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viernes, 12 de mayo de 2023

MEDICINA. El peligroso olvido de la mirada generalista.



Imagen tomada de Pixabay

   

     Leo lo siguiente en un periódico digital, “Redacción Médica", con fecha de 7 de mayo de 2023): "Medicina Familiar y Comunitaria es la única especialidad que pincha y no consigue completar las 2.455 plazas que se ofertaban para esta edición del MIR. Concretamente, son 202 las que se quedan libres". 

    Eso me impulsa a retomar en este blog un texto que había escrito en un grupo de Facebook (Medicina y Humanidades) hace un año y que incluyo seguidamente:

    La concepción mecanicista de la Medicina nunca había llegado tan lejos en nuestro medio.

La especialización es buena, siempre y cuando suponga un plus de saber sobre la persona enferma, pero no lo es cuando se transforma meramente en un saber parcelado, en una Medicina de fragmentos de cuerpo.


    El brillo de los avances médicos siempre se muestra en el contexto de la especialización. Y no son malos los brillos, pero pueden cegar.    


    Se pasa a asumir, en la práctica, que un especialista en Neurología no es un médico que sabe mucho más de las enfermedades del sistema nervioso, sino un médico que sólo sabe de eso. Tal criterio de especialización genera un alto grado de ineficiencia cuando un paciente lo es por la afectación de varios órganos en un contexto de “respeto” mal entendido entre especialistas de distintos campos. Esa ineficiencia es facilitada cuando se da, como ocurre ahora, un envejecimiento poblacional.


    Si añadimos el papel relevante que tienen las circunstancias biográficas, no sólo biológicas, el desastre de tal visión de una Medicina de trozos corpóreos está servido, por lo que conlleva en tiempos de espera, peregrinaciones ínter-consulta, yatrogenia, e incluso coste económico añadido por parte del sistema sanitario.


    Pero el término “especialista” prevalece, y tan es así que habrá “especialistas en Medicina de Familia” (aunque sean frecuentemente sustituidos unos por otros) y no médicos generales, porque eso, lo “general”, es un término desprestigiado. Llamarle especialista a un generalista es un oxímoron que desprecia el extraordinario valor diagnóstico y terapéutico de una mirada global al ser humano enfermo.


    La que fue un día reina de las especialidades médicas, la Medicina Interna, lleva un curso paralelo a la Medicina de Familia, con su disgregación en especialidades más selectivas. La Pediatría parece abocada a un destino similar en su diversificación a pediatras de órganos, aparatos o sistemas. Y la Geriatría, simplemente parece que no existe en nuestro país, en el que el número de viejos crece de modo imparable.


    En ese enfoque, se asume, por políticos mediocres y por un amplio sector de la población, que un médico generalista no sabe ni siquiera hacer peticiones de muchas analíticas o pruebas de imagen, por lo que les son vetadas por parte de gerentes y demás “calidólogos” que campan a sus anchas en nuestro sistema sanitario.


    Un médico de familia puede verse abocado así en no pocas ocasiones a ser un mero intermediario burocrático entre compañeros de otras especialidades, para los que hace hojas de consulta o pide análisis básicos y alguna radiografía de tórax. A la vez, la pandemia ha sido un gran catalizador a una tendencia previa a ella, basada en el uso pernicioso del teléfono y del ordenador como vías de comunicación médico - paciente.


    Cuanto más se desprecie la mirada generalista, algo muy claro en lo que prefieren los médicos que han aprobado el MIR, más gente, en mayor grado y durante más tiempo sufrirá por enfermedad en un sistema que parece olvidar la enfermedad crónica, el envejecimiento y la muerte. Un sistema que también olvida, lo que es peor, la vida misma.


    Todo reconocimiento social del valor del médico de familia se hace necesario. También el institucional. El Colegio Médico de Coruña y la Academia de Medicina de Galicia han hecho muy recientemente sendos reconocimientos (la máxima distinción colegial un año anterior y la creación del sillón de Medicina de Familia en la Academia hace poco, respectivamente) a dos compañeros que han optado en su día por lo que más vocacional parece en el ámbito médico.


    Queda mucho por hacer para recordar que el médico que precisa en primera instancia la sociedad, lo es de pacientes y no de trozos de sus cuerpos, y siempre de modo singular en cada encuentro clínico, al margen de que recurra al especialista cuando sea preciso.

