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domingo, 2 de junio de 2019

Videos virales, virus letales.





“Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra.” (Jn. 8,7)

La lapidación sigue existiendo, sin que las antiguas palabras de Jesús consigan evitarla. Sigue existiendo en su modo tradicional en unos cuantos países y de forma moderna en otros, como el nuestro, sin necesidad de piedras reales. ¿Para qué, habiéndolas virtuales?

Una persona tiene la ocurrencia de registrar en video algo íntimo, algo que ocurre en pareja. La pareja se disuelve, pero el video no. Y alguien lo difunde haciéndolo “viral”, como dicen ahora para referirse a su rápida propagación. Conocemos la desgraciada noticia. Esa comunicación “viral” ocurrió en una empresa, en pleno ámbito de trabajo, eso que ocupa una fracción importante del tiempo de vida de cada uno, del espacio biográfico de cada uno. Tuvo una difusión suficiente para que los más próximos supieran de lo más íntimo de alguien, de lo que nunca debieran saber porque no es suyo sino de una persona concreta.

El sinvergüenza lo es porque carece de vergüenza, de honor, y desde esa falta castigará a quien tiene vergüenza, pudiendo incluso abocarla al suicidio, haciendo brutal “extimidad” de lo más íntimo. No sólo un sinvergüenza lo hará posible, también todos los que comparten en grado suficiente su triste carencia y celebran una supuesta gracia haciéndola desgracia, propagándola, amplificando su efecto hasta la asfixia de la persona afectada, que acaba viendo preferible la muerte a la marca indeleble de los otros, de los que, a pesar de ser unos desgraciados, se consideraron por una vez puros. 

Es fácil que algo así ocurra y se repita, por criminal que sea. Lo que se capta con un móvil y asciende a "la nube" pasa, en la práctica, a ser eterno, al menos en comparación con lo que dura una vida humana. Y no será necesario un proceso de revelado fotográfico, el paso de copias en papel para su difusión masiva. No se precisará siquiera gastar un céntimo; basta con un “grupo de Whatsapp” para extender lo que fue parte de un juego erótico privado y pasa ya a ser elemento brutal de vilipendio generalizado. Está ahí, se ve, es evidente, se dirá. Y se contagiará a otros, “mira lo que hizo”. 
El triste y repugnante poder de la mirada justiciera y lasciva que se propaga.

La mirada se ha hecho el gran referente de la supuesta verdad. No sorprende que sea así. Por conseguir la mirada de otros, hay unos cuantos que se han matado haciéndose estúpidos “selfies” y siendo acreedores del premio Darwin. Y proliferaron programas televisivos de “cámara oculta” con la que se desvelaban las tropelías de otros. Se trata de ver los logros, pero, sobre todo, las caídas de los demás, en un esquema moral que parecía caduco pero que persiste del peor modo.

El sinvergüenza criminal se instala en la pretendida pureza que le confiere el carácter de observador y, desde ella, ve necesario mostrar a otros lo que una persona creía privado. Ahí está, se ve, la imagen no engaña. ¿Quién lo diría? Y el efecto se amplifica. Sólo el tiempo podrá ir amortiguando las consecuencias para la víctima, pero eso sólo ocurrirá si esa víctima no pasa al acto irreversible, definitivo por letal, ante lo que le es simplemente insoportable. 

Creemos que eso es un lamentable efecto colateral de las redes sociales y de las posibilidades electrónicas en general de nuestra época. Pero no es del todo cierto. La energía nuclear puede ser buena o un arma de destrucción masiva. Las redes sociales facilitan encuentros excelentes, pero también la difusión de “fake news”, difamaciones, calumnias, humillaciones y condenas. 

La fotografía es ya algo antigua y su falsificación también.  El salto cualitativo entre lo que era posible hace un sigo o más tiempo y ahora es, en realidad, un salto cuantitativo. Antes, desde el poder de uno o de pocos, se falsificaba una imagen y se difundía en un medio de comunicación oficial u oficioso. Ahora, que todos estamos “empoderados”, nos hacemos jueces de los demás y, para eso, ni siquiera hay que modificar algo, no siempre ha de lograrse el “fake” aunque sea con el moderno Photoshop. Basta con difundir lo que se considera condenable en el grado en que sea posible. 

