia, miedo, y el empobrecimiento que se avecina que dejará en la más absoluta miseria a muchos. Seremos derrotados por la ineptitud de preventivistas y politiquillos.

Después vendrán los rifirrafes políticos, ya más centrados en la cuestión económica brutal que se avecina. Y más tarde, el coronavirus será tan olvidado como cualquier otra epidemia. Y volveremos a presenciar brillos cientificistas, y las promesas fantásticas de vivir jóvenes hasta los 140 años, jugando con telómeros, o las transhumanistas, que son más simpáticas. 

La Historia, incluso la que hoy mismo se construye desde una actualidad dramática, se olvidará mañana, porque eso, la Historia, nunca se aprende, solo se repite.

           





viernes, 22 de febrero de 2019

SEGREGACIÓN POR EDADES. Asilos y niñofobias.


“Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro
y a veces lloro sin querer”


(Rubén Darío) 

“Pero Jesús les dijo: Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis porque de los que son como éstos es el Reino de los Cielos”. (Mt.19,14). 

He sabido de la existencia de la “niñofobia” por un excelente artículo publicado al respecto por el psicoanalista Manuel Fernández Blanco En él da cuenta de ese curioso contraste entre “el niño idealizado y el niño como molestia”. 

Es cierto que los niños son algunas veces molestos a otros, pero eso no ocurre porque sean niños, sino porque tienen padres inútiles, incapaces de educarlos mínimamente. Pero resulta que también le son molestos a algunos los recreos colegiales por el alboroto que en ellos se da, siendo así que un recreo colegial sin ruido sería, como indica Fernández Blanco, “una escena siniestra e inquietante”.

Hace años, por el supuesto bien de menores, había espectáculos en los que su entrada no se permitía; había películas “toleradas” y otras sólo permisibles para mayores de 18 años. Ahora, por el supuesto bien del adulto, hay hoteles "no tolerados"para niños. Son los “adult only” y abundan, habiéndolos lujosos, rurales, de todo tipo. 

No es permisible estar obligado a aguantar niños cuando uno está disfrutando de sus merecidas vacaciones o soportando las tareas de su vida cotidiana. En realidad, son más dóciles y manejables las mascotas y por eso no extraña que los perros sí sean más aceptables; a fin de cuentas, son otra especie, son objeto interesante, aunque reciban, como si sujetos fuesen, nombre propio, en tanto no sean sustituibles por un robot que no incordie con excreciones. En realidad, ya hay artefactos de pseudo-comunicación con nombres como “Alexa” o “Siri”, muy superiores a los ya olvidados Tamagochi. Mascotas sí, niños no, y así el censo de perros se dispara en comparación con el de niños.

No basta con decir que los niños molestan, porque más molestos son los jóvenes que hacen botellón en una calle y perturban el descanso de cuanto vecino haya en ella, con un horario que es un tanto más desajustado que el de los recreos colegiales (en donde, además, no suele haber alcohol). Pero ya se sabe, “juventud, divino tesoro”. Si se es joven, todo está permitido, porque ya suponemos que el mundo les pertenece (“Tomorrow belongs to me”, cantaba un joven rubio en la película “Cabaret”), aunque eso sea una gran mentira y abunden las depresiones precisamente cuando la vida “sonríe”.

Niños adorados, consentidos, malcriados …  y segregados. Curiosa y tristemente, hay espacios de segregación en donde los niños son “queridos” del peor modo. El escándalo de la pederastia masiva por parte de religiosos resquebraja la Iglesia católica y transforma creencias en estupores, traicionando lo bueno transmitido en dos mil años. El ámbito eclesial (colegios, seminarios, etc.), que debiera ser protector, ha resultado ser con demasiada frecuencia otro campo concentracionario que desprecia las palabras de Jesús: “Más le vale que le pongan una piedra de molino y sea arrojado al mar, que escandalizar a uno de estos pequeños” (Lc. 17, 2).  

En 2002, “The Boston Globe” publicó una investigación al respecto, de la que se hizo eco la película “Spotlight”. Sabemos que no fue algo aislado (y han pasado 17 años de ese reportaje). La frecuencia tan escandalosa de la pederastia llega casi a aproximar aquí la probabilidad como frecuencia al límite y a justificar así una terrible pregunta, aunque no se formule directamente: “Padre, ¿es o ha sido Vd. pederasta?” Curioso que un pederasta sea llamado “padre”. Mucha tarea le queda al papa Francisco en estos días para impedir que, en el futuro, el término “cura”, procedente de algo hermoso, “cura animarum”, alcance la sinonimia con una perversión abominable. Y la Iglesia católica no es precisamente un caso aislado en esta barbarie. 

