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viernes, 2 de septiembre de 2016

El recuerdo del cuerpo.



Hay personas agraciadas por los dioses en lo concerniente a su belleza, algo que a veces se les reconoce públicamente en concursos si se presentan a ellos, proclamándolos “míster” o “miss”… lo que sea, Madrid, España, Mundo, o incluso Universo, tal vez porque los jueces imaginen que en el Cosmos la máxima expresión de belleza sólo pueda tener forma humana. 

No es extraño que, en entrevistas posteriores, la miss del año declare que no es sólo un cuerpo lo que han elegido los jueces, aludiendo a sus especiales cualidades humanas y rasgos de personalidad anímicos, no visibles directamente. Y, aunque esas declaraciones provoquen sonrisas, encierran una gran verdad; nadie es sólo un cuerpo. Y eso no implica incurrir en el viejo dualismo.

Ni siquiera la cuestión ¿Qué somos?, una vez formulada, tiene sentido si no parte de otra directamente singular, ¿Qué soy? bien diferente a la de mucha más fácil respuesta ¿Quién soy? Y es que la mirada a lo que sea siempre se da desde un cuerpo. El recuerdo de nuestro entorno infantil no puede corresponderse a la realidad del mismo simplemente porque la mirada era otra, más a ras de suelo; era otra realidad porque había otro cuerpo, previo.

Podremos decir que somos en un cuerpo, por un cuerpo, gracias a un cuerpo, pero no el cuerpo mismo. Ni siquiera el cuerpo vivo, ya que el cuerpo sigue siendo tal aun tras la muerte, en descomposición, pero cuerpo al fin. Polvo formado en estrellas que retorna al polvo de esta tierra. Somos algo más o, más bien, algo claramente distinto a un conjunto extraordinaria y dinámicamente organizado de células. La importancia de lo corpóreo en nuestro propio ser se ha ido reduciendo a lo que parece imprescindible, el cerebro. Incluso aun así, habría que ver cuál es el cerebro “mínimo”, lo básico esencial corpóreo, para dar cuenta de un alguien que se reconoce como tal. En ese sentido, podríamos hablar de grados de muerte, como involución, ligados a lesiones cerebrales de mayor o menor relieve, admitiéndose en general que uno está muerto cuando el registro encefalográfico es plano.

El problema de por qué algo se reconoce como un alguien aquí y ahora, de por qué emerge la subjetividad en un cuerpo concreto, el problema de la consciencia en sentido fuerte, no ha sido resuelto y es discutible que alguna vez puede ser un problema intrínsecamente científico y no exclusivamente filosófico. Quizá sea una frontera entre lo que proporciona respuestas y lo que hace preguntas.

La vida es sorprendente. Creemos entenderla a veces, pero es una cuestión abierta. Exceptuando a grandes soñadores como Lem, no la concebimos sin cuerpos, sin individuos corporeizados, y no es fácil reconocer siempre lo individual. Lo es una célula, pero también un conjunto organizado de ellas en el que muchas se mueren, otras se reproducen. Y también un conjunto aparentemente desorganizado pero que, de pronto, toma una extraña conciencia del valor cuantitativo y desde él lo individual se transforma cualitativamente. Quizá el ejemplo más simple (y bien complejo que es) sea el “quorum sensing” bacteriano. “Sintiendo” el nivel cuantitativo de una colectividad, la luminiscencia o la virulencia emergen como manifestación conjunta de un “individuo otro”, de un individuo no reconocible morfológicamente como ente claramente diferenciado, pero distinto a la vez a cada bacteria que participa en ese impresionante fenómeno.

Otros cuerpos colectivos surgen de cuerpos individuales. Las sociedades de insectos son un buen ejemplo. Quizá lo sean también las humanas. Tal vez en lo más biológico, en lo más orgánico, radique el poder de lo organísmico supraindividual, amplificado extraordinariamente por la cultura. Un poder que puede manifestarse como la capacidad de regular la vida social en bien de todos los que la constituyen, y también un poder que puede derivar en el peor autoritarismo precisamente desde la identidad de cada individuo con el cuerpo del que pasa a formar parte, confiriendo al ente grupal liderado la única razón de existir.  

