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sábado, 8 de septiembre de 2018

MEDICINA. Falta de médicos.




Nos estamos quedando sin médicos. Es un hecho reconocido hasta por las propias autoridades sanitarias.

Hubo tiempos no lejanos en los que los médicos ya especialistas vía MIR no tenían posibilidad de un trabajo digno en nuestro país y habían de buscarse la vida emigrando a Portugal, al Reino Unido,… a donde fuera. O hacer otro MIR, que ha pasado en muchos casos a ser considerado una salida laboral más.

Más tarde, con ocasión de la crisis, término que se hizo mantra para explicar todo tipo de decisiones extrañas, pareció políticamente oportuno acortar la edad de jubilación de médicos en el sector público (se ahorraba, criterio sacrosanto donde los haya) y así muchos médicos que habían entrado en el sistema a raíz de la apertura de los grandes hospitales (ciudades sanitarias se les llamaba) o pocos años después, se vieron jubilados bruscamente, a veces de la noche a la mañana de modo literal. Ni siquiera se mantuvieron las formas de una cortesía elemental. Hubo servicios que prácticamente se vaciaron al no haber una generación de facultativos intermedia y adecuadamente formada entre los que se iban y los que entraban.

Parece sensato, necesario, que se dé paso a otros, que haya un recambio generacional, pero ese no fue el motivo de que se echara a los viejos, porque no fueron sustituidos por jóvenes en condiciones laborales similares, sino que se amplificó un precariado médico que aún persiste ahora en forma de contratos horarios, de guardias, por acúmulo de tareas, por diferentes razones administrativas (qué más da el nombre que le den a lo que se llama justamente "contratos-basura") y que generan situaciones laborales inciertas. A la vez, hay interinidades que se eternizan porque las ofertas públicas de empleo (OPE) se dan cuando se dan, con una frecuencia temporal muy baja y con un número de plazas exiguo para estabilizar a gente con muchos años de experiencia.

Y esto ocurre en un contexto organizativo piramidal con promociones jerárquicas que parecen desconocer criterios de mérito, capacidad y publicidad. Un contexto que se incluye en otro en el que ha destacado una falta de previsión adecuada en la convocatoria de OPE o en la oferta anual de plazas MIR para las distintas especialidades. En aras de la excelencia, término en vigor donde los haya, se instala una nota de corte tan alta como irrelevante a la hora de seleccionar a quienes podrán iniciar los estudios de Medicina, en ausencia de relación alguna entre la calidad de un futuro médico con que su educación secundaria haya sido brillante o sólo aceptable. Nadie le preguntará a un cirujano por esa brillantez alcanzada o no en literatura o matemáticas cuando fue adolescente.

Las listas de espera diagnósticas y terapéuticas son como son, en hospitales que trabajan en turno de mañana a pesar del concepto industrial en que ha caído la Medicina y que algo bueno debiera tener. Quedan así para tardes y noches las urgencias que saturan de un modo insensato los recursos disponibles, en vez de mantener una actividad continuada en mayor o menor grado con mejores criterios de lo que es urgente, algo que rqueriría más personal y que probablemente fuera razonable desde el mero aspecto economicista, ese que tanto gusta. La concepción industrializada de la Medicina, que roza tantas veces la perversión en alianza con los intereses de las industrias diagnóstica y farmacéutica, no ha conseguido así superar la visión burocrática que implica tantas peregrinaciones de urgencias a primaria, de ésta a consulta especializada y de aquí a la obtención de pruebas complementarias y retornos diversos, con el retraso diagnóstico y terapéutico consiguientes. Hay enfermos que bien pueden perderse en semejante circuito. Se da la gran paradoja de que la bondad de nuevas herramientas, como las de imagen, puede suponer a la vez un cuello de botella diagnóstico por la demanda existente, tanto la natural como la inducida por una hipocondrización generalizada.  

Los brillos asociados a trasplantes, cateterismos fetales y cirugías robóticas se dan a la vez que nos quedamos sin médicos de familia y sin pediatras. De los geriatras ya ni se habla y es que parece que la asistencia sanitaria sólo tiene como objetivo la edad laboral, de tal modo que quienes tengan demencias u otras enfermedades degenerativas asociadas a la vejez (esa etapa de la vida que algunos iluminados dicen que es una enfermedad más y susceptible de futura curación) tendrán que buscarse la vida cuando menos pueden encontrarla precisamente por su condición socioeconómica, entrando en un limbo de pacientes olvidados y que alimentará las noticias de muertos solitarios en sus casas. 