 

sábado, 8 de septiembre de 2018

MEDICINA. Falta de médicos.




Nos estamos quedando sin médicos. Es un hecho reconocido hasta por las propias autoridades sanitarias.

Hubo tiempos no lejanos en los que los médicos ya especialistas vía MIR no tenían posibilidad de un trabajo digno en nuestro país y habían de buscarse la vida emigrando a Portugal, al Reino Unido,… a donde fuera. O hacer otro MIR, que ha pasado en muchos casos a ser considerado una salida laboral más.

Más tarde, con ocasión de la crisis, término que se hizo mantra para explicar todo tipo de decisiones extrañas, pareció políticamente oportuno acortar la edad de jubilación de médicos en el sector público (se ahorraba, criterio sacrosanto donde los haya) y así muchos médicos que habían entrado en el sistema a raíz de la apertura de los grandes hospitales (ciudades sanitarias se les llamaba) o pocos años después, se vieron jubilados bruscamente, a veces de la noche a la mañana de modo literal. Ni siquiera se mantuvieron las formas de una cortesía elemental. Hubo servicios que prácticamente se vaciaron al no haber una generación de facultativos intermedia y adecuadamente formada entre los que se iban y los que entraban.

Parece sensato, necesario, que se dé paso a otros, que haya un recambio generacional, pero ese no fue el motivo de que se echara a los viejos, porque no fueron sustituidos por jóvenes en condiciones laborales similares, sino que se amplificó un precariado médico que aún persiste ahora en forma de contratos horarios, de guardias, por acúmulo de tareas, por diferentes razones administrativas (qué más da el nombre que le den a lo que se llama justamente "contratos-basura") y que generan situaciones laborales inciertas. A la vez, hay interinidades que se eternizan porque las ofertas públicas de empleo (OPE) se dan cuando se dan, con una frecuencia temporal muy baja y con un número de plazas exiguo para estabilizar a gente con muchos años de experiencia.

Y esto ocurre en un contexto organizativo piramidal con promociones jerárquicas que parecen desconocer criterios de mérito, capacidad y publicidad. Un contexto que se incluye en otro en el que ha destacado una falta de previsión adecuada en la convocatoria de OPE o en la oferta anual de plazas MIR para las distintas especialidades. En aras de la excelencia, término en vigor donde los haya, se instala una nota de corte tan alta como irrelevante a la hora de seleccionar a quienes podrán iniciar los estudios de Medicina, en ausencia de relación alguna entre la calidad de un futuro médico con que su educación secundaria haya sido brillante o sólo aceptable. Nadie le preguntará a un cirujano por esa brillantez alcanzada o no en literatura o matemáticas cuando fue adolescente.

Las listas de espera diagnósticas y terapéuticas son como son, en hospitales que trabajan en turno de mañana a pesar del concepto industrial en que ha caído la Medicina y que algo bueno debiera tener. Quedan así para tardes y noches las urgencias que saturan de un modo insensato los recursos disponibles, en vez de mantener una actividad continuada en mayor o menor grado con mejores criterios de lo que es urgente, algo que rqueriría más personal y que probablemente fuera razonable desde el mero aspecto economicista, ese que tanto gusta. La concepción industrializada de la Medicina, que roza tantas veces la perversión en alianza con los intereses de las industrias diagnóstica y farmacéutica, no ha conseguido así superar la visión burocrática que implica tantas peregrinaciones de urgencias a primaria, de ésta a consulta especializada y de aquí a la obtención de pruebas complementarias y retornos diversos, con el retraso diagnóstico y terapéutico consiguientes. Hay enfermos que bien pueden perderse en semejante circuito. Se da la gran paradoja de que la bondad de nuevas herramientas, como las de imagen, puede suponer a la vez un cuello de botella diagnóstico por la demanda existente, tanto la natural como la inducida por una hipocondrización generalizada.  

Los brillos asociados a trasplantes, cateterismos fetales y cirugías robóticas se dan a la vez que nos quedamos sin médicos de familia y sin pediatras. De los geriatras ya ni se habla y es que parece que la asistencia sanitaria sólo tiene como objetivo la edad laboral, de tal modo que quienes tengan demencias u otras enfermedades degenerativas asociadas a la vejez (esa etapa de la vida que algunos iluminados dicen que es una enfermedad más y susceptible de futura curación) tendrán que buscarse la vida cuando menos pueden encontrarla precisamente por su condición socioeconómica, entrando en un limbo de pacientes olvidados y que alimentará las noticias de muertos solitarios en sus casas. 

