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lunes, 30 de septiembre de 2019

Solo gratitud





“And nothing else matters”. Metallica.


El sentimiento de gratitud va íntimamente ligado al amor. Solo desde la capacidad de amar es factible agradecer porque solo desde ella se es a la vez receptivo a la donación desde el amor, por amor. Porque lo que más merece ser agradecido es precisamente lo gratuito, lo mejor. 

Es desde un mínimo de amor que podemos realmente crecer, ser. Y eso siempre lo deberemos. A ese deseo que un día nos convocó a la vida. A nuestros padres, a pocos o muchos familiares, a ascendientes y descendientes, a amigos, a conocidos. También a desconocidos, muertos la mayoría, que, con su trabajo, nos han facilitado la vida, ese instante singular en la Historia. Abba cantaba la creencia en ángeles (“I believe in angels”); claro que los hay, tienen forma humana, en realidad son humanos, desconocidos vivos, con los que quizá nos topamos solo una vez y eso lo cambia todo.

La gratitud se siente y se manifiesta o no. Las expresiones de gratitud pueden limitarse a la cortesía mínima inherente a la relación social. El hecho de decir “gracias” abarca desde el automatismo expresivo cotidiano hasta la manifestación sencilla de un sentimiento profundo. Se produce así entre seres hablantes. Y, aunque no se exprese, aunque no se diga nada, uno puede agradecer algo o mucho a otro, a otros. Como en el amor, no hay una métrica de la gratitud.

No siempre hay correspondencia entre el motivo de agradecimiento y el agradecimiento mismo. Quien lo espere, siempre será frustrado. Indefectiblemente. Nueve de los diez leprosos curados obviaron el detalle mínimo de agradecérselo a Jesús, según nos cuenta el evangelio de Lucas (Lc.17, 17). Una gran verdad, ocurriera o no históricamente. 

El agradecimiento no es común; no suele darse a otros, a la vez que es paradójicamente esperado de ellos. En realidad, poco se agradece más en el fondo del alma que la gratitud misma, tal vez por su rareza.

Además de ese agradecimiento entre humanos, existe una gratitud que puede surgir como sentimiento esencial, profundo, aunque no haya forma de expresar su dirección o se indique malamente. ¿Quizá porque no la haya? 

Es en momentos que abarcan de la serenidad al éxtasis, en circunstancias que no son impermeables al sufrimiento, al dolor y al absurdo, pero en las que algo amoroso y cierto nos es mostrado como relámpago divino, como “schöner Götterfunken”, que podemos sentir gratitud por este ahora y, por ello, también por todos los ahoras pasados y por venir, por toda una vida. Quienes creeemos, quienes esperamos confiados en el sentido amoroso del Misterio que sostiene el mundo, nos vemos impelidos a dirigir ese agradecimiento a Dios. Pero no es preciso creer en Dios (¿Qué será Eso a lo que así llamamos?) para sentir y, a veces, expresar maravillosamente ese sentimiento. 

Gracias a…  ¿A qué? A la vida misma, como en la bella canción de Violeta Parra. O al azar, como parecía sugerir la viuda de Carl Sagan, al decir que “No creo que vuelva a ver a Carl nunca más. Pero lo vi. Nos vimos el uno al otro. Nos encontramos el uno al otro en el cosmos, y eso fue maravilloso”. Parece absurdo, lo es, agradecer al azar, pero no sabemos agradecer sin dirección.

El ateísmo no impide un sentimiento agradecido, amoroso. Tal vez pueda en algunas personas reafirmarlo más propiamente, al situar la vida en su gloriosa, gozosa, finitud. Al acabar su “Ceremonia del Adiós”, Simone de Beauvoir concluía que “Su muerte nos separa. Mi muerte no nos unirá. Así es: ya fue hermoso que nuestras vidas hayan podido estar de acuerdo durante tanto tiempo”. Fue hermoso, y con eso basta, nada más parecería necesario. O sí.

El máximo agradecimiento surge de sentirse vivo, como los gorriones, los árboles, los líquenes, el mar (¿quién podría decir que no está vivo algo que pasa de la calma a la tempestad?), como nuestro hermano sol, que, aunque tengamos la evidencia que nos transmitieron Copérnico y Einstein, vemos salir y ponerse ante nuestros ojos, como nuestra hermana luna. Surge también de saberse huésped en esta tierra que ha acogido el polvo estelar del que emergimos y al que volveremos en ese magnífico ciclo de vida y muerte en el que ambas se precisan mutuamente.

Y tal vez al morir podamos tener la fortuna de llegar a decir, aunque sea en silencio, ¡¡ gracias !! Solo eso y será suficiente.

miércoles, 10 de febrero de 2016

Polvo estelar. Recuerdo de vida

“Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris”
Misal Romano

"Serán ceniza, mas tendrá sentido;
Polvo serán, mas polvo enamorado."
Quevedo

"Though lovers be lost love shall not; 
And death shall have no dominion." 
Dylan Thomas

El miércoles de ceniza da comienzo al tiempo cuaresmal, período penitencial (cada vez menos) de preparación a la Pascua cristiana. Al margen de creencias, es una fecha llamativa porque es nexo de unión entre dos perspectivas del tiempo, la cíclica y la lineal, en las que estamos inmersos por tradición histórica, seamos creyentes o no. 

