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miércoles, 28 de febrero de 2024

Nostalgia de carencias y la mirada del corazón

 


Imagen tomada por el autor

     " Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos " (Mt. 18, 3).


    Allí y en otro momento que hoy recuerdo, fue uno de tantos “aquí y ahora”, aparentemente igual a muchos previos y probablemente a otros que vendrán, pero distinto sólo por haberlo reconocido, por ser de nuevo consciente de que hay un tiempo en que podemos parar el pensamiento habitual o la mera distracción, y un lugar cualquiera donde hacerlo, como en la adolescencia. No importa el cuándo ni el dónde, ni siquiera lo que estemos haciendo entonces, sólo que dejemos que ocurra. 


    Un instante espacio-temporal basta para contemplar la Vida, para tratar de mirar lo esencial, siendo, de paso, conscientes de que eso ocurre, por más quietud que haya, viajando, con la tierra que pisamos y todos los seres que la habitan, a algo más de cien mil kilómetros por hora en torno al sol, casi treinta kilómetros por segundo. Un instante que puede presentarse como la repetición de tantos otros de nuestra vida pasada. Y, sin embargo, cada aquí y ahora en que Somos realmente, podemos retornar del mejor modo a la frescura juvenil con el potencial deseo del buen olvido de proyectos y de logros prescindibles, y con gran receptividad pasiva a la belleza del mundo y de la Vida.  


    En una Audiencia General, habida el 11 de mayo de 2022, el Papa Francisco, decía que, en la vejez, se “es capaz de vivir una época de plenitud y de serenidad”, aclarando poco después que, “como ancianos, se pierde un poco la vista, pero la mirada interior se hace más penetrante: se ve con el corazón. Uno se vuelve capaz de ver cosas que antes se le escapaban”


    En muchas profesiones y trabajos de todo tipo, cada vez más, se da un largo proceso métrico al que, desde el colegio (hoy en día ya desde la etapa preescolar) hasta la jubilación, nos sometemos, un proceso al que solemos llamar “carrera”, con buen sentido porque corremos por buenas notas escolares, superación de exámenes, calificaciones académicas, reconocimientos bibliométricos, indicadores de empresa, índices de “calidad”, etc. Nos instalamos así durante demasiados años en una métrica curricular, que no excluye la social y económica. Hay quien no para de correr y sigue haciéndolo tras la jubilación, no necesariamente jubilosa, para lograr puestos de relevancia social. Siempre hay quien se fascina ante las nuevas versiones del “cursus honorum”.


    A la vez, decidirse por una u otra carrera, si eso es factible, supone, además del deseo inconsciente que pueda haber, elegir y descartar a una edad de inmadurez para hacerlo, optando, en el aparentemente mejor de los casos, por un enriquecimiento epistémico muy parcelado. En cualquier ámbito del conocimiento, se cede entonces necesariamente en curiosidad, o se la mantiene sin acabar de concentrarse sólo en lo que nos es exigible. Pueden bien ser tiempos de frustración en los que el afán de saber se reprime ante el proyecto curricular, y eso tiene consecuencias. La aspiración a la belleza que implica el conocimiento desprendido se ve frustrada ante la enseñanza pragmática, “reglada”, de datos. 


    ¿Y al final de todo eso, en la jubilación, qué? Hasta el propio Francisco, ya mayor pero que no se ha jubilado, recogía la pregunta que muchos nos hicimos y hacemos con la abrupta, aunque sabida, llegada de ese momento, porque ni siquiera es algo gradual, ¿Qué haré ahora que mi vida se vaciará de lo que la ha llenado durante tanto tiempo?” Parece claro que lo más sensato y difícil sea eso, acoger el vacío para despojarse del mejor modo de todo lo que lastra la mirada del alma. 


    Y vaciarse puede ser apoyado por la buena nostalgia de un tiempo, el de la adolescencia y juventud inicial, más rico en carencias y en deseos que en proyectos definidos, más abierto a la contingencia que a ninguna planificación. Eso va ligado a una nostalgia de la época en la que el pensamiento era mucho más libre por una ignorancia menos constreñida, en que el conocimiento no estaba encorsetado en “materias”, en “disciplinas, en "especialidades”. Nostalgia de músicas, películas y tiempos en los que se suplía la carencia de libros con el vuelo de la imaginación y con el aburrimiento, que siempre es fructífero. Nostalgia de soñar despiertos.


