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domingo, 15 de agosto de 2021

Hablar

 

 


 

    Aunque seamos sordomudos y ciegos a la vez (el síndrome de Usher no es tan infrecuente), hablamos. Eso es algo que reconoce con notables efectos terapéuticos el psicoanálisis.

 

    Podría decirse que en hablar nos va la vida. 

 

    Hablamos a otro, a nosotros mismos, a mascotas, a ordenadores… algunos, a veces, también a Dios. 

 

    Parece que no podemos dejar de hablar. 

 

    Se alaba muchas veces, y con gran razón, el silencio. Y es que, si no tenemos nada relevante que decir, cosa que ocurre con frecuencia, parece mejor callarse. También, como nos advirtió Wittgenstein, es posible que no podamos decir propiamente nada de lo que más necesitamos decir y, en tal caso, lo mejor también es callar. El sentimiento místico hace que lo más verdadero para uno sea inefable.

 

    Podemos escribir, pero no es lo mismo, aunque sea una buena suplencia. 

 

    Las cartas, por ejemplo, algo que parece propio de un pasado que no sabía de ese futuro, ahora presente, electrónico, tenían su liturgia asociada. Había un papel “de carta”, que podía tener o no sus renglones, que era más ligero en los correos “air mail” (así se indicaba en los sobres, aunque sólo supiéramos castellano), que recogía de un modo formal lo más informal del mundo, atendiendo a detalles hoy casi ignorados, como la ortografía y la caligrafía, y la esencia de lo que se deseaba decir. Encerrado en un sobre, tras su franqueo y entrega en un buzón, se instauraba un tiempo calmado o no de espera de respuesta a la dirección postal inscrita como remite. Había personas que, tras haberla meditado, dedicaban toda una tarde a redactar una carta, algo que hoy llamamos malamente correo.

 

    Por poder, podemos hasta escribir libros, sin saber si alguien los leerá alguna vez. También un diario personal, algo sólo aparentemente paradójico por ser lectura para no ser leída más que por quien “no debiera” hacerlo, deseando en el fondo ese fin.

 

    Pero escribir no es lo mismo que hablar. Tampoco lo es escuchar. Lo hacíamos más antes, atentos a la radio; ahora oímos (a veces también vemos) la televisión. Alguien habla, muchos escuchan, aunque sea como ruido de fondo, como “compañía” se dice incluso. La publicidad está incluida y, en un mundo mercantilizado, se registran índices de “audiencia”, algo realmente curioso, especialmente cuando se extiende a lo que no se escucha, sino que se lee, como los periódicos. 

 

    Nos es posible percibir sentimientos de otros, incluso antiguos, transmitidos en libros que recogen historias, poemas, correspondencia. Hay lecturas de estudio, de divertimento, de “cultura”. También se da la lectura del libro sagrado, algo que supone exégesis, hermenéutica, aunque a veces se haga crudamente literal para esclavitud de muchos. La religión como “religare” descansa en la mediación de ese libro santo. La religión como “relegere” lo precisa para la repetición del ritual salvífico.

 

    Casi todo lo que sentimos, no lo más importante, es decible, aunque sea malamente, desde una perspectiva toscamente intelectual. Hablamos para decirnos y lo hacemos constantemente en la relación familiar, laboral, social… Hablar tendría la finalidad de comunicar algo esencial, pero ocurre más bien que es al revés, que lo esencial, lo más básico, es el hablar mismo, aunque sea prescindible todo lo que se dice y se escucha en el acto de hablar, que pasa a ser más importante como tal, como acto de mostrarse, que como vehículo de transmisión de lo que se pretende decir. 

 

    En la relación psicoanalítica ese valor del habla se muestra del modo más claro, definitivo, cuando el lenguaje atraviesa al hablante, cuando su inconsciente lo “traiciona” del mejor modo mediante la palabra dicha, y revela del modo menos intelectual pero más íntimo y obvio lo importante sobre su biografía, su situación y su posibilidad realista de un cambio, de ser, que no es sino tratar de llegar a eso, a ser.

 

    Cualquier circunstancia, por nimia que parezca, puede enseñarnos humildad. Una mañana de domingo estaba esperando a entrar en un lugar de venta de prensa (de los que ya no quedan), donde el aforo pandémico permitía solo la presencia de una persona, y la que estaba no salía, instalada en una cháchara que parecía eterna. Cuando salió, reconocí la insensatez de mi prisa, porque todo apuntaba a que esa persona no sólo iba a comprar el periódico. Iba, de paso, pero esencialmente, a algo más, iba a hablar. No sé de qué; probablemente del tiempo o de cualquier noticia intrascendente, pero su necesidad fue paliada o colmada con un ratito breve de comunicación humana. 