Todo es captable, modificable y “viralizable”, desde la estupidez de los que ascienden como fila de condenados al Everest hasta el desayuno de los “influencers instagrammers”

También son “viralizables” los pecados de alguien, aunque no lo sean o se hayan cometido hace años, aunque nadie esté en disposición de erigirse en juez porque nadie está libre de culpa. 

A la vez que cae el número de vocaciones sacerdotales, un nuevo sacerdocio laico y pernicioso se hace masivo, el de todos quienes asumen tácitamente un pretendido ideal de pureza y, desde él, satisfacen sus propias miserias con la fácil condena grupal de un chivo expiatorio.



sábado, 9 de junio de 2018

Amistad y redes sociales.




“No sé si puede haber algo mejor que le haya sido dado al hombre por los dioses inmortales, excepción hecha de la sabiduría.”
“Pagamos caro el descuido en muchas circunstancias, pero, en la que más, en elegir y tratar a los amigos.”  Cicerón. Sobre la amistad.

Si algo parece haber cambiado gracias a la revolución que supuso internet, es el concepto de amistad. Pero sólo lo parece.

Ya antes de aparecer internet, la mera posesión de un ordenador con un procesador de textos facilitó algunas cosas, como escribir lo que fuera, incluyendo cartas. Antes lo había hecho la máquina de escribir, con la que se podían hacer copias usando papel carbón; más tarde, los sistemas de fotocopiado y archivo permitieron un mejor registro de documentos. Hubo tiempos en los que una carta tardaba días o semanas en llegar a su receptor (o no llegaba). Las limitaciones del correo tradicional generaban angustia en situaciones especialmente dramáticas como la de tener a un hijo en las trincheras o que éste tuviera a su familia expuesta a bombardeos de su ciudad.

Las cartas suscitadas por la amistad o el amor eran guardadas, o no, por quien las recibía. Su autor las había escrito, a veces guiado por unas líneas, en “papel de carta”, las había encerrado en un sobre que sería franqueado con un sello y echado a un buzón de correos. No hacía copia de ellas. Las copias sólo tenían sentido si se trataba de correspondencia relacionada con la comunicación profesional o comercial. Eso no ocurre ahora. Los sistemas de correo electrónico guardan una copia literal de las cartas enviadas; no cabe el olvido pasivo de lo que se escribió.

No cabe duda de que el correo electrónico facilitó las cosas. Los intercambios epistolares son prácticamente instantáneos y, a la vez, un correo puede remitirse a distintas personas sin que se precise que cada receptor sepa de la existencia de los demás.

En algunas revistas semanales había secciones de “contactos” para jóvenes que quisieran establecer correspondencia entre sí, facilitándoles, quién sabía, la posibilidad de encontrar el amor soñado. Esas secciones siguen manteniéndose ahora de un modo un tanto patético en formato de programa televisivo. Y es que los enamoramientos no siempre aparecen por arte de magia, pasados los tiempos de “arreglos familiares”, aunque éstos aún se den mediante encuentros selectivos en ámbitos reducidos, generalmente elitistas. Un equipo de psicólogos facilitará ahora encuentros a ciegas pero televisados entre perfectos desconocidos, a partir de sus “perfiles”, generalmente sin el éxito ofertado.

El valor de la amistad real es tan obvio que sólo se sabe si se tiene. Y lo mismo ocurre con el amor, aunque sea algo bien diferente.

Si la amistad y el amor requieren de lo contingente, tenemos un problema porque, si algo se ha reducido en nuestro tiempo, es el espacio de contingencias. La división del trabajo ha llegado a la atomización y a la globalización, de tal modo que cada vez son más raros los contactos humanos en el tiempo de trabajo. La unión sindical ha entrado así en declive manifiesto; era más fácil la unión marxiana del proletariado cuando se escribían cartas que ahora. Lo mismo ocurre con el tiempo de estudios universitarios, de preparación profesional, de lo que sea, en el que cursos a distancia facilitan el aislamiento; la obligatoriedad “boloñesa” de clases presenciales no palía la situación de un claro aislamiento generalizado, disfrazado de reuniones masivas de botellón. La anarquía de tiempos de trabajo ha hecho desaparecer el sentido de tiempos comunes de descanso, como los domingos, que, curiosamente, son ya para muchas personas sencillamente insufribles.

