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sábado, 31 de diciembre de 2022

De películas, sueños, deseos y psicoanálisis.



“Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo”
(Eclesiastés / Qohélet, 3,1)

 

Las viejas palabras bíblicas resuenan en una obra del escritor Erich Maria Remarque, llevada al cine con el título en castellano de “Tiempo para amar, tiempo para morir”. 


Antes, Remarque había publicado un libro que le dio mayor celebridad, “Sin novedad en el frente”. La cruz de hierro, ganada en el gran conflicto que supuso la primera guerra mundial, no le evitó que tuviera que emigrar de Alemania tras el ascenso del nazismo, como tantos otros.


En la película a la que me refiero aquí se muestra ese contraste entre los tiempos a los que se refiere el libro sapiencial. El protagonista alemán en la segunda gran guerra vive, en unos pocos días de permiso en un Berlín ya bombardeado, la pasión del enamoramiento, que ha de cortarse bruscamente con su regreso al frente ruso; allí la muerte le sorprenderá leyendo la última carta de su mujer (creo que este resumen no evita que se vea la película, sino que puede incitar a hacerlo).


Sobra abundar en el horror que implica una guerra, porque no se puede hablar nunca de ella en pasado. Hoy mismo, ese jinete apocalíptico es algo tan cotidiano que casi ya no es noticia, como no lo son los otros jinetes, peste (llamada ahora Covid), hambre y muerte.


La película mencionada la asocio a otra que ya he visto repetidas veces (también en estas navidades), “Qué bello es vivir”. En ambas se apunta al tiempo propicio, al tiempo de Aión, ese en el que podemos sumergirnos y sentir la eternidad ya antes de morir. La obra de Remarque nos hace sentir el valor del presente. Hay tiempo para amar… aprovechémoslo. Ya moriremos y siempre será absurdo, pero el absurdo de la muerte no implica que la vida sea también absurda; al contrario. En la otra película, James Stewart interpreta a un hombre que, abocado al suicidio, es salvado por un ángel mediocre con forma humana (hay tantos…) que se limita a mostrarle el complemento de lo que los fantasmas navideños le revelaban a un viejo avaro en un cuento de Dickens. Se trata aquí de recordar el pasado para cambiar ya, en el instante presente, el futuro. 


El fracasado que interpreta J. Stewart acaba descartando la opción suicida porque se le evidencia que su vida hasta entonces tuvo el gran sentido de haber ayudado a otros en mayor o menor grado, a tal punto que, de no haber vivido, una parte del mundo sería peor. El cascarrabias Scrooge comprende que no lo ha hecho bien precisamente y da un vuelco bondadoso a su vida. En ambos casos, no importa el cuánto se ha vivido ni cuánto queda por vivir, sino el cómo y en los dos se da un tiempo nuevo, el de Kayrós, el de la oportunidad ética. Kayrós fue también el tiempo en que el soldado alemán optó por amar, aunque le quedara poco tiempo cronológico, el de su permiso, que intenta infructuosamente prolongar unas horas.


Siempre tenemos tiempo de mejorar nuestra vida hacia el amor. Siempre podemos cambiar de la simple existencia en el mundo a habitarlo, según sugería Hölderlin. 


Remarque mejoró el mundo con sus obras y nos da igual su vida privada, pues a cada uno nos basta con la propia.  Del mismo modo, los personajes de ficción citados se hicieron conscientes de la oportunidad ofrecida por la vida y la usaron para cambiarla, para cambiar el mundo. 


Ocurre que el mundo no es, podríamos decir, algo estructural, sino que cambia por la acción de personas concretas, y cada uno de nosotros tiene la maravillosa posibilidad de hacerlo, mediante un cambio a mejor, eso que podría decirse con el término de “conversión”, de “despertar” o, quizá, como “metanoia”.


No cabe considerar la posibilidad ética desde un enfoque “top-down”, como si fuera responsabilidad única de quienes tienen el poder económico, político, social, del tipo que sea y a cualquier escala. Sólo es concebible de modo universal un enfoque “bottom–up”.


Hay dos aspectos comunes a las tres historias aludidas (realidad o fantasía es lo de menos) que me parecen relevantes. 