 

    Hace años había un programa de radio que se emitía de madrugada, “Hablar por hablar”. ¿Hay algo más necesario tantas y tantas veces? En ocasiones, esa necesidad imperiosa puede, incluso, aunque parezca extraño, prescindir de la palabra misma. Ocurre cuando sobrevaloramos el valor de algunas amistades (amigos siempre hay pocos) frente al de la simple humanidad, que puede llegar a serlo de tal modo que parece angelical. Así, en un bello y duro poema, Octavio Paz se refería a algo impactante, experimentable raramente, pero afortunadamente real:

 

            …“tocar la mano de un desconocido

en un día de piedra y agonía

y que esa mano tenga la firmeza

que no tuvo la mano del amigo”…

 

    Esta cruel pandemia ha traído a muchas personas demasiados días “de piedra y agonía”, en forma de una soledad inaudita, insoportable. Pero también cabe esperar que algunos afortunados hayan tocado la mano de un ángel, de esos que existen de verdad, y que, a veces, se muestran como desconocidos.


viernes, 5 de marzo de 2021

EL VALOR DE LA CONVERSACIÓN. Sobre el libro “EL MUNDO POS-COVID”, de José Ramón Ubieto.

 



José Ramón Ubieto acaba de publicar un magnífico libro cuyo título ya nos anuncia un riesgo, el de imaginar algo hacia lo que vamos, pero en lo que aún no estamos. Todavía falta tiempo para acabar de superar o eludir este horror, una pandemia que, aunque producida por un virus distinto al de la gripe, nos recuerda a éste, con sus terribles efectos de hace prácticamente un siglo, la mal llamada “gripe española”.

El autor nos advierte y nos sugiere. Vale la pena una dosis de pesimismo advertido y es bueno, desde el punto de vista anímico, en un tiempo de tristeza generalizada, ir planificando el mejor modo de retornar a algo que no necesariamente será idéntico a la normalidad de hace pocos años.

Podría decirse que el coronavirus que nos trae de cabeza es, en la práctica, un catalizador del cambio social en todos los órdenes. Y, precisamente por eso, Ubieto nos habla del futuro que esperamos próximo, haciéndolo con la prudencia debida.

A la vez que nos recuerda el valor de suplencia de los nuevos modos de comunicación (tele-trabajo, comunicación con otros, juego...), también nos habla de la “fatiga Zoom”. Los algoritmos están destinados a satisfacernos; sabemos que eso nunca es gratis. Ubieto nos advierte de los riesgos de ese contexto en que lo virtual favorece una “hipertrofia del yo” asociada a “la vida algorítmica”.

Es realista, algo que se reconoce de un modo tan sensato como duro en la primera parte del libro. En ella, hay un capítulo, referido al duelo, que resulta bondadosamente estremecedor.

Estamos  acostumbrados a oír hablar de cifras cotidianas de muertos por COVID (unidades, decenas, cientos... y ahora miles). Pero las cifras sólo nos hablan del individuo estadístico, de esa curva que aumenta, desciende, entra en meseta, etc. No de la realidad de cada persona que sucumbe, no del terrible impacto en sus familiares, que, en muchos casos, ni un digno ritual de duelo han podido hacer. Por eso, desde su práctica clínica, nos habla de la gran importancia, tan olvidada, de pasar de contar muertos a contar cosas de ellos.

En esa primera parte, se fija también en las peculiaridades que las edades y transiciones suponen ante la pandemia, analizando especialmente las infancias y las adolescencias, así, en plural, y con sus ritos de paso, porque nunca cabe la uniformidad de lo subjetivo.

Tras esa reflexión sobre lo que, de cerca o de lejos, hemos vivido y estamos aún viviendo, la segunda parte de este hermoso libro nos permite cobrar un impulso vital, esperanzado. Esto pasará, quizá tarde, también del peor y definitivo modo para muchos, pero, tras esta experiencia, la catálisis social que el virus propicia y a la que me referí al principio, puede ser amortiguada si nos damos cuenta de que lo virtual está a nuestro servicio, que no puede anularnos en aras de una finalidad biométrica de mercado con rostro saludable e incluso hedonista.

Se trata de diferenciar cosas y personas, de usar las cosas cuando las precisamos, como útiles, y de realzar el valor del Otro. Y aquí el autor resalta lo que ha supuesto un Otro roto, implícito al declive del patriarcado y a la desconfianza, muchas veces justificadísima, como ha ocurrido hacia el discurso político en la pandemia. Como indica Ubieto, necesitamos “un nuevo modo de anudar nuestras vidas”. Y referido a ese modo, al buen modo, dedica varios capítulos (en realidad, todo el libro acaba girando en torno a ello) a la conversación.

Es en esa reflexión en donde el discurso brilla especialmente, porque toca lo esencial, lo que sigue haciéndonos humanos con la incertidumbre que siempre tendremos ante la vida, con las sorpresas que nos hallamos en la relación con otros y con nosotros mismos, con tantos interrogantes que no resolveremos, pero sobre los que es preciso hablar y gestualizar. Con el síntoma también, porque puede ser, lo es generalmente, el desencadenante de un conocimiento propio si a él nos abrimos, si no lo "tapamos". Y todo eso implica mantener conversaciones, desde la psicoanalítica hasta la que se produce al comprar un periódico o el pan. Muchas veces somos demasiado trascendentes sin necesidad.

La conversación pone en juego eso de lo que no podemos prescindir, un cuerpo atravesado por el lenguaje. Es magnífica su interpretación del abrazo como el gesto que “rodea el vacío que se abre para cada uno”. Y es que ante el vacío estamos. Siempre. Es el gran reto vital, la gran ignorancia ante la que podemos situarnos … con el cuerpo, con la palabra. Dicho de otro modo, en cuerpo y alma, sin dualismos, pero con todo el ser.

