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lunes, 9 de enero de 2023

Nostalgia sensorial

 

          Imagen tomada de Pixabay


         Creo que quien leyere lo que sigue en esta entrada tendrá una idea predeterminada de lo que significa el término “nostalgia”. 


         Indagando un poco en el curioso mundo que es internet, encuentro que proviene de νόστος y de ἄλγος. Acuñado, al parecer, por el médico suizo Johannes Hofer, la nostalgia aludiría a ese dolor que se siente cuando uno desea regresar a su tierra, a su casa. Hay algo en el término “nostalgia” que no se ajusta al origen que postuló Hofer, quien aludía al regreso añorado, a eso que constituyó la narración homérica de la Odisea y que hizo surgir la reflexión poética de Kavafis sobre Ítaca, en la que, con brevedad, parecía neutralizar el dolor de la separación de casa, apuntando a la importancia del camino frente a su término.


         Ese algo del “ἄλγος” que supone ser nostálgico no tiene que ver propiamente con un lugar espacial, sino más bien con su cambio por el transcurrir temporal. Podemos sentir nostalgia de la propia casa familiar que quizá ya no exista o permanezca muy cambiada, un lugar que supuso unas condiciones pretéritas… a las que no habrá regreso. La nostalgia es más temporal que espacial, e incurable porque las tres flechas temporales, especialmente la psicológica, la alimentan constantemente. Y por eso, quizá hablar de añoranza sea más adecuado que referirse a nostalgia, pero este término se ha consolidado para referirse a lo bueno del pasado que ha desaparecido potencialmente para siempre. 


         La nostalgia nutre un gran conjunto de canciones y narraciones de amor (Carlos Gardel y Roberto Carlos cantaban sendos temas con ese nombre) o, más bien, de amor frustrado por imposible, pues, según decía Denis de Rougemont, “el amor feliz no tiene historia”, recordándonoslo con el ejemplo de Tristán e Isolda: “Lo que aman es el amor” y “actúan como si hubiesen comprendido que todo lo que se opone al amor lo preserva”.


         No es a esa nostalgia ni a otras, duras de soportar, a las que pretendo referirme aquí, sino a otras más “básicas”, porque casi cabría concebir que también son accesibles de algún modo a especies filogenéticamente próximas. Se trata de lo que podríamos llamar nostalgia sensorial. Trataré de subrayarla con unos cuantos ejemplos, sin mayor pretensión que la meramente descriptiva.


         Aunque no hayamos leído a Proust (yo mismo me incluyo), será raro quien no sepa de la anécdota de la magdalena que tomó un día, cuyo olor y sabor suscitaron en él un recuerdo tan escondido como nítido.


         Olor y sabor van íntimamente ligados. En otra ocasión me referí en este blog al “olor del recuerdo” y al intento, quizá vano, de su registro.  La nostalgia sensorial puede darse cuando un estímulo similar al producido en un pasado lejano hace revivir, en el área reptiliana de nuestro cerebro, en el rinencéfalo, una experiencia antigua y que se hace presente casi por milagro. Proust la encontró en un instante. Eso ocurre también con lo desagradable. No solemos acordarnos de olores y sabores pasados hasta que un estímulo los revive, sea el aroma de una flor, de un perfume (la conocida novela de Süskind es relevante al respecto), del la descomposición orgánica, del sabor de una comida, del olor a muebles quemados, del aroma del tabaco, del alcanfor o del que desprende una infección por Pseudomona. Sé que existe, pero nunca tuve acceso a la orina de bebés que sufren la “enfermedad de la orina con olor a jarabe de arce”. El olor y el sabor han sido datos de reconocimiento (organolépticos, se dice) de enfermedad, como ocurrió con la diabetes mellitus y la insípida. 


         Pero otros sentidos sirven de asiento al recuerdo, a veces de modo nostálgico, ese que se da como tal, sin necesidad del estímulo que lo haga presente.


         El tacto parece muy primario, aunque puede educarse hasta para poder leer con él usando caracteres Braille, pero eso es otra cosa.  Podemos reconocer distintos medios y superficies tocando, pero los recuerdos que puede evocar la palpación parecen poco sutiles, a no ser que pase a ser elemento perceptivo muy importante. Se han hecho experiencias de memoria háptica que desvelan el valor potencial del tacto en el reconocimiento, pero parece un sentido olvidado a la hora de hablar precisamente de eso, de olvidos.