Ese miércoles apunta al tiempo periódico, relacionado con el ciclo astronómico (la Pascua de resurrección se celebra el primer domingo que sigue a la luna llena tras el equinoccio de primavera). Pero se caracteriza, a la vez, por el recuerdo de la mortalidad, algo que llegará tras un tiempo concebido de modo lineal.

A pesar de los intentos de los transhumanistas, es probable que todos los que vivimos ahora, incluso los bebés, nos muramos. Esa certeza nos la anuncian los libros sagrados y nos la recordó Heidegger. Sea desde la perspectiva atea, sea desde la religiosa, la muerte se presenta como una referencia para la vida. Borges nos mostró brillantemente el solemne aburrimiento que implicaría la inmortalidad (que no es lo mismo que la trascendencia). No sorprende que esa referencia brille precisamente en tiempos de epidemias. El Decamerón se escribió en un tiempo en que la peste hacía estragos.

El estúpido higienismo en que vivimos persigue retrasar (casi siempre inútilmente) la llegada de la muerte, sólo para invertir la pirámide poblacional sin atender humanamente a la mayoría de los viejos supervivientes, condenados a soledades, enfermedades y carencias de todo tipo. Y la perspectiva capitalista onfalocéntrica se despreocupa de tantas muertes prematuras causadas en última instancia por la avaricia humana y la estupidez política.

¿Que hay más allá de la muerte? El cielo, el infierno, la reencarnación, la nada… No lo sabemos; sólo cada uno sabe de la importancia para él de esa cuestión, que puede ser obsesiva o trivial. Sólo podemos tener esperanza en que todo termine o no. En cierto modo, la preocupación por la muerte es un falso problema al que Epicuro le dio una respuesta rápida aunque sólo satisfaga a unos cuantos. 

Tal vez el problema real sea más bien otro, en sentido opuesto: el nacimiento o, más bien, la emergencia de la consciencia, el hecho de que cada uno se reconozca como un alguien en el tiempo. El problema de la subjetividad de lo organísmico individual es el enigma de la consciencia en sentido fuerte. No sabemos si es un límite absoluto, similar, aunque en otro orden muy diferente, al que señala la incertidumbre cuántica, o si, por el contrario, podremos llegar a comprender tal enigma.

El “memento” cuaresmal era en tiempos algo tremendo, pues no sólo recordaba la mortalidad sino la gran posibilidad del infierno eterno, a veces por trivialidades. Pero, sin pretenderse, hay algo hermoso en ese recuerdo. Indica, sin querer, lo mismo que apuntó el ateo Carl Sagan, que somos polvo… de estrellas. Eso nos sitúa realmente en el tiempo; en un tiempo cósmico, porque no basta con el Big Bang, no basta con que se formen estrellas; éstas tienen que destruirse tras haber formado elementos químicos no existentes antes, y dar lugar a otra generación estelar, a sistemas planetarios que dispongan de ese carbono, hierro, azufre… que constituyen nuestras moléculas. Se han precisado miles de millones de años para que la vida, tal como la conocemos, pudiera surgir… del polvo. 

Y se han precisado muchos millones de años para que la conjunción de las restricciones de legalidad física y contingencias múltiples permitieran que un conjunto complejo de células se reconociera como individuo en su “Umwelt”, que diría von Uexküll. Unos pocos millones de años más y ese “Umwelt” incluiría saber de la muerte e interrogarse sobre ella. 

Ése es el gran límite, dar explicación al surgir de nuestro Dasein, que implica tratar de entender lo que parece imposible, el “Sein", pero también algo que no parece fácil, el propio “Da”. No basta con decir que estamos arrojados. Eso es una simpleza.

Sí. Somos polvo estelar que durante un tiempo (y quién sabe qué es eso llamado tiempo) alberga vida consciente, única, irrepetible, valiosa. 

El gran enigma no está en la muerte, sino en el hecho maravilloso de que el Universo se piense a sí mismo a través de la consciencia, en el misterio de que en un sujeto se dé la posibilidad de un auto-reconocimiento único del Todo. 
El gran enigma no está en la muerte, sino en la vida. La muerte es necesaria para la vida misma, para ese río que Klimt pintó tan claramente. 

Tantos miles de millones de años necesarios para vivir, aunque sea un poco, merecen una conclusión ética, aunque proceda de la estética: si hacemos digna nuestra vida, la vida entera se enriquecerá. Retornaremos al polvo, pero es necesario que sea así para que otros puedan surgir de él y que el Universo vaya llenando los vacíos que dejemos con nuestra muerte. Ese polvo será, si hemos amado, polvo enamorado como decía Quevedo y, como indicaba Dylan Thomas, la muerte no tendrá la última palabra sobre tanta belleza.