En un mundo globalizado y atomizado a la vez, en un mundo regido por el reloj, pero con tiempos de trabajo casi tan diferentes como personas, en un mundo en el que el deterioro vecinal que ignora incluso la presencia de muertos en el piso de al lado está promoviendo iniciativas como el “cohousing”, la soledad va en aumento exponencial.

Y he ahí que, en este contexto electrónico, globalizado, atomizado, surgieron las redes sociales, siendo Facebook quizá el mejor ejemplo (los grupos de “Whatsapp” le van a la zaga y Twitter ya es tal desmadre que hasta lo usa Trump para dar cuenta de sus grandes decisiones). Y esa neo-socialización ha crecido hasta tal punto que casi todos hemos sido atrapados por la red. No es raro, ya que tiene el cebo extraordinario y narcisista de hacer muchos amigos y decir lo que nos parezca, que será siempre bien recibido por esos amigos con los “likes” correspondientes. Una espiral de supuesta comunicación y amistad se abre. En poco tiempo alguien puede llegar a tener cientos, incluso miles, de “amigos”, que verán muy bien lo que diga, por necio que esto sea. Amigos que incluso permanecerán más allá de la muerte porque no sabrán de ella cuando acontezca. Recientemente, Facebook me ha recordado el cumpleaños de un muerto; no lo felicité.

A la vez, no sólo tenemos ordenadores de sobremesa; los llevamos en el bolsillo. Se les sigue llamando teléfonos o “móviles” por su portabilidad, pero en realidad son usados más bien como nodos de red social y como máquinas de fotos con las que nos podemos retratar a nosotros mismos, hacernos “selfies” y transmitir instantáneamente a tantos amigos celebraciones personales, lugares estupendos en los que estamos, nuestras poses profesionales o humorísticas, las gracias de nuestro gato e incluso nuestra capacidad de asumir riesgos, a veces letales. Con todo eso enriquecemos en cualquier momento nuestra presencia en la red y obtenemos más y más “likes”. No hace falta decir una sola palabra; todo se hace pulsando teclas virtuales. 

Y quién sabe, podemos llegar incuso a ser “influencers”, que no influyen más que en sandeces, pero que influyen a fin de cuentas con algún beneficio comercial para alguien.

Pero, como internet, una red social puede ser algo muy bueno y no sólo ámbito de estupidez. De hecho, es una herramienta y, como tal, puede usarse para lo mejor y para lo peor. Los grupos no son sólo de ocurrencias o de rápida y visceral expresión de ideología política; los hay enormemente variados y en ellos puede intercambiarse información que abarque desde la historia sumeria hasta la mecánica cuántica o la filosofía hegeliana. Y también pueden establecerse amistades reales.

Con una inmersión en Facebook de unos cuantos años, puedo decir que, aunque sea raramente, es un sistema que puede ser milagroso para reencontrarse con alguien y para constituir una amistad real (no sólo virtual), que es una herramienta magnífica para la expresión y la comunicación y que, a veces, pocas, uno puede llegar a encontrar nuevos amigos reales.

El término “real” tiene una connotación bien clara a la hora de la comunicación humana. Supone la mirada, la escucha, la conversación. Si esa posibilidad que implica el encuentro próximo no se produce, podrán darse simpatía, afinidad, acuerdo pleno con alguien, pero no amistad, porque, sin el encuentro, seguirá siendo desconocido. Un amigo lo será de verdad sólo si la virtualidad cede a la realidad o cuando, siendo real, entra en la virtualidad por razón de lejanía geográfica. Las redes sociales favorecen el encuentro real que precede o sigue al virtual, y que supone la posibilidad auténtica de una amistad. Eso lo hace valioso en este ámbito de las relaciones humanas. A veces se da la fortuna de reencontrar a alguien y establecer una amistad auténtica, pero habrá de pasar el necesario crisol del encuentro real. Y es que ha de tenerse en cuenta que, de seguir en la línea en que vamos, corremos el riesgo de hacernos amigos incluso de meros “avatares”, de algoritmos, en este mundo de tanta “posverdad”.

