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jueves, 21 de diciembre de 2023

Navidad 2023

 


Imagen tomada de Wikimedia Commons



“¿Y Cristo? Kafka inclinó la cabeza. Cristo es un abismo lleno de luz. Hay que cerrar los ojos para no precipitarse en él”

(G. Janouch. Gespräche mit Kafka. Aufzeichnungen und Erinnerungen. Frankfurt).

 

“Si a mí alguien me probase que Cristo se encuentra fuera de la verdad, y si la verdad realmente estuviese fuera de Cristo, preferiría quedarme con Cristo y no con la verdad”.

(F. Dostoievski. Carta dirigida a Natalia Fonvizine en 1854)

 


    Vivimos en una mezcla del tiempo cíclico con el lineal. Nos hacemos mayores, envejecemos y un día moriremos. No podemos vivir sin recuerdo ni olvido. Si en el tiempo lineal construimos una biografía marcada por sucesivos ritos de paso, en el tiempo cíclico el recuerdo, como repetición periódica, nos evoca también algo esencial en nuestra cosmovisión. Esa repetición puede darse en modo de conmemoración social, de ritual mítico o de liturgia religiosa.

            

    La Navidad desencadena los mejores recuerdos de la infancia y las grandes nostalgias en personas ancianas que se van quedando solas. Cuando la celebración alude a su origen por cristiana, lo hace referida a un suceso histórico, no mítico. Sabemos que Jesús nació en el año 4 a.C, o algo antes, en Belén o Nazaret (sujetos a discusión). La celebración remite a la encarnación divina en Jesús, referencia vital en esperanza, en contemplación y en acción para sus seguidores.

            

    La creencia en un Dios estético, surgida ante la belleza y complejidad de lo observable, y que favorecería una tendencia panteísta que se da con frecuencia, precisa, en el cristianismo, a quien le da nombre, Cristo, como camino, verdad y vida, lo que supone y realza el reconocimiento de la Alteridad divina. 


    El Amor divino es mostrado en Jesús. Lo Absoluto se encarna y se hace receptivo a la queja, la petición, la meditación, la contemplación y la alabanza del ser humano. A todo eso que llamamos oración. 

            

    En un mundo que no ha olvidado la guerra ni los agravios humanos, sigue siendo relevante que el anuncio del nacimiento de Jesús a pastores fuera hecho, según el evangelio de San Lucas, por ángeles que decían “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lc.2,14). No se necesita más.

  

¡ Feliz Navidad !

sábado, 5 de diciembre de 2020

Ser, simplemente. Abrazando la ignorancia.

 


Chronos ya no sirve. No dice nada y eso facilita que podamos decirnos.

Un virus lo ha realzado y paralizado a la vez, provocando una mirada más próxima a lo esencial. Somos en, con, muchos organismos grandes y pequeños, algunos tan aparentemente insignificantes como los virus. Uno de ellos perturba nuestras células, moviliza recursos que antropomórficamente llamamos defensas y que pueden matarnos o salvarnos.

Y nada está dicho. Y todo es sentido, porque lo sentimos y nos encauza.

Y siendo en, nos sentimos fuera de, a pesar de lo único evidente, que somos con, que sencillamente somos. Sólo nos falta lo que estamos obsesionados en resolver, una respuesta al porqué, tal vez porque la pregunta carezca de sentido.

Y esa extraña situación actual, en el tiempo, que la enfermedad y la muerte de tantos realza, una muerte que a nosotros mismos espera, desbarata el mito del progreso y del propio tiempo lineal, y nos deriva a los viejos y sabios mitos, a los que realzan la ignorancia que el logos pretendió superar.

Heidegger dijo que el lenguaje es la casa del Ser, pero pareció precisar el recurso a un modo de lenguaje que no es sólo el habitual, ni siquiera el filosófico, sino el poético. Hölderlin y Oriente en general han resonado en él.