Lo virtual es tan importante como un cuaderno de notas y un bolígrafo. Pero nada, ni siquiera una carta al modo antiguo, puede sustituir la presencia. Me permito evocar ahora esa expresión sobre fallecidos, cuando se dice en ocasiones que a alguien se le oficiará un funeral de cuerpo presente. Pues bien, Ubieto nos invita a recuperar, cuando la prudencia ante la pandemia lo permita, estar de cuerpo presente, pero como vivientes. Estar siendo. Ser estando. 

Su libro es, en cada página, una incitación a la vida, aquí y ahora.

Parece imposible la reflexión personal en aislamiento. Hasta la oración solitaria es un modo de hablar a un Otro bien distinto, incluso callando siguiendo a Wittgenstein.

El lenguaje nos ha hecho humanos, trascendiendo culturalmente lo biológico. No podemos retornar al silencio en forma algorítmica, en ninguna forma, sin incurrir en la enajenación o en la misma muerte.

De lo que se trata siempre, lo que necesitamos como el agua es, a fin de cuentas, conversar. A eso somos requeridos por este hermoso libro.
 

sábado, 6 de junio de 2020

Hablar, Ser.





"Die Sprache ist das Haus des Seins"
M. Heidegger.

La normalidad, eso que nunca existe propiamente, aunque lo parezca, se ha esfumado. Aunque nadie es normal, puede sentirse en una cierta normalidad de vida. Ahora se nos habla de la “nueva normalidad”, un oxímoron.

La neolengua implica incluso la entonación con que se expresa, sea por parte de un presidente del gobierno en sus homilías, sea desde los anuncios cotidianos, que, con voz sensiblera, empalagosa, remiten al pasado mostrado ahora como futuro; volveremos a lo anterior, a abrazarnos, a besarnos, a viajar, a celebrar fiestas, a “disfrutar de las pequeñas cosas”. Las simplezas de los libros de autoayuda se han convertido ahora en lemas televisivos cotidianos.

No son lemas dirigidos a solitarios. La nueva normalidad se dirige a la idealidad de familias cohesionadas, a los jóvenes, a los viejos que supuestamente siempre fueron abrazados, etc. Como si antes de la pandemia viviéramos en un cuento de hadas, todos felices y comiendo perdices.

Y, sin embargo, sólo desde la debilidad mental podemos asumir que estamos alcanzando algo parecido a la normalidad, cuando más bien, ojalá no, podemos volver a la casilla de salida, con un rebrote o una oleada, a la luz de cómo se ha gestionado y se sigue gestionando la crisis pandémica en nuestro país.

Vivimos en una clara anormalidad, con un aparente grado sustancial de subnormalidad política. Un anuncio del Ministerio de Sanidad declara que “salimos más fuertes”, pero eso, aunque se haga con la mejor intención, es una solemne mentira, cruel incluso, porque, en primer lugar, no hemos salido de nada; el virus puede volver a aguarnos la fiesta en cualquier momento. De hecho, no se ha ido; aunque sea a bajo nivel, sigue contagiando. Por otro lado, ¿Cómo hablar de fortaleza con tantos miles de muertos (siendo el recuento demográfico más afín a la ciencia que el epidemiológico)? ¿Cómo con tantos supervivientes de evolución clínica incierta ante un virus de efectos sistémicos?  ¿Se sentirán más fortalecidos los que ni siquiera se han podido despedir de sus seres queridos? ¿Tendrán esa sensación vigorosa quienes han perdido su trabajo y han pasado a engrosar las “colas del hambre”?

La triste y cruda realidad de miles y miles de personas a las que la pandemia les anuló su normalidad no se aprecia. Por el contrario, las terrazas de las ciudades están abarrotadas y el número de “runners” y ciclistas alcanza cotas impensables hace unos meses. Lo que se ve es esa anormal “nueva normalidad” que se pretende ya plenamente gozosa con las transiciones de fase, cuyas medidas restrictivas distan mucho de cumplirse.

Quizá una imagen valga más que mil palabras. Un domingo estaba esperando, guardando la “distancia social” (otro oxímoron), para comprar el periódico. Una mujer mayor que estaba dentro de la tienda no daba salido, algo que me impacientaba, hasta que reconocí avergonzado lo evidente. Esa mujer no iba en realidad a comprar una revista o un periódico; eso era la excusa. Iba principalmente a hablar, a hablar con alguien. Y, al hacerlo, muy poco tiempo en realidad, mostró la gran necesidad vital que tenemos de eso, de hablar. El lenguaje, esa “casa del ser” requiere al otro, ahí, de frente. Somos hablando con otro; da igual que parloteemos sobre el tiempo o la carestía de la vida o analicemos el movimiento browniano. La necesidad reside en hablar, más allá del contenido de la conversación, incluso llegando al límite de no entender. En la película “Gravity”, la protagonista, aislada en su nave espacial, deseaba seguir oyendo una emisora en la que hablaban en chino, idioma que no entendía, pero precisaba esas voces, con las que trataba inútilmente de relacionarse.

En la creencia, la propia oración, tan justificada hasta por el escéptico Gardner (algo curioso), es un “hablar a” Dios, lo que supone la asunción de ser escuchado por la gran Alteridad, por el Gran Misterio. Aun sabiendo que Dios no es humano (mucho menos inhumano).

