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jueves, 25 de febrero de 2016

El olvido de la pureza. Llega la ciencia-espectáculo.

La Historia de la Ciencia muestra el poder de un método para tratar de aproximarse a lo real. 

Newton fue mucho más allá de Kepler. Mostró la importancia de la gravedad universal sin poder decir propiamente qué era eso, explicando sin explicar (“hypotheses non fingo"). Y es que el término explicación es peligroso por parcial. Nunca se alcanza la totalidad del enigma. Puede haber una sucesión de explicaciones causales de lo fenoménico, pero de un “qué” inicial, taxonómico, descriptivo, a través de esa explicación, se trata de lograr el “qué” esencial. Una búsqueda tan apasionante, tan creíble, como infructuosa, tal vez porque esa pregunta por el “qué” sea una cuestión límite y, por ello, más filosófica que científica. 

La ciencia es importante. Todo el mundo parece estar de acuerdo en eso, incluso en el ámbito de la pseudo-ciencia, en el que se pretende llamar ciencia a lo que no lo es, y la expresión “científicamente demostrado” ha sido exitosa para vender cualquier producto pretendidamente benéfico, aunque no haya en él propiamente ni ciencia ni demostración.

La ciencia es importante por su método, porque es desde la observación, experimentación y construcción de teorías que podemos hacernos una imagen realista del mundo. Y, si el método es importante, lo es el trabajo de quien lo aplica, del investigador. Un trabajo que requiere de fondos para la subsistencia de quien a él se dedica y para proporcionarle los instrumentos y material fungible precisos. 

La política científica lo es de inversiones. ¿Para qué? Para hacer ciencia, desde luego, pero ¿con qué fines? Es natural invertir en el trabajo científico que persigue curar el cáncer. Pero, ¿lo es para estudiar fósiles, analizar el fondo de microondas o demostrar la existencia de un quark? Quienes se dedican a la política pueden llegar a entender que la ciencia básica es tan importante como la aplicada, que sin ciencia básica no hay aplicaciones. Incluso, de haber políticos sensatos (¿por qué no los habrá?), se asumiría por ellos que hasta puede haber tenido razón Kornberg cuando dijo aquello de que el mejor proyecto es la ausencia de proyecto, realzando el valor de lo lúdico y del afán puramente epistémico en la investigación científica.

Nadie le hace caso a Kornberg, premio Nobel y padre de otro Nobel. La ciencia se financia en función de proyectos, protocolos, de los que espera éxitos. Cuando los éxitos son aplicables a la Medicina o a la Técnica, todos respiramos; hemos gastado bien. La cosa se pone más difícil cuando el éxito es puramente epistémico. Surge entonces la pregunta habitual, ¿para qué sirve? Por ejemplo,  ¿para qué sirve eso del bosón de Higgs? Y se intenta explicar alegando consecuencias benéficas pero secundarias, colaterales, de investigaciones básicas previas, poniendo como ejemplo Internet o cosas así. Si eso ocurrió antes, pues bueno, de la búsqueda del bosón de Higgs seguro que también se producirán avances técnicos que faciliten la vida. 

Y, aunque no fuera así, el bosón de Higgs nos permite comprender mucho mejor la materia. Eso dicen, aunque muy pocos entiendan de qué va ese bosón y casi nadie sepa por qué se le da importancia al Sr. Higgs. Y el COBE nos dejó ver la “huella de Dios” nada menos, aunque casi nadie viera nada en esas imágenes.

Volvemos a lo de siempre. Hay que saber vender, ciencia en este caso, que no llega a ser tan malo como “saber venderse”, pero que es malísimo para la ciencia.

Atrás quedaron los tiempos de Gauss, lejanos, pero también los más próximos de Planck, Einstein, Turing e incluso Feynman. Entonces, entre ellos se entendían. No necesitaban al gran público. Hubo que pagar mucho para financiar el trabajo de personajes así en Bletchley Park o en el Proyecto Manhattan, pero la guerra lo exigía. Después, Vannevar Bush ya se encargó de mostrar las excelencias de ese esfuerzo tecno-cientifico conjunto en tiempos de paz.

Ahora hay que mostrar la grandeza de la ciencia. No basta con la divulgación de siempre, a lo Asimov. La cosa ha de ser espectacular, masiva. Y en ese contexto estamos.