         Otra cosa ocurre con el sonido y la vista.


         Esta entrada ha sido suscitada por el comentario de un amigo a una reflexión recogida en su muro de Facebook: Nuestras ciudades no huelen ni se oyen como olían y se oían. Tampoco se ven del mismo modo. 


         Podemos creer que vivimos en una época de hiperexcitación sensitiva cuando, curiosamente, sufrimos de una deprivación sensorial. Eso equivale a decir que hemos pasado del valor de lo particular al de lo general, del disfrute de lo distinto de comunidades de habitantes a la inmersión en lo común de todos y de ninguno.

 

         En la percepción visual esto es especialmente claro. Todas las ciudades de Occidente y muchas más alejadas son esencialmente la misma ciudad, la “urbs” ya constante, porque en todas ellas reina la misma música, la misma asepsia olfativa, los mismos lugares y calles, conformando con leves matices un lugar común tanto para el habitante de ellas como para un turista ocasional que las visite. Lo distinto se hace equivalente a marca de lugar, digna de ser registrada con la fotografía de un smartphone para poder “demostrar” que uno estuvo aguantando la torre de Pisa, viendo la hora en el Big Ben o inmerso en la copia de la cueva de Altamira. No hay recuerdo ahí ni distinción de lo otro. Por una ciudad diferente sólo en apariencia a la nuestra, ya no se pasea, sino que sólo se dan, en la práctica, desplazamientos rápidos para absorber todo lo absorbible, desde museos hasta habitantes vestidos de modo diferente al nuestro. Ni siquiera hay tiempo para usar máquinas de video, instrumentos tan efímeros en su modernidad como los “CD”. El tiempo es, “sirve”, para registrar, con cierto matiz curricular, los innumerables lugares en los que hemos estado aunque no los volvamos a visitar ni a rememorar en esas “instantáneas” que antes no lo eran tanto y precisaban de tiempos de espera asociados al revelado de imágenes fotográficas. 


         Mi propia ciudad me es irreconocible y no precisamente para bien. Una multitud, de la que formo parte, invade sus calles o las deja vacías, casi al unísono, aunque nadie oiga ya campanas horarias. Impera la rapidez hasta para comer, con motoristas y ciclistas a todo trapo llevando una comida esencialmente uniforme, aunque se llame asiática o africana, a cualquier casa. Han desaparecido las tertulias calmadas, los juegos de mesa, el dominó, el ajedrez, el parchís o las cartas, eso que se asocia al triste término de “edadismo”, en esos lugares a los que sólo se va ya a consumir brebajes entre risas tan sonoras por ser más aparentes que reales. No hay tiempo para comprar frente a tenderos; compramos a entes desde el propio ordenador.


         No hay tiempo tampoco para leer; si hace años triunfó el enfoque simplista de “Selecciones del Reader’s Digest”, revista de curiosa permanencia, hoy gana ampliamente Wikipedia. En el cine se ven grandiosos efectos especiales para mostrar historias infantiloides, y propiamente carecemos de películas para mayores, esas en las que se vetaba la entrada de menores de 18 años. En realidad, los cines están en vías de desahucio, pero también la televisión, sustituida por las plataformas ad hoc para cada uno (quedó ya relegado el “home cinema”), que ni siquiera atraen a toda la familia, porque esa expresión es sólo propia de anuncios empalagosos. ¿Qué es ahora “toda la familia”? 


         Hay prisa, de tal modo que no hay lugar para recuerdos. ¿Quién estudia con libros? En mi propio hospital dos bibliotecas, dejando sitio a espacios de innovación (no sé de qué), se han fundido en una, que acoge curiosamente sólo libros de autoayuda, para médicos, esos seres ya escasos. ¿Quién habla hoy? Los medios de transporte colectivos, desde los taxis hasta los trenes o aviones, son lugares silenciosos (es tan triste como adecuada la frase “en modo avión”) y cuyos pasajeros miran y teclean compulsivamente sus inmóviles “móviles”.


         Toda la ciudad es un gran anuncio disperso en pantallas. Todo anuncia nada.


         Hay un ejemplo, uno de tantos, que evoco ahora. Hace pocos años había algo que hoy está en desaparición acelerada, los quioscos. En ellos, uno no sólo compraba el periódico, también podía hojear revistas, que las había a cientos (en algún lugar que conocí llegaban a albergar mil títulos de periodicidad diaria, semanal o mensual). Hasta había la posibilidad de coleccionar fascículos. Es llamativo que el periódico se venda en panaderías, hasta que deje existir como tal, como papel. Adiós rotativas, que ya no rotarán.  