Todo lo peor es factible desde el desprecio ético que incluye la objetivación, la reificación del sujeto. No bastará con exhortaciones papales, por duras que lleguen a ser. Sólo saberse dependiente de la “polis” como ciudadano en relación con otros también ciudadanos, sea uno carpintero, ingeniero o cura, sometido a su ley y no a la de un estado teocrático, de una ONG o de una secta, podrá frenar o paliar la acción criminal. 

Si los niños se segregan, los viejos no iban a ser menos, a no ser que enmascaren su triste situación con medidas “anti-aging” exigibles a la fosilización juvenil. Los viejos, los de verdad, siguen molestando, por ser una carga a cuidar y por recordar que, si uno no se muere antes, llegará a tan triste situación. No es agradable comer con un viejo que se baba, que no para de temblar al beber o que dice sandeces; mejor ingresarlo, segregarlo. 

El viejo sólo es admisible como consumidor, y sobran los estúpidos anuncios de una vejez dorada, tanto como rara, en la que felices parejas de los que han entrado en la “tercera edad” viajan en un crucero, disfrutan de la viagra, o saltan en el jardín con sus nietos, gracias a suplementos de calcio, magnesio o plantas diversas. Todo es permisible mientras gasten gastándose. Ya los concentrarán a todos ellos si no se mueren antes. Han olvidado que los sistemas sanitarios se centran en la edad laboral (una mujer, por ejemplo, puede tener cáncer de mama tras los 70 años, pero ya no será “cribada” por su edad).

Quizá estemos ante dos extremos que, siendo tan diferentes, perturban el ideal de la sana juventud, con sus moderadas sonrisas, con alguna exageración quizá (un poco de cocaína, bastante alcohol o algo que suba la adrenalina de vez en cuando, incluyendo selfies merecedores de premios Darwin), con su atractivo sexual, con sus tersos rostros y con esas proporciones anatómicas ideales para una reproducción a la que no consentirán, haciendo caer la natalidad en una Europa que se cierra a la inmigración. ¿Por qué aguantar que un niño altere su paz y recuerde, con su mera presencia, que esa etapa supuestamente feliz ya pasó en el río de la vida, que se pretende más bien que sea un lago perenne de vida estimulante?

¿Por qué soportar a un anciano que recuerda ese futuro indeseado?

En cierto modo, subyace el deseo expresado en la película Cocoon  de una juventud eterna por estática.

El término “guardería” es inadecuado por ser inexacto (propiamente, se guardan cosas, no personas) e incompleto, pues guarderías son también las escasas residencias geriátricas públicas, las carísimas privadas y los asilos derivados de esa caridad católica tan poco caritativa tantas veces, tan aparentemente sádica algunas, tan dudosamente cristiana en frecuentes casos. Privadas, públicas o caritativas, las residencias geriátricas acaban siendo guarderías en sentido literal porque guardan al objeto incordiante, despojado de su ser, consentido en su torpe recuerdo subjetivo que ya nada aporta. 

La segregación racial contempló campos de concentración. Ahora esos campos, los que no miran razas sino edades, son mucho más “light”; en ellos se da de comer, se ayuda en la higiene, se facilita la medicación, la gente no queda indefensa (en general) ante sus enfermedades (quizá no fuera lo peor en determinados casos), pero no dejan de ser pequeños “Konzentrationslager” dispersos, “personalizados” por tres grados de dependencia, pero Kl, a fin de cuentas, en los que, en vez de extenuantes trabajos forzados, se obliga a infantiloides actividades manuales, con ayuda de “coachers”, para prevenir o tratar demencias y mantener las articulaciones.

Hay gente que no quiere recordar la infancia ni oír hablar de la vejez, y ver niños y viejos recuerda que, a pesar del delirio transhumanista, que pretende una juventud eterna que paralice la Historia, envejeceremos, nos haremos con mucha probabilidad enfermos, decrépitos y dependientes antes de morir, a no ser que ese acontecimiento tan poco recordado, la muerte, acontezca antes.