    Sucumbir a esa nostalgia parece un buen impulso para una nueva mirada, que incluya un desapego y un amor crecientes, por paradójico que esto parezca. Desde la nostalgia, se nos muestra la necesidad de contemplar de nuevo el mundo y la Vida. 


    Libres de “fines”, podemos, si no lo hicimos antes, ir más allá y renacer a lo mejor, a lo Inagotable. Es en un “aquí y ahora” que el vacío puede acoger la Vida. Es en ese elemento espacio-temporal que toda la biografía pasada es relativizada rescatando de ella los momentos de amorosa lucidez que, por serlo, fue creativa, pudiendo serlo nuevamente y mejor. 


    Refiriéndose a la eternidad, François Cheng decía que “lo es todo excepto una interminable y monótona repetición de lo mismo” y que “está hecha también de instantes únicos”. Es decir, nada que ver con una aburrida inmortalidad. La tarea más aceptable sería recrearse, también soportar miedo, tristeza y angustia si se dan, en esos instantes que ya son factibles aquí, participando sin percibirlo, sólo queriéndolo, en la danza cósmica de las estrellas.


    En su segunda carta a Timoteo, S. Pablo escribía esto: “He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe”. Eso me parece lo esencial, conservar la Fe, entendiendo por tal lo que vemos más claramente, la Vida, lo que puede abrir a uno, no sin dificultad, a un tiempo nuevo, primaveral, en el invierno de su vida.


Siempre son accesibles instantes de mirada y de comprensión, buscando siempre o recordando, si se olvidó, la gran conclusión vital.

 

    

            

 

jueves, 10 de agosto de 2023

Dos relecturas de verano

 


            

“No se puede imaginar la muerte personal más que desde la vida y de su pretensión de inmortalidad”. Julián Marías. “La felicidad humana”.

 

“El salto de la fe, en su propia naturaleza, sigue sin aclarar. Lo entiendo tan poco como pueda entender la esencia de un fotón”. Martin Gardner. “Los porqués de un escriba filósofo”.



    Hay libros que vale la pena leer incluso más de una vez. Comento hoy dos leídos hace tiempo y releídos últimamente. El primero es “La felicidad humana” de Julián Marías. El otro lleva por título “Los porqués de un escriba filósofo” y su autor es Martin Gardner.


      “La felicidad humana” se escribió en 1987, lo cual nos sirve para estimar un plazo mínimo en el que empezó la locura de los libros de autoayuda, algo absolutamente ajeno al libro de D. Julián Marías. Quizá sea nostalgia por edad, pero tengo la sensación de que hace cuarenta años no se publicaban tantas tonterías “psi” como ahora.


    En ese texto, que se armoniza con otro suyo, “Breve tratado de la ilusión” se hace un estudio de lo que Marías llama imposible necesario a lo largo del pensamiento filosófico, planteando las condiciones de la felicidad, cómo éstas han ido variando a lo largo de la historia y lo que tiene de instalación vectorial y dramática. 


    Concebida por él la vida como proyecto, constata que “es frecuente la expectativa del envejecimiento como mera pérdida”, afirmando en contra que “se olvida que la realidad es emergente, que no está dada, y, por consiguiente, a cualquier edad puede ocurrir algo, aunque no todo”. No obstante, no es ajeno su análisis a la importancia de la soledad y el horizonte de enfermedad y muerte a la hora de contemplar que la felicidad en esta vida es algo siempre frágil.


    Su perspectiva del hombre como ser “futurizo” realza no sólo el encanto de la felicidad festiva esperada, sino el más importante para un creyente, la felicidad tras la muerte, que no puede concebir en modo alguno como aniquilación. En esa creencia, incita al lector a un ejercicio de imaginación, a tratar de plantearse el cómo de la salvación que, para Marías, incluye toda la biografía humana y la de su circunstancia, la “mismidad” de cada ser humano, su carnalidad resucitada y también la de la Historia misma, sin incurrir en el exceso de la apocatástasis. 


