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sábado, 16 de junio de 2018

PSICOANÁLISIS. La pulsión de muerte y su afán de completitud tecno-científica.




"Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo?" Hechos de los Apóstoles, 1,11

Sirva esta entrada para el objetivo de difundir y comentar brevemente un excelente artículo del psicoanalista y escritor Gustavo Dessal, cuyo título es "El hombre curado definitivamente del síntoma de ser humano".

Leer este artículo es de gran interés por los diversos aspectos en los que incide el estilete analítico de su autor, cuyo discurso se sostiene en una sólida base documental. El delirio transhumanista en sus distintas formas se muestra ahí con claridad meridiana, y sería redundante, incluso necio por mi parte, insistir en un tema tan bien analizado y al que, por otra parte, ya me referí en otra ocasión

Me limitaré aquí a subrayar algo que Dessal sugiere con una frase: “¿Hasta qué punto ese deseo no esconde una voluntad más oscura que, procurando retar a la muerte, es, en el fondo, un demonio aún más letal?” Es esa pregunta la que ha sugerido esta entrada. El texto en donde se formula es de 2015. Desde entonces, en sólo tres años, hemos visto y oído en nuestro propio país, tanto en la televisión como en periódicos, la afirmación de que asistiremos a “la muerte de la muerte” 

Esa patética expresión parece a primera vista realzar el valor de la vida, pero nada más contrario a ello. En realidad, “matar a la muerte” parece obedecer a la pulsión de muerte en su extremo, el que aspira a tal afán de completitud que ni a la muerte perdona. Matar la muerte no supondría un canto a la vida sino negarle a ésta toda esperanza al eliminar lo que le otorga valor, su límite. Es saber de la limitación de la vida por la castración letal, final y definitiva, lo que nos induce a vivirla en plenitud, como si no hubiera un mañana, aunque hagamos (y bueno es hacerlos) todo tipo de proyectos. Es propósito de la Medicina favorecer la vida, retrasar la muerte, pero “matar la muerte” sería el objetivo de una determinación demoníaca mucho peor que asumir la perspectiva de saberse mortales; sería, como sugiere Dessal en su pregunta, mucho más letal que la propia muerte.

En esa vana esperanza, el transhumanismo se hace clímax de lo inhumano. En el supuesto, más bien irreal, de que tal posibilidad se alcanzase, nos encontraríamos con un mundo en el que una elite de viejos tan rejuvenecidos como fosilizados e inmortales paralizaría la Historia, el flujo de la vida colectiva con su posibilidad de innovación, de evolución. Borges ya imaginó en su día el mortal aburrimiento de la inmortalidad, pero su relato se queda corto ante el abanico de posibilidades distópicas que ofrece el transhumanismo en un mundo en el que vivimos ahora más de siete mil millones de personas.

Ni siquiera las creencias religiosas aspiran a algo así. En el budismo, la muerte hace posible el flujo del samsara hasta que sea posible alcanzar el nirvana. El cristianismo, que tiene como elemento nuclear la resurrección de y con Jesús, no promueve la esperanza en la inmortalidad, sino en algo bien distinto, la eternidad. Y es arrojado a esa confianza radical en el Misterio que el cristianismo sólo puede concebir a la muerte como hermana, tal como la llamó Francisco de Asís.

La vida humana es tal porque es limitada. Tanto si se es ateo como creyente, no hay cielo al que mirar mientras estemos vivos.

El objetivo de la Medicina no reside en “salvar” vidas, sino en facilitar el tiempo de vida, si es posible prolongándolo, y siempre enriqueciéndolo, aunque sólo sea paliando el sufrimiento.  

Paradójicamente, la “muerte de la muerte” sería la peor de las muertes porque, a diferencia de la visible en otros, no cesaría, haciendo de nuestra vida algo equiparable a la existencia de un zombi o un robot.   


sábado, 28 de abril de 2018

PSICOANÁLISIS Y TECNO-CIENCIA. Sophia y lo siniestro.



Antes de los robots, ya se construyeron autómatas. Herón de Alejandría, Vaucanson y muchos otros se hicieron famosos por sus sofisticados ingenios.