Y se dice que Parménides afirmó que el Ser Es, que parece una tautología, pero que sólo lo parece. Porque, si somos, no podemos dejar de ser. Ni con la muerte. Podemos asumir, como sensato, que negar eso, la gran castración, parece una insensatez y que, de ser realidad, nos condenaría al gran aburrimiento de la inmortalidad. Pero la inmortalidad sólo es concebible en el insoportable seno de Chronos. Frente a la inaceptable inmortalidad, permanece la frescura esperanzada en la eternidad dinámica del Ser.

Y por eso quizá sea mejor callarse, como sugirió Wittgenstein, o sintonizar, en el mejor de los casos, con Eckhart, o con Silesius ("Die Rose ist ohne Warum”). 

Nos hemos alejado de milenios de ignorante sabiduría. Hubo épocas en las que el tiempo era axial, cíclico y no sucesivo, y el lenguaje no utilitario sino sagrado, como significa el término “jeroglífico”. Una sabiduría en la que se asumía como natural que la hija divina era, a la vez, madre del mismo dios generador, que cada día el nacimiento seguía a la muerte.

La gran aporía católica, el absurdo de María como madre de Dios, nos remite a la antigua belleza egipcia, al misterio del sinsentido, porque sólo sin sentido podemos acoger, en ignorancia asombrada, la belleza del Misterio.

Fuera del ciclo, despreciado Aión, dejamos de ser. Jesús trató de convencer al viejo Nicodemo de la necesidad de nacer de nuevo, de otro modo, pero nacer a fin de cuentas. El ciclo posible le fue presentado a un viejo de pensamiento lineal.

Esa es la gran esperanza, la del vaciamiento de todo resto de supuesto saber y el abandono en el reconocimiento de la ignorancia, la que nos entronca con los árboles y los animales, la que nos reduce, en la buena y misteriosa manera, a lo que hemos sido, una simple célula. Una ignorancia que, a la vez, quizá por ello, nos acerca al Ser, divinizándonos por hacernos humanos.

viernes, 23 de febrero de 2018

EL VIENTO


Física y química restringen la forma de los cuerpos, la configuran en su armonía.

Vivimos en un fluido, el aire. Físicamente, estamos acostumbrados a su peso, a la presión que la atmósfera ejerce en cada milímetro cuadrado de nuestra piel, cerrando nuestro organismo como ente individual. 


Químicamente, sin el aire nos asfixiaríamos por falta de oxígeno con el que quemar nutrientes y mantenernos en este peculiar estado estacionario fuera de equilibrio que sostiene toda vida, también la nuestra.


Sin el aire no habría voces; tampoco música. El aire transmite el sonido y podría decirse que él mismo se hace sonido (“o son do ar”). Vibraciones sonoras cuya velocidad de transmisióm podemos alcanzar e incluso superar viajando en el propio aire, con aviones. Podemos ser supersónicos, nunca superlumínicos.


El aire mismo suena al moverse, cuando es viento. Y, en soledad, el viento parece preguntar… o responder, que quizá sea lo mismo. Bob Dylan cantaba que “the answer is blowing in the wind”.


El viento canaliza y cataliza los cambios estacionales, llevando con él la vida y la muerte.


Esa cierta integración vieja y nueva con lo que nos envuelve, con ese mundo abarcador, acogedor a veces, hostil otras, sugiere un sentimiento amoroso y el viento puede hacer sentir cierta amistad cósmica; “my friend the wind” nos cantaba Demis Roussos. Una amistad con matices. El viento del norte tiene algo especial, atractivo. Puede evocar la nostalgia de lo amoroso, también de lo letal. “My friend the wind will come from the north, With words of love, she whispers for me”. "She", ella, puede ser la Diosa, la madre divina, la amante eterna, pero también la inquietante Ayesha o la fría Lorelei. 


El viento es la mejor metáfora del alma, “ruah”, soplo divino de vida. 


“El viento sopla donde quiere, pero no sabes de dónde viene ni dónde va” (Jn.3,8). Eso le dijo Jesús a Nicodemo, que se quedó igual de perplejo tras obtener esa respuesta a su pregunta de cómo podía renacer un hombre viejo. 