Esa carga geriátrica es paliada precisamente por médicos de familia, que hacen lo que pueden, lo que resalta aun más la gravedad de su limitación numérica.

Muchos médicos de familia no lo son ya propiamente porque difícilmente pueden llamarse así los que han de cambiar reiteradamente de lugar de trabajo y, por ello, de familias a las que atender. La atención primaria es la gran afectada por el despropósito organizativo en el sistema público, con consultas saturadas que han de conciliarse con las debidas asistencias domiciliarias y restricciones temporales en capacidad de atención clínica.

Los pediatras también sufrirán los efectos de su propia escasez y de la dispersión geográfica de necesidades asistenciales. A la vez parece que pagan también las consecuencias de un viejo deseo de alargar la frontera de la niñez hasta los catorce años o incluso más allá, algo quizá muy natural en una época que alberga la “adultescencia”. 

Y es ahora cuando las lumbreras políticas caen en la cuenta de que quizá se precipitaron al jubilar masivamente a la gente mayor, al no tener en cuenta las necesidades de formación especializada, al potenciar una visión de la Medicina que hace que las primeras especialidades elegidas por los MIR sean las que son, o al menospreciar la visión generalista que se tiene de los médicos de familia y pediatras ante el brillo mediático que brindarán otras especialidades. 

Y todo ello acaece en una época en la que el “santoral” ya no recuerda a santos, sino que parece celebrar enfermedades. En él, las esperanzas celestes son sustituidas por las constantes promesas salvíficas que abarcan desde la inminente cura de una enfermedad (suele ser siempre en cinco años) a la difusión de publicaciones relevantes que muestran las células como agentes intencionales (habiéndolas “malas”, que serán combatidas, incluso fortaleciendo a las "buenas"). Sobran los ejemplos de atentados a la inteligencia en esa visión de pseudo-divulgación médica cotidiana, pero el hecho de ser falaz no impedirá que influya poderosamente en una demanda creciente, en la proliferación de cribados y en la consolidación de algo tan perjudicial como es una medicina defensiva. 

Tenemos unos magníficos profesionales en el sistema sanitario (no sólo médicos) que, con su trabajo cotidiano callado, bien hecho, vocacional en tiempos poco propicios a vocaciones, sostienen lo que parece insostenible por obra y gracia de tanto gestor "político profesional" a quien nadie le pedirá jamás nota de corte alguna, aunque en muchos casos parecería prudente hacerlo. Tampoco estarán nunca sometidos a un "numerus clausus" relacionado con necesidades reales. Eso sí, muchos de ellos podrán pagarse una cara sanidad privada si lo precisan y no serán afectados por sus propias decisiones, esas que inciden en tantos.



miércoles, 16 de mayo de 2018

Médicos contagiosos.


Como cada año, llega un día en que se despide a los nuevos médicos especialistas, a los MIR que dejan de serlo. Acontece en cada hospital docente del sistema público, que bueno es recordarlo en estos tiempos de alabanza a la medicina privada y de perversiones gerenciales concebidas como “sinergias”, porque la práctica totalidad de los especialistas médicos españoles se forman en hospitales públicos. 

En general, es previsible lo que sucederá en un acto así. Buenas palabras por todas partes, buenos deseos, un discreto ágape y… a seguir en una carrera que es cada día más competitiva.


Y, a veces, ocurre lo insólito y bueno. Alguien es designado para impartir una conferencia y se le da por hablarle a médicos ya especialistas de lo que significa eso que creen sobradamente saber, de lo que significa ser médico.


Y esa persona, pediatra con muchos años de experiencia y miles de pacientes atendidos, introduce su charla con la imagen de un perdedor que sólo lo es en lo accidental, tomada de una película de John Ford (“Centauros del desierto”). Otro héroe discreto, “Shane”, podría valer también para mostrar lo que se pretende y que se irá “viendo de oído”, pues sólo es perceptible si se sabe escuchar a lo largo del discurso, que lo es sobre lo heroico a fin de cuentas. ¿Qué es eso sino atender al compromiso ético, al deseo biográfico básico? Es igual que se pierdan prestigio y honores en esa coherencia o que nunca lleguen a lograrse. 