En este tiempo ha habido una potenciación de lo telemático. Tele-trabajo, tele-consulta, tele-conferencias, clases telemáticas, “webinars”. Es la tele-acción, la tele-visión tan diferente a la ya vieja televisión. Pero no es lo mismo, por más que esos medios palíen la lejanía que la prevención impone. La telecomunicación se caracteriza precisamente por ese prefijo, por lo “τῆλε”, lo lejano, aunque invada nuestras casas, siendo así que hablar de verdad requiere la proximidad corporal.

Lo que potencia la aproximación de lo lejano facilita a la vez el alejamiento de lo próximo. Con internet podemos visitar museos de otras ciudades o darnos un paseo cósmico, pero la posibilidad de hacer cualquier tipo de gestión rutinaria, local, se ve muy limitada, cuando no imposible, para quien no tenga un ordenador con acceso a internet. El mundo de los cuerpos pasó a ser electrónico, el mundo de las palabras e imágenes se pretende equivalente a secuencias de bytes.

Podemos escribir, podemos comunicarnos verbalmente por medios telefónicos o telemáticos en general, pero lo que necesitamos realmente es algo que esta pandemia ha manifestado crudamente, de modo muy especial en quien ha pasado, sedado o no, a la otra orilla. Se trata de la imperiosa necesidad de hablar, incluso aunque, desde esa posibilidad, callemos. Se trata de eso que nos permite ser, estar en la casa que constituye el lenguaje.

Y quizá sea eso que nos hace humanos, el hablar, lo que permita, al cabo de un tiempo, cuando sí se haya neutralizado de un modo u otro este coronavirus, que volvamos a la vida de siempre, con el olvido habitual de lo que una vez ocurrió. Siempre olvidamos y repetimos lo peor. Será entonces cuando sí haya, para quienes puedan o podamos presenciarlo, una vida normal.


miércoles, 26 de julio de 2017

FILOSOFÍA IMPRESIONISTA. Una reflexión sobre el libro “Ética del desorden”, de Ignacio Castro Rey.




“Es necesaria la violencia del amor, su éxtasis, para que tenga lugar la eternidad del presente”. Ignacio Castro Rey.

Muy recientemente ha visto la luz una obra de Ignacio Castro Rey. Su título, “Ética del desorden. Pánico y sentido en el curso del siglo”, llama la atención porque es difícil imaginar a priori qué es una ética del desorden. Lo vamos viendo a medida que leemos. El texto, en el que apenas se usa el término “ética”, sugiere que ésta tiene una fuerte relación con mostrar el desorden mismo y su importancia vital. Un desorden del mundo, desorden del ser humano, que facilita la creatividad y el amor, y que es asfixiado por imposiciones reguladoras del tiempo de trabajo y de vida, del modo de lenguaje, de todo lo que concierne a la civilización. Y es al mostrar ese desorden que vemos cómo  “la rutina, la inercia de lo familiar es indispensable para vivir, pero también es el peor enemigo de lo primero, la percepción”, porque “la primera tarea para pensar sería no interpretar desde el andamio de lo ya sabido, sino bajar, dejando entrar el desorden de lo que ocurre ahí, atreviéndose a que nos afecte lo que sucede”.

A eso nos requiere el autor, a sentir, a percibir y a la activa pasividad de intuir. Los animales lo tienen más fácil porque viven sin pensar la vida y quizá haya que recuperar algo de la animalidad que nos fundamenta. No es extraño que Castro se refiera a Uexküll y a Frans de Waal. Bien dice que la intuición “es una especie de certeza animal que irrumpe en el hombre, ahorrándole el largo rodeo del ascenso inductivo o la espera informativa”. La intuición es, en efecto, algo “más femenino que masculino; tal vez más oriental que occidental”. Y hay buena base oriental en el libro. El autor tiene en cuenta a Lao Zi, a Alan Watts, a Buda, a Cristo (a quien se ha occidentalizado en exceso), los Upanishad, también a Basho al final. Lo femenino influye también fuertemente a través de figuras como Lispector o Simone Weil.

Su sencillez se revela al hablar del lenguaje, donde topa con el enigma y busca apoyo para reflexionar sobre él en Heidegger, Nietzsche, Lacan… Y siendo el lenguaje misterioso, limitado, no podían faltar las referencias a Wittgenstein ni a los grandes místicos.

¿Cómo referirse a este libro? No tendría sentido intentar un resumen de un texto de filosofía de 460 páginas y que es, además, claramente, obra de madurez. Es grande el acervo de conocimiento requerido para producir un libro como éste y todavía mayor el nivel de reflexión existencial que implica. Se le facilita al lector una amplia gama de sugerencias, de interrogantes, de tal modo que cada lectura, si es correcta, será singular, subjetiva en el mejor de los sentidos y de hermanamiento en la búsqueda que, como humanos, nos concierne. A fin de cuentas, un buen libro de filosofía actual es el que induce a que el lector piense por sí mismo sobre la vida, el tiempo o el lenguaje que lo atraviesa. Y eso se consigue sabiendo transmitir a los grandes de la Filosofía e induciendo a recurrir a las fuentes, y sabiendo comunicar la reflexión propia, como sucede en este texto.