Nicodemo ignoraba lo más esencial, que el destino asumible es precisamente ese, renacer. El cómo es la gran pregunta y tratar de resolverla es vivir.

martes, 31 de octubre de 2017

El terrible goce de la pureza.


“Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? Ella respondió: nadie, Señor”. (Jn 8,11).
“No he venido a llamar a justos sino a pecadores” (Lc 5,32)

Quizá el ideal más atroz, el más pernicioso, sea el de la pureza. 


Lo puro se muestra como límite, como lo más precioso. Lo puro atrae. Se habla de oro puro, de agua pura, pero también de filosofía pura, de matemática pura, como si hasta el intercambio de conocimientos con otros campos perturbara lo esencial de eso que se llama puro.


Lo puro es lo inocente, lo infantil. Que Freud hablara de una sexualidad perversa y polimorfa no es óbice para ver al niño como encarnación misma de la pureza. Si un niño muere, sus padres creyentes grabarán en su tumba que ascendió al cielo. Así, directamente, porque la pureza infantil es la angelical, la prístina. 


Lo puro es lo virginal, lo que no ha sido mancillado, lo que puede evolucionar a una pureza distinta, la que supone la relación de entrega única, para siempre, a otra persona, también pura. Pureza y castidad pasan a identificarse en seres que se pretenden casi asexuados. Es cierto que esa concepción parece desterrada, pero sólo lo parece porque las familias siguen existiendo y, con ellas, los amores y los grandes odios.


La pureza supone la rectitud, la coherencia, el cumplimiento del deber, la honorabilidad. En el ámbito religioso, el ideal de pureza ha neurotizado, enloquecido incluso, a muchos que lo vieron inalcanzable a pesar de penitencias y oraciones. Podría decirse que, en su ideal de pureza, los cristianos más religiosos se han hecho por ello anticristianos; el aspirante a puro no puede soportar las palabras de Jesús, buscador de almas perdidas. 


En nuestro tiempo, la pureza no afecta sólo al alma. Es también corporal, higiénica. Uno se purifica de toxinas, se libera de grasas aterogénicas, se protege contra virus, atiende a la pureza física que muestran hermosos cuerpos jóvenes, referentes con los que compararse. Desde esa perspectiva, el médico pasa a ser el exorcista moderno.
Lo puro es no beber, no fumar, chequearse, protegerse de una enfermedad a la que se le confiere ser, ontologizándola cada vez más. Y la impureza, que apunta a lo que uno es, puede hacerse sinónimo de lo que uno tiene, de enfermedad, en forma de alcoholismo, ludopatía, adicción al sexo…


La pureza parece intuitivamente exigible, especialmente a los demás. Y con ese ideal es contrastada la acción política. Robespierre, el incorruptible, se hizo ejemplar, aunque fuera por poco tiempo. El nazismo mostró la impureza asociada a ser judío o gitano, un mal terrible que justificaba la muerte industrializada en beneficio de la raza. Pero incluso los nacionalismos más humanistas tocan ese diabólico ideal: los nuestros, nosotros, somos distintos, hablamos nuestro idioma, creemos lo mismo, pisamos nuestro suelo, nos entendemos, no tenemos los vicios de los otros. Los grupos emergentes en política lo son desde la virginidad, desde la pretendida pureza que se desea transformadora de un orden corrupto. 


La pureza también es profesional y puede decirse de alguien que ha deshonrado su uniforme o traicionado su juramento hipocrático.


La idea de la pureza se hace afán purificador. Y, si los metales se hacen puros, libres de ganga, de otros elementos, mediante elevadas temperaturas, el fuego se ha hecho también purificador social. La Inquisición lo usó como medio para liberar al pueblo santo, puro, de brujas, herejes y endemoniados. Fuego santo como prevención del fuego infernal, el último y eterno fuego purificador ante un Dios veterotestamentario, viejo, monolátrico, que no admitiría el menor atisbo de impureza en su creación.


Hoy el fuego es otro, es el de la segregación social más o menos clara del impuro por los que no han caído en su bajeza. 


