Mostrando entradas con la etiqueta Freud. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Freud. Mostrar todas las entradas

miércoles, 14 de abril de 2021

Sobre "El caso Mike" de Gustavo Dessal.

 


 

“Los sentimientos constituyen un terreno infinitamente más complejo que las ideas o los pensamientos. Están directamente conectados a esa rara red del habla de la que estamos cautivos.” Gustavo Dessal.

La nueva obra de Gustavo Dessal, de reciente aparición, es interesante, entendiendo este término tal y como lo recoge el diccionario de la R.A.E.: “que interesa o es digno de interés”. Es un doble sentido, aunque parezca único. 

Por un lado, interesa, que no es poco. Estamos ante una novela que induce a su lectura mantenida y, a la vez, reposada, “despaciosa” como decía García Gual, prestando atención al mundo en que se encuadra y al torbellino que en sus personajes se desencadena. 

Es y no es nuestro mundo el que ahí se nos muestra. La acción se desarrolla en una ciudad estadounidense, Boston, cuyas calles y barrios son descritos con el detalle suficiente para que la imaginación nos lleve a ellos, para que nos situemos allí aunque nunca hayamos estado en esa ciudad. Pero, a la vez, el protagonista principal, Mike, se mueve en un espacio que no sabemos si es real, virtual o esa extraña mezcla a la que la tecno-ciencia nos está conduciendo. Mike es un hacker cuya capacidad, de la que a veces dudamos, se mezcla con una gran fragilidad. Podría decirse, de modo rápido, que estamos ante un joven con una mezcla de síntomas o con un síntoma novedoso hasta cierto punto, propio de la civilización actual. 

Se trata de una novela en la que hay buenas dosis de intriga, de sorpresa, de acción… en la que las condiciones de entorno son las que son, una mezcla de desestructuración familiar, en la que ha nacido y se ha desenvuelto el personaje, y de un orden social que oscila entre el extremo perturbado y perturbador y una continuidad que abarca desde el turbio clima de los hackers de poca monta hasta el de las agencias de inteligencia.

¿Quién espía a quién? ¿Quién gana y quién pierde en ese juego solitario y a la vez extrañamente relacional que se produce ante la pantalla de un ordenador? Son preguntas que surgen a lo largo de las páginas en las que, a la vez, se sugiere algo inquietante: esto, el nuestro, es o parece un mundo de locos. Y el protagonista sería sólo uno de ellos. Ni héroe ni antihéroe, sólo un ser abocado a la repetición de lo peor en forma de suicidio frustrado.

Por otro lado, el libro es digno de interés en sentido de la R.A.E., porque no sólo es una novela, sino algo más. 

Podríamos decir, utilizando un término que no aparece en el texto, pero que sería compatible con él, que hay un atractor caótico como núcleo del mundo en que se mueven todos los personajes. Los atractores caóticos tienen que ver con lo extrañamente repetitivo, con lo determinista que se muestra como aleatorio. Un cambio en las condiciones iniciales y surge el caos. Y la novela juega con eso. Todo parece determinado pero está tocado con el indeterminismo que nos permite, a la vez que sorprendernos ante lo azaroso, ser humanos, gozar de la libertad. 

No estamos ante seres felices, precisamente, aunque la lectura nos depare magníficos momentos de sosiego de personajes aparentemente tranquilos, como esos que comparte el Dr. Palmer con el juez Casttan, en los que se nos transmite el valor de una buena compañía gastronómica en la que discurre el diálogo facilitado por selectos vinos, aunque alguna vez el mismo placer se obtenga en un bar de carretera con una cena rápida. Ambos personajes hablarán sobre un supuesto psicótico, haciendo de él con frecuencia el centro instantáneo de su universo mental, su aquí y ahora, tratando de ver hasta qué punto ese sujeto delira o dice algo sensato, algo que sería inquietante para todos. Acaba siendo más cómodo clasificar a alguien como un algo nosológico, cosa que ni Palmer ni Casttan harán.

El Dr. Palmer es psicoanalista y trata a muchos pacientes. Uno de ellos, el caso Anne, fue central en la primera novela de esta saga.

Quienes tenemos la fortuna de conocer al autor de la obra, sabemos que no es identificable con Palmer, pero sí tiene algo importante en común con él. Se trata del ejercicio del psicoanálisis, de esa humilde, humana y transformadora atención al sufrimiento humano, que inauguró Freud y que se siguió por otros, entre los que destaca la figura de un psicoanalista muy relevante, Jacques Lacan. 

Ese modo, singular siempre, de percibir al otro, de acogerlo, para ayudarle a que, partiendo del síntoma y siendo escuchado, haga algo mejor con su vida, es lo que proporciona la gran fuerza transformadora del psicoanálisis en general, aquí en su modo lacaniano. La palabra entra en juego analítico y terapéutico.. libremente, sin prisa, sin pausa, con tiempos de mirada, de comprensión y, tal vez, de conclusión.

Es difícil hacer bien la tarea a que uno está volcado por ser vocado a ella. Mucho más lo es cuando ese deseo se encarna en dos facetas, aunque se complementen, la de ser escritor y la de ser psicoanalista. Gustavo Dessal es maestro en ambas tareas y, por serlo, podemos entenderlo mejor en esas dos facetas, acercándonos en sus textos a lo que es el psicoanálisis y disfrutando de las obras literarias que produce. 

Todos sus lectores deseamos, por ello, que el Dr. Palmer tarde mucho tiempo en jubilarse y siga deleitándonos con sus nuevos casos.

martes, 27 de agosto de 2019

CENSURAS. La aspiración mayoritaria a la minoría.


En general, uno puede describirse como un “quién” en función de una intersección de conjuntos (pertenencia a un país, a una familia, a una profesión, a una situación laboral, a una religión, a un club, a un partido político…).

En realidad, la cuestión difícil no reside en definir un “quién” sino llegar a saber "qué" se es y qué quiere realmente uno mismo, eso que apunta a su singularidad y que, en general, resulta que es inconsciente. Pero quedémonos en esta entrada en los “quién”.

Parece darse una tendencia generalizada a que el conjunto intersección al que pertenece cada "quien" (de todos los conjuntos de propiedades o incluso de fenotipos contemplables) sea minoritario en número de elementos. Sobran los ejemplos. Los partidos políticos se multiplican; el número de licenciaturas y diplomaturas crece de tal modo que, en algunas, el número de profesores supera al de alumnos. Los grandes imperios comerciales pueden pronosticar lo que marcará a pequeños subconjuntos de consumidores entre los que establecer la diferencia, subconjuntos que se identificarán como tales, al tradicional modo religioso, se declaren o no ateos. 

Lo que suponía a muchos opinando, estudiando o vistiendo lo mismo y diferenciándose de otros muchos, desaparece para sostener una apariencia de singularidades que no existen como tales, sino como conjuntos minoritarios. Muchos, pero minoritario cada uno de ellos.

Hasta la Medicina busca el mínimo conjunto intersección como diana terapéutica. Y se dice de ella lo que no es, se le llama “personalizada”, para significar un supuesto (sólo supuesto) gran avance, sólo perceptible en el futuro como posibilidad, y siendo así que la relación médico-enfermo es como es, poco empática algunas veces, y que la personalización lo es de grupos fenotípicos o genéticos en el mejor de los casos, no de singularidades. 