¿Hasta qué punto nos reconocemos al mirarnos en el espejo? Se dice que los memoriosos de verdad, los que nos recuerdan al Funes imaginado por Borges, tienen problemas para reconocer cuerpos por su dificultad de abstraer lo constante de la variedad en la que cada uno de ellos se muestra a lo largo del tiempo, incluso en cortos intervalos. La prosopagnosia por un lado y los trastornos somatomorfos por otro nos señalan la complejidad del entendimiento del cuerpo, del de los otros y del propio. El cuerpo puede sentirse como aliado o como enemigo. ¿De qué? De lo que el mismo cuerpo soporta, de cada uno. Es esencial pero nada peor que identificarse con él. Desde esa identificación se le castiga actualmente con dietas y disciplinas gimnásticas encaminadas a su supervivencia, en el contexto de un higienismo sin sentido, y que recuerdan a las mortificaciones monásticas dirigidas a lo contrario, cuando primaba la salvación del alma.

Las alucinaciones psicóticas dan cuenta de lo que puede ser para algunos sentir la posesión del propio cuerpo por un otro. No es raro que tantas extrañezas sostuvieran la posesión demoníaca como algo realista; hoy en día el diablo, que aun suscita exorcismos, es sustituido para algunos por alienígenas.

Lo corporal nos asiste en nuestra percepción del mundo, no sólo desde el cuerpo propio sino con el cuerpo como modelo general. Y así hablamos de cuerpos geométricos, de corpus lingüísticos, de corporaciones…  y concebimos las sociedades humanas como entes corpóreos. Así también perciben los cristianos a su Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo. Pero también la imagen corpórea permite imaginar lo que dicen las ecuaciones que describen electrones, átomos, moléculas… A todos ellos les conferimos particularidad, un cierto modo de corporeidad, aunque de uno en uno puedan negarla empíricamente atravesando una doble rendija e interfiriendo cada uno consigo mismo, golpeando nuestros sentidos, eso que muchos creyeron garantía de verdad. Sin la concepción del cuerpo emanada del nuestro no podríamos seguramente concebir nada del mundo que nos rodea; no podríamos interpretarlo ni científica ni socialmente.

No nos queda sino el recurso a la metáfora para tratar de imaginar lo que ya vemos, porque la visión no basta. La fe es, en realidad, creer lo que vemos. 

Tan importante nos parece en general el cuerpo que creemos natural su afán de supervivencia. Sin embargo, Freud ya nos habló de la importancia de todo lo contrario, de la pulsión de muerte. En realidad, el siglo XX entero parece haber sido movido por Thanatos. Un tiempo en que los cuerpos se mostraron del peor modo, como seres famélicos, como cadáveres innominados, amontonados en fosas comunes, o como uniformes vistiendo esqueletos. Un tiempo en que los cuerpos sociales también se desintegraron, dando lugar a otros.

A la vez que hay cuerpos de uno en uno, el lenguaje hace de ellos otra cosa bien distinta. En eso nos diferenciamos de otros hermanos naturales, de otros animales muy próximos incluso en todo lo demás. Hablamos. Ésa es la gran diferencia que complica las cosas, dando el paso de la Biología a la Cultura.

San Pablo habló bien del cuerpo, a pesar de todas sus represiones; dijo que era Templo del Espíritu Santo, nada menos. Y parece que es una expresión feliz porque no es tanto creencia cuanto constatación de que cada cuerpo humano remite al Gran Misterio de su existencia y de la subjetividad que ésta permite. Cada cuerpo hablante alberga el gran enigma del Ser.

Post dedicado a Venancio Salcines, que lo inspiró con una pregunta.