Ha habido héroes reales, como Shackleton. ¿Perdió? Nadie lo diría. Al contrario, ¿quién no desearía en su vida un jefe así? 

Lo que se revelará en la sesión será menos explícito que las imágenes que lo apoyan (el citado Shackleton, Esculapio, la pintura “The Doctor” o las palabras de Walt Whitman con las que finaliza). Sólo son eso, apoyos; eso sí, exquisitamente elegidos.


El ponente hablará de lo que significa ser médico, antes, ahora y después, en la Historia, que se es de uno en uno y de cada uno con cada otro, el paciente, en la relación clínica, singular siempre aunque sea favorecida por los grandes avances tecno-científicos. Hablará de un modo de ser, de vivir, que se ha dado desde la antigüedad y que no podrá ser asfixiado en el futuro por el ensimismamiento técnico.


Un médico puede contagiar enfermedades ya que él mismo entra en contacto con enfermos infecciosos. Pero también puede contagiar lo mejor de sí, que es su vocación, su pasión por esa extraña mezcla de ciencia y arte, de novedad y tradición, a la que llamamos Medicina, con la que curar, paliar o acompañar.


Ese contagio bondadoso puede ser percibido cuando uno es niño. Yo lo sentí al ver y oír a mi ahora gran amigo cirujano Norberto. Intuyo que muchos o pocos, da igual, de los niños que atendió Alfonso, que así se llama el ponente a quien me refiero, habrá sentido algo parecido y que, para bien o para mal (eso depende de cada uno), habrá sido influido para hacerse también médico. Esa es una de las maravillosas posibilidades que otorga el ser médico, al igual que ser maestro, profesor; puede transmitirse, más allá de las palabras surgidas en el encuentro clínico, lo que para uno ha sido vocacional, término tristemente deteriorado.
Alguien así, un médico "contagioso" se ve gratificado y no sorprende por ello que el agradecimiento a los demás haya sido una de las expresiones más frecuentes en la ponencia de Alfonso.

Surge la pregunta. ¿Es necesario oír lo que supuestamente sabemos por parte de otro compañero? La respuesta es claramente afirmativa, un sí rotundo cuando va respaldado de un saber que no es fruto de elucubración alguna, sino experiencial, empírico, vital. Un saber que no todos los que se hacen médicos, que no todos los que acaban siendo al final especialistas de gran prestigio, poseen. 


Ese saber precisa de la humildad, del acierto y del fracaso, de la resistencia, del conocimiento constantemente actualizado, de la comprensión, de la paciencia, del amor. Su transmisión es sutil, modesta, necesaria. No todos valemos para albergar ese conocimiento propio que tiene que ver más con el modo de ser que con la información científica, aun cuando ésta sea esencial.


Es legítimo hacerse médico para labrarse un porvenir digno (este año las especialidades de cirugía plástica y dermatología han sido las primeras en agotarse en la oferta a los nuevos MIR). Es legítimo hacerse médico para lograr proezas técnicas socialmente prestigiosas. También lo es para dedicarse a la investigación. Pero es, además de legítimo, bello y bueno hacerse médico sólo para curar y cuidar, para facilitar la vida a otros, sin más pretensiones, en silencio, calladamente. 


Algo que tenemos en cualquier farmacia, la azitromicina, puede llegar a erradicar el pian en África y muchas otras enfermedades, incluyendo el tracoma. Otro médico del que sólo sé por referencias (Oriol Mitjá), y que supongo también "contagioso" la lleva allí. No parece cómodo ni notable trabajar como transportador de un medicamento, sin hacer investigación básica o cirugías extraordinarias, pero es necesario dar la azitromicina, rellenar cuestionarios y repartir sonrisas.


En cada puesto, en cada situación, elegida o no, de cualquier hospital o ambulatorio, en la gran ciudad o en la minúscula aldea, una persona puede ser un “profesional” de la Medicina o ser nada más pero tampoco nada menos que médico, que parece lo mismo pero no lo es, soportando incertidumbres, impotencias y desdenes. Hoy nos ha sido recordado con maestría por Alfonso.




Dedicado a dos médicos "contagiosos", Alfonso Solar y Norberto Galindo.




lunes, 19 de septiembre de 2016

MEDICINA. Precariado médico en un sistema perverso.