Ese conjunto intersección en el que un quién puede sentirse a gusto está constituido por elementos con propiedades comunes. Y nada más común que señalar la diferencia con otros conjuntos intersección. Los tatuajes, los piercings, cualquier modo de “body art” supone una pretendida diferenciación y a la vez la igualdad con quienes hacen lo mismo con sus cuerpos. Y últimamente esto es especialmente claro en lo concerniente a la opción sexual, cambiante para muchos a lo largo de su vida. Cuando Freud habló de una sexualidad perversa y polimorfa se refería a niños. Es obvio que vivió otra época, por adelantado que en ella fuera. Es plausible que fuera censurado hoy mucho más que entonces por quienes, siendo adultos, entendieran que Freud se refería a ellos.
 
La orientación sexual, pero también la forma de vestir o desvestir y las marcas en la piel hacen más férrea la pertenencia a ese conjunto intersección mostrado a los otros. No es lo mismo ponerse la camiseta del club de fútbol admirado cuando juega y quitársela después, que llevar algo de forma permanente, como un tatuaje. 

Entre los distintos conjuntos intersección que marcan supuestas identidades suele darse indiferencia o puede haber fricciones. Los grandes conflictos pueden producirse en cualquier momento (los botones nucleares pueden oprimirse con cierta facilidad), pero no levantarán antes pasiones como las desatadas en los albores de la primera guerra mundial, en la que, en ambos bandos, los buenos eran “nosotros” y los malos eran “los otros”. Y tanto unos como otros eran muchísimos. Las multitudes sólo se concentran ya cuando son convocadas por gente banal y de éxito fugaz.

Ahora no hay esas pasiones nacionales. Curiosamente, tampoco abundan a escala local. Se dan más bien entre distintos grupos identitarios, entre diferentes conjuntos intersección que no precisan que sus elementos integrantes estén en proximidad geográfica; sobra con las redes sociales. Y esas pasiones surgen cuando se percibe el ataque crítico de otros grupos o desde la autoridad que confiere la pretensión de pureza del propio. Son pasiones censoras. 

Es una falacia creer que la libertad crece en nuestro primer mundo del mismo modo que lo hacen los medios de transmisión de datos (llamarle comunicación a eso es casi utópico). 

Hace años, en la España de la dictadura, había la censura política y la religiosa, generalmente simbióticas. Y eso llegó a cansar a bastante gente. Se aspiraba a la libertad. Y vino, pero es difícil saber qué es la libertad. De ella, alguien dijo que se sabía definir si faltaba, como había ocurrido en su país con la invasión nazi y la siguiente soviética, pero que era difícil de explicar a un jubilado. Difícil y, a veces, temible, como expresó Erich Fromm en su libro “El miedo a la libertad”. Quizá por eso, por no saber bien qué hacer con ella ni cuáles son los límites de las libertades de cada cual, el nivel de censuras de todo lo censurable para cada conjunto intersección crece tanto como lo hace el número de estos con su pretendida singularidad humana, que no es tal. 

El crecimiento de la censura va en aumento, como lo muestra el número de palabras que terminan con el sufijo “fobo”, y llega a internalizarse como autocensura.  En esta moda contagiosa, por mi parte me veré tentado a llamar gerontófobo a cualquier joven que me contradiga.

Más allá de los legítimos derechos de cada cual, se reclama paradójicamente la igualdad que uniformice diferencias insalvables, algo que ocurre cuando muchos quieren ser reconocidos como si fueran muy pocos.

No es extraño que en un momento así de la civilización (término curioso) alguien como Trump haya alcanzado la presidencia de los EEUU, arda la selva amazónica y cualquier majadero se convierta en “influencer”.

viernes, 25 de enero de 2019

PSICOANÁLISIS. "Freud. Un despertar de la humanidad"



Ayer tuve el placentero honor de participar en la presentación de un magnífico libro de Vilma Coccoz, organizado por la Biblioteca de Orientación Lacaniana de A Coruña y que tuvo lugar en la librería Lume de mi ciudad.

Se trata de un libro sobre ese nuevo despertar que propició Freud, quien partió de otros previos, el filosófico y el científico, en los que se apoyó, para darnos cuenta de lo que nos resulta más extraño, más inaccesible y, a la vez, determinante, lo inconsciente. Con Copérnico dejamos de considerarnos el ombligo del Universo. Darwin mostró la importancia creadora de lo contingente (Stephen Gould lo ilustró crudamente diciendo que sólo somos una ramita del árbol de la evolución). Y Freud, mostrando el poder de lo que de nosotros mismos desconocemos, permitió el acceso realista, aunque limitado, al viejo mandato délfico.

El libro no es una biografía de Freud, como lo fue la de Peter Gay. Es más bien una lectura personal de Freud, sostenida por un gran trabajo clínico y reflexivo. Empezando por “La interpretación de los sueños”, vamos viendo cómo los casos más conocidos de Freud son retomados por la autora, Vilma Coccoz, bajo una luz lacaniana que muestra los felices hallazgos, pero también las dificultades con que se fue encontrando Freud en esa interacción entre una clínica y una teoría que fue construyendo y modificando a la par.

Ante eso estamos aquí, ante un Freud retomado y mejorado, mostrándonos la autora cómo eso ha sido no sólo posible sino necesario. 

Aunque no es una biografía de Freud, lo sitúa, recordándonos que ha sido uno de los grandes hombres de la Historia. Muestra su actualidad releyéndolo, repensando, reanalizando sus casos más conocidos.

No sólo se refiere al Freud que murió en 1939. Muestra la vigencia de su vasta obra, a la que ha contribuido de un modo especialísimo su gran lector Lacan y la vitalidad de la escuela lacaniana. Obras como ésta sugieren fuertemente que el psicoanálisis no es cosa del pasado, sino actual y floreciente, facilitador del entendimiento, no sólo de los analizantes, sino de la sociedad en la que estamos inmersos. Si en su día Einstein se dirigió a Freud con la pregunta sobre la guerra, esa y otras muchas cuestiones, bastantes de ellas novedosas por el avance tecnológico, requieren también de la reflexión analítica.

El mundo requiere de esa mirada, que siempre será singular, pero, precisamente por ello, si aceptamos la afirmación aristotélica, también implicará la posibilidad política y la acción ética.

Un libro así es especialmente oportuno en un tiempo en el que se traiciona al conocimiento y se ataca a la libertad. Un lamentable modo de concebir la Ciencia, facilita su adoración como si de un nuevo dios se tratara. Abundan los nuevos sacerdotes en forma de comités de expertos que no tienen el menor rubor en criticar desde la ignorancia lo que perciben que no es ciencia. Y bien es cierto que el Psicoanálisis no lo es, pero tampoco lo es la Medicina. Estamos viviendo algo muy parecido a una deriva inquisitorial en nuestro propio país, que, en vez de fomentar la educación humanística y científica, intenta neutralizar libertades y asfixiar la crítica que el conocimiento requiere.

En nombre de la ciencia, no sólo el psicoanálisis es o será perseguido; en nombre de la ciencia, la ciencia misma es atacada al reducirla a productividad bibliométrica y a una financiación exclusiva de líneas “productivas”, cercenando el afán de saber que implica la curiosidad y el amor al conocimiento por el conocimiento mismo.