Y quién sabe, tal vez entonces uno sea asistido espiritualmente con la confianza de que la eficacia sacramental se da “ex opere operato” y no “ex opere operantis” (la Iglesia siempre fue sabia), por lo que sobraría cualquier sospecha sobre la posible pederastia o cualquier otro pecado por parte de quien ayuda a un viejo a morir.




domingo, 4 de septiembre de 2016

Envejecer


“Para que la vejez no sea una parodia ridícula de nuestra existencia anterior no hay más que una solución, y es seguir persiguiendo fines que den un sentido a nuestra vida”
Simone de Beauvoir. "La vejez".

Perseguir fines que den sentido no es estar en el sentido mismo. Vidas con sentido, vidas sin él. ¿En relación a qué? No hay una ciencia del sentido. Sólo parece posible la instalación en una esperanza que haga buscarlo, el de verdad, el inscrito en el deseo auténtico por descubrir y no en otras aspiraciones internalizadas. Una esperanza que se relaciona con una creencia fundamental en que nuestra vida, aun en su último momento, puede ser dotada de ese sentido.

No es lo mismo saber que creer, aunque haya en ambos casos un sentimiento común, la confianza. Podemos considerar el saber como el conocimiento otorgado por la confianza empírica,  objetivable intersubjetivamente, siendo la ciencia la mejor representante de ese saber. Y podemos entender la creencia como la esperanza firme, desde lo más hondo, en algo no necesariamente observable. Podemos creer en Dios aunque no sepamos de su existencia. Podemos creer en la Materia como último fundamento aunque no sepamos propiamente a qué nos referimos. Y podemos no creer pragmáticamente en nuestra propia muerte aunque sabemos que indefectiblemente ocurrirá. 

No suele haber límites claros entre el saber y el creer. Asumimos la isotropía espacial y temporal de la legalidad física, pero no podríamos asegurar con plena certeza que lo sabemos. Creemos en la certeza de la deducción lógico-matemática y no podríamos vivir sin confiar en la inducción que, aunque con distinto grado de confianza, nos asegura que mañana amanecerá y que podremos atestiguarlo.

Hubo un tiempo en que se creía más que ahora en la propia muerte. “Sabiendo que era llegada su hora”, se decía. Era cuando se consideraba como tránsito a la considerada vida real, eterna, precedido generalmente de algo que, en nuestro medio, va siendo afortunadamente paliado, la agonía. Se temía la muerte súbita (“A subitanea et improvisa morte, liberanos Domine”) porque privaba al moribundo de la ocasión de un cierto tiempo de determinación salvífica final. Un tiempo difícil en el que toda una vida podía perderse ante el pecado final. En el siglo XV florecieron las Artes Moriendi, destinadas a advertir de las grandes tentaciones con las que el maligno acechará al moribundo: contra la fe, la esperanza y el amor, induciendo la permanencia en la soberbia y la avaricia. La inminencia de la muerte era así más temida como examen del alma que como término del cuerpo, algo muy diferente al miedo actual a morirse.

El avance de la Medicina hizo posible desterrar la agonía y aplazar la muerte, al menos en lo que llamamos primer mundo (y no siempre). A cambio, nos dio la vejez. Se habla del aumento de esperanza de vida, pero ¿qué vida? El gran ideal es la juventud, incluso fosilizada cuando ya pasó su tiempo mediante costosos, a veces patéticos, tratamientos “anti-aging”, incluyendo la cirugía estética. El higienismo reinante tiene su límite, tan bien expresado por Lagarde: “el riesgo de que la gente viva más de lo esperado”. ¿Esperado por quién? Hasta en los cuidados, hay que ser “eficiente” y, por eso, habrá que “optimizar” la máxima esperanza de vida. Los viejos acaban siendo una carga, incluso aunque muchos de ellos hayan paliado los efectos de la crisis económica reacogiendo en sus casas a hijos y nietos antes emancipados. Los viejos se quedan sin espacio humano; son propiamente en muchos casos recluidos por su bien, como tan bien expresó en su excelente blog Juan Irigoyen. 

Tal vez por la contemplación de viejos achacosos, invidentes, dementes, la muerte, que siempre es de los otros, no suele aterrar tanto como el envejecimiento. ¿Cuándo empieza? Ya en su libro, Simone de Beauvoir se fijó en la frontera de los 65 años. Podrá decirse que eso era antes, pero no. Los 65 o 70 años marcan una gran frontera, el inicio de la jubilación, algo que no suele ser jubiloso en general, por más que se diga ocupar todo el tiempo en visitar museos, hacer jogging, juntar sellos o cazar Pokemons. Caen los ingresos, cae la salud y el prestigio social y hasta los órganos se desmoronan. ¿Qué haremos con los viejos? ¿Qué haremos cuando lo seamos socialmente aunque no lo sintamos biológica ni psíquicamente?