No es tarea sencilla. En filosofía difícilmente lo bueno mejora siendo breve, porque esa brevedad a veces parece imposible (con discutidas excepciones como Han, también citado) o coquetea con la vertiente simplista de la autoayuda. Sería absurdo, por ejemplo, tratar de reducir el número de páginas de “Ser y tiempo” o de intentar una divulgación; ofenderíamos la inteligencia de Heidegger y despreciaríamos su esfuerzo realizado. Pero, a la vez, la calma atenta que requiere la lectura de un texto serio, como el de Ignacio Castro, se ve recompensada porque con ella uno se enriquece, y no al modo tradicionalmente entendido, de aumentar su información, sino facilitando perspectivas que permiten dar un pequeño paso más en la difícil búsqueda de la sabiduría. A fin de cuentas, el propio término “filosofía” a eso se refiere.

Cada lector tendrá una perspectiva de conjunto propia, en una exégesis que toca a su vida. En mi caso, diría que el libro me suscita una cierta reacción sinestésica que me hace asociarlo a un hermoso y gran cuadro impresionista, aunque no exista plasmado en la pintura. Un cuadro de la vida, del instante eterno, en el que insiste el autor, valorando el kairós frente a la cronología. Un lienzo impregnado por distintos colores, como son el pensamiento de grandes filósofos occidentales, la luz oriental, la literatura, el cine… Colores que se funden en imágenes que sugieren algo más y que remiten al esfuerzo de la quietud personal, a la difícil tarea del sosiego.

Si se ve en conjunto, un color parece predominar, el del sosiego y la vida. Es el esperanzador verde del campo soleado, el que transforma la energía de sus fotones en moléculas de vida, el de las hojas de hierba, pues Walt Whitman es un acompañante a lo largo de todo el texto. Es por eso que, sin ser yo experto en la materia, creo que Ignacio Castro ha conseguido, con su más reciente obra, una excelente muestra de algo que me atrevo a calificar de filosofía impresionista que, a la vez, y quizá por ello, es también impresionante.

sábado, 11 de febrero de 2017

MEDICINA Y PSICOANÁLISIS. Seres hablantes, cuerpos legibles.


La etología animal es interesante. Muchos animales se comunican en mayor o menor grado. Alertan de amenazas, establecen pautas de cortejo o dominancia… Pero no hablan. Parece que lo que nos hace humanos es principalmente eso que ellos no tienen, el lenguaje. ¿Cómo ocurrió? Tal vez bastaran pocos cambios en algunos genes, quizá uno solo como el FoxP2 , pero aun es un enigma.

El lenguaje, en sentido amplio, abarca todo lo que somos y podemos llegar a ser. No sabemos cómo se comunicaban en el Paleolítico pero las pinturas rupestres apuntan hacia una capacidad muy notable de entender de algún modo el mundo, expresar la relación con él y hacerlo además de un modo que apunta a la conservación de algo esencial durante milenios, la posibilidad de cierto habitar poético y el valor del símbolo. 

Fue en una época relativamente tardía en nuestra evolución que el lenguaje pudo no sólo hablarse sino escribirse, lo que supuso el nacimiento de la Historia misma. Si la Historia es siempre colectiva a pesar de singularidades importantísimas, la biografía es personal y, en general, simplemente vivida y no narrada, salvando diarios y autobiografías. En ese sentido, aunque contribuyamos todos en mayor o menor medida a la Historia en la que nos insertamos, no hay propiamente una historia personal, con una excepción curiosa, la que confieren las enfermedades, en cuyo caso se habla de “historia clínica”.

La historia clínica apunta, como todas las historias, a una narración que, sin embargo, cada vez cede más terreno a una métrica soportada por el registro instrumental en forma de analíticas, imágenes, medidas antropométricas y físicas y últimamente, hasta secuencias genéticas. Todo eso conforma un conjunto de datos que pueden registrarse electrónicamente, como secuencia de bits. Aunque propiamente haya enfermos y no enfermedades, éstas tienen elementos comunes que permiten establecer una nosología incluso de los trastornos del alma. Y la nosología cobra cada día más importancia, ontologizando lo que es más bien falta, carencia.

En nuestro tiempo un paciente acaba siendo dicho más por lo que muestra su cuerpo que por lo que transmite su lenguaje. Y esto ocurre en un contexto, el metafórico. La metáfora informativa de la vida se mantiene en pleno vigor, llegando al extremo de que se tiende a ver a cada persona como un conjunto de datos, como una secuencia de bits. En ese contexto, se enferma porque, en mayor o menor grado, se está predestinado para ello por la información genética. 

Son los genes lo que heredamos de nuestros padres biológicos pero a la vez lo que nos sitúa como emparentados con otros que pueden vivir o haber vivido muy alejados de nosotros, como perfectos desconocidos. Busquemos y encontraremos. Cada día es más barato obtener información genética personal y rastrear en nuestros orígenes, en la construcción de un buen árbol genealógico. ¿Por qué no contribuir a constituir grandes bases de datos para bien de la Medicina? A fin de cuentas, esos datos genéticos propios son "hackeables".

Seamos humanos, compartamos información genética que, a fin de cuentas, es algo más cómodo que donar sangre o un riñón. En DNA.Land acogerán encantados nuestras secuencias genéticas si las tenemos y aunque sean incompletas. Quieren disponer de millones de genomas y sólo van por unos cuarenta mil.