Las perspectivas simplistas conducen a lo peor. La autora contrastó claramente en su intervención la apertura de Freud a la mujer (con casos señalados de analistas como los de Lou Andreas Salomé y Sabina Spielrein), algo proseguido en la actualidad, en la que hay muchas mujeres psicoanalistas, con un feminismo militante que torna en neopuritanismo ortodoxo que puede acoger como normativo en su seno lo peor de la posición masculina.

El síntoma puede ser el desencadenante del psicoanálisis personal, que no se enfocará hacia su anulación en un "furor sanandi", sino que, desde la interpretación a la que el malestar convoca, facilitará ese conocimiento amoroso del mundo y de nosotros mismos, de uno en uno, que puede permitir que la vida prevalezca sobre ese demonio que llevamos incrustado y al que conocemos, también desde Freud, como pulsión de muerte.


sábado, 19 de enero de 2019

PSICOANÁLISIS. "El caso Anne"



”El psicoanálisis es para el filósofo el aliado más fiable a favor de la tesis de lo inolvidable”. Paul Ricoeur” (en “La memoria, la historia, el olvido”).

“Anne pudo acariciar su rostro, mirar aquellos ojos que habían visto el fin de la humanidad, testigos directos del naufragio definitivo de cualquier esperanza”. Gustavo Dessal (en “El caso Anne”)




"El caso Anne” (“Survivig Anne” en versión inglesa) es un libro maravilloso. Lo es en el sentido del medievalista Jacques Le Goff (“Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval”), que lo relaciona con los “mirabilia”, que tienen una raíz, “mir”, que implica algo visual. Dice Le Goff que “se trata de una mirada”.

Pues bien, la maravilla del libro de Dessal reside precisamente ahí, en la mirada a la que nos conduce, de un modo natural, sencillo, excelente. 

Esa es su gran diferencia con otras obras. Lo maravilloso aquí reside en la dirección de la mirada a ese acto de amor que es un psicoanálisis, una laboriosa y lenta tarea que puede facilitarnos el hacer algo más auténtico con la propia vida, porque partimos, con el autor, de que “la única dignidad de las personas reside en su drama, en el hecho de que la existencia es siempre un proyecto fallido, un encuentro truncado, un deseo irrealizado”. Lejos quedan las insensateces de adiestramientos conductistas y las baratas e imposibles felicidades de las psicologías positivas y mindfulness de empresa o caseros.

Sólo un gran escritor como Gustavo Dessal puede construir una narrativa que apasiona desde el primer momento, sugiriéndonos con gran claridad, no exenta de rigor, lo que es un psicoanálisis y, más concretamente, un psicoanálisis lacaniano. 

Pero no es menos cierto que sólo un gran psicoanalista podría escribir algo así. Tan feliz conjunción de ser escritor y psicoanalista facilita la mirada del narrador, contagiando a su vez a la nuestra. 

Pero Gustavo Dessal va más allá al narrar unas historias entretejidas. Se ancla en la Historia misma, parte de ahí, de ese lugar común que nunca se aprende y siempre se repite. De eso que tan bien nos han descrito autores como Hobswam, Judt, Fontana, Beevor, Mazower… La Historia escrita, descrita, “explicada”, nos dibuja el contexto en el que muchos nacen, viven y mueren. Pero ha de tenerse siempre en cuenta que eso implica a un sumatorio de lo distinto, de las vivencias singulares, que ya no son, como tales, meras consecuencias de la Historia, sino esencialmente memorias irrepetibles inconscientes y conscientes a la vez, también memorias con frecuencia culpables por el hecho de existir, por la contingencia de haber sobrevivido a la muerte anunciada. Es tan interesante como llamativo y cierto que en el libro el mal se le atribuya a los alemanes y no a los nazis (aunque hubiera alemanes no nazis, aunque hubiera alemanes judíos). No es exageración, sino mera constatación de la "normalidad" germánica de aquella época que tan claramente denunció Goldhagen.

Y Gustavo Dessal parte de ahí (por eso el título de la versión inglesa parece más acertado).  Su narración surge de los efectos en una persona de algo lejano a ella, pero no tanto como para que no le afecte, para que no la vuelva loca. Y ahí volverá, a ese horror, mezcla de historia y locura, pero de otra manera. Ese es el gran valor del psicoanálisis, facilitar que el amor sobreviva incluso en supervivientes, hacer que el perdón, como olvido (no es contemplable otro perdón), sea factible.  

Lo cuantitativo cede, en este libro, a lo cualitativo, como la narración de los historiadores (no son citados ni falta que hace) cede a la memoria personal. 

Pocos libros hay que merezcan ser leídos y releídos. Éste es, para mí, uno de ellos. Podría incluir en mi lista personal unos cuatro o cinco más. 

A veces se dice que quien pruebe, vea o lea algo, no será defraudado. No es el caso. El libro defraudará más de lo que satisfará. Defraudará a quien espere un relato agradable, interesante, un "thriller", un divertimento, y más aún a quien persiga una cierta respuesta a sus problemas vitales. Satisfará sólo a quien tenga la humildad de reconocerse como ser impropio en el sentido de Heidegger (quien sí que defraudó pero de un modo absolutamente vulgar y acomodaticio). Satisfará algo a quien vea que la cura, considerada como cuidado, es complicada, que no se dará con simplezas, sino que quizá, sólo quizá, sea posible en un encuentro con uno mismo mediado por otro a quien se le supone un saber sobre el alma.

El Psicoanálisis, tan lejano a la Ciencia, necesita, sin embargo, como ésta, de una buena difusión que aparque cualquier resto "biblicista". Este libro es ejemplar al respecto. Los grandes hitos han de superarse en todos los campos del saber, que lo es cuando reconoce su propia carencia o quietud. Einstein fue maxwelliano y newtoniano, pero fue más allá. Nos basta con Newton para enviar una sonda a Júpiter, pero precisamos a Einstein para buscar un restaurante próximo. Y la Física no se conformará con Einstein ni con Planck, por genios que sean. Es imaginable que Freud y Lacan siguen y seguirán siendo vigentes, pero quizá se les haga un flaco favor si son perpetuados sólo como "libro" a aplicar y no como impulso para ir más allá, aunque parezca impensable a corto plazo. Esa efervescencia de novedad, que acoge el efecto tecnológico (brillante en "El caso Anne", con su "bebé" japonés) es perceptible ya afortunadamente en apariencia.

El tiempo dirá. Casi al final, Freud le concedió más importancia al capullo de una flor que a todo lo demás. Tal vez ahí, en esa espera de belleza, que lo es del saber real, resida la mejor posición.

lunes, 26 de noviembre de 2018

Sentido y significado




La propia existencia nos interroga constantemente, si lo permitimos aunque angustie. No es raro que el síntoma psíquico palíe o llegue a asfixiar esa angustia propiamente humana. Y la terapia del síntoma puede oscilar entre un necesario y amortiguador tratamiento farmacológico (no siempre existente) y el “furor sanandi” que sólo mira lo más sintomático, lo más superficial.

Y parece que estamos condenados a una cierta apertura a la pregunta esencial que encierra todos los demás interrogantes, qué somos. Lo que hagamos, a quiénes amemos de verdad, también los odios, que pueden llegar a extinguirse, la aceptación vocacional o su rechazo, los síntomas que nos atormentan el alma… Todo tiene que ver con lo que somos, cada uno, de uno en uno, algo de lo que sabemos realmente poco, cuando la pregunta por lo que somos se convierte en la cuestión sobre lo que soy.