A uno de ellos le podríamos llamar “síntoma”. Es sintomático que un soldado alemán en el frente ruso ignore un peligro obvio para un espectador “objetivo”. Es sintomático que un hombre descarte su suicidio para rescatar a un extraño que se ahoga en las aguas a las que aquél iba a arrojarse para morir. Y lo es también que un viejo gruñón se deje llevar por aparentes sueños. Es decir, el síntoma, en su contingencia, impredecible en su aparición y desarrollo, nos interroga más que cualquier interés epistémico, sea científico o filosófico. Y es que el síntoma es incómodo, a veces insoportable.

 

El otro aspecto, no menor, es la necesidad de un “otro” con el que confrontarnos, no intelectualmente, sino radicalmente, hasta la médula ósea, porque sólo así nos confrontaremos con nosotros mismos, nos descubriremos, aunque seamos viejos. Estamos ante una necesidad que puede verse satisfecha por dos tipos de contingencia, el síntoma que se desencadena y el encuentro con alguien que nos puede ayudar. Un soldado alemán encuentra esa alteridad en una chica de la que se enamora, un ángel con forma de viejo o los fantasmas navideños encarnan ese otro en los demás cuentos aludidos. Se da un elemento de sorpresa. 


Un síntoma muy distinto, cualquier síntoma y el de cada cual, de hecho, puede inducirnos al encuentro con otro a quien le suponemos un saber. Eso ocurre en el Psicoanálisis. Ese ha sido el gran hallazgo de Freud. Psicoanálisis, algo que va más allá de lo que el propio término expresa, algo que precisa la alteridad como elemento esencial.


Sólo habría un modo de satisfacción espiritual que no pase por esa criba de un incómodo análisis; sería el encuentro directo, místico, con la Gran Alteridad, con lo Inefable. No son excluyentes. Al contrario, uno puede acercarse a Dios mismo (o salir ateo) desde un análisis… porque el psicoanálisis no persigue la curación del síntoma; simplemente facilita que nos hagamos un poco mejores y ese cambio favorable puede enmarcarse en cosmovisiones muy distintas, a veces sólo aparentemente antagónicas. 


Se inaugura un nuevo año, pero esencialmente lo que nos indica es que se inaugura un nuevo día, sólo eso, nada más, nada menos, y con él se nos ofrece la oportunidad de ser radicalmente humanos.

 

sábado, 7 de enero de 2017

RELIGIÓN. El olvido de la fe. ¿En qué creen los que creen?


“En summa de todos los remedios en tales tiempos es mostrar muy grande ánymo contra el ynimigo, totalmente desconfiando el hombre de sy, y confiando grandemente en Dios, puestas todas las fuerças y esperanças en él”. Schumacher G, Wicki J, Epistolae S. Francisci Xavieri. Roma 1945 II, 180-182. Citado por Recondo JM. “Javier, las culturas”. Historia 16. XXIV, 2000; 294: 31-49.

Al final, no se trata de creer sino de ser. Decía Ortega que las ideas se tienen y que en la creencia se está. En nuestro idioma, ser y estar no es lo mismo. Se puede estar en la creencia, instalado en ella, pero sin saber propiamente lo que se es o se aspira a ser.

Lo que uno cree puede tener poca relación con su deseo. Inconscientemente interiorizamos la ley. Freud le llamó a eso superego. Demasiadas veces nos confundimos con esa referencia extraña y tantas veces culpabilizadora. Algunas veces la asociamos a la ley más universal concebible, la divina.

Qué debemos hacer se plantea en alguna ocasión como la pregunta kantiana más urgente, la que más ansiedad puede causar porque la respuesta ha de ser inminente. Las otras dos cuestiones, qué puedo saber y qué debo esperar, parecen secundarias a la urgencia de la acción en un momento dado, la acción que se espera siempre sustentada por una creencia esencial que va más allá de lo racional aunque lo abarque.

Y esa acción, ética, supone al otro concreto y por eso puede desterrar al gran Otro que sustenta la creencia esencial, que sostiene a uno mismo.

Soportar la creencia implica asumir que se está en posesión de la verdad. Y ya se sabe, la verdad os hará libres, decía Jesús, que se mostró como camino, verdad y vida. Nada menos.

Pero el afán de lo mejor puede suponer lo peor. En nombre de la pureza, se quema al impuro.