La obsesión por hallar el oráculo genético es bien conocida y no vale la pena ser reiterativo. Pero tal afán simplificador (a pesar de la extraordinaria complejidad que reside en la expresión genética) abarca también a lo que parecía menos reducible, al propio lenguaje, que pasa a ser valorado no ya como contenido sino como vehículo.

Es cierto que al hablar uno aporta más que palabras. Las emociones acompañan a esas palabras, con lágrimas, con expresiones faciales, con emisiones entrecortadas, con silencios… El valor del psicoanálisis reside precisamente en esa atención a la palabra, a la que se dice cuando menos se espera, a la que apunta a lo que uno no conoce de sí mismo y va siendo revelado. Pero vivimos un tiempo en que cada vez se escucha menos, incluso en la consulta clínica, y, a la vez, se pretende oír todo. Es la época del “Big Data” y ya no importa lo que diga uno de su vida sino pronosticar su vida misma como consumidor o como enfermo potencial, y para eso la propia voz acaba resultando importante en manos de los nuevos gurús, esos que diseñan algoritmos pronósticos

Una organización, Canary Speech, ha relacionado millones de breves conversaciones telefónicas recogidas por una compañía aseguradora con datos clínicos y demográficos proporcionados por esa misma compañía. Los algoritmos dirán con más claridad que la pitonisa de Delfos que alguien acabará padeciendo Alzheimer o Parkinson. Y por su bien se le amargará prematuramente la vida en forma de diagnóstico precoz inútil, a la vez que quizá se le excluirá de un servicio de seguros o de la posibilidad de conducir.

El Big Data supone, en cierto modo, el fin de la ciencia, ya que su objetivo no es explicar, comprender, sino sencillamente predecir, sea este pronóstico aplicado a la extensión de una epidemia, a la aceptación de un nuevo refresco o a señalar directamente a alguien que será “costoso” por su futura enfermedad o incluso un posible criminal. 

El deterioro del encuentro clínico es sólo la punta de un gran iceberg. Por mucho "whatsapp", por muchas redes sociales que haya, el caso es que nos estamos olvidando de hablar. Estamos pasando de ser sujetos atravesados por la palabra a organismos legibles en los genes, en una imagen funcional  o en la voz, entendida como resultado de un proceso neurológico alejado del alma.

Hay científicos e inventores, en Google, en el MIT, en tantos sitios, que protestan ahora contra Trump. Como si los científicos fueran puros y no tuvieran ninguna repercusión en la sociedad que lo ha elegido ni una enorme culpa en la gran distopía cientificista que se avecina, que se está implantando ya, alienándonos. Una pureza que también se pretendió en Alemania hace años. 

Si los científicos sólo se preocupan por la Ciencia, por más que hablen del cambio climático, descuidando la responsabilidad ética que toda investigación supone, estaremos abocados a mucho sufrimiento; eso sí, será científico y por nuestro bien.


martes, 4 de octubre de 2016

La lengua materna. Psiquiatría y Literatura.


“Por eso se la llamó Babel; porque allí embrolló Yahveh el lenguaje de todo el mundo” (Gen. 11,9).

Se estima que hay más de cinco mil lenguas en el mundo. Con frecuencia, la imagen de Babel se asocia a la gran frustración de tal diversidad lingüística. Parecería preferible que todos hablásemos del mismo modo por la dificultad obvia de aprender aunque sea sólo unos pocos de esos idiomas.

Pero no ocurrió sólo en Babel. Hace dos mil años el mundo civilizado, el romano, hablaba un solo idioma, el latín, y sólo algunos ilustrados (o “snobs”) recurrían también al griego. La caída de Roma supuso una evolución diferencial de un idioma común a otros emparentados pero a la vez diferentes como lo son hoy el italiano y el francés. Somos extraños y parece que, por naturaleza, tendemos a entendernos sólo a escala local. 

Uno de esos idiomas es el mío aunque lo utilice muy poco; es el gallego. Nunca es tarde para saber del valor de una lengua. Y hay quienes lo enseñan del mejor modo, escribiendo novela, teatro, poesía… 

Para hablar de ciencia necesitamos una lengua operativa, una lingua franca (hoy es el inglés) en la que haya un acuerdo claro de significados. “Cell” es “célula”. No hay que darle muchas más vueltas al significado de los términos usados. Aun así se aspira a la máxima pureza lingüística, sólo accesible desde determinadas áreas como la Física, la pureza del lenguaje matemático.

Pero eso no ocurre en el ámbito literario o en el filosófico, en los que es vigente la relación entre traducción y traición (traduttore - traditore). No ocurre porque cada lengua supone en última instancia lo familiar, lo materno, el contexto en que uno es permeado por la cultura. Uno se dice en su lengua, que es, a su vez, la que recibe. Y en cada lengua hay formas características de expresión que alcanzan desde lo descriptivo natural (no nombramos el hielo como los esquimales) hasta lo anímico. Todos estamos de acuerdo en que procede leer “El Quijote” en castellano aunque, si no sabemos suficiente inglés, prefiramos leer a Shakespeare también en castellano pero asumiendo que algo perdemos aunque desconozcamos realmente qué. 