La Ciencia nos dice mucho sobre lo que somos, sobre nuestro cuerpo en sus aspectos mecánicos, bioquímicos, sobre lo que nos sitúa como miembros de una especie, de una cultura, a la que pertenecemos como un “quién”, pero nos dice mucho menos o más bien casi nada sobre nuestra singularidad, de la que brota esa pregunta que fácilmente se formularía como ¿qué hago aquí?, ¿para qué he nacido?, nuevamente… ¿qué soy? Y, a partir de ahí, ¿qué quiero?

Bueno, ha de reconocérsele a la Ciencia no sólo el saber que proporciona, sino sus aplicaciones pragmáticas, como los medicamentos. Cada vez se sabe más, aunque sea muy poco, de todas las moléculas y estructuras neuronales que son requeridas para el funcionamiento del alma e implicadas en sus sufrimientos.

La Filosofía nos abre al interrogante ampliado, modificado, retorcido, más que a posibles respuestas. Un interrogante necesario, pero que no colmará en general las grandes inquietudes. Ni enseñará propiamente nada más que a preguntarse uno mismo a la luz de las cuestiones de otros. Quizá por eso los filósofos, aunque puedan contagiar la necesidad de saber, sean malos educadores (o tengan muy malos alumnos); Las diferencias entre Séneca y su discípulo Nerón han sido notorias, pero también las existentes entre Platón y Dionisio de Siracusa o entre Aristóteles y Alejandro. Un gran filósofo como Heidegger puede estarle reconocido o no a un maestro como Husserl según el cambiante contexto político; lo pragmático se impone demasiadas veces.

La vida pasa, hemos hecho cosas, hemos respondido a algo, pues responsables somos siempre, y eso conlleva en mayor o menor grado satisfacciones y culpas.

Viktor Frankl no lo pasó bien. Sobrevivió al horror nazi que mató a sus seres queridos, incluyendo su propia estancia en campos de concentración, y subrayó tanto la necesidad de lograr un sentido, que llamó logoterapia al método utilizado con sus pacientes. En uno de sus libros se nos dice que “ser persona es poder ser siempre de otra manera”. Y siempre significa siempre, incluso al final, en la antesala de la muerte. Siempre habría esa posibilidad. Y eso nos supone buscadores, no tanto como filósofos, sino de un modo más profundo, yendo a esa pregunta formulada al principio.

Jaspers no sucumbió al pragmatismo de Heidegger y nos legó una bellísima, humana, obra. De modo similar, Freud se mantuvo coherente, mientras Jung se dejaba querer por los viejos dioses del norte.

En nuestros tiempos, Yalom, estando próximo por edad a su muerte, reconoce la gran importancia que ésta tiene para todos (no se puede mirar directamente ni a la muerte ni al sol) y la hace elemento nuclear en su psicoterapia.

Necesitamos saber qué hacer más allá de sobrevivir, de durar. Necesitamos saber-nos. Y ahí el psicoanálisis cobra un valor excepcional porque realza precisamente lo que no nos desvelan la Ciencia ni la Filosofía y que es extrañamente oculto y, a la vez, familiar. En un encuentro singular, uno llega a saber de sí, de sus elecciones, de su libertad y determinantes, siempre de su responsabilidad, que no le será paliada.

El sentido puede ser creído o reconocido. Con razón, el gran François Cheng se refería a sí mismo como "adherente" más que como creyente. Quizá eso sea así porque, si hablamos de sentido real, no derivará de la creencia, aunque así le llamemos, sino de aceptación de lo que vemos, de una cosmovisión que puede incluir la aparente falta de sentido alguno. En realidad, la fe no es creer lo que no vemos, sino más bien esperanza sostenida desde lo que nos resulta evidente. Al ser un concepto deteriorado, no extraña que, en creyentes, el psicoanálisis pueda acabarse bruscamente o acabar con la creencia, como si no hubiera otra posibilidad.

Hablar de sentido sugiere un ir a algún lado y aceptarlo, elegir nuestro destino, aunque esto parezca contradictorio, asumir el deseo que confiere el auténtico significado, el de cada uno. Y eso, aunque no implique lo que suele llamarse felicidad, aunque no permita el sosiego que prometen tantas técnicas, aunque desasosiegue y angustie, permite al menos encontrarnos con los otros y con el mundo en algo esencial, en el conocimiento de la ignorancia que tan bellamente expresó Angelus Silesius, cuando dijo que “la rosa es sin porqué; florece porque florece”.

Al final de sus días, en su entrevista a Viereck, Freud también resaltó la importancia de lo más próximo y, por ello, más enigmático: Estoy mucho más interesado en este capullo de lo que me pueda acontecer después de estar muerto”. Tal vez no haya gran diferencia entre el sentido de la flor y el de cada uno de nosotros. Los mismos átomos nos constituyen; no es descartable que una unidad sutil en seres tan aparentemente distintos confiera el significado buscado, el entronque en ese sentido cósmico capaz de hacernos trabajar y amar, algo en lo que Russell cifraba la verdadera felicidad, tan distinta a lo que suele entenderse bajo ese término.

  

sábado, 28 de abril de 2018

PSICOANÁLISIS Y TECNO-CIENCIA. Sophia y lo siniestro.



Antes de los robots, ya se construyeron autómatas. Herón de Alejandría, Vaucanson y muchos otros se hicieron famosos por sus sofisticados ingenios.

Y la imaginación se desbordó. E.T.A. Hoffmann mostró en su célebre cuento “El hombre de arena” cómo el protagonista Nathanael se enamora de una hermosa chica, Olimpia, que resulta ser una autómata. Es al descubrirlo del peor modo, que surge el horror ante lo que Schelling definió como lo siniestro, eso que, debiendo quedar oculto, se ha mostrado. Lo siniestro, “Das Unheimliche”, fue el título de un breve ensayo en el que Freud toma este cuento para estudiar lo siniestro biográfico. Y de este ensayo partiría Lacan para tratar el tema de la angustia en un Seminario específico (1).

E.T.A. Hoffmann murió hace casi doscientos años. En tan poco tiempo, comparado con el de la Historia, nuestra civilización, deslumbrada por la tecno-ciencia y despojada en buena medida de la reflexión filosófica más elemental, ha pasado de estremecerse ante lo siniestro a no reconocerlo siquiera, a negarlo tácitamente.

Ahora ya no hablamos de autómatas, dada la abundancia de sistemas automáticos de todo tipo, sino que usamos más bien el término “robot”. Y los robots son corpóreos, habiéndose logrado que tengan una apariencia humana en su “piel” artificial, que hablen e incluso que expresen emociones. El término “robot” recuerda fonéticamente a “trabajo” en ruso (yo trabajo, я работаю). Fue un checo, Karel Čapek, quien usó por primera vez esa voz, asociándola al trabajo esclavo, en su obra teatral “Rossovi univerzální roboty” (Robots Universales Rossum).

