Mostrando entradas con la etiqueta Perdón. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Perdón. Mostrar todas las entradas

sábado, 26 de octubre de 2019

La culpa.





“Y le dijo a ella: tus pecados quedan perdonados” Lc. 7, 48.

Fue en casa de alguien sensato, noble, justo. Jesús había sido invitado a comer allí. Y, cuando nadie lo esperaba, surgió una mujer que contrastaba con una cierta descortesía del anfitrión. Se deshizo en las lágrimas que le suscitaba saberse culpable. 

En los bellos textos evangélicos, aflora con frecuencia una pregunta de gente sorprendida, “¿Quién es éste, que hasta perdona los pecados?” Lc.7,49.

"Pecado" es término en desuso en España, tras los largos y tristes años nacional-católicos (todos éramos pecadores, aunque más especialmente los que habían sido vencidos en una guerra cruel). Pero permanece con otro nombre, ya antiguo, la culpa. Uno puede ser objetiva o subjetivamente culpable. Lo vemos en las películas de juicios: "es culpable". Ya está. Quedará la sentencia que la ley asigne a esa culpa.

Pero la culpa real, la más brutal, es la que uno mismo llega a sentir sin que otros la enuncien, y que puede hacer precisa, como mínimo sosiego, la correspondiente condena jurídica, cuando no medidas extremas como el suicidio. No basta con saberse culpable, se precisa ser juzgado, condenado; por los otros, por la ciudad. El castigo paliará la culpa; será preferible a mantenerla estando libre, ya que ¿qué clase de libertad sería?

Tal vez algún día, algún fármaco que actúe sobre la amígdala cerebral o sobre cualquier región concreta del sistema límbico, o cualquier otra zona, anule esa percepción de culpa y calme. Pero será una calma inhumana, porque humano es reconocerse como ser ético y, por ello, con la posibilidad de elegir mal, de decidir mal, de actuar mal contra los otros y contra el gran reto de ser. Es la posibilidad de hacerse culpable ante sí mismo tras la elección. A la vez, puede ocurrir que la elección ética adecuada haga a uno culpable solo a los ojos de quienes lo son realmente, en cuyo caso, lo inhumano es esa culpabilización presuntamente objetiva. Ha ocurrido muchas veces, demasiadas, en la Historia. 

“Und die fromme Rosablancke
Die mit goldener Flut der Locken
Möchte alle Schuld bezahlen”.

Ellos, los miembros de la Rosa Blanca, fueron declarados culpables en un ignominioso juicio nazi. Lo fueron ante la ley vigente, no ante su conciencia. Y murieron serenos, pagando toda la culpa de tantos, sin tenerla ellos.

A veces, la culpa tiene motivos inconscientes, pero motivos, a fin de cuentas. Percibida como demonio interior, puede solicitarse la ayuda del fármaco, la comprensión clínicamente facilitada de determinismos que hayan anulado la libertad, pero será solo desde la aceptación de la propia libertad, por escasa, limitada que sea, que la culpa podrá ser tratada, enfocada, corregida, superada, por ser propia. Tal vez acompañada, pero propia a fin de cuentas. No se trata de pagar toda la culpa del mundo (“alle Schuld bezahlen”) pero sí de partir de la real de cada uno, de su conocimiento, como punto de inflexión transformador.

La belleza del Evangelio reside en muchos aspectos. Uno de ellos es que no anula la responsabilidad propia, sino al contrario, pero, a la vez, desconoce el tiempo, en la medida en que, en él, por larga que haya sido la biografía errada anterior, siempre es posible el cambio, siempre es facilitado el perdón divino, absoluto, incluso al final. La concepción que se ofrece de Dios es la del Gran Misterio que, contra toda ley, contra toda esperanza, sostiene la gran posibilidad del cambio radical, la que permitirá el largo recorrido (no importa su duración en términos temporales) por el filo de la navaja, que hará a cada cual poder admitirse a sí mismo, ser capaz de cambiar, merecedor de salvarse, se entienda esto como se entienda. De la peor forma de muerte en vida, puede surgir la vida real.

lunes, 18 de julio de 2016

18 de julio. "Paz, piedad, perdón"



Ochenta años, toda una vida que muchos no alcanzan porque se mueren antes, es lo que nos separa de otro verano caluroso, el de julio de 1936.

Inercia de acomodados poderosos, ilusión republicana, sectores del ejército que se sublevan, un golpe fracasado, sueños rojos revolucionarios, guerra civil. Y, por si fuera poco, los horrores de la represión en ambos bandos, oficiosa en un lado, oficial en el otro. Guerra que no acaba, que continúa en la gran contienda mundial.

La brutal insensatez hecha cotidiana.

Cada uno en su bando, no siempre el deseado, ni siquiera deseable desde tanta ignorancia, sino el que toca por mero azar geográfico.

Y lo peor de la guerra, y de la posguerra, sobreviene en forma de “paseos”, cabezas afeitadas, aceite de ricino, venganzas bajas y rastreras, las miserables justicias de los cobardes que brillarán también en Francia y en Rusia después de que los valientes las liberen. 

Hambre, piojos, retorno al pasado brutal. Cruzada le llaman los más necios. Guerra fratricida se dice también de ese horror, como si las guerras fueran otra cosa que matarse, como si los fratricidios precisaran guerras.

En nombre de Cristo, se bendice lo peor. En nombre de Cristo, el suave Jesús es olvidado. Y él mismo es atacado en imagen porque quienes decían transmitir su dulce y dura palabra no lo han hecho, lo han traicionado, excepto unos pocos que llegan a morir por él en su coherencia. En nombre de Cristo, un dictador que firma sentencias de muerte irá a misa bajo palio. El cinismo vence. La religión se hace nacional-católica, tridentina, medieval, anticristiana.

El cristiano auténtico Unamuno, que siempre se equivoca y, tal vez por ello, siempre dice verdades, clamará a destiempo pero con dignidad, como “sumo sacerdote” en el “templo de la inteligencia”, contra la pulsión de muerte del lisiado Millán Astray. Poco después morirá. Ni siquiera le fue concedida la muerte heroica en ese acto universitario.

Muchos héroes murieron, muchos cobardes fueron condecorados.

Todo debería haber pasado a los libros, a los archivos, a las tumbas. No hubo muchas cruces en campos de batalla, como las que florecieron en Verdún, que señalan la paz para todos, sino una sola gigantesca, que anuncia la victoria de unos cuantos.

Tuvieron que venir hispanistas ingleses a hablarnos de nuestra guerra y de nuestra paz, si paz se le pudo llamar a lo que vino después, ese mar de luto siempre que el luto se pudiera expresar. 

Se negó y se niega la memoria histórica pensando que carece de sentido e incluso que así se consigue un olvido reconciliador, un cierre, pero es un cierre en falso, porque fosas desconocidas en las que yacen cadáveres hacen imborrable el recuerdo esencial. 

En ese contexto de olvido, incluso hoy, transcurridos ochenta años desde el inicio de aquella barbarie, hay algo memorable: tres palabras con las que alguien concluyó su discurso, que se entendió inútil (todo lo bueno es casi siempre "inútil") en lo que quedaba de las Cortes Republicanas: paz, piedad, perdón.