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miércoles, 14 de octubre de 2020

LA NOCHE OSCURA. Cuando la ignorancia sobrecoge.

(Foto tomada de Pixabay)

 

    Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena. (1 Cor.13,1)

Arduo hallarás pasar sobre el agudo filo de la navaja. (Katha Upanishad,3,14)

     

    A veces gradualmente, generalmente con rapidez, sobreviene la oscuridad. El alma queda en suspenso, sobrecogida, sin saber qué hacer. Habrá quien le llame ataque de pánico, habrá quien hable de angustia, de ansiedad generalizada, o de depresión. Parece un síntoma que reclama ser nombrado, encasillado en una enfermedad a tratar.

    En ese estado lamentable, en que la única pregunta es ¿qué me ocurre? no hay nada que decir, ni que decirse. Pero, lo que es peor, no hay nada que escuchar, y esa negación abarca a la lectura. En ningún libro habrá solución, ninguno tendrá interés. La erudición que hayamos conseguido se mostrará crudamente superflua, absurda incluso. El conocimiento, sea de diletante o de especialista, no servirá. Se instala la ignorancia. Se vive el absurdo puro. La noche oscura del alma ha caído y no se sabe cuando se irá.

    Las fuerzas de la vida decaen. El Dios del glorioso Universo se oculta. Nada sirve ya para nada. Afortunadamente, tampoco serviría la muerte. La noche oscura, por tenebrosa que sea, refuerza la aspiración al día, a la vida, viéndola lejana.

    Llegamos a saber así que no sabemos nada, del modo más duro. La ausencia absoluta de sentido es el único sentido percibido y eso resulta insoportable.

    Hoy es factible leer prácticamente lo que se desee. Podemos tener en nuestra propia casa miles de libros en formato físico o electrónico, con cuya lectura en algún momento disfrutamos, libros generalistas, especializados, de historia, de física, filosofía, literatura… Creemos que sabemos y sabremos más cosas. No es cierto. No en el sentido valioso. Ninguno de esos libros sirve ya en lo que se muestra esencial, en sostenernos. Creíamos que habíamos aprendido algo de ellos. No es así. O no del modo imaginado, porque en esa noche el recuerdo de lecturas y supuestos saberes se extingue y no hay la luz de la ilusión o de la necesidad que nos permita abrir un libro, por interesante que nos pareciera un día antes. Y quien dice libros, dice música, películas, paseos, descansos… Nada elimina el desasosiego. Nada.

    ¿Cuánto durará? Hay quien se ha pasado años en la noche oscura, hay quien ha tenido una sucesión de noches más cortas. Se han dado en creyentes y en ateos. Con suerte, desaparece pronto, aunque quizá vuelva.

    No es malo recurrir a fármacos que palíen el sufrimiento del absurdo, pero no servirán para disipar las tinieblas.

    Cuando el soporte divino desaparece, emergen los demonios de algún modo bioquímico; quizá la amígdala cerebral o el locus coeruleus o lo que sea se hayan desmadrado. Pero hay algo más. No somos un cerebro, aunque lo precisemos. Es el alma la que sufre. La gran pérdida de sentido no es tanto amínica como anímica.

    Sólo hay un brutal “avance” posible. La gran ignorancia en que nos hallamos, puro estupor, es la que, paradójicamente, puede abrir las puertas a cierta lucidez, en la que asumir que sólo una cosa es necesaria (Lc.10,42), en la esperanza desesperada de que la encontraremos y aceptaremos. Pasar por una noche así puede bastar, o no, para reconocer que toda erudición es mero ornamento, que la sabiduría alcanzable consiste en reconocer la ignorancia y que lo único que importa es el amor, acogiéndose a él y tratando de brindarlo.


viernes, 15 de abril de 2016

RESILIENCIA Y GENES

Hay quien sale fortalecido de un golpe que le da la vida. Hay quien se crece ante la adversidad. A esa capacidad se le llama resiliencia. 

Si se indaga en un buscador de internet o, más específicamente, en PubMed, veremos que se trata de un concepto en auge. Abundan los consejos para ser más resiliente o los artículos que muestran las características de las personas que han sabido sacar fuerza de flaqueza. También, como es habitual, se han buscado raíces genéticas o epigenéticas que expliquen la resiliencia de cada cual  

Hay quien ha llevado el término al extremo, a la resiliencia de la que no se entera el resiliente por estar afectado de una grave mutación genética y no porque llegue a afrontar psíquicamente la enfermedad resultante, sino porque simplemente no la sufre… a pesar de que la Genética indica que debiera padecerla. El 11 de abril de este año se publicó en Nature Biology un artículo con este título: “Analysis of 589,306 genomes identifies individuals resilient to severe Mendelian childhood diseases”.  En él aparece ese término,“resilient”, una elección curiosa.

En ese estudio se analizaron los datos genéticos de 589,306 individuos llegando a identificar a 13 casos de adultos sanos con mutaciones que deberían haberles provocado enfermedades severas (tal vez la muerte) antes de cumplir los 18 años. Cada uno de esos individuos fue “resiliente genético” a una de ocho enfermedades que requerían la mutación del gen en un cromosoma (autosómicas dominantes) o en los dos cromosomas (autosómicas recesivas). Entre esas ocho se incluía la fibrosis quística y la epidermolisis bullosa.

¿Por qué, aunque sea en muy pocos casos, ocurre algo así? Un diagnóstico genético pre- o post-natal mostraría un futuro cruel a los padres de ese niño. Un futuro que, en estos afortunados, nunca se dio. Dada la condición de anonimato del estudio, no se pudo acceder a las personas concretas que son resilientes genéticos sin saberlo, llevando una vida normal. Pero el interrogante abierto ya hace pensar en ricas informaciones futuras procedentes de proyectos como el “Human Knockout Project”, el “Million Veterans Program”  y el “UK Biobank Project”.

¿Qué nos sugiere este hallazgo? Por un lado, desbarata restos del pensamiento lineal en Genética (y tan vigoroso aun en Biología Fundamental). Ya había sido desterrado el dogma “un gen - una enzima”. Estos casos de una herencia mendeliana de penetrancia completa que no se traduce en la enfermedad que “debiera” indican que incluso en los determinismos biológicos más claros puede haber factores (probablemente también inscritos en el ADN) que perturben ese oráculo genético. Sin tener nada que ver, la rareza de estos casos evoca la rareza de las remisiones espontáneas de tumores. ¿Por qué ocurren? Las preguntas que surgen de rarezas naturales suelen acabar conduciendo a respuestas generales de gran interés.

Nos indica también algo más. Nos rompe el esquema convencional de que todo está escrito indefectiblemente en los genes, de que basta con leer ese nuevo libro sagrado llamado genoma para encontrar las respuestas de todo. Si esto ocurre con enfermedades monogénicas, ¿qué tipo de explicación etiopatogénica cabe esperar en el caso de determinismos poligénicos débiles que pretenden dar cuenta del autismo o de cualquier trastorno mental?

Finalmente, hay algo más. Un descubrimiento es realmente importante no tanto cuando resuelve un problema sino cuando revela una ignorancia novedosa, cuando abre más ignorancias de las que neutraliza, inspirando así la imaginación fértil. En este caso, renace la ignorancia y es de esperar que, desde ese humilde y necesario reconocimiento, la ciencia cobre el buen impulso que tantas veces ha asumido, en vez de permanecer en un crecimiento incremental de resultados mediante líneas de investigación "productivas".