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miércoles, 20 de abril de 2016

Sin lugar para la angustia. La sal de la tierra.


“Vosotros sois la sal de la tierra, pero si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará?” Mt.5,13

A veces hay que pararse. A veces, uno es obligado a hacerlo desde sí mismo. Siempre ocurre cuando la angustia atenaza, cuando no hay nada que hacer, ningún sitio a dónde ir, nada que esperar.

Esa angustia, siendo brutal, se muestra a sí misma, sin embargo, casi como un lujo cuando se puede mirar objetivamente al otro, a tantos. Desde esa perspectiva, puede disiparse.

Nadie se salva por comparación, nadie es feliz por comparación, pero cualquiera puede situarse en la realidad sólo comparando, siendo en el espacio y el tiempo, en la Geografía y en la Historia. El Dasein supone ahora un “Da” demasiado grande, demasiado cruel, para limitarlo a nuestra vida corriente.

No basta con ver los telediarios para saber lo que ocurre a pocas horas de avión. Tragedias de todo tipo, guerras, migraciones masivas, hambre, miseria… Si estamos hundidos, ver eso no consuela ni remueve el alma. Estamos acostumbrados. Y, si no estamos hundidos, menos aún nos impresiona, a no ser que sea algo próximo, de páginas locales del periódico. Si hay un terremoto en otro país, el ministro de turno siempre hará notar si hubo o no muertos españoles; los demás son lejanos, no son de los nuestros.

No es fácil contemplar la tragedia humana. Debemos ser guiados para no negarnos a ver lo que vemos.Y esa guía no la puede ofrecer ni el mejor documental; sólo es factible desde la captación del instante, de  muchos momentos, en toda su crudeza, en blanco y negro. Esa guía sólo la puede proporcionar un fotógrafo que, no por ser objetivo, deja de implicarse en lo que capta; precisamente al contrario, pues puede fotografiar y llorar, tirar la cámara muchas veces para llorar y volver a cogerla para seguir guiándonos, contagiándonos el alma con lo que está ahí, con lo que es casi inmediato en el tiempo y en la geografía, porque Auschwitz, aunque sea de otro modo, sigue existiendo. Esa ha sido la gran tarea de Sebastiao Salgado. "La sal de la tierra" es un documental que nos habla de él y lo hace, en cierto modo, prescindiendo de ese carácter de documental, casi como pura sucesión de fotos y años en los que se hacen.

En su “Oda a una urna griega”, John Keats acaba relacionando verdad y belleza (“Beauty is truth, truth beauty, that is all ye know on earth, and all ye need to know”). Eso es fácil de asumir en el caso de la verdad científica (o lo era, cuando la ciencia se hacía por pasión). De hecho, son muchos los matemáticos y físicos que se han dejado guiar por el sentimiento estético y, a la vez, es difícil no reconocer algo verdadero cuando se contempla una imagen de la belleza existente a todos los niveles de complejidad biológica.

Pero, de un modo misterioso, cabe hablar de verdad y belleza incluso cuando lo que se muestra, siendo verdadero, nos conmueve por el horror que manifiesta. Y eso ocurre con las fotos de Salgado. Son crudísimas y, sin embargo, hermosas, impresionantemente bellas. Podría decirse que pone la estética al servicio de la verdad, que la usa como herramienta para conducirnos al infierno en la tierra, en semejanza con Dante, que usó la belleza del lenguaje para evocarnos el infierno eterno. 

Siempre habrá quien haga las preguntas pragmáticas, ¿para qué? ¿ha salvado a alguien? ¿cuánto ha ganado con eso? Preguntas que sólo pueden surgir de la estupidez egocéntrica. El “para qué” está ya respondido en el “qué”. Con eso basta. 

No hay lugar para la desesperación en “La sal de la tierra”. No lo hay para la angustia, aunque se adivine el miedo previo a una muerte cruel. Por el contrario, todas esas imágenes muestran fe, esperanza y amor o indiferencia resignada en los más harapientos, en los más perdidos, en quienes, a la vez, han perdido todo, incluyendo a sus hijos y que quizá ya hayan muerto también. Y, a la vez, son fotos posibles desde una mirada capaz de sostenerse en la ética y perteneciente a un hombre que supo hacer de su propia biografía no sólo testimonio de observador, sino transformación de su propio mundo, haciendo fértil lo que era yermo. Su legado ecológico, “The Instituto Terra”, apunta a la posible salvación; a que, al lado de tanto horror y absurdo, hay esperanza para esta especie a la que pertenecemos. Apunta a que vale la pena estar inmersos en el río de la vida, a pesar de los pesares.