Se sigue pensando en los robots como trabajadores automáticos; ya hay sistemas “robotizados” para hacer coches desde hace tiempo, y los hay que, aunque manejados por humanos, operan próstatas. Pero ahora es posible, según nos dicen de modo cotidiano en todos los medios, ir un paso más allá. Se trata de construir robots parecidos a seres humanos

Tal posibilidad hace que incluso cale el miedo de que lleguen a ser superiores a nosotros y sean ellos quienes nos esclavicen. Pero también podrían ser magníficos acompañantes, incluso en el terreno sexual. Parece sencillo; un cuerpo revestido de una silicona o cualquier polímero que semeje la piel y dotado de un sistema de inteligencia artificial (IA) que le permita una interacción con nosotros, genital o “intelectual”. Para algo está la IA, esa que puede ganar jugando  al ajedrez y al Go y hacer miles de maravillas. Nuestro primer mundo parece empeñado en mejorarnos haciéndonos híbridos con sistemas robóticos (cyborgs) y también en conseguir que un robot sea superior a nosotros desde un punto de vista intelectual un tanto simple.

“El hombre de arena” es hoy la empresa Hanson Robotics y una de sus creaciones no se llama Olimpia, como en el cuento, sino Sophia. Con ella se ha dado una desnudez del autómata desde el primer momento, mostrando que está constituido por componentes mecánicos, por lo que desaparece lo que en otro tiempo se tomaba como siniestro al requerir el descubrimiento de lo oculto. Será desde ese saber de que estamos ante una máquina que vayamos llegando embobados a asimilar que no lo es, que nada siniestro hay ahí, y el robot será acogido como humano porque, a pesar de ser creación mecánica, se nos parece, incluso hablando y con gestos faciales.

En nuestro tiempo, el romance de Nathanael y Olimpia conduciría a una relación de pareja “normal”, pues, aunque robótica, la actualización de Olimpia llamada Sophia, es ciudadana. Nada menos. Lo es de Arabia Saudí, pero ciudadana a fin de cuentas e incluso con más derechos que las mujeres de ese país.

Hoy lo siniestro no se ajusta al criterio de Schelling o, más bien, lo hace de otro modo, más propiamente freudiano. Es probable que llegue un día en el que la deshumanización que supone la vulgar identificación con la máquina, por sofisticada que ésta sea, se muestre también del peor modo. Tal vez se dé una nueva forma de aparición de lo siniestro, la que resulte de descubrir en uno mismo la enajenación inconsciente, oculta, a que puede conducir la fascinación por el mito del progreso, esa torpe concepción que facilita la confusión e incluso la admiración hacia máquinas que se nos parezcan y que, a diferencia de las muertas esculturas, pueden “expresarse” y “relacionarse” con nosotros incluso corporalmente, como si fueran humanas.

La estupidez no es ya cosa de tontos. Mentes brillantes en el campo tecno-científico destinan su tiempo y grandes recursos a tratar de hacerla universal, una estupidez para todos, colectiva, en un contexto capitalista en el que lo gozoso sea fácilmente accesible. Un contexto en el que la Universidad se ha hecho sierva de la Técnica y en el que el pensamiento crítico está en clara decadencia.

A la vez que asistimos a la tragedia de tantos inmigrantes, refugiados, apátridas, muertos en el intento de eludir una tierra hostil, vemos que se le concede la ciudadanía a un robot. Eso apunta a algo muy triste, muy siniestro, de nuestra época.

1)  Fernández Blanco M. Lo viejo y lo nuevo de la angustia. El Psicoanálisis. 2007.11:27-42

martes, 26 de septiembre de 2017

Psicoanálisis. Reseña imposible de un libro necesario.



Del psicoanálisis puede decirse con cierta facilidad sólo lo que no es. No es una “técnica”, aunque suponga un modo de encuentro clínico. No es una “teoría”, aunque no cese de construirla, no se instala en el “furor sanandi”, aunque asiste a quien precisa una cura. 


No es… no es… ¿Qué es?


Si acudimos al diccionario de la Real Academia Española vemos sólo una pobre acepción: “Doctrina y método creados por Sigmund Freud, médico austriaco, para investigar y tratar los trastornos mentales mediante el análisis de los conflictos inconscientes”. Hubiera sido mejor no haber dicho nada. Hasta se distorsiona la Historia, pues si es cierto que Freud desarrolló su actividad en Austria, no lo es menos que fue judío en una época, la de su vejez, en la que eso no era nada bien visto en su país.


Pero esa dificultad de definición del psicoanálisis no resulta de que estemos ante algo esotérico, sino que es inherente a la complejidad que supone ser humano, al hecho de ser en el mundo, de ser con otros, de ser dicho, traspasado por el lenguaje.


En realidad, sólo los psicoanalistas, a su vez psicoanalizados, pueden hablar de lo que supone el psicoanálisis desde el punto de vista clínico y de su importancia cultural, pues fenómeno cultural es, con una historia que se inicia en Freud, el gran revolucionario que nos mostró nuestro extrañamiento radical, la importancia de lo que desconocemos de nosotros mismos por próximo, por insistente que sea en nuestra vida.


Muchos tomaron fuego de la antorcha freudiana, una antorcha que quema las manos, que es difícil sostener y, sobre todo, alimentar. De todos ellos, una persona es considerada ampliamente como especialmente relevante. Se trata de Jacques Lacan. Su enseñanza ha sido seguida y desarrollada, lo es también hoy en día, por numerosos psicoanalistas, que no se limitan al encuentro clínico sino que también hablan de él, entre sí, en un lenguaje que puede percibirse como difícil desde fuera, pero todo lenguaje acaba siendo difícil si es riguroso. Lo es el matemático, lo es el físico, lo es el de cada área del saber que se precie. Y el psicoanálisis tiene que ver con eso, con un saber, quizá el más importante, al que nada humano le es ajeno en absoluto.


No cabe la vulgarización, una divulgación imposible. Pero sí es factible un esfuerzo de transmisión y eso es lo que han hecho todos los psicoanalistas lacanianos que han contribuido a una excelente compilación realizada bajo la batuta de Gustavo Dessal y Miriam Chorne. Sin pérdida alguna de rigor, su esfuerzo ofrece un libro que es sencillamente interesante, algo que sólo de pocos se puede decir.


La compilación, ofrecida como un texto cuya lectura es difícil pero apasionante, marca un hito en la aproximación de todo un mundo, como es el psicoanálisis, al lector ilustrado, inquieto, buscador. Da respuesta a una curiosidad que no se permite la asfixia de la rapidez que pretende una síntesis banal. 


Su título incluye el nombre del maestro de tantos, Jacques Lacan. Y el subtítulo apunta a la pretensión esencial, desde esa gran referencia: “El psicoanálisis y su aporte a la cultura contemporánea”. De eso se trata; de mostrar la extraordinaria influencia que el psicoanálisis tiene y, sobre todo, puede tener, en la cultura actual y futura.


Resumir un libro así equivaldría a amputarlo. Reseñarlo parece tarea imposible. Darlo a conocer es un mínimo y necesario gesto de gratitud a quienes lo han construido.


viernes, 2 de septiembre de 2016

El recuerdo del cuerpo.



Hay personas agraciadas por los dioses en lo concerniente a su belleza, algo que a veces se les reconoce públicamente en concursos si se presentan a ellos, proclamándolos “míster” o “miss”… lo que sea, Madrid, España, Mundo, o incluso Universo, tal vez porque los jueces imaginen que en el Cosmos la máxima expresión de belleza sólo pueda tener forma humana. 

