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miércoles, 14 de abril de 2021

Sobre "El caso Mike" de Gustavo Dessal.

 


 

“Los sentimientos constituyen un terreno infinitamente más complejo que las ideas o los pensamientos. Están directamente conectados a esa rara red del habla de la que estamos cautivos.” Gustavo Dessal.

La nueva obra de Gustavo Dessal, de reciente aparición, es interesante, entendiendo este término tal y como lo recoge el diccionario de la R.A.E.: “que interesa o es digno de interés”. Es un doble sentido, aunque parezca único. 

Por un lado, interesa, que no es poco. Estamos ante una novela que induce a su lectura mantenida y, a la vez, reposada, “despaciosa” como decía García Gual, prestando atención al mundo en que se encuadra y al torbellino que en sus personajes se desencadena. 

Es y no es nuestro mundo el que ahí se nos muestra. La acción se desarrolla en una ciudad estadounidense, Boston, cuyas calles y barrios son descritos con el detalle suficiente para que la imaginación nos lleve a ellos, para que nos situemos allí aunque nunca hayamos estado en esa ciudad. Pero, a la vez, el protagonista principal, Mike, se mueve en un espacio que no sabemos si es real, virtual o esa extraña mezcla a la que la tecno-ciencia nos está conduciendo. Mike es un hacker cuya capacidad, de la que a veces dudamos, se mezcla con una gran fragilidad. Podría decirse, de modo rápido, que estamos ante un joven con una mezcla de síntomas o con un síntoma novedoso hasta cierto punto, propio de la civilización actual. 

Se trata de una novela en la que hay buenas dosis de intriga, de sorpresa, de acción… en la que las condiciones de entorno son las que son, una mezcla de desestructuración familiar, en la que ha nacido y se ha desenvuelto el personaje, y de un orden social que oscila entre el extremo perturbado y perturbador y una continuidad que abarca desde el turbio clima de los hackers de poca monta hasta el de las agencias de inteligencia.

¿Quién espía a quién? ¿Quién gana y quién pierde en ese juego solitario y a la vez extrañamente relacional que se produce ante la pantalla de un ordenador? Son preguntas que surgen a lo largo de las páginas en las que, a la vez, se sugiere algo inquietante: esto, el nuestro, es o parece un mundo de locos. Y el protagonista sería sólo uno de ellos. Ni héroe ni antihéroe, sólo un ser abocado a la repetición de lo peor en forma de suicidio frustrado.

Por otro lado, el libro es digno de interés en sentido de la R.A.E., porque no sólo es una novela, sino algo más. 

Podríamos decir, utilizando un término que no aparece en el texto, pero que sería compatible con él, que hay un atractor caótico como núcleo del mundo en que se mueven todos los personajes. Los atractores caóticos tienen que ver con lo extrañamente repetitivo, con lo determinista que se muestra como aleatorio. Un cambio en las condiciones iniciales y surge el caos. Y la novela juega con eso. Todo parece determinado pero está tocado con el indeterminismo que nos permite, a la vez que sorprendernos ante lo azaroso, ser humanos, gozar de la libertad. 

No estamos ante seres felices, precisamente, aunque la lectura nos depare magníficos momentos de sosiego de personajes aparentemente tranquilos, como esos que comparte el Dr. Palmer con el juez Casttan, en los que se nos transmite el valor de una buena compañía gastronómica en la que discurre el diálogo facilitado por selectos vinos, aunque alguna vez el mismo placer se obtenga en un bar de carretera con una cena rápida. Ambos personajes hablarán sobre un supuesto psicótico, haciendo de él con frecuencia el centro instantáneo de su universo mental, su aquí y ahora, tratando de ver hasta qué punto ese sujeto delira o dice algo sensato, algo que sería inquietante para todos. Acaba siendo más cómodo clasificar a alguien como un algo nosológico, cosa que ni Palmer ni Casttan harán.

El Dr. Palmer es psicoanalista y trata a muchos pacientes. Uno de ellos, el caso Anne, fue central en la primera novela de esta saga.

Quienes tenemos la fortuna de conocer al autor de la obra, sabemos que no es identificable con Palmer, pero sí tiene algo importante en común con él. Se trata del ejercicio del psicoanálisis, de esa humilde, humana y transformadora atención al sufrimiento humano, que inauguró Freud y que se siguió por otros, entre los que destaca la figura de un psicoanalista muy relevante, Jacques Lacan. 

Ese modo, singular siempre, de percibir al otro, de acogerlo, para ayudarle a que, partiendo del síntoma y siendo escuchado, haga algo mejor con su vida, es lo que proporciona la gran fuerza transformadora del psicoanálisis en general, aquí en su modo lacaniano. La palabra entra en juego analítico y terapéutico.. libremente, sin prisa, sin pausa, con tiempos de mirada, de comprensión y, tal vez, de conclusión.

