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sábado, 2 de julio de 2016

Entre religiones anda el juego. Ecologismo versus Cientificismo.



Un reciente artículo de “El País” realzaba que “el rechazo irracional de Greenpeace a los alimentos transgénicos ha logrado irritar a 109 premios Nobel, la voz de la mejor ciencia disponible”.


Efectivamente, son muchos los galardonados con el premio Nobel que han firmado una carta en la que instan a Greenpeace a que reconozca los descubrimientos de organismos científicos competentes y agencias reguladoras, y a abandonar su campaña contra los GMO (organismos modificados genéticamente) en general y el arroz dorado en particular. Llegan a invocar al final de la carta el “crimen contra la humanidad”.


El autor del primer artículo señala que esa resistencia a los transgénicos sería una muestra de “una de las nuevas religiones de nuestro tiempo, una especie de panteísmo donde el papel de Dios lo representa la Madre Naturaleza”.


Parece, efectivamente, que hay un ecologismo cuasi-religioso en el sentido indicado, pero no es menos cierto que se da otra forma de religión tanto o más dañina (incluso para la propia ciencia), el cientificismo.  Referirse a "la voz de la mejor ciencia disponible" es no decir nada. Alguien recibe un premio Nobel por su contribución a un área de investigación científica, de creación literaria o de la paz. La posesión de un Nobel, siendo extraordinariamente importante, no supone necesariamente un mayor aval a la hora de hablar de ética o de política, incluso de ética de ciencia aplicada, como en este caso. Y el criterio cuantitativo no supone un cambio cualitativo, pues da lo mismo que ese artículo lo firme uno o cien; lo importante son los argumentos. No es lo mismo, pero no sobra recordar que fueron científicos de primera línea los que se involucraron en el proyecto Manhattan. Ciencia y ética no necesariamente van unidas.


La respuesta de Greenpeace parece sensata al señalar que los transgénicos no son la solución, al menos no precisamente la única, al problema de la nutrición en un mundo en el que sobran guerras e injusticia, con una gran desigualdad en el reparto de riqueza que afecta a la distribución de comida y al acceso a la educación y sanidad.

Se mezcla de un modo aparentemente cínico en la carta de los Nobel la inocuidad de la ingesta de un alimento transgénico y sus potenciales beneficios (como el enriquecimiento en vitamina A), con los problemas de biodiversidad y económicos, que incluyen poderosos intereses comerciales potencialmente inherentes a la colonización por determinadas semillas novedosas y superiores con respecto a resistencias frente a cultivos locales.


Nadie sensato criticaría la bondad de los transgénicos, siempre y cuando estén bajo control. No es lo mismo producir insulina por bacterias transgénicas en un laboratorio farmacéutico bajo condiciones controladas que lanzar semillas transgénicas al campo, con un riesgo obvio de perturbación no controlada de la biodiversidad. 

Conviene siempre diferenciar el conocimiento científico de la opinión de los científicos. No hacerlo supone confundirlos como sacerdotes de ese cientificismo asociado a un nuevo y peligroso mito, el del progreso imparable.