No es extraño que, en entrevistas posteriores, la miss del año declare que no es sólo un cuerpo lo que han elegido los jueces, aludiendo a sus especiales cualidades humanas y rasgos de personalidad anímicos, no visibles directamente. Y, aunque esas declaraciones provoquen sonrisas, encierran una gran verdad; nadie es sólo un cuerpo. Y eso no implica incurrir en el viejo dualismo.

Ni siquiera la cuestión ¿Qué somos?, una vez formulada, tiene sentido si no parte de otra directamente singular, ¿Qué soy? bien diferente a la de mucha más fácil respuesta ¿Quién soy? Y es que la mirada a lo que sea siempre se da desde un cuerpo. El recuerdo de nuestro entorno infantil no puede corresponderse a la realidad del mismo simplemente porque la mirada era otra, más a ras de suelo; era otra realidad porque había otro cuerpo, previo.

Podremos decir que somos en un cuerpo, por un cuerpo, gracias a un cuerpo, pero no el cuerpo mismo. Ni siquiera el cuerpo vivo, ya que el cuerpo sigue siendo tal aun tras la muerte, en descomposición, pero cuerpo al fin. Polvo formado en estrellas que retorna al polvo de esta tierra. Somos algo más o, más bien, algo claramente distinto a un conjunto extraordinaria y dinámicamente organizado de células. La importancia de lo corpóreo en nuestro propio ser se ha ido reduciendo a lo que parece imprescindible, el cerebro. Incluso aun así, habría que ver cuál es el cerebro “mínimo”, lo básico esencial corpóreo, para dar cuenta de un alguien que se reconoce como tal. En ese sentido, podríamos hablar de grados de muerte, como involución, ligados a lesiones cerebrales de mayor o menor relieve, admitiéndose en general que uno está muerto cuando el registro encefalográfico es plano.

El problema de por qué algo se reconoce como un alguien aquí y ahora, de por qué emerge la subjetividad en un cuerpo concreto, el problema de la consciencia en sentido fuerte, no ha sido resuelto y es discutible que alguna vez puede ser un problema intrínsecamente científico y no exclusivamente filosófico. Quizá sea una frontera entre lo que proporciona respuestas y lo que hace preguntas.

La vida es sorprendente. Creemos entenderla a veces, pero es una cuestión abierta. Exceptuando a grandes soñadores como Lem, no la concebimos sin cuerpos, sin individuos corporeizados, y no es fácil reconocer siempre lo individual. Lo es una célula, pero también un conjunto organizado de ellas en el que muchas se mueren, otras se reproducen. Y también un conjunto aparentemente desorganizado pero que, de pronto, toma una extraña conciencia del valor cuantitativo y desde él lo individual se transforma cualitativamente. Quizá el ejemplo más simple (y bien complejo que es) sea el “quorum sensing” bacteriano. “Sintiendo” el nivel cuantitativo de una colectividad, la luminiscencia o la virulencia emergen como manifestación conjunta de un “individuo otro”, de un individuo no reconocible morfológicamente como ente claramente diferenciado, pero distinto a la vez a cada bacteria que participa en ese impresionante fenómeno.

Otros cuerpos colectivos surgen de cuerpos individuales. Las sociedades de insectos son un buen ejemplo. Quizá lo sean también las humanas. Tal vez en lo más biológico, en lo más orgánico, radique el poder de lo organísmico supraindividual, amplificado extraordinariamente por la cultura. Un poder que puede manifestarse como la capacidad de regular la vida social en bien de todos los que la constituyen, y también un poder que puede derivar en el peor autoritarismo precisamente desde la identidad de cada individuo con el cuerpo del que pasa a formar parte, confiriendo al ente grupal liderado la única razón de existir.  

¿Hasta qué punto nos reconocemos al mirarnos en el espejo? Se dice que los memoriosos de verdad, los que nos recuerdan al Funes imaginado por Borges, tienen problemas para reconocer cuerpos por su dificultad de abstraer lo constante de la variedad en la que cada uno de ellos se muestra a lo largo del tiempo, incluso en cortos intervalos. La prosopagnosia por un lado y los trastornos somatomorfos por otro nos señalan la complejidad del entendimiento del cuerpo, del de los otros y del propio. El cuerpo puede sentirse como aliado o como enemigo. ¿De qué? De lo que el mismo cuerpo soporta, de cada uno. Es esencial pero nada peor que identificarse con él. Desde esa identificación se le castiga actualmente con dietas y disciplinas gimnásticas encaminadas a su supervivencia, en el contexto de un higienismo sin sentido, y que recuerdan a las mortificaciones monásticas dirigidas a lo contrario, cuando primaba la salvación del alma.

Las alucinaciones psicóticas dan cuenta de lo que puede ser para algunos sentir la posesión del propio cuerpo por un otro. No es raro que tantas extrañezas sostuvieran la posesión demoníaca como algo realista; hoy en día el diablo, que aun suscita exorcismos, es sustituido para algunos por alienígenas.

Lo corporal nos asiste en nuestra percepción del mundo, no sólo desde el cuerpo propio sino con el cuerpo como modelo general. Y así hablamos de cuerpos geométricos, de corpus lingüísticos, de corporaciones…  y concebimos las sociedades humanas como entes corpóreos. Así también perciben los cristianos a su Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo. Pero también la imagen corpórea permite imaginar lo que dicen las ecuaciones que describen electrones, átomos, moléculas… A todos ellos les conferimos particularidad, un cierto modo de corporeidad, aunque de uno en uno puedan negarla empíricamente atravesando una doble rendija e interfiriendo cada uno consigo mismo, golpeando nuestros sentidos, eso que muchos creyeron garantía de verdad. Sin la concepción del cuerpo emanada del nuestro no podríamos seguramente concebir nada del mundo que nos rodea; no podríamos interpretarlo ni científica ni socialmente.

No nos queda sino el recurso a la metáfora para tratar de imaginar lo que ya vemos, porque la visión no basta. La fe es, en realidad, creer lo que vemos. 

Tan importante nos parece en general el cuerpo que creemos natural su afán de supervivencia. Sin embargo, Freud ya nos habló de la importancia de todo lo contrario, de la pulsión de muerte. En realidad, el siglo XX entero parece haber sido movido por Thanatos. Un tiempo en que los cuerpos se mostraron del peor modo, como seres famélicos, como cadáveres innominados, amontonados en fosas comunes, o como uniformes vistiendo esqueletos. Un tiempo en que los cuerpos sociales también se desintegraron, dando lugar a otros.

A la vez que hay cuerpos de uno en uno, el lenguaje hace de ellos otra cosa bien distinta. En eso nos diferenciamos de otros hermanos naturales, de otros animales muy próximos incluso en todo lo demás. Hablamos. Ésa es la gran diferencia que complica las cosas, dando el paso de la Biología a la Cultura.

San Pablo habló bien del cuerpo, a pesar de todas sus represiones; dijo que era Templo del Espíritu Santo, nada menos. Y parece que es una expresión feliz porque no es tanto creencia cuanto constatación de que cada cuerpo humano remite al Gran Misterio de su existencia y de la subjetividad que ésta permite. Cada cuerpo hablante alberga el gran enigma del Ser.