En su libro sobre la vejez, Cicerón se refiere a haber vivido “de una forma que me hace estimar que no he nacido en vano”. Whitman nos enseñó algo parecido, probablemente desde su propia experiencia: “que existe la vida y la identidad, que prosigue el poderoso drama, y que tú puedes contribuir con un verso”, un hermoso poema en el que parece centrarse la película “El club de los poetas muertos”. Somos lo que somos gracias a muchos que ya nos han dejado. Tal vez el sentido resida simplemente en eso, en dejar algo propio, singular, a los que vengan, satisfechos de haber sido arrastrados por el mismo flujo de la vida de los que nos precedieron y de los que nos seguirán.


Tal vez la vejez tenga algo saludable a pesar de ser período enfermizo y es que a veces permite el retiro, como se le llamaba antes a la jubilación. Ese retiro real puede ser humanamente enriquecedor. Ahora, en estos tiempos de cierta generalización de debilidad mental y proliferación de libros de autoayuda, es reconfortante recordar las palabras de un hombre, Bertrand Russell, de quien podría decirse que llegó a viejo sin envejecer. Su legado permanece vivo y vitalizan las palabras con las que concluye su libro “La conquista de la felicidad”: “El hombre feliz… es el que se siente ciudadano del universo y goza libremente del espectáculo que le ofrece y de las alegrías que le brinda, impávido ante la muerte, porque no se cree separado de los que vienen en pos de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida se halla la dicha verdadera”. 

viernes, 22 de enero de 2016

No es país para viejos

“Así, Solón se muestra orgulloso en sus versos, cuando dice que él envejece aprendiendo algo cada día; también yo lo hice al aprender de mayor la lengua griega”.
Cicerón. “Sobre la vejez”. 8, 26.

Cicerón escribía esto sintiéndose ya mayor (tenía unos 63 años) y un año antes de ser ejecutado por orden de Marco Antonio, que encajaba mal la crítica política. 

Al redactar la carta que incluye ese texto, reflexionaba sobre la vejez como una época interesante. Interesante para él, claro, porque no pertenecía precisamente a un bajo estrato social. Ser viejo no hace que alguien se halle necesariamente más cerca de la muerte que un joven (especialmente en ese tiempo en que la esperanza de vida no alcanzaba la treintena de años) y, a la vez, la transmisión de un saber acumulado tras una vida larga es interesante “para los dioses inmortales que quisieron no sólo que yo recibiera esto de mis antepasados, sino también que les sirviera a mis descendientes”(7,25).

En el tiempo de Cicerón, sólo los cuarentones podían ser cónsules y el término “senado” procedía adecuadamente de “senex" (anciano). En cierto modo, nuestro senado también pero en muy mal sentido. Es decir, lo que se llamaba “cursus honorum” estaba ligado no sólo a la valía personal sino a la edad, garante de un saber. Al menos, como concepción, tantas veces frustrada con el principado, revelaba el valor dado a lo que entonces pudiera considerarse ancianidad. 

A diferencia de lo que opinaba Cicerón, ser viejo está mal visto hoy en día, incluso en forma literal, porque lo malo de la vejez es visible y lo es como incapacidad, como demencia, como fragilidad que anuncia la muerte. Esa mirada al deterioro es paliada porque muchos viejos no son vistos; refugiados en sus casas, asistidos en residencias, no salen a la calle. 

A veces se dice que es triste llegar a viejo, aunque se considere peor la alternativa letal a esa llegada. Y se habla de lo bueno que es sentirse joven a pesar de la edad. De ese modo, se ha ido cambiando la perspectiva: uno es viejo sólo cuando se siente tal y no cuando lo es por los años que haya vivido. Y, por eso, para no sentirse viejo, nada como congelarse en una pretendida juventud a base de vigorizantes, musculación, estiramientos de piel y cosas similares. El sildenafilo, el “bótox”, las bicis estáticas y los “personal trainers” contribuyen a paliar la inexistencia del agua tan buscada de la eterna juventud y la presencia de una deshidratación visible por mucho ácido hialurónico y colágeno que uno compre.