Esa carga geriátrica es paliada precisamente por médicos de familia, que hacen lo que pueden, lo que resalta aun más la gravedad de su limitación numérica.

Muchos médicos de familia no lo son ya propiamente porque difícilmente pueden llamarse así los que han de cambiar reiteradamente de lugar de trabajo y, por ello, de familias a las que atender. La atención primaria es la gran afectada por el despropósito organizativo en el sistema público, con consultas saturadas que han de conciliarse con las debidas asistencias domiciliarias y restricciones temporales en capacidad de atención clínica.

Los pediatras también sufrirán los efectos de su propia escasez y de la dispersión geográfica de necesidades asistenciales. A la vez parece que pagan también las consecuencias de un viejo deseo de alargar la frontera de la niñez hasta los catorce años o incluso más allá, algo quizá muy natural en una época que alberga la “adultescencia”. 

Y es ahora cuando las lumbreras políticas caen en la cuenta de que quizá se precipitaron al jubilar masivamente a la gente mayor, al no tener en cuenta las necesidades de formación especializada, al potenciar una visión de la Medicina que hace que las primeras especialidades elegidas por los MIR sean las que son, o al menospreciar la visión generalista que se tiene de los médicos de familia y pediatras ante el brillo mediático que brindarán otras especialidades. 

Y todo ello acaece en una época en la que el “santoral” ya no recuerda a santos, sino que parece celebrar enfermedades. En él, las esperanzas celestes son sustituidas por las constantes promesas salvíficas que abarcan desde la inminente cura de una enfermedad (suele ser siempre en cinco años) a la difusión de publicaciones relevantes que muestran las células como agentes intencionales (habiéndolas “malas”, que serán combatidas, incluso fortaleciendo a las "buenas"). Sobran los ejemplos de atentados a la inteligencia en esa visión de pseudo-divulgación médica cotidiana, pero el hecho de ser falaz no impedirá que influya poderosamente en una demanda creciente, en la proliferación de cribados y en la consolidación de algo tan perjudicial como es una medicina defensiva. 

Tenemos unos magníficos profesionales en el sistema sanitario (no sólo médicos) que, con su trabajo cotidiano callado, bien hecho, vocacional en tiempos poco propicios a vocaciones, sostienen lo que parece insostenible por obra y gracia de tanto gestor "político profesional" a quien nadie le pedirá jamás nota de corte alguna, aunque en muchos casos parecería prudente hacerlo. Tampoco estarán nunca sometidos a un "numerus clausus" relacionado con necesidades reales. Eso sí, muchos de ellos podrán pagarse una cara sanidad privada si lo precisan y no serán afectados por sus propias decisiones, esas que inciden en tantos.



martes, 10 de mayo de 2016

El médico enfermo. El recuerdo de la fragilidad y la necesidad de confianza



En cierto modo, ser médico es olvidar. Se trata de un olvido necesario, el de la propia fragilidad, la de cada ser humano. Parece paradójico porque trabajar como médico implica ver esa fragilidad todos los días aunque sea de modo indirecto, pero es algo que acontece a otros, a los pacientes. Mal médico sería el que se contagiara emocionalmente de todas las pérdidas con las que trata, como también lo sería aquél que fuera insensible al dolor ajeno.

Los pacientes son siempre los otros hasta que pasa a serlo uno mismo. En ese caso, el médico pasa al otro lado y precisa recurrir a un compañero, término en triste decadencia. ¿A quién? La respuesta parece fácil: a un buen profesional. Pero no es tan fácil porque la medicina defensiva ha calado en muchos profesionales que, curiosamente, se tratarán de “defender” de alguien que sabe más de Medicina que un paciente no médico.