Y la imaginación se desbordó. E.T.A. Hoffmann mostró en su célebre cuento “El hombre de arena” cómo el protagonista Nathanael se enamora de una hermosa chica, Olimpia, que resulta ser una autómata. Es al descubrirlo del peor modo, que surge el horror ante lo que Schelling definió como lo siniestro, eso que, debiendo quedar oculto, se ha mostrado. Lo siniestro, “Das Unheimliche”, fue el título de un breve ensayo en el que Freud toma este cuento para estudiar lo siniestro biográfico. Y de este ensayo partiría Lacan para tratar el tema de la angustia en un Seminario específico (1).

E.T.A. Hoffmann murió hace casi doscientos años. En tan poco tiempo, comparado con el de la Historia, nuestra civilización, deslumbrada por la tecno-ciencia y despojada en buena medida de la reflexión filosófica más elemental, ha pasado de estremecerse ante lo siniestro a no reconocerlo siquiera, a negarlo tácitamente.

Ahora ya no hablamos de autómatas, dada la abundancia de sistemas automáticos de todo tipo, sino que usamos más bien el término “robot”. Y los robots son corpóreos, habiéndose logrado que tengan una apariencia humana en su “piel” artificial, que hablen e incluso que expresen emociones. El término “robot” recuerda fonéticamente a “trabajo” en ruso (yo trabajo, я работаю). Fue un checo, Karel Čapek, quien usó por primera vez esa voz, asociándola al trabajo esclavo, en su obra teatral “Rossovi univerzální roboty” (Robots Universales Rossum).

Se sigue pensando en los robots como trabajadores automáticos; ya hay sistemas “robotizados” para hacer coches desde hace tiempo, y los hay que, aunque manejados por humanos, operan próstatas. Pero ahora es posible, según nos dicen de modo cotidiano en todos los medios, ir un paso más allá. Se trata de construir robots parecidos a seres humanos

Tal posibilidad hace que incluso cale el miedo de que lleguen a ser superiores a nosotros y sean ellos quienes nos esclavicen. Pero también podrían ser magníficos acompañantes, incluso en el terreno sexual. Parece sencillo; un cuerpo revestido de una silicona o cualquier polímero que semeje la piel y dotado de un sistema de inteligencia artificial (IA) que le permita una interacción con nosotros, genital o “intelectual”. Para algo está la IA, esa que puede ganar jugando  al ajedrez y al Go y hacer miles de maravillas. Nuestro primer mundo parece empeñado en mejorarnos haciéndonos híbridos con sistemas robóticos (cyborgs) y también en conseguir que un robot sea superior a nosotros desde un punto de vista intelectual un tanto simple.

“El hombre de arena” es hoy la empresa Hanson Robotics y una de sus creaciones no se llama Olimpia, como en el cuento, sino Sophia. Con ella se ha dado una desnudez del autómata desde el primer momento, mostrando que está constituido por componentes mecánicos, por lo que desaparece lo que en otro tiempo se tomaba como siniestro al requerir el descubrimiento de lo oculto. Será desde ese saber de que estamos ante una máquina que vayamos llegando embobados a asimilar que no lo es, que nada siniestro hay ahí, y el robot será acogido como humano porque, a pesar de ser creación mecánica, se nos parece, incluso hablando y con gestos faciales.

En nuestro tiempo, el romance de Nathanael y Olimpia conduciría a una relación de pareja “normal”, pues, aunque robótica, la actualización de Olimpia llamada Sophia, es ciudadana. Nada menos. Lo es de Arabia Saudí, pero ciudadana a fin de cuentas e incluso con más derechos que las mujeres de ese país.

Hoy lo siniestro no se ajusta al criterio de Schelling o, más bien, lo hace de otro modo, más propiamente freudiano. Es probable que llegue un día en el que la deshumanización que supone la vulgar identificación con la máquina, por sofisticada que ésta sea, se muestre también del peor modo. Tal vez se dé una nueva forma de aparición de lo siniestro, la que resulte de descubrir en uno mismo la enajenación inconsciente, oculta, a que puede conducir la fascinación por el mito del progreso, esa torpe concepción que facilita la confusión e incluso la admiración hacia máquinas que se nos parezcan y que, a diferencia de las muertas esculturas, pueden “expresarse” y “relacionarse” con nosotros incluso corporalmente, como si fueran humanas.

La estupidez no es ya cosa de tontos. Mentes brillantes en el campo tecno-científico destinan su tiempo y grandes recursos a tratar de hacerla universal, una estupidez para todos, colectiva, en un contexto capitalista en el que lo gozoso sea fácilmente accesible. Un contexto en el que la Universidad se ha hecho sierva de la Técnica y en el que el pensamiento crítico está en clara decadencia.