Alguien es un buen alumno. Tras la selectividad, confirma sus esperanzas de llegar a ser médico. Ha superado la fatídica nota de corte para iniciar sus estudios. Y se inician y se continúan, a lo largo de esa carrera, que lo es cada vez más en sentido literal, competitivo. 


Se acaba siendo médico y se prepara el MIR, sabiendo que es un examen un tanto irreal pero al menos justo. Se elige una especialidad y un hospital en el que formarse en ella. El MIR, algo queda. Es la única opción seria, pública, para formar especialistas que no sólo servirán al sistema que los hizo posible; también nutrirán al privado, tan ensalzado últimamente.


Se es ya especialista en algo, cuando ha pasado los mejores años, si por tales se entienden los de la juventud. ¿Y ahora qué? En muchos casos, ahora nada. Y después tampoco. Porque lo que tantas salidas ofrecía para exigir aquella nota de corte resulta que no las tiene.


Una reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea muestra la realidad de nuestro país, en el que los contratos por días y por semanas, incluso por guardias, son legales y abundantes en proporción. Es factible que un enfermo sea operado un día por la tarde por un médico contratado para la guardia de ese día. Entre ellos no se han visto antes. No se verán después. 


Con el examen MIR se acabó la época de la igualdad de oportunidades. Hay pocos contratos como médico adjunto, lo son por períodos cortos o cortísimos de tiempo y en la selección para las escasas interinidades priman criterios de “confianza” por parte de gestores y mandos intermedios que actúan aparentemente como propietarios de lo que es público.


No es extraño que el MIR pase a considerarse más como alternativa laboral que como período de formación remunerada y así hay quien hace un segundo MIR, para asegurarse un sueldo otros cuatro o cinco años. Tendrá dos especialidades aunque ninguna le dé de comer y se plantee la opción cada día más frecuente de emigrar.
 

Un informe de la Organización Médica Colegial, del que se hizo eco “El País”, revela que el 18,5% de los médicosdel sistema sanitario público tiene contrato de menos de seis meses.  Eso supone, en la práctica, un desmantelamiento del propio sistema público por quien tiene el poder de decisión política, pues un buen mecanismo para lograrlo es disponer de una plantilla “líquida” en estos tiempos tan líquidos en que nos hallamos. Después se dirá el conocido lema de que “esto en la privada no pasa” para referirse al mal funcionamiento de la pública, en donde las listas de espera diagnóstica y quirúrgica facilitarán que, quien se lo pueda permitir, vaya efectivamente a operarse a un hospital privado en el que con frecuencia será atendido por el mismo médico que trabaja en el sistema público. Y es que, a la vez que hay esa precariedad laboral que afecta a uno de cada cinco médicos, otros compaginan su actividad en todos los sectores posibles, con todas las implicaciones negativas que ello supone.


En la misma nota de “El País” se indica que el sindicato CCOO reclama una convocatoria especial de unas 94.000 plazas para acabar con esta situación. Pero ese sindicato, como los demás, tiene un problema y es el desinterés generalizado por la unión, incluso por la unión defensora de derechos, por parte de los profesionales afectados. 

Estamos en una sociedad de solitarios; no hay peor mentira que llamarle a la nuestra la era de la comunicación. Ese aislamiento hace posible que nadie se una en la práctica para reclamar nada. Un aislamiento directamente proporcional al número de personas que trabajan en un hospital, por paradójico que parezca.


Por otra parte, si bien ha habido grandes respuestas sociales frente a los ataques a la sanidad pública, se han dado cuando la arrogancia con que se hacían, en un contexto corrupto, era evidente.


No es tan claro el ataque cuando el sistema atacado sigue funcionando, no por la inoperancia de sus gestores (médicos en general, que todo hay que decirlo), sino por la dedicación excelente de muchos de sus profesionales, todos los que, a pesar de los pesares, sienten que son médicos y actúan como tales. 


Hay un elemento contaminante que facilita lo peor y es la concepción algorítmica de la Medicina, confundiendo bondades de la llamada “Medicina basada en la Evidencia” con la tecnificación del médico. En ese contexto se hace concebible la confusión de un médico con un técnico que sigue una guía o protocolo, de tal modo que todos son intercambiables porque se desprecia la singularidad de cada relación clínica.