Es normal que la defensa impregne la actividad médica porque hay pacientes, o familiares de ellos, en quiebra de confianza, y que, “asesorados” por Google tanto en sus dolencias como en las leyes que con ellas se puedan relacionar, no acuden al médico más que para confirmar oficialmente lo que pretenden saber o como trámite mediático para otros fines. También los movimientos asociativos pueden propiciar la querulancia. Y no es menos cierto que, cuando un médico llega a una situación de defensa real, jurídica, se invoque el cumplimiento de protocolos avalados por las llamadas sociedades científicas o la mismísima OMS para ser reconocido como no culpable.

La posición defensiva, lógica en el contexto actual en el que, más que nunca, de medicina todo el mundo opina, afecta también a la relación clínica cuando el paciente es médico. Y, desde esa postura defensiva, garantista, todo lo descartable ha de quedar descartado, evitándose riesgos para uno mismo desde la falsa idea de evitarlos al compañero con quien muchas veces se entabla un diálogo de sordos por supuesto saber, o de frialdad probabilística. “Vamos a curarnos en salud” se dice a veces aunque esa salud se haya ido por el momento. Y así vendrán pruebas y más pruebas con sus falsos positivos y marcas.

No es alguien así quien se precisa, no es un médico-técnico, sino un médico-clínico, con la valentía de sostener la incertidumbre del acto médico, y eso implica investir a quien se elige de un supuesto saber, basado en lo que de él mismo se supone por haberlo conocido, aunque sea superficialmente. Eso implica una relación transferencial, de abandono necesario en el otro. Sin confianza, no hay medicina posible; el efecto placebo es sólo un ejemplo de esa necesidad.

Sólo desde la humildad que acoge la confianza plena se puede hacer la mejor elección. Aun así, la mejor elección puede ser, simplemente, la menos mala pero, en ocasiones, uno tiene la fortuna de ser bien guiado por su instinto y encontrarse un buen médico, de quien se desearía que fuera especialista en todo y, a la vez, generalista, para tenerlo siempre a mano, dotándole de esa inmortalidad e invulnerabilidad con que se veía al médico en la infancia, al omnipotente pediatra. 

Es reconfortante saber que en estos tiempos de una medicina industrializada, con sus certificaciones y parafernalias algorítmicas, hay médicos de verdad, y no sólo en lugares en los que se juegan la vida y la pierden como le ocurrió al pediatra de Alepo.También en nuestros hospitales, en nuestros centros de salud, los hay. Quien da con uno de ellos es afortunado, no sólo en el potencial restablecimiento de su salud, pues obviamente se precisa que el médico sepa y mucho de Medicina, sino en algo fundamental y tan olvidado como es el proceso implícito, mediante el acompañamiento, la escucha atenta, la decisión oportuna y la transmisión de sosiego, inherentes a la buena clínica.

Cuando todo eso se recibe, no sólo hay el sentimiento de haber “acertado” en la elección; se afianza además la valoración de la Medicina misma porque ocurre que, a pesar de la distorsión cientificista, la Medicina es una extraña mezcla de saber científico, de experiencia, de intuición, de reconocimiento de ignorancias, que siempre implica relaciones singulares. Ningún estudio multicéntrico, ningún meta-análisis, ningún sistema experto sustituirá jamás al médico, si éste lo es de verdad. 

Probablemente ninguno de estos médicos auténticos sentirá la tentación de mostrar su vocación a las cámaras en la pintoresca campaña actual de Roche.  Ni falta que le hace. Su vocación, en la que no pensará, es puesta en acto, volcada cada día en sus pacientes. Con eso le basta.

Recordar la fragilidad propia es importante y saber que no se está solo en ella también. 

Se dice con frecuencia que mientras hay vida hay esperanza, pero quizá sea más apropiado enunciarlo al revés: hay vida en tanto hay esperanza. Ser médico supone sostener esa esperanza, porque no es concebible una vida sin ella. 

¿Esperanza en qué? Muchas veces, simplemente en una pronta curación. Otras, o quizá siempre, en la propia vida, en saber que tiene sentido y que vale la pena abandonarse a sus fuerzas hasta que la dejemos, algo que ocurrirá tarde o temprano; en que vivir es un breve relámpago misterioso en comparación con el tiempo del mundo, pero suficiente para alumbrarlo todo. Si no renunciamos a esa mirada, ya todo quedará dicho, incluso con el silencio, y el mismísimo Universo será enriquecido.


Este post es dedicado a mi amigo el Dr. Alfonso Solar, buen médico y buena persona.