La falta, la caída que supone ser humano, lo que en tiempos se llamó pecado, esa falta en la que todos sin excepción acabamos incurriendo, sólo Dios puede perdonarla (sólo un dios puede salvarnos, decía Heidegger), porque los demás no lo harán. Y así, con demasiada frecuencia, los pecados del padre no serán jamás perdonados por sus hijos porque, aunque ellos mismos no sean puros, pues humanos son, su óptica sí lo será hacia los demás y, especialmente, hacia los más próximos; desde esa mirada justificarán un rencor, un odio, eternos.


Y, si en alguien es especialmente imperdonable la impureza, es en el envidiado. Si un gran escritor, por ejemplo, es sorprendido en cualquier tipo de falta moral, esa falta será tanto mayor cuanto más alto haya sido su mérito literario. Es la pobre y ansiada recompensa de los mediocres e infames que, por serlo, llegan precisamente a creer que ellos sí son puros.


Es por todo eso que sólo desde el reconocimiento de la propia falta, de todo lo que en nosotros es defectuoso, maligno, aborrecible, podremos cambiar un poco a mejor, sólo un poco, llegando a perdonarnos antes de pretender perdonar a otros, llegando a ser literalmente compasivos.

martes, 11 de abril de 2017

La mirada compasiva



“Puede que ella no sea siempre así. Puede que haya estado tres noches enteras agarrando la mano de su marido agonizante de cáncer de huesos”. David Foster Wallace

La eternidad es inconcebible. Lo es porque, por vivir, asociamos vida y tiempo, aunque no sepamos bien qué es eso a lo que llamamos vida y mucho menos aun qué es eso a lo que llamamos tiempo.

Sólo tenemos una aproximación posible a lo eterno, la que proporciona el instante amoroso, compasivo, a veces también estético. Las grandes tradiciones religiosas se centran en su importancia. En la primera carta a los corintios (13,2), San Pablo escribía que “si no tengo amor, nada soy”. En los versos gemelos al inicio del Dhammapada se nos dice que “no cesa la agresividad de aquellos que albergan rencor”. Pero no es fácil desterrar el rencor, el resentimiento, el odio, ya que sólo es posible desde el conocimiento de uno mismo, tarea bien complicada.

El Dalai Lama fue invitado por monjes benedictinos a comentar pasajes evangélicos, algo que fue recogido en un libro, “El corazón bondadoso”. En él, la compasión se muestra como nuclear y va referida al desapego, al alejamiento de la identificación y de las limitaciones personales.

Podría pensarse que quien alcanza un elevado nivel de sabiduría o santidad (no parece haber diferencia, al menos en la perspectiva oriental), halla también la paz perenne, un sosiego que le inmuniza frente a adversidades y lo sostiene en una cierta forma de seguridad vital. Tal vez ocurra a veces, pero es improbable. Esa beatitud de nirvana, tan sugerida en libros de autoayuda, no es realista en general. La libertad no confiere felicidad. El dulce judío Jesús se aterró en Getsemaní y sudó sangre ante la perspectiva final, y sufrió poco antes de morir el abandono de Dios, de lo Absoluto que él había hecho tan concreto, tan familiar, como para llamarlo Abbá.

Nadie sabe cómo afrontará la muerte. Nadie sabe bien como afrontará la vida misma a corto plazo, porque todos somos frágiles.

La vida del escritor David Foster Wallace estuvo marcada por la depresión y por los fármacos que tomó para combatirla durante veinte años. Parece que esa carga le hizo sentir cierta fascinación por algunos matemáticos también atormentados, como lo fueron Cantor o Gödel. La enfermedad mental solidariza a veces con otros que la han sufrido, palía la soledad terrible que implica. Quién sabe, quizá catalice la actitud compasiva.