    Se trata, pues, de un libro que muestra la fe de quien lo redacta, siendo una obra que facilita la discusión entre posturas diferentes e incluso contrapuestas sobre esa cuestión tan huidiza, en estos tiempos de psicofármacos y autoayudas, como es la felicidad.


    El otro libro que me parece muy recomendable es el de Martin Gardner. 

    

    Supe de la existencia de Gardner algún día de junio de 1974, cuando me llegó a casa la revista de Scientific American a la que me acababa de suscribir. Ya la portada era llamativa, mostrando la reacción de Belousov-Zhavotinski, relacionada con un artículo sobre ella redactado por Arthur Winfree. En ese número había la sección correspondiente de Martin Gardner sobre “Juegos Matemáticos”. Aunque él no era matemático, sabía de lo que hablaba e inclinó a muchas personas a esa área del conocimiento. Estudió Física, pero se graduó en Filosofía y prestó mucha atención al método científico, alertando de su vulneración en libros como “La Ciencia, lo bueno, lo malo y lo falso”. Detractor de la homeopatía y de todo tipo de pseudociencias, fundó la revista “The Skeptic”. 


    Es presumible que muchos de sus seguidores no vieran con buenos ojos que un escéptico de la talla de Gardner se declarara teísta en el libro que recomiendo aquí.


    En “Los porqués de un escriba filósofo” da sus razones para creer en Dios, en la oración y en la inmortalidad. Aunque su razonamiento guarda paralelismos con apologetas cristianos como C.S. Lewis y Chesterton (de quien realza su “asombro ontológico”) y tiene rasgos comunes con la pasión unamuniana, defiende que su apoyo reside en la filosofía y no en la religión. No obstante, él nació en una familia protestante y en este libro hay grandes coincidencias con el cristianismo. Lo familiar siempre acaba influyendo. 


    Descarta una a una las “pruebas” tomistas de la existencia de Dios, así como el argumento ontológico de S. Anselmo. Sugiere una armonía entre la eternidad divina y el tiempo humano que sustentaría la conveniencia de la oración intercesora, cuya eficacia podría proporcionar Dios mismo de un modo “elegante”, influyendo en la función de onda asociada a un suceso antes de su colapso por observación.


    Todo el libro se apoya en numerosos autores de diversos ámbitos, aunque principalmente filósofos. Ya el inicio, con la negación del solipsismo enlaza con Berkeley y Russell, y resulta de gran interés.


    Una de las afirmaciones que se dan en el libro es que el salto de fe de Gardner se dio “por la gracia de Dios” y al respecto manifiesta lo siguiente: “creo que la causa de mi fe es, en un modo que escapa a mi comprensión, el mismo Dios desde fuera de mí pidiendo y queriendo que yo crea, y el mismo Dios en mi interior respondiendo a ello”. 


Gardner recuerda a Penrose con su alusión a que Dios tuvo que elegir un universo de extraordinaria baja entropía y también recuerda el principio antrópico, pero ni él ni Marías parecen partir de un Dios estético, sino del revelado, principalmente por y como Jesús de Nazaret.

 

domingo, 9 de abril de 2023

Resurrección

 



    “Jesús le dice: «Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?». Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: «Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré». Jesús le dice: «¡María!». Ella se vuelve y le dice: «¡Rabbuní!»”, Jn. 20, 15-16 


    "Loado seas, mi Señor, por la hermana luna y las estrellas, en el cielo las has formado luminosas y preciosas y bellas". S. Francisco de Asís. Laudato si.


    La resurrección de Jesús es la piedra de toque del cristianismo. Ser cristiano supone asumir eso que parece inaceptable. Los motivos para la creencia son dispares o inexistentes. Pero creer tal cosa supone esencialmente aceptar como válidos, aunque susceptibles de la exégesis correspondiente, los testimonios escritos del Nuevo Testamento, y confiar en que Dios existe y su amor sostiene el sentido de la Vida frente a lo absurdo y brutal.


    Un misterio éste que no se resuelve aduciendo a otro. Por ejemplo, el problema de la consciencia en sentido fuerte, el de la subjetividad, mostrado a veces como el problema de los “qualia”, no se soluciona invocando una interpretación cuántica, al menos por el momento, entre otras cosas porque la comunicación sináptica parece abordable en términos clásicos.