Si hay algo absurdo es pretender conocer desde el creer. Se puede creer en Dios pero no tratar de conocerlo desde la creencia. Se puede gritar a Dios pero no tratar de escucharlo, porque resulta que se le da por callar. El propio Ratzinger, siendo papa, se refirió a ese silencio de Dios que resonó en Auschwitz. El papa Francisco ni siquiera lo mencionó; simplemente calló y rezó en ese lugar. No se puede hacer más. 

En Auschwitz, Kolbe murió por otro y con ello su vida se justificó. Poco importa que fuera un reaccionario antes. Basta con un acto tan simple como duro y definitivo. 

Y el silencio divino nos deja inermes a quienes creemos en Dios, a quienes esperamos contra toda esperanza. Porque suponemos que Dios acoge, que ama, que no es indiferente. Bastaría con pocas señales, con alguna, pero no la hay. No desde luego cuando se necesita. Y entonces, ¿qué?

Sólo silencio. Ése es el título de una novela de Shusaku Endo y de la maravillosa, extraordinaria, película de Scorsese, basada en ella. 

Una gran película en la que se recoge lo bueno oriental, su saber desconfiado de modas religiosas  foráneas, el ritual japonés tan elegante como sensato y cruel, la temporalidad histórica que todo lo enmarca y sin la que nada se comprende.

Y una película sabia al mostrar que bien puede ocurrir que todo se derrumbe en quien confía, incluso la confianza misma, la fe más asentada, pero que aun así, del peor modo, es posible la compasión. Es la compasión bien entendida, no al modo sensiblero, lo que nos hace realmente humanos, dadores de lo que tenemos y también, es lo esencial, de lo que no tenemos. 

Aunque no sepamos, podemos dar. Aunque traicionemos a Dios (a saber qué queremos decir con tal nombre), podemos alcanzarlo del mejor modo en el otro. En el peor de los momentos, podemos quedarnos sin base alguna, pero podemos dar, incluso sin darnos. Podemos traicionarnos pero peor traición sería negar al otro la donación esencial, tan esencial como simple y contraria al orgullo implícito a la coherencia, con la que a veces se confunde la ética.

A pesar del silencio de Dios y en contra de lo que uno cree más propio de sí, lo que supone su fe más auténtica, es factible precisamente la creencia esencial sostenida por el Gran Misterio y que acoge lo que parece más incoherente, la renuncia a todo por amor real a lo que se creía menos querido.

Y es que la fe no supone creer lo que no vemos sino precisamente aceptar del mejor modo lo que vemos y lo que urge nuestra actuación. Eso nos puede hacer más humanos. 

lunes, 29 de agosto de 2016

Escépticos. El recuerdo de la Inquisición.


La ciencia ha avanzado gracias a un método poderoso, uno de cuyos pilares es el escepticismo; un pilar que exige algo que ya no se tiene tanto en cuenta, la reproducibilidad. Es desde la buena repetición que lo novedoso alcanza una objetividad intersubjetiva y se acepta como científico.

La ciencia, además de desvelar el orden, la belleza del cosmos, sus leyes y contingencias, sostiene cualquier filosofía intentada para comprender en dónde estamos y qué somos. Pero la ciencia es la base para un relato, no el relato mismo ni mucho menos el único. Los llamados a sí mismos “escépticos” en blogs, sociedades, círculos, revistas, etc. hacen, sin embargo, de la ciencia apología y única narración. Desde esa apología, que la ciencia no precisa por bastarse a sí misma, se propicia un discurso único en el que parece repetirse un viejo postulado eclesiástico enunciado de otro modo: fuera de la ciencia no hay salvación.

Es desde ese supuesto aval científico como única verdad que los “escépticos” despreciarán todo lo que no sea científico y predicarán la conversión de los descarriados al único saber verdadero que ellos detentan. 

Estamos ante una nueva forma de religiosidad con sus sacerdotes cientificistas, como Dawkins. Ante ella, hay grados de pecado. El peor es incurrir claramente en la práctica de las abundantes pseudociencias (astrología,  “ciencias ocultas”, homeopatía, magnetoterapia, ufología, etc.). Toda lucha es poca ante el pecado. Es lógico así que la predicación contra el maligno sea ejemplar con nuevas ordalías en forma de fallidos suicidios homeopáticos que muestran con claridad la necesidad de que los necios renuncien a sus prácticas mágicas.