         Ahora todo está o estará (pagando) en la red. Y enredados estaremos los viejos cuando nuestros móviles nos engañen cotidianamente con “fakes”, con el “phishing” y demás novedades estupendas que los sabios mercachifles se imaginen por nuestro pretendido bien, que nunca es tal cosa, hasta vaciarnos nuestras cuentas, que no los bolsillos, en los que ya no tendremos eso que hasta ahora se llamaba calderilla. ¿Para qué, si hay tarjetas para los anticuados que no tengan "smartwatches" para pagar?


         Lo que un día fue signo de progreso y libertad, el coche, es hoy un objeto demoníaco, condenable por lo que contamina y por ocupar un necesario espacio para “runners”, “riders” “skaters” y lo que venga, no para tranquilos paseantes. Se trata, a fin de cuentas, de correr, de mantenerse sanos según dicen los “expertos” preventivistas (la bondad de la prevención ya la vimos con el Covid, pero el incremento de la cibercondría no conoce límite). El coche es ya un artefacto justificable sólo para acudir a las grandes áreas comerciales, una vez extinguido el comercio de barrio, de calle.


         Es curioso, pero coherente, que, en este estado de cosas, quienes saben de negocios no ignoren el valor de la filosofía y de la religión. Y así, más allá de la importancia de ser asertivos, proactivos, sosegados y reunir demás aspectos virtuosos, como el junco que se dobla sin romperse, hay libros que nos difunden el estoicismo, confundiendo los avatares de la naturaleza con los que son más bien demasiado humanos, en forma de despidos masivos y demás atrocidades a soportar así, estoicamente. A la vez, la bondad de la meditación oriental (la occidental se ignora), traducida por algún autor estadounidense al término “mindfulness”, realza, en medio de sus incuestionables virtudes, el valor de lo egocéntrico. Ande yo presente y desquíciese la gente. Haciendo “meditación” y aceptando la “naturaleza” llevaremos una vida que quizá sea estúpida por acomodaticia, pero que no incordiará a nadie en un sistema capitalista deshumanizador que persigue fácticamente el oxímoron de la homogeneidad de lo distinto. Los “influencers” nos mostrarán, a su vez, que basta con lo sencillo para influir, pues de eso se trata, de influir vendiendo. Incluso, de influir fluyendo, según esa autoayuda tan estupenda.


         No es malo estar conectados, al menos electrónicamente. Pero nos estamos olvidando de conversar, de hablar, de “perder” el tiempo. Una hiperconectividad que aún no ha alcanzado su máxima cota de eficiencia, algo tristemente relevante, está haciendo de jóvenes y menos jóvenes seres aislados. Esa misma bondad del acceso online está condenando a los viejos a una soledad insoportable.

         La oleada de suicidios en el contexto Covid parece un anuncio, de bajo nivel, de lo que se avecina para una sociedad en la que una cuarta parte de su población vive en perenne e irreversible soledad.

         

         

         

viernes, 6 de julio de 2018

MEDICINA Y PSICOANÁLISIS. Genes y soledades.



En algunos ámbitos, la ciencia ya no es lo que era, al menos en algunas de sus finalidades y en derivas metodológicas que hacen preguntarse si es ciencia algo que parece un mero servilismo al enfoque “Big Data”, esa magnífica herramienta que iba a ayudarle a Alemania a ganar el mundial de Rusia.

El método científico trata de mostrar evidencias o probabilidades con las que pueda construirse, verificarse o rechazar una teoría, es decir, un modo de entender algo del mundo y de la vida. Para ello recurre a observaciones y experimentos reproducibles; su mirada es mimética, tratando de reproducir y, a veces, predecir, lo que la Naturaleza muestra. Ha habido experimentos y observaciones simples y que, sin embargo, han proporcionado grandes avances. El estudio de la radiación del cuerpo negro dio lugar, en la perspectiva de Planck, al nacimiento de la mecánica cuántica. La Historia de la Física ofrece otros muchos ejemplos y su propio avance ha revelado la importancia de la reducción en el método científico. Esa reducción permite aclararse en un mundo complejo y, por ello, la aplicación de métodos reductivos en manos de científicos procedentes de la Física y de la Química, como fueron Schrödinger, Delbrück o Crick, facilitaron la revolución producida en Biología en el siglo XX y cuyo punto clave temporal podemos situar en 1953 con el modelo teórico del ADN.