Post dedicado a Venancio Salcines, que lo inspiró con una pregunta.




viernes, 22 de enero de 2016

No es país para viejos

“Así, Solón se muestra orgulloso en sus versos, cuando dice que él envejece aprendiendo algo cada día; también yo lo hice al aprender de mayor la lengua griega”.
Cicerón. “Sobre la vejez”. 8, 26.

Cicerón escribía esto sintiéndose ya mayor (tenía unos 63 años) y un año antes de ser ejecutado por orden de Marco Antonio, que encajaba mal la crítica política. 

Al redactar la carta que incluye ese texto, reflexionaba sobre la vejez como una época interesante. Interesante para él, claro, porque no pertenecía precisamente a un bajo estrato social. Ser viejo no hace que alguien se halle necesariamente más cerca de la muerte que un joven (especialmente en ese tiempo en que la esperanza de vida no alcanzaba la treintena de años) y, a la vez, la transmisión de un saber acumulado tras una vida larga es interesante “para los dioses inmortales que quisieron no sólo que yo recibiera esto de mis antepasados, sino también que les sirviera a mis descendientes”(7,25).

En el tiempo de Cicerón, sólo los cuarentones podían ser cónsules y el término “senado” procedía adecuadamente de “senex" (anciano). En cierto modo, nuestro senado también pero en muy mal sentido. Es decir, lo que se llamaba “cursus honorum” estaba ligado no sólo a la valía personal sino a la edad, garante de un saber. Al menos, como concepción, tantas veces frustrada con el principado, revelaba el valor dado a lo que entonces pudiera considerarse ancianidad. 

A diferencia de lo que opinaba Cicerón, ser viejo está mal visto hoy en día, incluso en forma literal, porque lo malo de la vejez es visible y lo es como incapacidad, como demencia, como fragilidad que anuncia la muerte. Esa mirada al deterioro es paliada porque muchos viejos no son vistos; refugiados en sus casas, asistidos en residencias, no salen a la calle. 

A veces se dice que es triste llegar a viejo, aunque se considere peor la alternativa letal a esa llegada. Y se habla de lo bueno que es sentirse joven a pesar de la edad. De ese modo, se ha ido cambiando la perspectiva: uno es viejo sólo cuando se siente tal y no cuando lo es por los años que haya vivido. Y, por eso, para no sentirse viejo, nada como congelarse en una pretendida juventud a base de vigorizantes, musculación, estiramientos de piel y cosas similares. El sildenafilo, el “bótox”, las bicis estáticas y los “personal trainers” contribuyen a paliar la inexistencia del agua tan buscada de la eterna juventud y la presencia de una deshidratación visible por mucho ácido hialurónico y colágeno que uno compre.

Esa pretensión de juventud perenne es tan inútil como patética y, a la vez, cara. No todo el mundo puede permitirse esa escalada de gastos “anti-aging”. Un sector menos favorecido sólo es diana de propaganda de pañales, dentaduras postizas, andadores, nutrientes líquidos y, lo que es tristísimo, yogures para bajar el colesterol.

¿Qué podemos hacer? Negar la vejez es una alternativa y por eso usamos el eufemismo “tercera edad”, la del pretendido júbilo de la jubilación, la de la libertad de hacer lo que a uno realmente le gusta, aunque la mayoría de jubilados no tenga ni idea de qué es eso que tanto les gustaría hacer a esas alturas de la vida, porque nunca lo han hecho ni imaginado. Los hay también que, sabiéndolo, no pueden hacerlo por falta de recursos. 

Es sabido que esa “tercera edad”, término que sugeriría una cuarta y una quinta, que no habrán, implica una mayor atención al cuerpo porque el propio cuerpo la demanda con sus achaques, pero para eso están los médicos o, más bien, estarían si los hubiera. En realidad hay médicos … de otra cosa; de otra edad (pediatras) o de órganos concretos (especialistas), pero escasean los geriatras. Y es que ser geriatra… si pocos quieren hacer Medicina de Familia, ¿Quién optará por la Geriatría? ¿Qué MIR con una buena nota elegiría cuidar a viejos en vez de aspirar a ser un renombrado cirujano plástico? 

No están los tiempos para poner parches. San Francisco de Borja juró que nunca más serviría a señor que se le pudiera morir. Hoy, ese sentimiento se ha “laicizado" en muchos médicos, que no están para servir a quien se va a morir probablemente pronto. 

La esperanza de vida ha aumentado, haciendo que la pirámide poblacional sea cada vez menos piramidal, con lo que cuesta eso. Porque cuesta, y mucho, crear y mantener a una población anciana (tanto higienismo para llegar a viejos). Como cuesta, y mucho, aunque en el plano de los sentimientos, verse mantenido desde la ancianidad, cosa que no siempre ocurre. 

Baja la moral ver a viejos y eso facilita su olvido que, a veces, ha tomado la forma real, de abandono en gasolineras u hospitales. En el caso más benigno, el olvido cristaliza en la migración de la casa de siempre a la “residencia”, en la que se habita (¿es habitar eso?) con cierta calidad de vida si uno no está demente y si hay conciencia en los cuidadores. Nada más. Escasean las visitas de hijos y otros familiares que queden. Algún espacio para viejos retratos familiares, una tele, nada de alcohol, como si hiciera daño real a esas edades, y todos a acostarse muy pronto, incluso en verano, como si al día siguiente hubiera que madrugar para algo. Y todo eso para quien se lo pueda permitir (no son baratas las residencias geriátricas privadas), pues las residencias públicas no abundan y tienen grandes listas de espera, como si se pudiera esperar a determinada edad. Queda la opción de quedarse en casa, malcomiendo, malviviendo, expuesto a despistes con el gas, los hornillos o lo que sea y a caídas letales, hasta llegar a hacerse notar incordiando a los vecinos como cadáver que huele mal.

¿Hay posibilidades frente a eso que se sigue llamando vida? La hermosa “Carta a D.” de André Gorz muestra una opción, decidida por amor. Freud decidió también esa salida cuando vio que no había mucho más que hacer, y muchas cristianas vestiduras se rasgaron cuando el insigne teólogo Hans Küng vislumbró para sí mismo tal alternativa, aunque aun no la haya tomado.

Pero también hay una vejez "ciceroniana", un período en el que algunos afortunados están en el mejor momento. Son investigadores, artistas, creadores… Pero nada más feo que salirse de la norma, que “des-ISO-ficarse”, algo que el Estado no puede permitir. Los creadores piensan en eso, en su creación, y no se dan cuenta de que, con la jubilación, tienen que cerrarla porque sí. 

Recientemente hemos sabido que célebres autores de nuestro país se enfrentan a la opción práctica de dejar de escribir o de renunciar a su pensión. Gamoneda se preguntaba “¿Qué vamos a hacer los escritores, los científicos y los creadores? Es un disparate. Yo tendré que dejar de escribir, porque, con lo que gano con mi escritura, no puedo vivir".  


Ni Gamoneda ni Reverte ni tantos otros se enteran de que ya han cruzado el umbral de una determinada edad y de que están en España, que no es país para viejos. 

viernes, 20 de noviembre de 2015

Ciencia y repetición

En la investigación científica no basta con que un investigador encuentre algo relevante; debe ser verificable también por otros. Esa necesidad de reproducibilidad confiere poder al método. Una observación astronómica puede ser realizada por múltiples investigadores; se trata de una reproducibilidad por simultaneidad colectiva. Un experimento puede repetirse por un mismo investigador y por otros utilizando los mismos métodos. Sería la repetición a lo largo del tiempo.

