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viernes, 22 de enero de 2016

No es país para viejos

“Así, Solón se muestra orgulloso en sus versos, cuando dice que él envejece aprendiendo algo cada día; también yo lo hice al aprender de mayor la lengua griega”.
Cicerón. “Sobre la vejez”. 8, 26.

Cicerón escribía esto sintiéndose ya mayor (tenía unos 63 años) y un año antes de ser ejecutado por orden de Marco Antonio, que encajaba mal la crítica política. 

Al redactar la carta que incluye ese texto, reflexionaba sobre la vejez como una época interesante. Interesante para él, claro, porque no pertenecía precisamente a un bajo estrato social. Ser viejo no hace que alguien se halle necesariamente más cerca de la muerte que un joven (especialmente en ese tiempo en que la esperanza de vida no alcanzaba la treintena de años) y, a la vez, la transmisión de un saber acumulado tras una vida larga es interesante “para los dioses inmortales que quisieron no sólo que yo recibiera esto de mis antepasados, sino también que les sirviera a mis descendientes”(7,25).

En el tiempo de Cicerón, sólo los cuarentones podían ser cónsules y el término “senado” procedía adecuadamente de “senex" (anciano). En cierto modo, nuestro senado también pero en muy mal sentido. Es decir, lo que se llamaba “cursus honorum” estaba ligado no sólo a la valía personal sino a la edad, garante de un saber. Al menos, como concepción, tantas veces frustrada con el principado, revelaba el valor dado a lo que entonces pudiera considerarse ancianidad. 

A diferencia de lo que opinaba Cicerón, ser viejo está mal visto hoy en día, incluso en forma literal, porque lo malo de la vejez es visible y lo es como incapacidad, como demencia, como fragilidad que anuncia la muerte. Esa mirada al deterioro es paliada porque muchos viejos no son vistos; refugiados en sus casas, asistidos en residencias, no salen a la calle. 

A veces se dice que es triste llegar a viejo, aunque se considere peor la alternativa letal a esa llegada. Y se habla de lo bueno que es sentirse joven a pesar de la edad. De ese modo, se ha ido cambiando la perspectiva: uno es viejo sólo cuando se siente tal y no cuando lo es por los años que haya vivido. Y, por eso, para no sentirse viejo, nada como congelarse en una pretendida juventud a base de vigorizantes, musculación, estiramientos de piel y cosas similares. El sildenafilo, el “bótox”, las bicis estáticas y los “personal trainers” contribuyen a paliar la inexistencia del agua tan buscada de la eterna juventud y la presencia de una deshidratación visible por mucho ácido hialurónico y colágeno que uno compre.

Esa pretensión de juventud perenne es tan inútil como patética y, a la vez, cara. No todo el mundo puede permitirse esa escalada de gastos “anti-aging”. Un sector menos favorecido sólo es diana de propaganda de pañales, dentaduras postizas, andadores, nutrientes líquidos y, lo que es tristísimo, yogures para bajar el colesterol.

¿Qué podemos hacer? Negar la vejez es una alternativa y por eso usamos el eufemismo “tercera edad”, la del pretendido júbilo de la jubilación, la de la libertad de hacer lo que a uno realmente le gusta, aunque la mayoría de jubilados no tenga ni idea de qué es eso que tanto les gustaría hacer a esas alturas de la vida, porque nunca lo han hecho ni imaginado. Los hay también que, sabiéndolo, no pueden hacerlo por falta de recursos. 

Es sabido que esa “tercera edad”, término que sugeriría una cuarta y una quinta, que no habrán, implica una mayor atención al cuerpo porque el propio cuerpo la demanda con sus achaques, pero para eso están los médicos o, más bien, estarían si los hubiera. En realidad hay médicos … de otra cosa; de otra edad (pediatras) o de órganos concretos (especialistas), pero escasean los geriatras. Y es que ser geriatra… si pocos quieren hacer Medicina de Familia, ¿Quién optará por la Geriatría? ¿Qué MIR con una buena nota elegiría cuidar a viejos en vez de aspirar a ser un renombrado cirujano plástico? 

No están los tiempos para poner parches. San Francisco de Borja juró que nunca más serviría a señor que se le pudiera morir. Hoy, ese sentimiento se ha “laicizado" en muchos médicos, que no están para servir a quien se va a morir probablemente pronto. 

La esperanza de vida ha aumentado, haciendo que la pirámide poblacional sea cada vez menos piramidal, con lo que cuesta eso. Porque cuesta, y mucho, crear y mantener a una población anciana (tanto higienismo para llegar a viejos). Como cuesta, y mucho, aunque en el plano de los sentimientos, verse mantenido desde la ancianidad, cosa que no siempre ocurre. 

Baja la moral ver a viejos y eso facilita su olvido que, a veces, ha tomado la forma real, de abandono en gasolineras u hospitales. En el caso más benigno, el olvido cristaliza en la migración de la casa de siempre a la “residencia”, en la que se habita (¿es habitar eso?) con cierta calidad de vida si uno no está demente y si hay conciencia en los cuidadores. Nada más. Escasean las visitas de hijos y otros familiares que queden. Algún espacio para viejos retratos familiares, una tele, nada de alcohol, como si hiciera daño real a esas edades, y todos a acostarse muy pronto, incluso en verano, como si al día siguiente hubiera que madrugar para algo. Y todo eso para quien se lo pueda permitir (no son baratas las residencias geriátricas privadas), pues las residencias públicas no abundan y tienen grandes listas de espera, como si se pudiera esperar a determinada edad. Queda la opción de quedarse en casa, malcomiendo, malviviendo, expuesto a despistes con el gas, los hornillos o lo que sea y a caídas letales, hasta llegar a hacerse notar incordiando a los vecinos como cadáver que huele mal.

¿Hay posibilidades frente a eso que se sigue llamando vida? La hermosa “Carta a D.” de André Gorz muestra una opción, decidida por amor. Freud decidió también esa salida cuando vio que no había mucho más que hacer, y muchas cristianas vestiduras se rasgaron cuando el insigne teólogo Hans Küng vislumbró para sí mismo tal alternativa, aunque aun no la haya tomado.

Pero también hay una vejez "ciceroniana", un período en el que algunos afortunados están en el mejor momento. Son investigadores, artistas, creadores… Pero nada más feo que salirse de la norma, que “des-ISO-ficarse”, algo que el Estado no puede permitir. Los creadores piensan en eso, en su creación, y no se dan cuenta de que, con la jubilación, tienen que cerrarla porque sí. 

Recientemente hemos sabido que célebres autores de nuestro país se enfrentan a la opción práctica de dejar de escribir o de renunciar a su pensión. Gamoneda se preguntaba “¿Qué vamos a hacer los escritores, los científicos y los creadores? Es un disparate. Yo tendré que dejar de escribir, porque, con lo que gano con mi escritura, no puedo vivir".  


Ni Gamoneda ni Reverte ni tantos otros se enteran de que ya han cruzado el umbral de una determinada edad y de que están en España, que no es país para viejos.