Es cierto que nadie es insustituible, pero no lo es menos que todos somos necesarios y no sólo “recursos humanos”, una expresión detestable que apunta sólo a la que la complementa, los “recursos materiales”. Muchos términos de la “moderna” gestión de hospitales han facilitado grandes perversiones como la confusión de un paciente con un usuario y de un médico con un técnico acreditable. No sorprende que, a la vez que hay ese precariado, algunas sociedades autodenominadas “científicas” insten a un sistema de acreditación continuada del médico, basada en concebirlo como un coleccionista de valores curriculares en vez de un sujeto poseedor de un saber.


Cuando los despropósitos políticos son evidentes cabe una respuesta social. El problema lo tenemos cuando el deterioro es subrepticio y se invoca la supuesta finalidad bondadosa que facilita el beneplácito general.


El precariado médico no sólo afecta a los profesionales. Las implicaciones para pacientes son obvias. En este contexto hay quien defiende un cambio a la modernidad (o post-modernidad, si se prefiere). Pero hay cambios y cambios. No es lo mismo el de adaptación que el de rebeldía ante un sistema cruel revestido de eufemismos.

domingo, 29 de mayo de 2016

Medicina. El necesario recuerdo de la acción política.


ζῷον πoλιτικόν


Hay quien se empeña en percibir que uno se hace médico desde una vocación, algo así como lo que lleva a alguien a hacerse monje. Por alguna extraña razón, la firma ROCHE lleva a cabo una curiosa campaña destinada a registrar lo que llaman “Historias de vocación” en la que ilustres colegas muestran por qué eligieron la opción de ser médicos. Seguramente ROCHE sólo tiene un fin altruista con tal esfuerzo, aunque se nos escape a quienes estamos cargados de prejuicios.

Y es que, en realidad, es difícil ver que alguien se haga médico por vocación cuando todavía es muy joven, casi adolescente. De hecho, ni siquiera la comparación religiosa es válida pues cualquier persona vocada a ella ha de pasar un período de noviciado, de iniciación, que le permita confirmar que quiere realmente lo que creía querer. Eso no ocurre en quien se matricula de Medicina. En caso de seguir y acabar la carrera, acabará siendo médico. 

Hablar de vocación médica no es, en general, muy realista, si se hace en el sentido de responder a una llamada, se interprete ésta del modo que sea. Si fuera así, nadie exigiría “notas de corte” para iniciar los estudios. Si fuera así, probablemente los primeros números del MIR engrosarían el cuerpo de médicos sin fronteras o algo parecido en vez de elegir hacerse cirujanos plásticos o dermatólogos.

Sin embargo, esa vocación sí acaba existiendo. Después. Se ve en quien, de modo cotidiano, pasa al acto su saber, su humanidad, su amor, ejerciendo como médico. No es algo que surja, sino que se realiza. No es tanto una llamada como una respuesta.

Ahora bien, ¿a qué responde uno en el ejercicio de la Medicina? Aparentemente es claro: a diagnosticar y curar, paliar o, al menos, acompañar a quien sufre. Pero, siendo eso necesario, no es suficiente.

No basta con hacer lo que uno pueda para tratar a sus pacientes, siendo eso muchísimo. Es preciso que reclame lo mejor para ellos, sean medicamentos, hospitales o condiciones socioeconómicas. Y eso supone la acción política. Por ello, no sólo se necesitan médicos generalistas y especialistas; también los que, ejerciendo la Medicina en cualquiera de sus posibilidades, se dedican a hacer que tal dedicación sea facilitada en su medio.

Hay políticos que podríamos llamar profesionales, aunque sea un término exagerado. Se trata de ministros, consejeros, directores de algo, etc. Pero cada uno de nosotros es, quiera o no, por acción u omisión, un animal político, como nos decía el viejo Aristóteles. Y, desde esa ontología aristotélica, negada tantas veces por quienes creen que un cargo representativo les confiere exclusividad en el ejercicio de la política, un médico puede y debe criticar lo que ve mal para mejorarlo. Esa crítica no es solo la legítima realizable desde su posición concreta o a través de un sindicato, sociedad científica o colegio profesional; no es sólo la que atiende a sus condiciones laborales, sino la destinada nada más y nada menos que a mejorar la situación de sus pacientes. Una mejora que no sólo tiene que ver con posibilidades farmacológicas o quirúrgicas, sino con todo lo que supone relación con la salud, desde la comida, el domicilio y la higiene básicas hasta la atención hospitalaria.