A la vez que asistimos a la tragedia de tantos inmigrantes, refugiados, apátridas, muertos en el intento de eludir una tierra hostil, vemos que se le concede la ciudadanía a un robot. Eso apunta a algo muy triste, muy siniestro, de nuestra época.

1)  Fernández Blanco M. Lo viejo y lo nuevo de la angustia. El Psicoanálisis. 2007.11:27-42

sábado, 6 de mayo de 2017

PSICOANÁLISIS. Sobre la Jornada del Instituto del Campo Freudiano en A Coruña.


"El hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo". Gen.2,20.

Nombrar es el primer paso para entender. La ciencia parte de un “qué” nominativo, taxonómico. No es lo mismo un león que un cangrejo, el cinabrio o un abedul; un quark que un gluon. Sus nombres los diferencian tanto como su ser.

Nombrar es también el primer paso para acoger, el primer acto de amor hacia quien ha nacido. Cada uno de nosotros ha sido nombrado culturalmente, familiarmente. Somos identificables por un nombre y unos apellidos. Recibirlos nos da el ser como humanos, como seres singulares, abiertos al sentido porque lo hemos sido para alguien.

Podría decirse que hablamos y somos llamados, nombrados. Esa lengua en la que existimos, nos movemos y somos, nos acoge en el mundo, constituyéndonos. No sabemos mucho más. Hay quien se empeña en identificarnos como la palabra inscrita molecularmente en cada una de nuestras células, de tal modo que seríamos lo que nuestro ADN “dijera” que somos, pero, desde el momento en que nos percibimos como existentes, esa descripción molecular, por completa y oracular que se pretenda, no basta.

La tentación angelical, luciferina, es hoy transhumanista. Del cuerpo y alma pasamos al hardware y al software. Y la reproducción puede superar las limitaciones y determinaciones biológicas y ser resultado de la técnica. Informado por un software genético, un niño podría ser el resultado de un cigoto que crece en una incubadora, feliz conclusión final de una carrera hacia la obtención de niños objeto, vivos como mascotas animales, cuyos pasos intermedios abarcan desde la fecundación in vitro a los vientres de alquiler (o altruistas), diferenciando e indiferenciando paradójicamente a la vez reproducción, sexualidad, gestación y, especialmente, sexo y maternidad.

Intervenciones en el cuerpo que nacerá. Intervenciones en los cuerpos ya nacidos, con “arreglos” quirúrgicos que llegan a fosilizar la imagen juvenil en un cuerpo anciano. Intervenciones quirúrgicas, hormonales, psicológicas, que también ayudan a una pretendida elección de posición sexual, como si no fuera algo determinante y bastante determinado por la interacción del cuerpo y el deseo.

La tecno-ciencia, deseosa de actualizar lo posible, sugiere la posibilidad de “acelerar” la evolución en un sentido de supuesta mejora: cuerpos más resistentes, más longevos, bebés sanos y más inteligentes… Nada estaría ya determinado. Ni siquiera el sexo, que abarcaría un continuum de posibilidades en el que situarse a voluntad. Uno elegiría su posición sexual aquí y ahora.

Pero resulta que tanta rapidez de pretendido avance desorienta y, en vez de soluciones, plantea preguntas. Seguimos siendo sexuados y, a la vez, seres hablantes. Y tan nefasto puede ser el olvido de nuestra lengua primordial, la que hace madre a la mujer que la habla, la que nos ha insertado en la cultura del modo singular en que lo haya hecho, como la ignorancia de lo animal en lo que nos enraizamos biológicamente.

Ese olvido, esa ignorancia, a veces camuflados bajo la forma de un pretendido avance liberador, tienen consecuencias en el modo de sentirnos, de ser en el mundo. Tienen consecuencias clínicas.

Y, por eso, desde la clínica, desde ese empirismo basado en el encuentro con el sufrimiento y perplejidad singulares, con el caso por caso, y desde una reflexión auxiliada por todas las disciplinas humanísticas, el Psicoanálisis puede formular de un modo lúcido y con un gran vigor intelectual preguntas que siguen siendo esenciales porque no olvidan lo que es consustancial al hecho de ser humanos, a pesar de los supuestos cambios en lo que no cambia tanto. El Instituto del Campo Freudiano en A Coruña lleva haciéndolo ya dos décadas, dedicando su XXI Jornada, celebrada en este mes, a un tema importante, “MUJERES, MADRES Y OTRAS POSICIONES FEMENINAS DEL SER”.