Es difícil hacer bien la tarea a que uno está volcado por ser vocado a ella. Mucho más lo es cuando ese deseo se encarna en dos facetas, aunque se complementen, la de ser escritor y la de ser psicoanalista. Gustavo Dessal es maestro en ambas tareas y, por serlo, podemos entenderlo mejor en esas dos facetas, acercándonos en sus textos a lo que es el psicoanálisis y disfrutando de las obras literarias que produce. 

Todos sus lectores deseamos, por ello, que el Dr. Palmer tarde mucho tiempo en jubilarse y siga deleitándonos con sus nuevos casos.

lunes, 12 de agosto de 2019

Un hermoso libro. Á SOMBRA DA CINZA, de Fidel Vidal.







“Nada máis puro, e sen opor ningún pero, o aire que respira o universo en cada ser, a vibración e o ritmo en cada único verso”.

Fidel Vidal.

El alma resuena, como decía F. Cheng, y parece hacerlo con el universo, en el verso.

En el nuevo libro de Fidel Vidal estamos ante una “forma de gozo”, como él mismo señala. 

La poesía de Xulio L. Valcárcel es tomada por Fidel como hilo conductor de su reflexión, como una senda desde la que dirigir su mirada, en libertad, que, por serlo, ha de ser amplia, haciéndose incluso libertinaje cuando de reflexión se trata, como él mismo dice al principio. 

Y ocurre que esa mirada a lo cotidiano y a lo universal nos va llevando por los entresijos del alma humana, que implican el cuerpo, el nombre, el cariño, la casa, esa casa que, si es auténtica, “debe comezarse polo tellado, coma os castelos deberían construirse no ar. Así son as casas últimas, as casa íntimas”. Nos enfrentamos a lo familiar en general, que abarca el amor y la muerte, lo que nos nombra y nos permite vivir.

En el texto, todo eso lo mueve y nos conmueve si somos receptivos, si nos dejamos llevar en la calma precisa y preciosa, asumiendo que un libro así no se puede resumir sin matarlo; no es comunicable de otro modo que leyéndolo o escuchándolo y aun así es difícil (“Ler non nos obriga a comprender”). Requiere esa “lectura despaciosa” a la que se refería García Gual en alguna entrevista.

Este nuevo libro de Fidel, basado en la lectura poética, sostenido por ella, es también poético en su construcción, y en él la palabra se completa con la pintura, en la que Fidel ha mostrado ser un adelantado.  Se intercalan con el texto ilustraciones que se muestran sencillas, pero esa sencillez es sólo aparente pues las distintas imágenes que se aportan en el libro, no sólo no son fáciles de obtener, requiriendo una técnica muy depurada, sino que enriquecen lo que dice y se complementan de un modo peculiar entre sí. Hablar del alma, tratar de contemplar su misterio supone saber del límite (“Son os versos que navegan nos límites… os que nos convidan á reflexión”). Una bicicleta parte y retorna dos veces a lo largo del texto. Otras imágenes lo completan.
 
Y reflexionar supone echar mano de lo que se tiene. Por parte del autor, se perciben apoyos en la experiencia clínica y en el saber de otros.

Fidel ha tenido una larga trayectoria como psiquiatra, en la que ha tenido ocasión de enfrentarse al enigma, de ayudar en las peores circunstancias, de proceder con la compasión necesaria, esa que se refiere a compartir el pathos de ser humano. Y la literatura le ha ayudado, sin duda. Hace veinte años publicó una joya, “Anatomía da emoción poética”; entre ella y ésta, otras obras de narrativa y ensayo jalonan su incursión feliz en las letras. Y en ellas ha encontrado sus guías. Muchos autores referentes son nombrados aquí, además de quien le sirve de sendero, Xulio L. Valcárcel. Se trata de Pessoa, Zambrano, Todorov, Handke, Borges, Nietzsche, Lacan, Basho… 

Es así que puede hablarse de lo que es indecible, acercarse a lo que resulta más lejano precisamente por ser lo más propio, lo más íntimo al ser humano, mirando el "Da" del "Dasein".

La ceniza nos recuerda que somos polvo estelar y esa ceniza, que reveló a Cenicienta (los cuentos infantiles siempre encierran grandes verdades), mantiene el poder luminoso de lo que la hizo posible. Por eso puede alumbrar e incluso hacer sombras. El título es así plenamente acertado. En el fondo, no necesitamos un sol entero para tener luz; basta con un leve rescoldo de fuego amable, de lo que de él deriva, hogar.

Cada libro parece requerir una lengua propia. Éste está escrito en gallego, lengua acogedora que remite a lo materno, lengua que muchos entendemos, pero muy pocos dominan; cosas de la monolítica represión de tiempos pasados y de la pereza propia. Pero vale la pena, incluso si nunca se ha tenido el contacto con el gallego, tratar de hacer el esfuerzo por leer este libro tal y como está escrito. Se dice habitualmente que traducir es traicionar; el gallego no es una excepción a esa ley general de lo que supone leer.  

lunes, 29 de agosto de 2016

Escépticos. El recuerdo de la Inquisición.


