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lunes, 28 de diciembre de 2015

Un reloj para diez mil años. Feliz 02016.

Somos seres temporales. Los cambios biológicos y biográficos se van sucediendo en nosotros desde que nacemos hasta que nos morimos. Eso plantea la perspectiva de un tiempo lineal. No hay marcha atrás en la vida de cada uno. Y lo que le ocurre a uno, le sucede a todos. La Historia también es lineal aunque a veces parezca que se repite.
 

A la vez, esa dirección lineal es una sucesión de ciclos que la dividen en años o fracciones de año, siendo éstos artificiales (meses, semanas) o naturales (estaciones, días).
Nada ofrece mejor el carácter repetitivo que un simple día. De hecho, tan importante es esa unidad cíclica que los relojes biológicos con que contamos la mayoría de especies son principalmente circadianos. La cronobiología es, lamentablemente, un área de investigación que parece haber pasado de moda.
 

Necesidades religiosas y otras más pragmáticas, como la agricultura, han inducido a la construcción de calendarios dirigidos inicialmente al cálculo de estaciones. Más tarde, se dio también la preocupación por el recuento de años sucesivos, desde un tiempo inicial, un origen de historicidad dudosa y más bien mítico: “Ab urbe condita”, “Anno Domini", etc.
 

Pero no sólo las estaciones y la sucesión de años. También el ciclo unitario, el día, es, a su vez, una sucesión de tiempos: horas, minutos, segundos, e incluso fracciones de segundo. También en este caso se dieron necesidades de medida por las actividades civiles y religiosas.
 

Una medida precisa del tiempo tiene aspectos prácticos indudables. Quizá un buen ejemplo sea el cálculo de la longitud en navegación, pero no es el único: una ley física tan importante como la segunda de la termodinámica implica, en la práctica, una forma de intuir el tiempo.
 

Los sistemas cronométricos han evolucionado. En un rango instrumental que abarca de las  clepsidras a los relojes atómicos, todos disponemos de relojes propios y públicos y cada vez más ajustados entre sí a una hora universal.
El calendario mide años y señala estaciones y efemérides. Fue precisamente la necesidad de calcular la fecha de la pascua cristiana la que acabó induciendo a la reforma gregoriana del calendario. El reloj, a su vez, marca los tiempos de citas, de trabajo, de comidas, de inicio de espectáculos o de actividades de Bolsa, programas de televisión, etc.
 

Parecen dos sistemas con sendos objetivos diferentes: el calendario se fijaría en la sucesión de años y en las efemérides de cada uno, en tanto que el reloj sería importante para vivir la rutina diaria. ¿Por qué no unirlos? En cierto modo, nuestros relojes ya lo hacen, indicándonos no sólo la hora sino también el día, mes y año en que vivimos. Son instrumentos que precisan una fuente de energía que, en la práctica, despreciamos por su bajo coste. Todos los relojes personales y públicos de que disponemos hoy, aunque no se estropeen, acabarán parándose al cabo de años: por no darles “cuerda”, por no cambiar su pila, por no moverlos… por falta de energía a fin de cuentas.
 

¿Podría crearse un reloj - calendario que fuera independiente del mantenimiento y que marcara las fechas a ritmo de reloj, aunque este ritmo no tuviera en cuenta segundos, minutos u horas, sino días, años, siglos? Tanto los calendarios como los relojes son instrumentos de observación; requieren un sujeto que los mantenga y observe lo que indican, sea en las piedras de Stonehenge, sea usando un teléfono móvil. Pero podría construirse un reloj - calendario que funcionara con independencia de mantenimiento humano. No lo haría eternamente, pues no es posible un móvil perpetuo, pero sí durante muchos siglos. Ése es uno de los objetivos que persiguen los miembros de “The Long Now Foundation”, crear un reloj que marque el tiempo durante los próximos diez mil años. Esa fundación se caracteriza por sostener proyectos que miran a muy largo plazo. Uno de ellos, “The Rosetta Project”, ya había sido objeto de comentario en un post de este blog.
 

Tal reloj es una construcción compleja que busca la simplicidad: gente inmersa en una cultura equivalente a la de la edad de bronce podría entender su mecanismo. Requiere energía y, para ello, de las fuentes posibles, se ha elegido la que parece más estable: una diferencia térmica en la cima de la montaña que albergue en su interior al reloj se transmitiría como energía a los componentes que la precisan.

Y ¿por qué no hacer que suene también? Brian Eno, uno de los promotores de esa idea, ha construido un algoritmo que genera secuencias aleatorias de notas musicales, de modo que las campanadas, una al día, sean todas distintas.
Ya se ha construido un prototipo a pequeña escala. Ahora se pretende instalar varios relojes en lugares geológicamente estables. ¿Por qué? Quizá le pregunta mejor sea ¿Por qué no? ¿Tiene algún sentido la Torre Eiffel? ¿Una catedral? ¿Por qué no hacer algo aparentemente interesante aunque sólo sea como monumento a una generación?
 

El reloj de diez mil años es un sueño aparentemente realizable, como otros lo han sido. Será el emblema de una generación o un mero resto de ella, pues no es descartable que el paso del tiempo, en el que se anclan los recuerdos, siga siendo registrado por un instrumento que puede ser a su vez olvidado si, por la razón que sea, no queda nadie para observarlo.

Una nota sobre el año:
El año trópico es el tiempo que transcurre entre dos equinoccios vernales, cuando los planos del ecuador y de la eclíptica se cortan en primavera.
El año sidéreo es el tiempo que tarda la Tierra en dar una vuelta alrededor del Sol hasta un punto exacto del espacio, tomando como referencia las estrellas. Excede muy ligeramente al año trópico.