Crick gritó en un pub (y parece que antes de beber) que él y Watson habían hallado el secreto de la vida, confundiendo la vida con el modelo del ADN. Nada menos. 

George Smoot, al hablar de las imágenes del fondo de microondas registradas por el COBE dijo que, si uno era religioso, eso era como mirar a Dios a la cara. 

Entre ambos, en 1974, Donald Johanson encontró trozos interesantes de un esqueleto muy antiguo, de un homínido. Esa noche puso un cassette y escuchó la canción de los Beatles, "Lucy in the Sky with Diamonds”. Le dio nombre a lo que tenía entre manos y así, el primer ejemplar del Australopithecus afarensis se llamó Lucy.

Quien da primero da dos veces, se dice. Y no se trata de ser primero en un descubrimiento, sino en un hito científico. Probablemente Brenner sea muy superior científicamente a Crick en sus mejores tiempos, pero, aunque también sea premio Nobel y a pesar de estar vivo, ¿quién sabe de él? También probablemente Edward Witten sea superior a Hawking, pero que se le pregunte a cualquiera por el mejor físico del mundo; no nombrará a Witten. El COBE fue un primer paso tras el que el WMAP nos enseñó mucho más, pero ¿quién vio ahí huellas divinas? ¿Quién se acuerda de Penzias y Wilson, que fueron los primeros en encontrar, como ruido en una antena, ese extraño fondo de microondas?

Ahora bien, no hay ciencia sino ciencias. No es lo mismo la Biología que la Física. Los avances en el ámbito de la Biología siguen siendo cosa de pocos y son incrementales. Hubo el proyecto Genoma y sus grandes expectativas frustradas de momento. Después, el ENCODE, el HapMap, el Cancer Atlas… Paso a paso, se van descubriendo nuevos genes por parte de distintos grupos. En casi todos los telediarios se nos habla del gen de turno de algo y con cuyo conocimiento se abre la vía para tratar ese algo; eso es lo que nos dicen alegremente, incluyendo a gente que se está muriendo de ese algo. Pero en Física la situación es distinta. El tiempo de Rutherford o de Chadwick pasó a la historia; no basta con pequeños laboratorios para ver cosas importantes. Se precisan grandes instrumentos, colaboraciones internacionales, equipos enormes, como los del CERN. Y los hallazgos importantes no se dan todos los días, sino sólo de vez en cuando. En Física, no hay espectáculo pequeño cotidiano sino que se precisa el gran espectáculo del año, del lustro o de la década, para que el espectador entienda que hay un dinero bien empleado. 
Y el espectáculo, para ser auténtico, ha de anunciarse, ha de ser precedido del rumor adecuado. Y ha de presentarse de modo que se dé cuenta de su tremenda importancia. No basta con las publicaciones que pueden incluso esperar a que haya la presentación.

El último gran espectáculo contemplado es el de las ondas gravitacionales. Observado realmente por quienes detectaron una señal hace unos meses, pero traducido a una nueva contemplación en forma de videos y artículos didácticos por parte de las dos revistas que dicen más prestigiosas, Nature y Science. La divulgación degenera desde ellas hasta las secciones de ciencia de los periódicos.

¿En qué se basa el éxito del espectáculo? En identificarlo falsamente al éxito de la ciencia. Falsamente porque la ciencia no persiguió propiamente detectar las ondas gravitacionales, sino sólo saber si existían o no y, en ese sentido, un descubrimiento negativo (similar al que supuso concluir que el protón no se desintegra) sería tan importante, exactamente tan importante, como el descubrimiento positivo de la existencia de las dichosas ondas. Sí es cierto que permiten una nueva mirada al cosmos, pero eso ya es otra cosa. 

También reside ese éxito del espectáculo en mostrar que Einstein tenía razón y resulta que, científicamente, daría igual que la tuviera o no, porque la ciencia avanza precisamente juzgando constantemente hipótesis y teorías y tan importante es la verificación como la falsación. 

Es decir, el éxito pretendido lo es en la medida en que realza la función oracular de la ciencia, más que en mostrar el valor de la ciencia misma.

La ciencia, además del avance epistémico, supone la maravilla de desvelar la belleza del mundo. No es poca cosa. La ciencia nos sitúa y nos asombra. Pero no es ella misma el espectáculo, sino el medio para mostrar la profunda belleza del misterio que nos rodea y constituye. Esa es su verdadera grandeza y no el espectáculo que de ella se hace.