D F Wallace se suicidó un día de septiembre de 2008, teniendo sólo 46 años y estando en lo mejor de su época creativa. Había ordenado antes sus cosas. Se ahorcó cuando le sonreía la vida. Claro que siempre son los otros los que juzgan sobre las sonrisas que la vida regala a cada cual. Tres años antes había pronunciado un discurso a los graduados del Kenyon College: “Esto es agua”, un hermoso texto que puede leerse en forma de libro o escucharse íntegramente en Youtube  o como un extracto de apariencia simpática 

Es un discurso hermoso que muestra de un modo muy claro la pertinencia de la mirada compasiva como alternativa radical, amorosa, a la mirada cotidiana, egocéntrica, simple y apresurada. En él, un futuro suicida nos dio paradójicamente un atisbo de eternidad.

La depresión no está bien vista en nuestro tiempo, en el que curiosamente su prevalencia es mayor que nunca. Por parte del paciente, nada que decir, nada que hacer, nada que esperar; sólo hay muerte en vida. Por parte del médico, con demasiada frecuencia tampoco hay nada que decir; bastará con la suplencia farmacológica del neurotransmisor que supuestamente falta, aunque no se sepa. Es llamativo que quien ve negada tantas veces la compasión de la escucha que precisa pueda llegar a ofrecerla como reflexión brillante.

Un demente puede tener episodios de espantosa lucidez. La psicosis maníaco-depresiva, o trastorno bipolar como se le llama ahora de modo dulcificado, moderno, puede ser creativa. A esa creatividad se refirió la paciente y a la vez psiquiatra Kay R Jamison en su libro “Touched with fire”. Un maldito fuego que, a veces, es prometeico y, como tal, lleva asociado un terrible castigo.


viernes, 13 de enero de 2017

MEDICINA Y PSICOANÁLISIS. Las palabras olvidadas.


Nos movemos cotidianamente con un vocabulario limitado. Es algo que ocurre desde hace tiempo y que ha facilitado cursos pintorescos como el aprendizaje de inglés en mil palabras. 

En realidad, mil palabras son muchas para mucha gente, que se desenvuelve en general con doscientas o menos. 
La expansión del uso de WhatsApp y la inmersión en redes sociales atienden a lo inmediato, y eso facilita una reducción del vocabulario a la vez que una desatención a la ortografía en una tendencia taquigráfica generalizada.

Algunas de las palabras ni siquiera son aprendidas. Muchas más son olvidadas por no usarlas.

La brevedad de la expresión podría ser bondadosa si fuera propiamente lacónica, en cuyo caso se diría sólo lo adecuado pero se diría también adecuadamente. Por el contrario, hay más bien un parloteo sin palabras.

Pero, como la magdalena de Proust, a veces, quizá sólo alguna vez, una de esas palabras se siente casi como un sabor que impregna la mente que siempre acaba siendo memoriosa; se oye o incluso se dice y, al hacerlo, resuena emocionalmente, evocando y sugiriendo una nueva actitud.

Muchos adjetivos y adverbios desvelan matices importantes de posibilidad ante vivencias, sean éstas placenteras o dolorosas. El vocabulario va mucho más allá del algoritmo. Uno puede en un momento dado sufrir, pero hacerlo o no con decoro. Había decoro y dulzura en dar la vida por la patria, decía la célebre expresión romana. Pero, ¿quién habla hoy de decoro, confundido más bien con decorar? Es sólo un ejemplo, uno de tantos.

Una palabra puede hundir a una persona. Un simple “no” puede ser traumático para un enamorado que se ve rechazado, como puede serlo oír “cáncer” de labios de un médico. La ausencia de palabras, el silencio, también puede ser elocuente a veces, brutal otras. 

Pero la palabra tiene la posibilidad salvífica. El evangelio de Juan se inicia diciendo que la palabra se hizo carne. Somos seres hablantes y acertar a decirnos es muy importante, como lo es escuchar a otros. 

No hay secuencia de bits que supla la verbalización. Se está viendo ya en muchas consultas, con el ordenador como frontera entre el médico y el paciente. 

La sabiduría del psicoanálisis reside en dejar hacer al lenguaje, a que uno se diga y así se oiga y se vea a sí mismo, a que se reconozca como responsable y, por ello, libre a fin de cuentas; a que lo oculto sea desvelado, a que el síntoma señale hacia la verdad que importa y que no es la sintomática sino otra bien distinta a la inicialmente imaginada.