Esa atención es siempre local. No se trata de cambiar el mundo entero sino el propio, el que a cada cual le es concedido. El Dasein incluye el “ahí” más concreto, en donde se está, en donde se puede ser precisamente estando de la buena manera, en que la Sorge heideggeriana, el cuidado, se hace posible.

Una óptica así, calificable por tantos de conflictiva, de combativa, requiere esfuerzo documental en que basar la acción, atención al sufrimiento, tesón, resistencia a la maledicencia, cuando no persecución u ostracismo. No es tarea fácil y pocos de nuestros compañeros son capaces de abordarla, pero es gracias a ellos que nuestros hospitales serán mejores, que nuestro sistema público resistirá veleidades de mediocres y de oportunistas, que quien esté enfermo será mejor atendido.

Necesitamos médicos atentos no sólo a la semiología del cuerpo de cada paciente sino también a la semiología del medio en que viven, al síntoma de su tiempo. Sólo desde el análisis adecuado de ese síntoma será posible la revolución humanista que mira preferentemente, como hacía el joven judío Jesús, a los más desfavorecidos por un sistema cruel. Poco importan sus creencias o ideologías. Sólo su ética de compromiso con el ser humano. 

Este post es dedicado a mi amigo Pablo Vaamonde, uno de esos médicos que intentan mejorar las condiciones mismas en que la propia Medicina puede ejercerse.


sábado, 7 de noviembre de 2015

La WISE recuerda el "mundo real" como objetivo de la educación.



La Cumbre Mundial para la Innovación en Educación (WISE por sus siglas en inglés), relacionada con la Fundación Qatar, acaba de comunicar los resultados de una encuesta realizada por Gallup sobre la efectividad de los sistemas educativos alrededor del mundo, basada en las respuestas de 1550 miembros (profesores, estudiantes, graduados, políticos y empresarios).

El mensaje general de la “2015 WISE Education Survey”  no puede ser más claro: “Hay que conectar la educación al mundo real”. Y eso se entiende como un problema global. Se reconoce la necesidad de "reconsiderar la educación como una colaboración entre escuelas y empresarios de tal modo que se proporcionen estudiantes con una experiencia de mundo real en su campo antes de que se gradúen”. Es más, muchos expertos entienden que tal colaboración es precisa ya en los niveles escolares primario y secundario. 

La Dra. Asmaa Alfadala, directora de investigación en WISE, lo tiene claro. Es necesario “un aprendizaje basado en proyectos”, que propicie un trabajo en equipo enfocado a problemas del “mundo real”, en vez de “aproximaciones convencionales”.

El 63% de expertos optan por programas educativos que impliquen estrechas colaboraciones entre estudiantes y empresarios, teniendo estos últimos un incentivo para su mayor implicación: el coste implícito sería superado a largo plazo por trabajadores (literalmente “workforce”) mejor preparados.

Tanta cumbre mundial realza viejas preguntas pragmáticas: ¿Para qué sirve aprender eso? y, especialmente, ¿Qué “salidas” tienes con esa carrera? Se asume que uno aprende para algo y resulta que ese algo se llama “mundo real”. 

Que en el documento se resalte varias veces esa expresión, sugiere que hasta ahora se ha educado en buena medida para un mundo irreal. ¿Qué entienden tantos por “mundo real”?  Parece sencillo, el mundo concebido del modo materialista más crudo, el que asimilará la “workforce”, el de la empresa, el que, de hecho, cambia la propia realidad transformándola. Se trata de trabajar haciendo cosas útiles, vendibles, o transformando la energía también para algo pragmático. Es el mundo de la tecno-ciencia al servicio del mercado.

¿Cabe mayor afán que el de contribuir a crear una “workforce” para ese mundo? No lo parece y, por eso, hemos de ser cuidadosos con los elementos que la harán posible, los maestros y profesores, a los que hemos de pagar, respetar… y vigilar. Porque no todos son buenos. No todos están preparados. Nuestro país, regido ahora por un gobierno moderno donde los haya, ha recurrido por eso, atendiendo el consejo de la WISE (cuya traducción es “sabia”) a un adelantado de la modernidad, como es D. José Antonio Marina, que ha sabido diagnosticar los serios problemas que tenemos en esto de la educación. Por ejemplo, afirma que “En España, nadie le da importancia a los equipos directivos”, que “casi siempre consiguen tener éxito seleccionando y manteniendo a los buenos profesores, cosa que sólo pueden hacer los colegios privados y concertados, dado el carácter funcionarial del profesorado de la escuela pública”. Ya se sabe, lo público es nefasto.