Los buenos traductores consiguen en mayor o menor grado hacer algo con la brecha idiomática, pero eso se hace muy difícil cuando lo anímico no es sólo literario sino clínico, cuando estamos ante el sufrimiento del alma.

Estar enfermo supone hablar de ello, o callar, en la lengua materna. Y el acercamiento clínico sólo es factible si se escucha en ella.

Eso, que parece natural, es algo cada vez más sofocado por cuestionarios y protocolos y por el excesivo valor dado a fármacos de eficacia dudosa en muchos casos. Por eso es un regalo encontrarse con un libro que, desde la belleza literaria de una novela, revele la necesidad del uso de la lengua y no de una cualquiera sino de la del paciente.

Fidel Vidal, además de ser psiquiatra de dilatada trayectoria clínica es ensayista y artista plástico con una obra merecidamente elogiada en diversos foros.

Su último libro, escrito en un bellísimo gallego (“Un asasino felizmente casado”), tiene la estructura de una novela, de una narración, pero en la que se muestra la fuerza brutal de lo familiar, de lo edípico, en el desarrollo biográfico, en la generación del síntoma. El eje lo conforman dos sujetos, tan anormales como normales, según se mire, cuyas biografías se revelan incrustadas en una madeja de determinantes interacciones de familia. Dos sujetos que se expresan en gallego y que no podrían hacerlo de otro modo en esa historia porque no se está enfermo de la misma manera siendo gallego que siendo andaluz o ruso.

El texto es el feliz resultado de un saber sobre el otro desde ópticas complementarias. Es preciso haber ejercido la clínica y lo que ella supone, la escucha, y es necesario saber escribir bien, saber mirar bien, como un artista que es. Tal vez por esa íntima compenetración del saber clínico con el dominio de la lengua gallega, el libro en cuestión parece intraducible, a la vez que una incitación a acercarse a tan hermosa lengua por parte de quien no lo haya hecho. Realza lo propio, lo íntimo, lo biográfico, lo local, y lo hace a contracorriente, en un mundo que se quiere percibir como global.

Hay textos relacionados con el saber clínico. Son los grandes libros de psiquiatría, de psicología, de psicoanálisis. Y hay extraordinarias obras literarias sobre el alma humana por parte de grandes conocedores de ella aunque no se dedicaran a la clínica. Zweig es un buen ejemplo. 

En el caso de Fidel Vidal, podemos decir que el psiquiatra escribe una novela o que el escritor muestra en sus personajes una fenomenología del trastorno mental que nos ayuda a intuir un poco, sólo un poco a quienes somos profanos, su difícil explicación. Dos facetas de una misma personalidad creativa. Y, quizá, por encima de esta síntesis, se halle el valor de hacernos ver que lo importante es lo más íntimo. Y nada lo es más que el lenguaje que nos atraviesa, la lengua materna.


Dedicado a mi amigo Fidel Vidal. 

viernes, 2 de septiembre de 2016

El recuerdo del cuerpo.



Hay personas agraciadas por los dioses en lo concerniente a su belleza, algo que a veces se les reconoce públicamente en concursos si se presentan a ellos, proclamándolos “míster” o “miss”… lo que sea, Madrid, España, Mundo, o incluso Universo, tal vez porque los jueces imaginen que en el Cosmos la máxima expresión de belleza sólo pueda tener forma humana. 

No es extraño que, en entrevistas posteriores, la miss del año declare que no es sólo un cuerpo lo que han elegido los jueces, aludiendo a sus especiales cualidades humanas y rasgos de personalidad anímicos, no visibles directamente. Y, aunque esas declaraciones provoquen sonrisas, encierran una gran verdad; nadie es sólo un cuerpo. Y eso no implica incurrir en el viejo dualismo.

Ni siquiera la cuestión ¿Qué somos?, una vez formulada, tiene sentido si no parte de otra directamente singular, ¿Qué soy? bien diferente a la de mucha más fácil respuesta ¿Quién soy? Y es que la mirada a lo que sea siempre se da desde un cuerpo. El recuerdo de nuestro entorno infantil no puede corresponderse a la realidad del mismo simplemente porque la mirada era otra, más a ras de suelo; era otra realidad porque había otro cuerpo, previo.

Podremos decir que somos en un cuerpo, por un cuerpo, gracias a un cuerpo, pero no el cuerpo mismo. Ni siquiera el cuerpo vivo, ya que el cuerpo sigue siendo tal aun tras la muerte, en descomposición, pero cuerpo al fin. Polvo formado en estrellas que retorna al polvo de esta tierra. Somos algo más o, más bien, algo claramente distinto a un conjunto extraordinaria y dinámicamente organizado de células. La importancia de lo corpóreo en nuestro propio ser se ha ido reduciendo a lo que parece imprescindible, el cerebro. Incluso aun así, habría que ver cuál es el cerebro “mínimo”, lo básico esencial corpóreo, para dar cuenta de un alguien que se reconoce como tal. En ese sentido, podríamos hablar de grados de muerte, como involución, ligados a lesiones cerebrales de mayor o menor relieve, admitiéndose en general que uno está muerto cuando el registro encefalográfico es plano.

El problema de por qué algo se reconoce como un alguien aquí y ahora, de por qué emerge la subjetividad en un cuerpo concreto, el problema de la consciencia en sentido fuerte, no ha sido resuelto y es discutible que alguna vez puede ser un problema intrínsecamente científico y no exclusivamente filosófico. Quizá sea una frontera entre lo que proporciona respuestas y lo que hace preguntas.