No ha sido una Jornada de la que emanen conclusiones, como suele ocurrir en encuentros médicos o de otras disciplinas. No las hay. Sólo es posible, como en otras Jornadas previas, enunciar mejor las preguntas esenciales y eso parece haber sido plenamente logrado. 

En un encuentro así, mucho y bueno se dice. Tratar de resumirlo sería un intento vano, absurdo. Hubo ponencias sencillamente brillantes, porque su brillo intelectual se acompañó de la modestia de la búsqueda, una conferencia final magnífica por parte de una persona sabia, como es Mónica Marín, y un debate posterior del que surgieron motivos de reflexión, preguntas para después, porque las respuestas siempre son operativas y limitadas, enmarcadas en una consciencia socrática.


Si el psicoanálisis llega a ser singularmente terapéutico, es también una revolución en el conocimiento universal del ser humano. Una revolución paradójicamente perenne, porque siempre supone la apertura a cuestiones que sólo son generales porque afectan a todos, pero que no lo son porque lo hacen de uno en uno. Esa formulación tensional, paradójica, lo aleja de la Filosofía, que renuncia al determinismo irracional que desconocemos en nosotros mismos. Aceptándonos en esa ignorancia radical, nos podemos liberar algo; lo que sea, no será poco. Hablando desde ella, podemos vislumbrar mejor el enigma que mantiene viva la gran pregunta, tantas veces angustiosa, sobre qué somos.

sábado, 7 de noviembre de 2015

La WISE recuerda el "mundo real" como objetivo de la educación.



La Cumbre Mundial para la Innovación en Educación (WISE por sus siglas en inglés), relacionada con la Fundación Qatar, acaba de comunicar los resultados de una encuesta realizada por Gallup sobre la efectividad de los sistemas educativos alrededor del mundo, basada en las respuestas de 1550 miembros (profesores, estudiantes, graduados, políticos y empresarios).

El mensaje general de la “2015 WISE Education Survey”  no puede ser más claro: “Hay que conectar la educación al mundo real”. Y eso se entiende como un problema global. Se reconoce la necesidad de "reconsiderar la educación como una colaboración entre escuelas y empresarios de tal modo que se proporcionen estudiantes con una experiencia de mundo real en su campo antes de que se gradúen”. Es más, muchos expertos entienden que tal colaboración es precisa ya en los niveles escolares primario y secundario. 

La Dra. Asmaa Alfadala, directora de investigación en WISE, lo tiene claro. Es necesario “un aprendizaje basado en proyectos”, que propicie un trabajo en equipo enfocado a problemas del “mundo real”, en vez de “aproximaciones convencionales”.

El 63% de expertos optan por programas educativos que impliquen estrechas colaboraciones entre estudiantes y empresarios, teniendo estos últimos un incentivo para su mayor implicación: el coste implícito sería superado a largo plazo por trabajadores (literalmente “workforce”) mejor preparados.

Tanta cumbre mundial realza viejas preguntas pragmáticas: ¿Para qué sirve aprender eso? y, especialmente, ¿Qué “salidas” tienes con esa carrera? Se asume que uno aprende para algo y resulta que ese algo se llama “mundo real”. 

Que en el documento se resalte varias veces esa expresión, sugiere que hasta ahora se ha educado en buena medida para un mundo irreal. ¿Qué entienden tantos por “mundo real”?  Parece sencillo, el mundo concebido del modo materialista más crudo, el que asimilará la “workforce”, el de la empresa, el que, de hecho, cambia la propia realidad transformándola. Se trata de trabajar haciendo cosas útiles, vendibles, o transformando la energía también para algo pragmático. Es el mundo de la tecno-ciencia al servicio del mercado.

¿Cabe mayor afán que el de contribuir a crear una “workforce” para ese mundo? No lo parece y, por eso, hemos de ser cuidadosos con los elementos que la harán posible, los maestros y profesores, a los que hemos de pagar, respetar… y vigilar. Porque no todos son buenos. No todos están preparados. Nuestro país, regido ahora por un gobierno moderno donde los haya, ha recurrido por eso, atendiendo el consejo de la WISE (cuya traducción es “sabia”) a un adelantado de la modernidad, como es D. José Antonio Marina, que ha sabido diagnosticar los serios problemas que tenemos en esto de la educación. Por ejemplo, afirma que “En España, nadie le da importancia a los equipos directivos”, que “casi siempre consiguen tener éxito seleccionando y manteniendo a los buenos profesores, cosa que sólo pueden hacer los colegios privados y concertados, dado el carácter funcionarial del profesorado de la escuela pública”. Ya se sabe, lo público es nefasto.