Los "escépticos", en guerra contra los “magufos” y demás atolondrados, consideran que muchos adultos siguen en minoría de edad, incapaces de comprender que la homeopatía carece de la menor base científica o que la presencia de extraterrestres, de darse, requeriría, siendo algo extraordinario, una prueba extraordinaria, como decía el verdadero escéptico Shermer.

Los “escépticos” son tan simpáticos en su actuación como los conductores de programas dedicados a lo paranormal, pero mucho más inquietantes. Y es que ellos deciden sobre el bien y el mal, llamándole ciencia a lo que es (y a veces a lo que no es por falta de reproducibilidad o contaminación por fraude) y “magufada” a lo que no es ciencia. Si sólo la ciencia vale como cosmovisión, si desterramos lo no científico, ¿qué haremos con la Medicina, que no es propiamente una ciencia aunque se sustente en ella? Porque la Medicina se centra al final en una relación subjetiva informada por la ciencia. Si desterramos lo no científico, ¿qué haremos con el Psicoanálisis, surgido de la ciencia aunque no sea ciencia? ¿o con la Historia (aunque haya quien se empeñe en verla científica)? ¿o con la Literatura? Y, finalmente, ¿qué haremos con la Filosofía, que parecerá a muchos neopositivistas ingenuos un arcaico juego de palabras rozando lo mítico?

La ciencia surgió en un contexto religioso y no se da desprendido de él. Lo único que cambia es que son muchos quienes prentenden hacer de ella misma religión, la única verdadera. La tentación inquisitorial está así servida. No sería extraño ver en un futuro próximo iniciativas parlamentarias dedicadas a fortalecer ese relato único pretendido. Ya hay instancias en ese sentido en plataformas electrónicas de recogida de firmas. De hecho, ya asistimos a algo inquisitorial en la práctica con el desplazamiento que está sufriendo la enseñanza de las humanidades a favor de una concepción del ser humano que apuesta decididamente por su formación tecno-científica de modo exclusivo.

Los "escépticos" tienen, a su pesar, su cosmovisión, pues ésta es, por ingenua que resulte, consustancial al ser humano: sólo su visión es correcta y ha de imponerse mediante el desprecio y la prohibición de cuanta “magufada” se detecte. Una paupérrima perspectiva que trata de infantilizarnos y enseñarnos lo correcto por nuestro bien. Siempre por nuestro bien, lo peor ha sucedido en la Historia. Estamos ante una pseudo-filosofía que hace de lo utilitario dogma de vida y del “¿para qué sirve?” la cuestión esencial.

Los “escépticos” parecen ignorar que la ciencia precisa de una creencia básica en algo que la trasciende. Es precisa una fe fundamental en la isotropía e invariancia de lo legal físico, en el poder de la inducción e incluso en la garantía de la articulación deductiva lógico-matemática. También parecen ignorar el poder de la confianza básica para la vida misma de cada uno.  El efecto placebo es muy claro, tanto que ha de contrastarse en cada ensayo clínico. ¿Tiene sentido despreciarlo, en nombre de la ciencia, y negarle a alguien con una enfermedad terminal su búsqueda del imposible milagro? 

La negación del mito es imposible. La renuncia al mito clásico nos arroja en manos del mito del constante progreso, un progreso que, sin restricción ética (no científica), puede acabar matándonos a todos en sentido literal, como civilización e incluso como especie. Después no habrá vuelta atrás. Si la ciencia es maravillosa, el cientificismo se está convirtiendo en una lacra.


jueves, 31 de marzo de 2016

Ciencia y Psicoanálisis



Recientemente, el suplemento semanal de El País recogía una entrevista realizada al actual presidente de la Asociación Mundial de Psicoanálisis,Miquel Bassols

Su lectura es altamente recomendable, entre otras cosas, porque es una entrevista dirigida al gran público. No estamos ante algo esotérico como a veces se entiende al psicoanálisis y especialmente al lacaniano por su oscura terminología. Bassols define con claridad la difícil tarea del psicoanalista: "intenta ayudar a las personas a leer sus síntomas". Es decir, no lee él nada por nadie. Pero ayuda a que cada cual, en ese proceso analítico, se encuentre con la sorpresa constante de su inconsciente, eso tan repetitivo en la propia biografía, viendo que el síntoma es precisamente algo que requiere una acción, un encuentro con lo más cotidiano y, a la vez, oculto de sí mismo. De ahí que ni siquiera la mejor de las filosofías que cada uno se construya bastará, aun siendo importante, para lidiar con lo irracional.