La reducción es esencial al método científico: se trata de analizar pocas variables para poder establecer correlaciones entre ellas y, a veces, poder obtener relaciones causales. Es así como se ha logrado descubrir el origen microbiano o genético de algunas enfermedades, llegando a saber qué región de un gen está alterada. A veces, aunque no se den relaciones causales claras, las correlaciones permiten establecer marcadores bioquímicos o de imagen útiles para el diagnóstico y el pronóstico médicos.

Ahora bien, si la reducción metodológica es esencial, el reduccionismo generalizado como planteamiento ante lo complejo supone con frecuencia una perversión de la mirada de la ciencia. Los grandes reduccionismos suelen ser simplistas y darse en oleadas de moda. Un ejemplo sería asumir que, al nacer, nuestra mente es como una “tabula rasa” y que el papel del entorno es determinante casi al cien por cien. El ejemplo contrario reside en ver que todo lo que somos es genético. Un término medio asumiría que es una interacción entre los genes y el entorno la que configurará nuestra biología y nuestra biografía. La pretendida solución al supuesto problema “nature versus nurture” sigue siendo excesivamente generalizada, optando distintos científicos por favorecer como postulado una de sus opciones que, en cualquier caso, será determinista. Queda poco espacio para la libertad en la mente de muchos. 

Ese reduccionismo se aplica últimamente al propio método científico, en buena medida por la popularidad creciente que cobran las aproximaciones “big data”. ¿Para qué estudiar sólo la posible relación entre un gen concreto o un polimorfismo determinado con una enfermedad bien definida? ¿Para qué investigar en general relaciones de causalidad al viejo estilo? ¿Por qué no estudiar de una vez todo lo que pueda tener relación con los genes, incluyendo en ese “todo” modos de vida y no sólo enfermedades, bajo un prisma de reduccionismo determinista generalizado?

Sabemos que, aunque haya un determinismo genético de muchas situaciones, no siempre se reduce a uno o unos pocos genes, sino que depende de muchos componentes del genoma, muchos de los cuales, si no todos, no son “informativos” (tal sería el caso de polimorfismos de nucleótido único o SNPs). El determinismo hereditario que pueda haber en el caso del TDAH, del autismo, de la obesidad y de muchas otras condiciones, es poligénico, siendo muy débil la contribución de cada elemento.

Antes de los años noventa, si alguien quería investigar la genética de una enfermedad o indagar en marcadores potenciales de la misma, trataba de reunir muestras de casos de pacientes y controles sanos y, a partir de ahí, establecer los estudios moleculares o de imagen pertinentes que pudieran conducir a una respuesta. El problema era delineado sin ambigüedad; había un fenotipo muy claro, la enfermedad o su ausencia, y se buscaba su relación con el material genético. Otro grupo de investigadores podría hacer algo parecido en aras de la reproducibilidad, algo tan necesario como olvidado en nuestro tiempo por quienes confunden en exceso investigar con publicar.

Desde entonces la cosa cambió en dos sentidos:

  • La obtención masiva de muestras biológicas (sangre, células epiteliales, células neoplásicas, biopsias...) e imágenes diagnósticas a partir de multitud de personas que ceden ese material sin ningún problema en aras de la investigación científica. Surgían así los que ahora se llaman “biobancos”, almacenes de un material al que pueden tener acceso muchos investigadores sin pasar por la laboriosidad que supone la recopilación de material adecuado para un estudio concreto.
  • La posibilidad de realizar estudios masivos, “de fuerza bruta” tanto en el análisis biológico (los estudios “Genome Wide” son un buen ejemplo) como en el análisis estadístico (meta-análisis y otras herramientas). Desde los datos informatizados relativos a los donantes (anatómicos, bioquímicos, patológicos o conductuales) podrían establecerse correlaciones entre variables. Podría estudiarse la relación entre genotipos y fenotipos con la potencia permitida por un gran número de datos.

Las ventajas de algo así son incuestionables y han favorecido la proliferación mundial de “biobancos”, algunos de carácter general y otros enfocados a enfermedades concretas como los tipos de cáncer. En todas partes, incluyendo nuestro país (el CNIO tiene uno), hay ya “biobancos” y su número y “reservas” crecen progresivamente.