Facebook facilita la amistad real, pero en mucho menor grado que la meramente virtual, superficial o, dicho claramente, irreal. Eso lo hace bondadoso en este terreno. Su perversión reside en hacernos suponer que la red es un espacio de contingencia cuando es más bien un terreno determinista de expresión de afinidades generalmente superficiales.

Un solo libro puede influirnos más en nuestra vida que todos nuestros amigos juntos, pero, si no conocemos realmente, personalmente, a su autor, no podemos decir que somos amigos suyos. De hecho, las grandes influencias literarias, filosóficas, religiosas, se suelen deber a autores muertos, con los que la posibilidad de relación, incluso electrónica, es nula.

Subyace en nuestra sociedad una creencia determinista que desprecia lo aleatorio y, por ello, todos los espacios de contingencia. Basta con pasear, viajar en tren o incluso en un bus urbano para verlo. Antes de la absorción casi universal de las mentes por los móviles, se hacía posible hablar, hablar de verdad, aunque fuera del tiempo u otras banalidades. Un paseo por la calle suponía una sucesión aleatoria de miradas a otros, a personas, llegando a incluir a veces el torpe o exitoso cortejo. En los trabajos no había ordenadores y era preciso hablar. El ritual de los domingos establecía el encuentro colectivo en distintos espacios: la iglesia, la calle, el cine, el bar, la sala de baile, la discoteca o el estadio de fútbol. Ahora todo lo que en esos lugares ocurría sucede en casa (hasta se retransmiten misas desde hace mucho tiempo), es gratis y se da en una soledad que puede paliarse mediante la entrada en Facebook para sentirnos protagonistas también en ese día gris, de pura nada, en que se ha convertido el domingo.

No se trata de hacer una alabanza nostálgica al pasado sino de estar advertidos ante la enajenación que, de no controlarlas, hacen posible las nuevas y maravillosas tecnologías electrónicas. Una enajenación que ya es claramente observable, incluso en los mismísimos hospitales, en los que el ordenador – móvil se ha hecho nuclear, a la vez que un enfermo puede literalmente “perderse” en alguna camilla mientras espera la decisión algorítmica que lo ubique en una cama numerada o lo devuelva a su casa.

Dicen que al amigo de verdad se le reconoce en las ocasiones y se sobreentiende que se trata de ocasiones funestas. Pero sucede más bien que el amigo de verdad existe cuando es acompañante alegre en las buenas contingencias de la vida. Quizá sea a esto a lo que aludía Cicerón cuando se refería al descuido.


sábado, 19 de noviembre de 2016

Good Bye, Nietzsche. Tenemos “influencers”.


Se acabó la tontería de la filosofía. Es más, se acabó la necesidad de hablar en alemán, ya no digamos en algo tan extraño como el griego. Ni siquiera es necesario hacerlo en inglés aunque quede mejor que en castellano, idioma viejo y casi muerto como el latín. Basta con mostrarse y con decir tres o cuatro cosas. A fin de cuentas, si uno es “influencer” ya influye, como su nombre indica, en un montón de gente.

El "influencer" influye estando, ni siquiera siendo porque en realidad no hace falta ser. El mínimo ontológico necesario reside en el reconocimiento por otros de eso, de que se ha alcanzado el status de“influencia”.

Modelos que desfilan por la pasarela con esa seriedad que oculta un durísimo trabajo previo, futbolistas que trabajan también duro, arriesgando incluso ligamentos cruzados y tibias, cantantes que, en un notable esfuerzo dramático, hacen llorar a adolescentes, jóvenes que sufren el peso de la fama que les otorga haber nacido en casa rica, noble o famosa. Hasta hay algún “inluencer” que ha logrado serlo por su creatividad al exponerla en un programa televisivo valioso de alto impacto, como “Gran Hermano”. 