    El gran escéptico y científico Martin Gardner resultó ser a la vez un gran creyente en su cosmovisión, con una fe de tintes unamunianos, y tratando de mostrar la eficacia de la oración intercesora como una acción elegante de Dios sobre el comportamiento de la función de onda antes de que ésta colapsase tornando en fenómeno observable. Explicándolo así, propiamente no explicaba nada. Pero hay algo que parece oportuno recordar; se trata de la expresión del extraordinario físico Feynman que decía lo siguiente: “Creo que puedo decir con seguridad que nadie entiende la mecánica cuántica”.


    Quiero decir con todo esto que el mundo es misterioso y milagroso en el sentido de los mirabilia a los que se refería Jacques Le Goff. Lo maravilloso natural lo es tanto que milagro parece. Lo más corpóreo, lo material, no es, en su belleza, accesible a la intuición, por más que el comportamiento de las partículas elementales pueda ser expresable en un formalismo matemático cuya hermosura suele asociarse a la verdad.


    La fe puede ser razonable para uno mismo, pero difícilmente comunicable. Menos procedente parece el vano intento proselitista (no es mi pretensión), pero sí es defendible la expresión de lo que para uno mismo resulta importante, se comparta o no por amigos y extraños. Es por eso que me permito esta entrada, que conecta con algunas más anteriores a ella.

    

    En el evangelio de Juan, Jesús resucitado es confundido por María Magdalena (primera persona a la que parece presentarse) con un hortelano o jardinero (según las traducciones). Ese modo de aparición de Jesús resucitado resuena en mí esta vez porque remite al cuidado de un jardín. Antes de su muerte ya aludía a la belleza de los lirios del campo. Fue uno de sus más similares discípulos, Francisco de Asís, quien se hermanaba con él en su alabanza a Dios por todas las criaturas. Belleza, verdad y bondad parecen inexorablemente unidas en un término, amor, que remite en mi alma a Dios.


    Con el mayor respeto y admiración a la coherencia de personas extraordinarias y que son agnósticas o ateas, entre las que se encuentran mis mejores amigos, hoy, día de la pascua cristiana, me he  permitido esta expresión de mi perspectiva fundamental de la Vida. 

sábado, 10 de abril de 2021

Sobre Hans Küng

 

Imagen tomada de Pixabay

Supe de Hans Küng en octubre de 1979. Y lo sé ahora porque tenía y tengo la costumbre, extraña o no, de marcar la fecha en que compro cada libro. El de entonces tenía un título al que no podía resistirme, “¿Existe Dios?”. 

Si alguien escribe un libro con ese título, sabemos de qué va desde el principio; la respuesta será afirmativa o todo lo contrario. Y Hans Küng dedicó toda esa obra a repasar la Historia de la Filosofía desde ese interrogante, a ver pros y contras en muchos autores. Nietzsche, Marx, Freud… tantos y tantos y tan importantes fueron descritos, analizados, justificados, con su bella escritura.

Después de eso, leí “Ser cristiano” y luego muchas más obras suyas. Es curioso. Uno puede marcar años de su biografía por lo que en ellos ha leído, y Küng siempre estuvo acompañándome. También cuando rasgó sagradas vestiduras al realzar la muerte digna.

Puedo decir que mi fe es como la suya en algún aspecto esencial, del de “fides”, el de confianza radical, absoluta, vital, en que Dios (qué término tan degradado) existe y, de un modo tan misterioso como el que nos hizo nacer, a cada uno como ser único, singular, en la historia del mundo, nos salvará del absurdo. Un Dios de deseo, deseable y deseoso. 

