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sábado, 12 de noviembre de 2016

Francisco recuerda la utopía realizable.



Sólo fue un gesto. Francisco no acabará con la pobreza en el mundo. Tampoco sería solución la sugerida en la novela de Morris West, llevada al cine, “Las sandalias del pescador”. Y Francisco lo sabe; no es tonto. 

La miseria en el mundo es demasiado grande, terrible, y los pronósticos para los próximos años no son halagüeños. No bastará con un gesto ni con millones de gestos.

Pero Francisco es creyente. Lo es en la utopía asociada al evangelio, algo muy diferente a lo que tradicionalmente ha reinado en el mensaje eclesiástico.

Ocurre que instar a la dignidad supone un gesto distinto al que ha sido habitual en la Iglesia, pues no es lo mismo dignidad que resignación, como no es lo mismo ser pobre que arrastrado. Ese gesto es, en el fondo, de rebeldía frente a la aceptación tradicional del estado de la situación. 

A la vez,supone la utopía de la llamada a cada uno que se considere creyente, pues la creencia cristiana no lo es tanto en un dogma cuanto esencialmente en una referencia ética. San Juan de la Cruz lo expresó muy bien cuando dijo que “en el atardecer se nos juzgará en el amor”. Y no es descartable que, si se diese ese balance final (quién sabe lo que pensará uno cuando vislumbre la otra orilla), nosotros mismos seamos nuestros implacables jueces. ¿Quién podría soportarlo? ¿Quién podrá soportar haber traicionado el deseo, haberse traicionado a sí mismo?

El gesto es importante por otro aspecto, su particularidad. Francisco no contactó con todos los pobres del mundo, ni siquiera con todos los de Roma. Lo hizo con unos cuantos, con poquísimos en comparación a la ingente cantidad de los que viven en la miseria. Pero, a la vez, mostró que la utopía sólo es alcanzable a través de la ética, no sólo de la política, y que la ética supone siempre una relación singular, de uno a uno. Parece que es en el Talmud donde se dice eso que se recogía en una película reciente, “quien salva una vida, salva al mundo”. El cristianismo surge en el contexto de la sabiduría judía. Es conveniente recordarlo.

El símbolo tiene una fuerza extraordinaria. La Iglesia lo lleva sabiendo desde hace dos mil años y podría decirse que subsiste gracias a él. Pero demasiadas veces lo ha mostrado como mero ritual salvífico sólo para los elegidos, para los que pueden hacer caridades farisaicas, no para los inicialmente destinados, los pobres, los oprimidos, los que tienen hambre y sed de justicia y que no tienen por qué esperar resignados a la muerte y al posible cielo.

El símbolo de Francisco es llamativamente franciscano (no es casual que haya elegido ese nombre ni que una encíclica suya sea “Laudato si”). Francisco hace lo que puede, con el contexto que tiene, que ya es difícil. Y puede simbolizar la esperanza que comparte con el recuerdo de un joven judío que nació y vivió pobre, pero con dignidad. 

El cristianismo es incompatible con la resignación. Sólo acoge la rebeldía en tanto el mundo siga siendo inhumano. Y sabe que esa rebeldía no pasa por revoluciones distópicas, cuya ineficacia y salvajismo suelen superar los buenos deseos que las inspiraron, sino por la ética del uno por uno, por un amor espontáneo y no sensiblero o devoto, el amor del que uno sólo es capaz, no por conversión intelectual sino por liberación de sus propios demonios inconscientes.


Sometidos a la inconsciencia, así nos va. Francisco simboliza que puede irnos de otro modo, pero sólo siendo de ese otro modo y siéndolo además espontáneamente, no artificiosamente, no religiosamente.