“Di una sola palabra y mi criado quedará sano”, le dijo un centurión a Jesús (Mt.8,8). Jesús no dijo ninguna; se limitó a asegurar que la fe expresada tendría un buen resultado. De algún modo, el efecto placebo funcionó ya entonces. Y es que no necesariamente ha de oírse palabra alguna, pero sí ha de buscarse en quien tiene un supuesto saber. Con atención sosegada, con confianza a pesar de la angustia.

No nos mostramos por datos, sino por palabras y silencios. La clínica no debiera olvidar algo tan importante. Es con la palabra que puede orientarse el diagnóstico pero no es menos cierto que es también con ella que puede ofrecerse ayuda e incluso, en algún caso, curación, entendiendo por ésta esencialmente un saber qué hacer con la vida, no sólo prolongarla. 

lunes, 18 de julio de 2016

18 de julio. "Paz, piedad, perdón"



Ochenta años, toda una vida que muchos no alcanzan porque se mueren antes, es lo que nos separa de otro verano caluroso, el de julio de 1936.

Inercia de acomodados poderosos, ilusión republicana, sectores del ejército que se sublevan, un golpe fracasado, sueños rojos revolucionarios, guerra civil. Y, por si fuera poco, los horrores de la represión en ambos bandos, oficiosa en un lado, oficial en el otro. Guerra que no acaba, que continúa en la gran contienda mundial.

La brutal insensatez hecha cotidiana.

Cada uno en su bando, no siempre el deseado, ni siquiera deseable desde tanta ignorancia, sino el que toca por mero azar geográfico.

Y lo peor de la guerra, y de la posguerra, sobreviene en forma de “paseos”, cabezas afeitadas, aceite de ricino, venganzas bajas y rastreras, las miserables justicias de los cobardes que brillarán también en Francia y en Rusia después de que los valientes las liberen. 

Hambre, piojos, retorno al pasado brutal. Cruzada le llaman los más necios. Guerra fratricida se dice también de ese horror, como si las guerras fueran otra cosa que matarse, como si los fratricidios precisaran guerras.

En nombre de Cristo, se bendice lo peor. En nombre de Cristo, el suave Jesús es olvidado. Y él mismo es atacado en imagen porque quienes decían transmitir su dulce y dura palabra no lo han hecho, lo han traicionado, excepto unos pocos que llegan a morir por él en su coherencia. En nombre de Cristo, un dictador que firma sentencias de muerte irá a misa bajo palio. El cinismo vence. La religión se hace nacional-católica, tridentina, medieval, anticristiana.

El cristiano auténtico Unamuno, que siempre se equivoca y, tal vez por ello, siempre dice verdades, clamará a destiempo pero con dignidad, como “sumo sacerdote” en el “templo de la inteligencia”, contra la pulsión de muerte del lisiado Millán Astray. Poco después morirá. Ni siquiera le fue concedida la muerte heroica en ese acto universitario.

Muchos héroes murieron, muchos cobardes fueron condecorados.

Todo debería haber pasado a los libros, a los archivos, a las tumbas. No hubo muchas cruces en campos de batalla, como las que florecieron en Verdún, que señalan la paz para todos, sino una sola gigantesca, que anuncia la victoria de unos cuantos.

Tuvieron que venir hispanistas ingleses a hablarnos de nuestra guerra y de nuestra paz, si paz se le pudo llamar a lo que vino después, ese mar de luto siempre que el luto se pudiera expresar. 

Se negó y se niega la memoria histórica pensando que carece de sentido e incluso que así se consigue un olvido reconciliador, un cierre, pero es un cierre en falso, porque fosas desconocidas en las que yacen cadáveres hacen imborrable el recuerdo esencial. 

En ese contexto de olvido, incluso hoy, transcurridos ochenta años desde el inicio de aquella barbarie, hay algo memorable: tres palabras con las que alguien concluyó su discurso, que se entendió inútil (todo lo bueno es casi siempre "inútil") en lo que quedaba de las Cortes Republicanas: paz, piedad, perdón.