Pero todo tiene un precio. Una facilidad metodológica puede asociarse a una pérdida de rigor. Tradicionalmente, los fenotipos eran bien definidos y se buscaba el genotipo que pudiera ser responsable de ellos. Tal definición era muy clara en el caso de muchas enfermedades. Desde el fenotipo se buscaba el genotipo responsable. En mi entrada anterior  mostré cómo parece darse una búsqueda opuesta: del genotipo al fenotipo. El problema con el fenotipo lo tenemos especialmente cuando con ese término abarcamos la vida humana en general, los aspectos biográficos de las personas y no sólo sus determinantes biológicos. Esta semana se publicó un estudio en Nature Communications, utilizando muestras analizadas mediante Genome Wide y datos pretendidamente fenotípicos del UK Biobank. En ese estudio los autores concluyen que hay unas cincuenta variantes genéticas claramente asociadas a la soledad y a la interacción social. Al ser un “biobanco” ya establecido, han podido estudiarse nada menos que 487.647 individuos. De las variantes observadas, 15 de los SNPs (polimorfismos de nucleótido único muy utilizados en estudios genéticos) fueron incluso pronósticos en una muestra independiente de 7.556 individuos (p=0,025). No extraña que esos marcadores rodeasen genes que se expresan preferentemente en áreas cerebrales (sorprendería que fueran genes relacionados con el esófago). A la vez, los autores hallaron una relación causal entre el índice de masa corporal y la soledad.

La soledad es mostrada como fenotipo. ¿Cómo definirla? Parece fácil; preguntando. Y éstas son las cuestiones encaminadas a establecer un fenotipo tan robusto como el de “soledad”, recogidas en los datos del Biobank: 

“¿Se siente Vd. solo con frecuencia? ¿Con qué frecuencia visita Vd. a sus familiares y amigos o viceversa? ¿En qué grado confía Vd. en alguien próximo? Y una especialmente importante: ¿Dónde acude Vd. una o más veces por semana? ¿al gimnasio, al pub o club social, a un encuentro religioso o a una clase para adultos?” 

Es mirando a ese fenotipo que surgen las conclusiones obtenidas: hay un substrato genético que explica la soledad, aunque sea parcialmente. Y no sólo eso. La variante más fuertemente asociada con la asistencia a pubs tuvo que ver con el gen que codifica la alcohol-deshidrogenasa (relacionada con el metabolismo del alcohol). Y otra señal, la rs9837520 guardaba una poderosa relación con la participación en grupos religiosos. 

Como es obvio, de un trabajo tan relevante se han hecho eco medios divulgativos como “El País”, cuya sección de ciencia (“Materia”) ha sido justamente premiada por "La Asociación Española de Científicos". Se ha usado un método científico y se han obtenido resultados. Bien es cierto que, si perdemos la sensatez a la hora de usar un método aplicable a la ciencia como el estadístico, podríamos concluir que el número de cigüeñas tiene un grado de relación con la natalidad en un pueblo determinado. Existen multitud de correlaciones espurias. 

Estamos ante una clara pérdida del más elemental sentido común, por muchas “p” de significación estadística que arroje este estudio. Un solitario puede ir a un gimnasio y no hablar con nadie (es habitual que la gente acuda con auriculares); del mismo modo, no son pocos los que beben en soledad (por supuesto que una buena alcohol-deshidrogenasa puede facilitarles la bebida). Las visitas a familiares y amigos no siempre son factibles, sea por muertes o distancias entre otras causas. Y, si alguien asiste a un lugar de culto al que va más gente, probablemente sea por su creencia religiosa y no por ser sociable.

Es cierto que hay solitarios, gente que desea la soledad, pero no en general como aislamiento sin más, sino para hacer aquello que la soledad les permite: desde el caso de escritores o pintores hasta el extremo de los hikikomori. El fenotipo estudiado no ha integrado algo tan obvio como la influencia de los móviles en una incomunicación generalizada, por más whatsapps que se tecleen.

Y, desde luego, esa soledad es sólo contemplada por los investigadores como ausencia de un comportamiento pretendidamente normal. Se puede estar bien acompañado sin necesidad de ir al gimnasio o a la iglesia, y se puede tener una pésima compañía en un matrimonio que sea funesto. Por no hablar de las soledades impuestas y tan frecuentes que hacen ya casi noticia cotidiana del hallazgo de muertos en soledad en sus casas, algunos revelados por el olor de su cadáver. Más que los genes, es la propia sociedad la que aísla y lo hace de forma proporcional a su desarrollo tecnológico y a las posibilidades de encuentros que ofrece; si en un barrio tradicional uno podía hacer amigos, eso resulta mucho más complicado en una gran ciudad. Si los trabajos tradicionales facilitaban el encuentro humano, la tendencia a la globalización lo perturba cada día más. 