En una serie antigua, “Fama”, introducían todos los capítulos con una frase que decía algo así como que “la fama cuesta y aquí vais a empezar a pagar”. Sin duda, era una fama discreta la alcanzable, sólo para pobres, no la inherente a los “infuencers”, quienes, de hecho, nunca pagan sino que sólo cobran por eso, por “influencers”.

No es fácil. Desde una fortísima vocación, uno puede llegar a ser sacerdote, médico, torero o trapecista, a pesar de que tenga elementos en contra. Pero jamás bastará con vocación, inteligencia, esfuerzo o las tres cosas juntas para ser “influencer”. Es algo más. Se precisa el aplauso de muchos. Que esos muchos sean radicalmente idiotas o que atraviesen múltiples estados de estupidez no importa. Se trata del valor ontológico otorgado por el aplauso cuantitativo. 

¿A quién le influyen Nietzsche, Heidegger (que dicen que era nazi y todo, aunque ya no haya necesidad de saberlo como no la hay de conocer que el muro de Berlín estaba en Alemania) o incluso el chino alemán ese que está de moda en algunos círculos de elitistas arcaicos y tiene un nombre rarísimo? A nadie. ¿Quién de todos ellos conseguiría un “engagement level” calificado como “very high”? Ninguno. En cambio, sí lo logra Elsa Punset , clara “influencer” donde las haya. Más incluso que otros porque su carácter de “influencer” influencia muchas mentes que los envidiosos calificarán de pobres, pero que serán muchas, que es lo que cuenta; porque se trata de eso, de contar el número de seguidores, algo parecido a cómo hacen los pánfilos con los "me gusta" de Facebook.

Bastante tarea tienen los “influencers” para influir sobre el hambre en el mundo, yendo a visitar a niños pobres y sedientos, bastante tienen con hacer accesible su alto nivel intelectual redactando libros de autoayuda también para pobres de mente.

Pero también son, aunque no lo parezca, humanos. También precisan comunicarse. No por cartas, que no se van a poner a escribir a estas alturas, ni por Facebook que es cosa de seguidores pobres y no de “influencers”. Y eso supone un gran problema porque… ¿qué haríamos si los “influencers” se retirasen a la comodidad de sus casas, aunque no sean todo lo lujosas que merecen? Estaríamos abandonados a nuestra suerte, sin la influencia que nos permite empoderarnos, con lo importante que nos han dicho (los “influencers” de nuevo) que es eso. Seríamos pasto de las circunstancias adversas sin saber aceptar el poder del ahora, con lo importante que es el ahora si a uno lo despiden o lo echan de su casa mañana, con lo importante que sigue siendo aunque uno esté hundido en un cuadro de depresión. 

Caeríamos en la tentación de leer libros viejos (afortunadamente tenemos el programa de Milá en que nos dice lo que ya sabíamos, que los tostones son tostones y no libros dignos de lectura, como sí lo parecen los que nos enseñan a almacenar camisetas), podríamos incluso dedicarnos a jugar al tute y a beber como cosacos. Necesitamos a los “influencers” como las abejas precisan las flores.

Y por eso es muy de agradecer, es vital hacerlo, que haya una red social específica para ellos, esotérica pues sólo los iniciados podrán compartir altas preocupaciones con otros “influencers”. Pues bien, existe tal red para sosiego del mundo. Y se llama Vippter  y, para orgullo de quienes somos gallegos, resulta que tiene su sede (lo del cableado o lo que sea) aquí, en Galicia. Nada menos. 

Y hasta es accesible a gente de a pie. Cualquier admirador de un “influencer” puede pasar a mostrar el orgullo de tal fascinación ahí, en esa red, aunque, lógicamente, no pueda intervenir por su cortedad en conversaciones del alto nivel que mantendrán entre sí los “influencers”.

Y pensar que hasta ahora no conocía ese término. Tal vez por eso lo he repetido tanto. Lo escribiré una vez más, hasta que cale en mis entrañas: “influencer”. Tal vez así consiga empezar a empoderarme, que no sé qué es pero seguro que se trata de algo importantísimo. Hasta lo saben los gestores de la sanidad pública, aspirantes ellos mismos a "influencers".