También señala que "El tiempo del profesor aislado se ha terminado”. Y es que así no hay quien controle nada. Todo profesor ha de ser vigilado y no hay mejor vigilante que el compañero de uno por lo que han de ser éstos quienes "fomenten la exclusión de los malos profesores, porque desde fuera es muy difícil de detectar”

Puede parecer que la vigilancia es fea, pero no tanto si se instaura “ab initio” y para ello también propone el Sr. Marina un sistema de tutoría de los nuevos docentes, equiparable al que se da en la formación médica especializada (MIR). Sobra decir que no sólo es el PP el que aplaude tan sensatas medidas. El PSOE también es muy receptivo ante ellas. ¿Quién puede resistirse al avance en materia educativa? En realidad, los dos grandes partidos han contribuido a mejorar la enseñanza con tantas leyes como gobiernos habidos en España.

Claro, hay profesores que lo son en el sistema público tras superar una durísima oposición, y eso les hace críticos con la clara visión del Sr. Marina. Son unos resentidos que no aciertan a ver que se trata de acometer un problema esencial, el del “mundo real” y, para eso, no basta con saber sobre banalidades y transmitir ese saber. Hay que tener la vista puesta en la realidad y saber comunicarla, con inteligencia emocional como se dice ahora.

Y es que hay profesores anclados en el pasado, que no ven el dichoso (porque tiene que ser dichoso) “mundo real”. Son los que hablan de cosas extrañas como la filosofía (en feliz vía de desaparición del curriculum escolar) o los que inducen a vicios gozosos como la literatura (incluyendo la poesía), o a mirar al pasado como si a alguien le importara la Historia. Ya lo dijo un sabio como Pablo Casado, prometedor político de la derecha moderna: “Están todo el día con la guerra del abuelo, con las fosas de no se quién, con la memoria histórica”, refiriéndose a gente anticuada.  Y, si eso es así, con el pasado reciente… ¿a quién le va a interesar lo que hayan hecho o dejado de hacer los romanos? ¿Es realista eso?

El mundo real es el del futuro, el de la transformación a la riqueza. De unos pocos, pero transformación beneficiosa al fin y al cabo. Hace años ya se decía: “Aprenda Basic, el lenguaje del futuro”, y hace más, se proponía el Esperanto. Y qué razón tenían. ¿Qué haríamos ahora sin Basic o sin Esperanto? Pues bien, se trata de seguir en esa onda, de formar a la “workforce” con vistas a un futuro realista en el que esos afortunados no tendrán que haber aprendido nada de memoria, no necesitarán calcular (hay móviles) ni escribir ("Siri" y programas similares se perfeccionarán).

¿Qué debe enseñarse? Parece obvio. Los niños deben aprender a leer, eso sí, para seguir los protocolos de trabajo cuando sean mayores, y deben aprender las bases científicas que les dirán lo esencial de ese mundo real y de cómo transformarlo. También han de aprender a conocer la "lingua franca" que, como ahora el esperanto, probablemente sea el inglés. Y todo ese aprendizaje se hará, a ser posible, jugando. 

¿Cómo debe enseñarse? Con calidad e inteligencia emocional. Y nada como los criterios ISO para certificarlas. Una calidad vigilada constantemente, de tal modo que los malos profesores sean rápidamente depurados del sistema educativo por los que son buenos y responsables, ejerciendo así un santo compañerismo. Unos profesores que han de ser, de hecho, iniciados en la práctica de su inteligencia emocional y capacidad de coaching mediante un MIR adecuado.

¿Para qué tanto esfuerzo? Para crear una buena “workforce”. Para que quienes la constituyan se integren plenamente en la servidumbre voluntaria que hará posible atender a ese orwelliano mundo real y, aunque no lo digan por modestia y rigor, también feliz, que ya lo pronosticó Huxley.

Muchos, demasiados, quieren hacer de la educación sólo eso: un aprendizaje para la servidumbre. Y, por eso, un mundo sin filosofía, arte, literatura, música, es lo único que puede ser llamado "mundo real", en el que se den unas cuantas respuestas y ninguna pregunta.