Ya ni la técnica deja a uno morirse en condiciones. Sólo muy recientemente está cobrando fuerza la importancia de que las UCI dejen paso a familiares de los ingresados en ellas, neutralizando una soledad que no está en los genes de los pacientes sino en su situación.

Nada de lo que es la soledad real se recoge en el “fenotipo” de lo que burdamente llaman “soledad” en un estudio amparado nada menos que por Nature Communications. La relación hallada no dice propiamente nada. Y es que, si eso es ciencia, que venga Newton y lo vea.




viernes, 16 de febrero de 2018

SOLEDAD.



Hablan, hablan, hablan. Parlotean sin cesar en la televisión y en la radio. Hablan tanto, que ese ruido de otros parece compañía aunque no se esté con ellos. Es habitual que muchas personas enciendan la tele o la radio para oír voces humanas. Es igual lo que digan; incluso, como le ocurría a la protagonista de “Gravity”, reconfortaría escuchar a otros aunque hablaran en chino y no se les entendiera. La voz humana acompaña, es paliativo para la soledad de muchos.

Sabemos si se ha producido un terremoto en Nepal, si ha habido una matanza en Texas o si Corea del Norte está dispuesta a ensayar otro misil, con la misma facilidad que nos afectan los devaneos amorosos de futbolistas, cantantes y modelos. Miles de personas han vibrado de modo sustitutivo con la empalagosa canción de los “triunfitos".


El caso es sentirnos acompañados aunque sea sin compañía real alguna. Lo real… ¿qué era eso en estos tiempos de redes sociales? Podemos hacer muchos amigos en Facebook y estar profundamente solos. El psicoanalista Gustavo Dessal lo indicaba en una entrevista: “tengo pacientes con mil amigos en Facebook que se quedan solos en su cumpleaños”


Facebook permite que nos pseudo-comuniquemos, que transmitamos información, pero da igual que ésta toque o no lo más emotivo de cada cual; es una red electrónica. No hay voces, sólo textos, fotos y emojis. Twitter es más “instantáneo”; tan breve y tan malo que hasta lo usa el mismísimo Trump para decir cosas que, aunque no parezcan importantes, resulta que pueden afectarnos, generalmente para mal, a todos. 

       
Alguien escribe algo en Facebook y tiene “likes” y comentarios y… nada. Nada. Los “likes” suelen ser proporcionales en número a la banalidad del contenido: la foto de un gato, de un paisaje o de una hamburguesa se hacen más populares que cualquier texto y éste lo será de modo inversamente proporcional a su extensión. No hay tiempo para otros en esta época de narcisismo generalizado. 


Los otros sólo acaban garantizándonos en cierto modo que seguimos existiendo. En realidad, para Facebook seguiremos viviendo a pesar de estar muertos, en una especie de estúpida inmortalidad.

Y cuando dejamos de teclear y de mirar mensajes, puede ocurrir que descubramos que estamos sencillamente solos. En la más cruda de las soledades, la que parece incluso peor a esa de dos en compañía, porque la mala y continuada compañía, aunque pueda basarse en el odio, como dicen los psicoanalistas, puede apaciguar el terror a estar solo. No sólo el amor; también el odio sostiene un vínculo de relación estable. 


Nada peor que la soledad si uno no tiene vocación de eremita. Pero, o nos morimos, o se nos muere la gente. Y así nos vamos viendo abocados, en caso de sobrevivir, a una soledad cotidiana. En el periódico “La Voz de Galicia”, se puede leer un día como hoy que “más de 270,000 gallegos viven solos” y que hay un 25% de viviendas que están ocupadas por una sola persona. Y todo va bien si esa persona por vivienda tiene una mínima autonomía para hacer la compra, la limpieza, comer, vivir con cierta dignidad.


Pero, aun así, la soledad quema y no sorprende que surjan iniciativas para tratar de neutralizarla un poco, para percibir que uno no está tan solo a fin de cuentas, aunque lo único que comparta con otros sea la falta, la gran falta, la ausencia de los otros.