Esa pretensión de juventud perenne es tan inútil como patética y, a la vez, cara. No todo el mundo puede permitirse esa escalada de gastos “anti-aging”. Un sector menos favorecido sólo es diana de propaganda de pañales, dentaduras postizas, andadores, nutrientes líquidos y, lo que es tristísimo, yogures para bajar el colesterol.

¿Qué podemos hacer? Negar la vejez es una alternativa y por eso usamos el eufemismo “tercera edad”, la del pretendido júbilo de la jubilación, la de la libertad de hacer lo que a uno realmente le gusta, aunque la mayoría de jubilados no tenga ni idea de qué es eso que tanto les gustaría hacer a esas alturas de la vida, porque nunca lo han hecho ni imaginado. Los hay también que, sabiéndolo, no pueden hacerlo por falta de recursos. 

Es sabido que esa “tercera edad”, término que sugeriría una cuarta y una quinta, que no habrán, implica una mayor atención al cuerpo porque el propio cuerpo la demanda con sus achaques, pero para eso están los médicos o, más bien, estarían si los hubiera. En realidad hay médicos … de otra cosa; de otra edad (pediatras) o de órganos concretos (especialistas), pero escasean los geriatras. Y es que ser geriatra… si pocos quieren hacer Medicina de Familia, ¿Quién optará por la Geriatría? ¿Qué MIR con una buena nota elegiría cuidar a viejos en vez de aspirar a ser un renombrado cirujano plástico? 

No están los tiempos para poner parches. San Francisco de Borja juró que nunca más serviría a señor que se le pudiera morir. Hoy, ese sentimiento se ha “laicizado" en muchos médicos, que no están para servir a quien se va a morir probablemente pronto. 

La esperanza de vida ha aumentado, haciendo que la pirámide poblacional sea cada vez menos piramidal, con lo que cuesta eso. Porque cuesta, y mucho, crear y mantener a una población anciana (tanto higienismo para llegar a viejos). Como cuesta, y mucho, aunque en el plano de los sentimientos, verse mantenido desde la ancianidad, cosa que no siempre ocurre. 

Baja la moral ver a viejos y eso facilita su olvido que, a veces, ha tomado la forma real, de abandono en gasolineras u hospitales. En el caso más benigno, el olvido cristaliza en la migración de la casa de siempre a la “residencia”, en la que se habita (¿es habitar eso?) con cierta calidad de vida si uno no está demente y si hay conciencia en los cuidadores. Nada más. Escasean las visitas de hijos y otros familiares que queden. Algún espacio para viejos retratos familiares, una tele, nada de alcohol, como si hiciera daño real a esas edades, y todos a acostarse muy pronto, incluso en verano, como si al día siguiente hubiera que madrugar para algo. Y todo eso para quien se lo pueda permitir (no son baratas las residencias geriátricas privadas), pues las residencias públicas no abundan y tienen grandes listas de espera, como si se pudiera esperar a determinada edad. Queda la opción de quedarse en casa, malcomiendo, malviviendo, expuesto a despistes con el gas, los hornillos o lo que sea y a caídas letales, hasta llegar a hacerse notar incordiando a los vecinos como cadáver que huele mal.

¿Hay posibilidades frente a eso que se sigue llamando vida? La hermosa “Carta a D.” de André Gorz muestra una opción, decidida por amor. Freud decidió también esa salida cuando vio que no había mucho más que hacer, y muchas cristianas vestiduras se rasgaron cuando el insigne teólogo Hans Küng vislumbró para sí mismo tal alternativa, aunque aun no la haya tomado.

Pero también hay una vejez "ciceroniana", un período en el que algunos afortunados están en el mejor momento. Son investigadores, artistas, creadores… Pero nada más feo que salirse de la norma, que “des-ISO-ficarse”, algo que el Estado no puede permitir. Los creadores piensan en eso, en su creación, y no se dan cuenta de que, con la jubilación, tienen que cerrarla porque sí. 

Recientemente hemos sabido que célebres autores de nuestro país se enfrentan a la opción práctica de dejar de escribir o de renunciar a su pensión. Gamoneda se preguntaba “¿Qué vamos a hacer los escritores, los científicos y los creadores? Es un disparate. Yo tendré que dejar de escribir, porque, con lo que gano con mi escritura, no puedo vivir".  


Ni Gamoneda ni Reverte ni tantos otros se enteran de que ya han cruzado el umbral de una determinada edad y de que están en España, que no es país para viejos.