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viernes, 16 de diciembre de 2016

FILOSOFÍA. Sobre el libro “El ocaso de Occidente”.


"El ser humano está condenado a esa libertad de elevarse hacia lo excelente o de hundirse en lo miserable". 
"Vivir es des-vivirse por algo".
(Luis Sáez Rueda. El Ocaso de Occidente)

No bastó con dos guerras mundiales en el pasado siglo. El Occidente cultural parece condenado a autodestruirse. La barbarie amenaza a un mundo ya barbarizado por haber traicionado el suelo nutricio de su cultura. Podemos pensar superficialmente que los errores y soluciones tienen que ver sólo con un sistema político y que, si nos liberamos de lo liberal, del neoliberalismo cruel que impera, las cosas cambiarán, pero eso es dudoso. La mirada de un filósofo puede ir mucho más allá de lo aparente, de lo que es mera superficie.

Esa mirada reflexiva se muestra en un libro relevante, “El ocaso de Occidente”, de Luis Sáez Rueda.

De mirar se trata. Y de mostrar lo que se encuentra. Pero no es fácil hacerlo. Para esa mirada se precisa la valentía de sostener la distancia del “extrañamiento” de lo más natural, de lo más propio, aceptando la “perplejidad lúcida” implícita.

Desde esa distancia en tensión con lo más próximo, con lo más céntrico, puede reconocerse no sólo lo aparente, ese afán de dominio de la naturaleza empeñado en transformar lo existente en “existencias” sirviendo al mito del progreso, sino el nuevo malestar en la cultura, una angustia que proviene de la expulsión de lo que a ella es subyacente y primordial, la physis, la natura naturans, lo que le confiere “su ser salvaje”. Un malestar consistente en “una experiencia colectiva de vacío”. 

Sáez Rueda hace un análisis profundo de la situación en la que estamos, contrastando el nihilismo pasivo que supone, en el que el ser humano se hace anecdótico, con el nihilismo activo vivificador, “caosmótico”, que sustenta la aparición de cosmos, de orden en el caos, de espíritu en la materia, de génesis autocreadora sin alfa ni omega referenciales. Ese “nihil” activo nos da vida y nos deja estupefactos (nos recuerda a Nietzsche), porque va más allá de la pregunta tomista por el origen o de la sugerencia poética teilhardiana de una teleología teológica. Más allá del bien y del mal. Nos deja a nosotros solos, desamparados, pero con la posibilidad de asumir trágicamente la libertad.

Precisamente en la aceptación de la tragedia está la posibilidad de acoger el kairós que la propia crisis ofrece, “para una revitalización capaz de generar una nueva posibilidad”.

Sólo podremos habitar este mundo, en sentido poético, como escribió Hölderlin, si nos atrevemos a mirarlo y a nosotros en él. Y eso supone el coraje del autoextrañamiento al que apunta el autor de este libro. Sólo desde esa salida podremos contemplar el mundo de la vida en general, empezando a preguntarnos más que a respondernos por la maravilla del continuum de lo material que acaba reconociéndose espiritualmente a sí mismo, pasando del Umwelt de la alondra al Welt humano. 

El libro muestra el ocaso de Occidente, no la decadencia a la que se refería Spengler, pero no es pesimista sino realista y por ello se cierra con un capítulo cuyo título, “Luces de Aurora”, implica la posibilidad ética. Trágica pero ética al fin.

No es un libro que pueda resumirse; no cabe pensar en un “abstract”. Ningún texto propiamente filosófico puede aceptar tal cosa. Es un trabajo que se inserta en una obra más amplia, sucediendo a otro, “Ser errático. Una ontología crítica de la sociedad” y augurando algo más que será, sin duda, tan brillante, tan esclarecedor como este profundo estudio.

El autor, que ya nos ofreció un texto imprescindible de la filosofía contemporánea (“Movimientos filosóficos actuales”), revela con el libro aquí comentado y en otros trabajos suyos que estamos ante un filósofo auténtico y no sólo ante un profesor de filosofía, pues puede uno enseñar malamente filosofía sin ser filósofo y serlo sin enseñar. En el caso de Luis Sáez Rueda, sus alumnos son afortunados pues están ante un hombre que se posiciona con la necesaria modestia socrática, la que implica la indagación constante, vital, aunque no haya respuesta, la que supone la asunción de la vida humana en su tragedia y su belleza.