Los médicos sabemos que no tiene sentido centrarse sólo en tratar el síntoma (aun siendo este tratamiento muy importante, como en el dolor), sino abordar el paso esencial de ver qué lo sustenta. Pero el síntoma que perturba la vida psíquica, eso que nos hace repetir lo peor, o que nos duele en el alma sin saber por qué, siempre remite a algo tan desconocido como anclado en el propio desarrollo biográfico. Y por eso no queda otra opción terapéutica que irlo analizando cada uno... con esa ayuda a la que se refiere Bassols. Una ayuda que no tiene nada que ver con terapias cognitivo-conductuales, con coachings, biblioterapias o demás alternativas. Una ayuda en la que el psicoanalista sólo actúa sin actuar, pues no se trata de un consejero ni de un director espiritual. Un psicoanálisis no adiestra, algo que se pretende a veces con otros enfoques en situaciones dramáticas como es el autismo. Por supuesto, el fármaco, la meditación, el ejercicio, muchísimas cosas, pueden ayudar pero no darán el saber necesario, curativo o, al menos, paliativo, que implica atravesar la angustia de enfrentarse a uno mismo y, a partir, de ahí, saber hacer algo humanamente mejor con la vida, tratando de habitar  poéticamente, como decía Hölderlin.

Asumir la existencia de lo inconsciente en nosotros implica aceptar el carácter único de lo subjetivo. Los síntomas pueden parecerse, incluso ser idénticos. Bassols da ejemplos de demandas terapéuticas habituales: "Problemas con el amor, el miedo a la muerte, la tristeza y el abandono ante el deseo de hacer algo en la vida." Pero no son idénticos los pacientes. Y por ello es imposible, como bien apunta, que el psicoanálisis pueda considerarse una ciencia, aunque haya nacido, con Freud, de ella. No puede serlo porque la ciencia precisa "que sus resultados sean reproducibles experimentalmente y falsables en todos los casos". Algo imposible cuando tocamos lo subjetivo. Por otra parte, la ciencia sólo crece borrando la subjetividad o tratando al menos de hacerlo cuando la presencia del observador influye de un modo extraño en lo observado, como en el célebre experimento de la elección retardada de Wheeler. Pero no es menos cierto que la ausencia de cientificidad no supone la pseudo-cientificidad. La Historia no es una ciencia en sentido duro, como la Física, pero no podríamos decir de ella que sea una pseudociencia. Hay mucho saber en la Literatura y tampoco es una ciencia. No obstante, ocurre que hay muchos "escépticos" empeñados en meter en un mismo saco todo lo que desconocen, mezclando lo empírico con lo mágico.

Esa falta de cientificidad no supone ausencia de empirismo y el psicoanálisis lo acoge del modo en que le es posible, desde la clínica y mediante la conversación entre colegas sobre esos cambios sintomáticos que la civilización va implicando. Es, precisamente, desde ese saber, que el psicoanálisis puede dar cuenta de lo que ocurre en la sociedad e incluso pronosticarlo en algún grado.

Toda entrevista tiene limitaciones obvias y se echa en falta en ésta un comentario más extenso sobre la creencia. Y es que no se pregunta por ella, sino por la religión y por Dios. Y  Dios es un concepto desgastado (enigmática para mí la expresión lacaniana sobre él) que hace tan difícil ser ateo (probablemente Dawkins o Hawking peleen contra el dios infantil de barba y túnica blanca, a la vez que creen en otras cosas). Pero tampoco es igual hablar de religión en términos de "religare" que en los de "relegere". 


Sería interesante conocer la opinión de Bassols sobre el mito, algo que para algunos, como el gran Campbell, es tan vivificador que casi lo hace vital. Y es que el mito, siendo nosotros simbólicos, con nosotros permanece; y, si despreciamos los buenos, los que han cristalizado en siglos de historia, acabaremos en manos de los peores, de los novedosos que remiten a la tentación utópica (paraísos históricos, cientificismos con sus formas extremas de transhumanismo, el progreso imparable, modelos de "triunfadores", etc.) y que pueden conducir a la peor distopía y al mayor fracaso personal.