Muchos solos, muchos espacios que se han quedado sin gente. ¿Por qué no la unión lógica? Ese ha sido el intento de un franciscano: llenar un espacio vacío de vocaciones con gente sin ellas, lo que equivale a calmar el vacío interno de algunas personas.


Otras iniciativas son algo anteriores. Algunas antiguas; hay residencias geriátricas, pero son insuficientes y, o bien resultan muy caras, o dependen de la “caridad”, término que, en su ambivalencia, puede ser terrible, abarcando desde un altruismo respetabilísimo hasta goces neuróticos (cuando no psicóticos) que se satisfacen en la indefensión del otro. 


Otras perspectivas parecen idealistas, como el “cohousing”, transmitido a los medios con imágenes de una felicidad comunitaria sospechosa .


Se habla, como de un logro médico, del aumento de la esperanza de vida y, mientras uno goza de salud y compañía adecuada, así puede entenderse; todo va bien y hasta parece que eso es bueno, aunque la vida prolongada sea enferma en muchos casos. 


Quizá, incluso en soledad absoluta, pueda darse la perspectiva de felicidad que invocaba Bertrand Russell (1) para referirse a quien “se siente ciudadano del universo y goza libremente del espectáculo que ofrece y de las alegrías que le brinda, impávido ante la muerte, porque no se cree separado de los que vienen en pos de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida se halla la dicha verdadera”. Pero Russell pertenecía a otro tiempo que nos parece más humano, a pesar de que no se evitara en él la tragedia de guerras mundiales.


Sabemos que moriremos solos, aunque estemos rodeados de familiares y, más frecuentemente ahora, de máquinas de soporte. Pero será un momento. Lo terrible parece que es vivir solos en un mundo de solitarios forzosos.

1). Russell B. (1981). La conquista de la felicidad. (Julio Huici Miranda trad.) Madrid. España. Ed. Espasa-Calpe SA. (Publicación original en 1930).

jueves, 20 de abril de 2017

LA SOLEDAD


“Elle sera à mon dernier jour
Ma dernière compagne”
Moustaki.

“después de la alegría viene la soledad
después de la plenitud viene la soledad
después del amor viene la soledad”
Benedetti.

Estamos muy solos. Dicho así suena mejor, con menos crudeza, que si decimos simplemente que estamos solos.
Todos hiper-conectados, todos solos. Pareciera que las redes sociales facilitan una comunicación neutralizadora de la soledad, pero pueden ser más bien, no pocas veces, amplificadoras de ella. Gustavo Dessal lo describió perfectamente en una entrevista.

En “Gravity”, la protagonista solitaria en órbita precisaba de modo vital escuchar voces humanas, aunque hablaran en chino y no lo entendiera. Muchas personas están en sus casas como en esa nave tripulada, rodeadas por un vacío, aunque esté lleno de gente hablando aparentemente a artefactos llamados “móviles”, reconfortadas pobremente por los sonidos que surgen de la radio o de la televisión.

La televisión. Muchos mayores solitarios británicos habrán visto el documental dirigido por Sue Born, “La edad de la soledad” 

Mayores solitarios, ancianos. Según el Instituto Nacional de Estadística, de los 4.638.300 españoles que residen solos en sus casas (un 10,1 % del total de ciudadanos), la mayoría son mayores de 65 años (el 41,7 %), y de ellos un 70,7 % son mujeres. Podría asumirse como un duro precio a pagar por el aumento de la esperanza de vida, pero ya no hay edades para la soledad, aunque sea más frecuente en ancianos, jubilados, enfermos… También muchos jóvenes sanos están solos; a veces solos en compañía, que puede ser peor.

La familia tradicional se ha hecho una rareza, como lo es el trabajo en la propia ciudad o incluso en el propio país. El mundo es ya uno, pero no unitivo, sino un único gran mercado, global y brutal de solitarios.

Los lazos humanos ya no son muchas veces de caricias ni de miradas; se pretenden electrónicos. Los emoticonos son la parodia de los abrazos y hay quien percibe la bondad futura de ser cuidado por un robot. En las películas “Ex machina” y “Her” se muestra la posibilidad de creerse amado por un sistema operativo con o sin cuerpo, refinando así el test de Turing del modo más terrible e inhumano en que se puede ya concebir.

En Japón se hace problema político lo más personal y lo es ya la virginidad a la que muchos se ven vocados o abocados. El sujeto se pierde y se revela como individuo que falla en su cometido demográfico; ya no se reproduce. Algo habrá que hacer ante esa caída de población. Tal vez la ciencia lo remedie.