También señala que "El tiempo del profesor aislado se ha terminado”. Y es que así no hay quien controle nada. Todo profesor ha de ser vigilado y no hay mejor vigilante que el compañero de uno por lo que han de ser éstos quienes "fomenten la exclusión de los malos profesores, porque desde fuera es muy difícil de detectar”

Puede parecer que la vigilancia es fea, pero no tanto si se instaura “ab initio” y para ello también propone el Sr. Marina un sistema de tutoría de los nuevos docentes, equiparable al que se da en la formación médica especializada (MIR). Sobra decir que no sólo es el PP el que aplaude tan sensatas medidas. El PSOE también es muy receptivo ante ellas. ¿Quién puede resistirse al avance en materia educativa? En realidad, los dos grandes partidos han contribuido a mejorar la enseñanza con tantas leyes como gobiernos habidos en España.

Claro, hay profesores que lo son en el sistema público tras superar una durísima oposición, y eso les hace críticos con la clara visión del Sr. Marina. Son unos resentidos que no aciertan a ver que se trata de acometer un problema esencial, el del “mundo real” y, para eso, no basta con saber sobre banalidades y transmitir ese saber. Hay que tener la vista puesta en la realidad y saber comunicarla, con inteligencia emocional como se dice ahora.

Y es que hay profesores anclados en el pasado, que no ven el dichoso (porque tiene que ser dichoso) “mundo real”. Son los que hablan de cosas extrañas como la filosofía (en feliz vía de desaparición del curriculum escolar) o los que inducen a vicios gozosos como la literatura (incluyendo la poesía), o a mirar al pasado como si a alguien le importara la Historia. Ya lo dijo un sabio como Pablo Casado, prometedor político de la derecha moderna: “Están todo el día con la guerra del abuelo, con las fosas de no se quién, con la memoria histórica”, refiriéndose a gente anticuada.  Y, si eso es así, con el pasado reciente… ¿a quién le va a interesar lo que hayan hecho o dejado de hacer los romanos? ¿Es realista eso?

El mundo real es el del futuro, el de la transformación a la riqueza. De unos pocos, pero transformación beneficiosa al fin y al cabo. Hace años ya se decía: “Aprenda Basic, el lenguaje del futuro”, y hace más, se proponía el Esperanto. Y qué razón tenían. ¿Qué haríamos ahora sin Basic o sin Esperanto? Pues bien, se trata de seguir en esa onda, de formar a la “workforce” con vistas a un futuro realista en el que esos afortunados no tendrán que haber aprendido nada de memoria, no necesitarán calcular (hay móviles) ni escribir ("Siri" y programas similares se perfeccionarán).

¿Qué debe enseñarse? Parece obvio. Los niños deben aprender a leer, eso sí, para seguir los protocolos de trabajo cuando sean mayores, y deben aprender las bases científicas que les dirán lo esencial de ese mundo real y de cómo transformarlo. También han de aprender a conocer la "lingua franca" que, como ahora el esperanto, probablemente sea el inglés. Y todo ese aprendizaje se hará, a ser posible, jugando. 

¿Cómo debe enseñarse? Con calidad e inteligencia emocional. Y nada como los criterios ISO para certificarlas. Una calidad vigilada constantemente, de tal modo que los malos profesores sean rápidamente depurados del sistema educativo por los que son buenos y responsables, ejerciendo así un santo compañerismo. Unos profesores que han de ser, de hecho, iniciados en la práctica de su inteligencia emocional y capacidad de coaching mediante un MIR adecuado.

¿Para qué tanto esfuerzo? Para crear una buena “workforce”. Para que quienes la constituyan se integren plenamente en la servidumbre voluntaria que hará posible atender a ese orwelliano mundo real y, aunque no lo digan por modestia y rigor, también feliz, que ya lo pronosticó Huxley.

Muchos, demasiados, quieren hacer de la educación sólo eso: un aprendizaje para la servidumbre. Y, por eso, un mundo sin filosofía, arte, literatura, música, es lo único que puede ser llamado "mundo real", en el que se den unas cuantas respuestas y ninguna pregunta.