Mi Dios no es exactamente el de Küng, pero se le parece y mucho, porque es cristiano, porque, por serlo, se fija en los pájaros que ni siembran ni siegan, tiene a Jesús, alguien condenado por blasfemia, como la gran referencia ética. Mi Dios es un Dios de belleza, estético hasta lo más hondo. Es el Dios al que puede acercase lo mejor de la Ciencia, no como espisteme, sino como el Dios Estético, el Dios del Amor que sustenta todo lo real, a pesar de los pesares, a pesar de los cánceres infantiles, a pesar de Auschwitz, a pesar de que se desespere de Eso, de lo Innombrable. Es Lo que sostiene a los solos, a quienes todo les va mal en la vida, a los que se equivocan en lo más importante, a los que se derrumban, a los que desesperan de ese Misterio insondable de esperanza, Lo que acoge a quienes ya no tienen nada a que aferrarse. Y ese Dios estuvo en Auschwitz y vestía el pijama de rayas. Eso es lo que creo.

He visto notas de prensa sobre quien fue, no cabe duda, un gran intelectual, yo diría un buscador, alguien que sabía de todo, incluso de ciencia y cuyo libro sobre fe y ciencia indica hasta  qué punto sabía de lo que hablaba, de lo que escribía.

Fue fiel a su Iglesia, que también es la mía, a pesar de todo, a pesar de que no le apoyó, de que lo censuró. Probablemente le acompañó la soberbia, la altanería que sustentaba su potencia intelectual, impresionante, en la que reverberaba, creo, la idea arrriana. Parece que, como San Pablo, corrió la carrera, mantuvo la fe. No es poco. Es lo esencial. Algo que insta a toda persona, a ser coherente con lo bueno humano, se sea cristiano, budista o ateo.

Hans Küng mostró la compatibilidad de inexistentes opuestos. Podría decirse que esos opuestos son la fe y la razón, pero no es así. No, porque tanto la fe como la razón emergen de algo más real, más íntimo, más… inconsciente.

Sólo lo inconsciente llega a poder intuir, tocar incluso quizá, lo Real. Y eso, ese gran agujero negro, que paraliza el tiempo en el horizonte de sucesos atrayendo de modo irresistible a lo Desconocido, puede brillar y puede o no verbalizarse, poetizarse mejor dicho. Küng trató de hacerlo, trató de conjugar fe y razón. Y quizá por eso no fuera del todo razonable lo que afirma. Y es que lo religioso se ancla más en lo extraño, en lo inconsciente, que en la razón misma. La religión es "religare" y también "relegere". Tenemos una larga historia de experiencia de otros, a veces propia, de arrebatos místicos, de cultos mistéricos, de éxtasis ateos, de negaciones heroicas… Dios es lo Absoluto, lo Incognoscible, lo que sólo puede ser malamente soñado.

Uno de sus libros, autobiográfico, lleva el título de “Humanidad vivida”. Al margen de creencias, él mostró eso. Fue humano y vivió como tal. Humano, radicalmente humano. De eso se trata a fin de cuentas. 

Dios lo habrá acogido en esa realidad que no tiene que ver con la inmortalidad sino con algo profundamente más bello, humano, divino y hermoso, la eternidad. 

jueves, 2 de julio de 2020

Ser en el río.






El tiempo aparenta ser algo medible. Pero sólo en una de sus manifestaciones, como Chronos. No lo es Aión, tampoco Kairós.

Decía Lord Kelvin que sólo hay conceptos claros cuando se puede medir aquello de lo que se habla (“When you can measure what you are speaking about, and express it in numbers, you know something about it”). Y eso supondría una buena concepción del tiempo objetivable, cronológico. Sin embargo, algo así es discutible.

Sí sabemos de calendarios con ciclos circadianos, estacionales, anuales, orientados por ritmos astronómicos, pero inscritos en una direccionalidad que estructura las edades del ser humano. "Cumplimos" años. De “flechas temporales” se habla a veces. Nos orientan la cosmológica (el Universo tuvo un inicio y evoluciona), la termodinámica (la entropía del Universo aumenta) y la psicológica (podemos recordar eso a lo que llamamos pasado, pero no el futuro). 

Y, sin embargo, lo aparente apunta a un fondo de misterio. Desde Einstein, la imbricación del espacio y el tiempo, algo tan poco intuitivo, ha mostrado su potencia a la hora de explicarnos precisamente lo maravilloso predecible y no intuible desde la concepción newtoniana. Algo parecido ocurrió con la mecánica cuántica. Si la perspectiva atómica triunfó claramente en la comprensión de la materia y en la discretización de la energía, hay físicos que plantean que algo así también se daría con el tiempo, aunque fuera a escalas inconcebiblemente pequeñas. A la vez, hay quien simplemente niega el tiempo, considerándolo una mera correlación fenoménica.