La vida es sorprendente. Creemos entenderla a veces, pero es una cuestión abierta. Exceptuando a grandes soñadores como Lem, no la concebimos sin cuerpos, sin individuos corporeizados, y no es fácil reconocer siempre lo individual. Lo es una célula, pero también un conjunto organizado de ellas en el que muchas se mueren, otras se reproducen. Y también un conjunto aparentemente desorganizado pero que, de pronto, toma una extraña conciencia del valor cuantitativo y desde él lo individual se transforma cualitativamente. Quizá el ejemplo más simple (y bien complejo que es) sea el “quorum sensing” bacteriano. “Sintiendo” el nivel cuantitativo de una colectividad, la luminiscencia o la virulencia emergen como manifestación conjunta de un “individuo otro”, de un individuo no reconocible morfológicamente como ente claramente diferenciado, pero distinto a la vez a cada bacteria que participa en ese impresionante fenómeno.

Otros cuerpos colectivos surgen de cuerpos individuales. Las sociedades de insectos son un buen ejemplo. Quizá lo sean también las humanas. Tal vez en lo más biológico, en lo más orgánico, radique el poder de lo organísmico supraindividual, amplificado extraordinariamente por la cultura. Un poder que puede manifestarse como la capacidad de regular la vida social en bien de todos los que la constituyen, y también un poder que puede derivar en el peor autoritarismo precisamente desde la identidad de cada individuo con el cuerpo del que pasa a formar parte, confiriendo al ente grupal liderado la única razón de existir.  

¿Hasta qué punto nos reconocemos al mirarnos en el espejo? Se dice que los memoriosos de verdad, los que nos recuerdan al Funes imaginado por Borges, tienen problemas para reconocer cuerpos por su dificultad de abstraer lo constante de la variedad en la que cada uno de ellos se muestra a lo largo del tiempo, incluso en cortos intervalos. La prosopagnosia por un lado y los trastornos somatomorfos por otro nos señalan la complejidad del entendimiento del cuerpo, del de los otros y del propio. El cuerpo puede sentirse como aliado o como enemigo. ¿De qué? De lo que el mismo cuerpo soporta, de cada uno. Es esencial pero nada peor que identificarse con él. Desde esa identificación se le castiga actualmente con dietas y disciplinas gimnásticas encaminadas a su supervivencia, en el contexto de un higienismo sin sentido, y que recuerdan a las mortificaciones monásticas dirigidas a lo contrario, cuando primaba la salvación del alma.

Las alucinaciones psicóticas dan cuenta de lo que puede ser para algunos sentir la posesión del propio cuerpo por un otro. No es raro que tantas extrañezas sostuvieran la posesión demoníaca como algo realista; hoy en día el diablo, que aun suscita exorcismos, es sustituido para algunos por alienígenas.

Lo corporal nos asiste en nuestra percepción del mundo, no sólo desde el cuerpo propio sino con el cuerpo como modelo general. Y así hablamos de cuerpos geométricos, de corpus lingüísticos, de corporaciones…  y concebimos las sociedades humanas como entes corpóreos. Así también perciben los cristianos a su Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo. Pero también la imagen corpórea permite imaginar lo que dicen las ecuaciones que describen electrones, átomos, moléculas… A todos ellos les conferimos particularidad, un cierto modo de corporeidad, aunque de uno en uno puedan negarla empíricamente atravesando una doble rendija e interfiriendo cada uno consigo mismo, golpeando nuestros sentidos, eso que muchos creyeron garantía de verdad. Sin la concepción del cuerpo emanada del nuestro no podríamos seguramente concebir nada del mundo que nos rodea; no podríamos interpretarlo ni científica ni socialmente.

No nos queda sino el recurso a la metáfora para tratar de imaginar lo que ya vemos, porque la visión no basta. La fe es, en realidad, creer lo que vemos. 

Tan importante nos parece en general el cuerpo que creemos natural su afán de supervivencia. Sin embargo, Freud ya nos habló de la importancia de todo lo contrario, de la pulsión de muerte. En realidad, el siglo XX entero parece haber sido movido por Thanatos. Un tiempo en que los cuerpos se mostraron del peor modo, como seres famélicos, como cadáveres innominados, amontonados en fosas comunes, o como uniformes vistiendo esqueletos. Un tiempo en que los cuerpos sociales también se desintegraron, dando lugar a otros.

A la vez que hay cuerpos de uno en uno, el lenguaje hace de ellos otra cosa bien distinta. En eso nos diferenciamos de otros hermanos naturales, de otros animales muy próximos incluso en todo lo demás. Hablamos. Ésa es la gran diferencia que complica las cosas, dando el paso de la Biología a la Cultura.

San Pablo habló bien del cuerpo, a pesar de todas sus represiones; dijo que era Templo del Espíritu Santo, nada menos. Y parece que es una expresión feliz porque no es tanto creencia cuanto constatación de que cada cuerpo humano remite al Gran Misterio de su existencia y de la subjetividad que ésta permite. Cada cuerpo hablante alberga el gran enigma del Ser.

Post dedicado a Venancio Salcines, que lo inspiró con una pregunta.