A la vez, se incrementa la fascinación por noticias que anuncian la existencia de planetas que podrían albergar vida inteligente. Seguro que Fermi estaba equivocado con su paradoja, seguro que hay mucha vida y muchas ramitas evolutivas, de esas como la que en la Tierra ha conducido a nosotros en una fracción insignificante del tiempo del mundo. Tendrá que haber alguien ahí fuera que algún día conecte con los seres humanos o lo que quede de ellos. La NASA ha revelado la existencia de un estupendo sistema solar a cuarenta años luz. Sólo cuarenta, pensarán algunos incautos, como si no fuera distancia. Habrá que buscar oxígeno en atmósferas extraplanetarias, como si supiéramos qué es la vida por el hecho de que la haya aquí. 

Parece que buscar señales de extraterrestres es mucho más interesante que conversar con terrestres. Buscamos en el cielo lo que hemos perdido en la tierra. Siempre en el cielo. No es nuevo. Se hacía ya en Mesopotamia, en Egipto… En los Hechos de los Apóstoles (1, 11) se nos dice que dos hombres vestidos de blanco señalaron a los seguidores de Jesús la trivialidad de desatender los asuntos terrenos por ocuparse de los celestiales: “Galileos, ¿Qué hacéis ahí, mirando al cielo?”. Estaban pasmados, aunque no tenían móvil.

Demasiada soledad que precisa del embotamiento social, incluyendo drogas, alcohol y cuerpos. La esclavitud sexual está en auge en el contexto de una óptica que, por desalmada, contempla cuerpos sin percibir en ellos el alma.  Es la misma visión que confunde un acto de amor con el alquiler de un útero.

Soledad y temor se acompañan. La teleasistencia puede ayudar pero sólo a seguir.

“Non timebis a timore nocturno”. Pero las tinieblas no sólo son nocturnas. Están ahí, como ansiedades que suprimen ansias y que requieren ansiolíticos. Como necesidad de la normalidad que proporciona el rebaño y que precisa el líder de palabra fácil que lo guíe. Lo estamos viviendo, en EEUU, en Rusia, esperemos que no en Francia o Alemania. De seres sociales podemos pasar a seres gregarios, con redes electrónicas que sostienen el narcisismo más pobre. Redes que enredan, que atrapan, transformando en “gigas” una vida y determinándola muchas veces cuando pretenda entrar en el gran mercado del sexo y del trabajo.

Y, sin embargo, a veces la soledad es imperiosa y se busca como camino de salvación. Una soledad que es compartida en hábitos que visten el cuerpo y en hábitos horarios de oración y silencio. Patrick Leigh Fermor vivió en algunos de esos lugares y lo describió de un modo maravilloso en “Un tiempo para callar”. Hay algo paradójico en esa obra y es que tal vez sólo desde un ateísmo como el suyo sea posible saber contemplar en profundidad el fenómeno religioso en estado puro. 

Nada bueno es alcanzable sin cierto grado de soledad. Ignorar algo tan sencillo tiene efectos perniciosos incluso en tantos científicos que prefieren el parloteo de la publicación al silencio de la investigación seria. 

Sólo desde el silencio pueden surgir la atención y el amor. Nos lo enseñó San Francisco cuando predicó a los peces y nos habló de sus hermanos, el agua, el viento, el fuego; incluso la muerte, esa hermana que “hace sitio” a los que vienen detrás en el río de la vida. 

La soledad elegida es el único antídoto de la soledad impuesta, pues parece ser esencial para acogerse en el misterio y para acoger a los otros en el amor, también misterioso, que permite sobrellevar la fragilidad existencial.

La soledad es así algo a compartir, algo que puede hacerse preciosa donación, quizá la aludida por Borges en uno de sus Poemas Ingleses, “I can give you my loneliness, my darkness, the hunger of my heart; I am trying to bribe you with uncertainty, with danger, with defeat”


Las escenas familiares de anuncios de pizzas son sólo eso, anuncios que remiten a la nostalgia de la infancia imaginaria, haciéndolo de un modo casi macabro, cruel. 

Sólo desde la soledad asumida como camino y generalmente con ayuda de otros puede accederse a la libertad, pero esa libertad no traerá la felicidad que sabemos inexistente sino ansias, dudas y quizá cierto grado de paz...incluso en soledad.