La ciencia ha avanzado gracias a un método poderoso, uno de cuyos pilares es el escepticismo; un pilar que exige algo que ya no se tiene tanto en cuenta, la reproducibilidad. Es desde la buena repetición que lo novedoso alcanza una objetividad intersubjetiva y se acepta como científico.

La ciencia, además de desvelar el orden, la belleza del cosmos, sus leyes y contingencias, sostiene cualquier filosofía intentada para comprender en dónde estamos y qué somos. Pero la ciencia es la base para un relato, no el relato mismo ni mucho menos el único. Los llamados a sí mismos “escépticos” en blogs, sociedades, círculos, revistas, etc. hacen, sin embargo, de la ciencia apología y única narración. Desde esa apología, que la ciencia no precisa por bastarse a sí misma, se propicia un discurso único en el que parece repetirse un viejo postulado eclesiástico enunciado de otro modo: fuera de la ciencia no hay salvación.

Es desde ese supuesto aval científico como única verdad que los “escépticos” despreciarán todo lo que no sea científico y predicarán la conversión de los descarriados al único saber verdadero que ellos detentan. 

Estamos ante una nueva forma de religiosidad con sus sacerdotes cientificistas, como Dawkins. Ante ella, hay grados de pecado. El peor es incurrir claramente en la práctica de las abundantes pseudociencias (astrología,  “ciencias ocultas”, homeopatía, magnetoterapia, ufología, etc.). Toda lucha es poca ante el pecado. Es lógico así que la predicación contra el maligno sea ejemplar con nuevas ordalías en forma de fallidos suicidios homeopáticos que muestran con claridad la necesidad de que los necios renuncien a sus prácticas mágicas.

Los "escépticos", en guerra contra los “magufos” y demás atolondrados, consideran que muchos adultos siguen en minoría de edad, incapaces de comprender que la homeopatía carece de la menor base científica o que la presencia de extraterrestres, de darse, requeriría, siendo algo extraordinario, una prueba extraordinaria, como decía el verdadero escéptico Shermer.

Los “escépticos” son tan simpáticos en su actuación como los conductores de programas dedicados a lo paranormal, pero mucho más inquietantes. Y es que ellos deciden sobre el bien y el mal, llamándole ciencia a lo que es (y a veces a lo que no es por falta de reproducibilidad o contaminación por fraude) y “magufada” a lo que no es ciencia. Si sólo la ciencia vale como cosmovisión, si desterramos lo no científico, ¿qué haremos con la Medicina, que no es propiamente una ciencia aunque se sustente en ella? Porque la Medicina se centra al final en una relación subjetiva informada por la ciencia. Si desterramos lo no científico, ¿qué haremos con el Psicoanálisis, surgido de la ciencia aunque no sea ciencia? ¿o con la Historia (aunque haya quien se empeñe en verla científica)? ¿o con la Literatura? Y, finalmente, ¿qué haremos con la Filosofía, que parecerá a muchos neopositivistas ingenuos un arcaico juego de palabras rozando lo mítico?

La ciencia surgió en un contexto religioso y no se da desprendido de él. Lo único que cambia es que son muchos quienes prentenden hacer de ella misma religión, la única verdadera. La tentación inquisitorial está así servida. No sería extraño ver en un futuro próximo iniciativas parlamentarias dedicadas a fortalecer ese relato único pretendido. Ya hay instancias en ese sentido en plataformas electrónicas de recogida de firmas. De hecho, ya asistimos a algo inquisitorial en la práctica con el desplazamiento que está sufriendo la enseñanza de las humanidades a favor de una concepción del ser humano que apuesta decididamente por su formación tecno-científica de modo exclusivo.

Los "escépticos" tienen, a su pesar, su cosmovisión, pues ésta es, por ingenua que resulte, consustancial al ser humano: sólo su visión es correcta y ha de imponerse mediante el desprecio y la prohibición de cuanta “magufada” se detecte. Una paupérrima perspectiva que trata de infantilizarnos y enseñarnos lo correcto por nuestro bien. Siempre por nuestro bien, lo peor ha sucedido en la Historia. Estamos ante una pseudo-filosofía que hace de lo utilitario dogma de vida y del “¿para qué sirve?” la cuestión esencial.

Los “escépticos” parecen ignorar que la ciencia precisa de una creencia básica en algo que la trasciende. Es precisa una fe fundamental en la isotropía e invariancia de lo legal físico, en el poder de la inducción e incluso en la garantía de la articulación deductiva lógico-matemática. También parecen ignorar el poder de la confianza básica para la vida misma de cada uno.  El efecto placebo es muy claro, tanto que ha de contrastarse en cada ensayo clínico. ¿Tiene sentido despreciarlo, en nombre de la ciencia, y negarle a alguien con una enfermedad terminal su búsqueda del imposible milagro? 

La negación del mito es imposible. La renuncia al mito clásico nos arroja en manos del mito del constante progreso, un progreso que, sin restricción ética (no científica), puede acabar matándonos a todos en sentido literal, como civilización e incluso como especie. Después no habrá vuelta atrás. Si la ciencia es maravillosa, el cientificismo se está convirtiendo en una lacra.