Cuanto más relevante o extraordinario sea un hallazgo científico, mayor será la necesidad de reproducir su descubrimiento pues, como indicaba Barry Beyerstein, “las afirmaciones extraordinarias demandan una evidencia extraordinaria”. Ni la fusión fría ni los experimentos que apuntaban a la eficacia de la homeopatía fueron reproducibles. Sin esa repetición, su aparente relevancia inicial quedó eliminada. 


La repetición es necesaria para comprobar que una relación causal obtenida por un grupo de investigación (ya no suele haber investigadores aislados) es real y no mero efecto del ruido, sea éste intrínseco a los instrumentos de medida y a alteraciones en reactivos químicos o biológicos, sea causado por la interferencia de variables distintas a aquellas que se investiga. 


El ruido instrumental cobra gran importancia en mediciones físicas, en tanto que el ruido inherente a múltiples variables es importante en el ámbito biológico. Es tal la importancia del azar que todo control es poco. Un ensayo clínico, un estudio epidemiológico de cohortes, por ejemplo, se hacen para contrastar que hay señal y no ruido. Y, por muy bien realizados que estén (lo que requiere “neutralizar” variables de confusión mediante la randomización y estratificación de grupos a comparar), precisan la repetición que suele revelar efectos no idénticos y que suponen muchas veces la necesidad de meta-análisis. La tan manida significación estadística (expresada por el valor de “p” o por un intervalo de confianza) está en crisis ante el enfoque bayesiano pero, más allá de la discusión entre frecuentistas y bayesianos, parece obvio que lo revelador haya de ser comprobado y que no baste un único experimento. 

El 3 de septiembre un comentario de Glenn Begley en Nature indicaba que una encuesta realizada por la “American Society for Cell Biology” revelaba que más de dos tercios de investigadores encuestados habían sido incapaces, al menos en una ocasión, de reproducir sus resultados publicados. También Nature recogía que, en un estudio, sólo 6 de 53 publicaciones relacionadas con la oncología clínica fueron reproducibles.  Todo eso es ciertamente preocupante y ha motivado una iniciativa dirigida a mejorar la situación, la “Reproducibility Initiative”

Además del ruido, hay un elemento importante que no es tenido suficientemente en cuenta. Se trata de la subjetividad, y por partida doble. Por un lado, la del investigador; no todo el mundo es honesto, tampoco en ciencia. Por otro, la del sujeto mismo cuando se le considera objeto de investigación.


El método científico riguroso implica la honestidad del investigador y la reproducibilidad de los resultados que obtiene.  Pero eso parece a día de hoy un tanto utópico. En 2009, Daniel Fanelli hizo una revisión sistemática de encuestas sobre conducta científica, fijándose en lo que llamó “prácticas de investigación cuestionables” (no sólo fraude).  En su trabajo, publicado en PLOS One, concluía que hasta un 34% de los investigadores las había cometido.  Y es que, ni en el trabajo que requiere mayor objetividad puede eliminarse el factor subjetivo. Si no hay honestidad, la recolección de datos, el análisis de relaciones entre ellos, el aparente descubrimiento interesante… carecen de valor (sutiles manipulaciones de datos pueden dar lugar a relaciones significativas). Precisamente la repetición por otros permite consolidar o rechazar resultados interesantes. La ciencia requiere una objetividad intersubjetiva a la que no le es nunca suficiente con la confianza en el hallazgo singular, por mucha autoridad que tenga su autor o por la importancia del medio que publique sus resultados.

Pero donde más llamativa es la falta de reproducibilidad es en el ámbito de la Psicología. Brian Nosek publicó en Science que, analizando 100 artículos relevantes por parte de 270 investigadores, sólo fueron reproducibles un 39% de ellos.  En el mismo sentido, ya fue revelador un artículo publicado en 2012 por John P.A. Ioannidis en el que se mostraba que la tasa de replicación de publicaciones psicológicas era inferior a un 5%, llegando a expresar que la prevalencia de falacias publicadas podría alcanzar el 95%.
 

Hubo un trabajo que no se llegó a publicar y que se intentó reproducir. En 2010 Matt Motyl había descubierto que el hecho de ser políticamente radical se relacionaba con una visión de blanco o negro cuando ambos iban separados por una escala de grises. En colaboración con Brian Nosek, la repetición mostró que la relación mostrada en el estudio inicial, con clara significación estadística (p = 0.01) se disipaba porque el mismo cálculo estadístico sobre los nuevos datos reveló que eran atribuibles al azar (p = 0.59)

¿Por qué ocurre esto especialmente en Psicología? No cabe atribuirlo a las mismas causas que en el ámbito de la Biología o de la Medicina. Hay algo añadido que es intrínseco a la propia Psicología pretendidamente científica: el olvido de la subjetividad. Matt Moyl actuó honestamente desde el punto de vista metodológico; repitió su experimento y vio que su hallazgo inicial se desmoronaba. Pero lo que pretendía mostrar Matt Motyl parece una solemne tontería, comprensible sólo, como tantas otras, en el marco reduccionista cognitivo - conductual en que nos hallamos. El problema de la no reproducibilidad en Psicología no es un problema real o, más bien, lo sería sólo en el caso de la psicología en modelos experimentales animales. El problema reside esencialmente en que la subjetividad no obedece a medidas por mucho análisis factorial y tests ordinales que se hagan. Y, siendo así, difícilmente se podrá encontrar algo llamativo y reproducible aplicando al alma los mismos métodos que a las células de un cultivo o a la genética de moscas. En publicaciones de Psicología las famosas “p” no son, en general, muy creíbles.

El científico se identifica cada día más con el investigador, aunque los conocimientos científicos de éste sean muy limitados. Y la carrera del investigador es ahora la de alguien que publica artículos en revistas que tengan el mayor impacto posible (hay revistas de alto impacto que recogen publicaciones que no lee nadie, por otra parte). El tristemente célebre “publish or perish” es una realidad; quien no entre en esa dinámica verá cercenadas sus posibilidades para ser investigador. Si es clara una relación, pero la “p” es de 0.06, es un fastidio, y tal vez reuniendo más datos o eliminando algunos se alcance significación; de hecho, 0,06 es cercano a 0,05 apuntando a que algo hay. ¿Por qué no afinar un poco y publicarlo con una "p" mejor? ¿Es que acaso nadie lo hace? Esa es la situación que se da en no pocos casos. Luego vendrán los metaanálisis e incluso los meta-metaanálisis si lo mostrado es relevante y, de confirmarse, el que primero lo haya publicado verá su noble recompensa curricular e incluso hasta mediática. 


El escepticismo, esencial en el método científico, es así castigado por un sistema de promoción científica que premia la prioridad a expensas del rigor y de la honestidad que lo hace posible. A la vez, se asiste paradójicamente a un culto al escepticismo como creencia. 


Freud nos habló de la importancia de la compulsión de repetición. Tendemos a repetir lo peor para nosotros mismos. Y eso ocurre también en donde todo parece claro y consciente, en el ámbito de la ciencia, pues en la actualidad muchos investigadores tienden a repetir lo peor, que, en ciencia, es precisa y paradójicamente, la falta de repetición.