Heráclito nos dijo que no nos bañamos dos veces en el mismo río. ¿Qué río? No siendo yo filósofo, no osaré interpretar esa frase de alguien a quien se le llamó “el oscuro”. La recuerdo sólo como elemento poético, por llamarlo de alguna forma, seguramente muy exagerada.

Es cierto que un río fluye y que cambia. En ese sentido, puede decirse con propiedad que ningún río será el mismo hoy que ayer. Sin embargo, lo que lo constituye principalmente, el agua, es indistinguible en términos moleculares o, si se prefiere, atómicos. No desaparecen unos para dejar paso a otros distintos. Dos, mil, o un billón de billones de moléculas de agua son idénticas entre sí. Todo cambia... o no tanto. No, al menos, el agua del río a escala microscópica. Sí lo hace macroscópicamente el río y su entorno, de modo cíclico estacional y a mayor escala en términos geológicos.

Pero no es probable que fuera el cambio del río en sentido literal lo que le interesara a Heráclito.

¿Qué cambia? Parece que quien se puede bañar en el río. Nosotros. Los que vivimos y moriremos. 

En su “Nueva refutación del tiempo”, Borges decía que “el tiempo es un río; pero yo soy el río”.  

Yo. Un término curioso. Tenemos tendencia a la visión narcisista, a una perspectiva cartesiana alejada de la realidad y desterrada por el psicoanálisis. Pero más allá, más alejado del presente, si algo es concebible de ese modo, como actualidad tan pretendidamente pura como inasible, vemos que lo individual es un modo de hablar y que hay una experiencia subjetiva que se ancla en la ontogenia misma de la que parte, y también en la filogenia (aunque ésta no sea recapitulada por aquélla).

Somos en y con una dinámica vital compartida con otros seres. Somos en un flujo material, en ese río.

En su obra para la Facultad de Medicina, Klimt pintó solo un afluente, el de la especie humana, que nace, crece, se reproduce y muere. Hygeia, que sabe de ese flujo, le da la espalda, impávida y orgullosa. A fin de cuentas, es hija de un dios.

Ese afluente confluye con otros viejos y se unirá a otros nuevos en el gran río de la vida, rico en especies, en presas y depredadores, en vida y muerte. Relaciones alométricas, determinantes genéticos, contingencias diversas, regirán tiempos de permanencia en el río. Cambios raros en su flujo como la caída de un meteorito modificaran su composición vital.

El río de la vida no es solo biográfico, sino biológico en el sentido más amplio, porque todas las especies, en mayor o menor grado, se relacionan entre sí. Un afluente, el vírico, se ha unido recientemente a nuestro afluente para desgracia nuestra, pero así es la vida y su dinámica. Llevamos incrustadas en nuestro genoma más secuencias virales antiguas que las que llamaríamos “propias”, esas que informan nuestras proteínas. ¿Qué es lo “propio”? Parece pueril hablar de determinismos genéticos de modo excesivo.

Ese substrato biológico lo es de nuestra posibilidad humana, trágica al convertirse en biografía si ésta se pretende auténtica. 

A la vez, cada individuo no es un ente estático en ese río, siendo prácticamente todas sus células removidas a la vez que fluye en él. Nos destruimos y construimos, rechazamos e incorporamos información de seres muy diferentes y que suponíamos alejados. Cambia el río porque cambiamos nosotros y todos los elementos de vida con los que nos relacionamos. Cambia el río porque todo lo que parece diferente y estático en apariencia, las especies, también lo hacen, naciendo, viviendo y muriendo, a veces dando paso a otras que de ellas emergen.

Es un río extraño por maravilloso, por estar lleno de “mirabilia”. 

En realidad, sólo una vez se baña cada cual en él, el tiempo en que vive. Algunos suponemos una desembocadura, un mar. No es raro que Freud hablara de la perspectiva mística como de algo oceánico. Pero eso ya es suponer, creer, incluso confiar, en ese viejo y noble sentido del término "fe", tan deteriorado.

Vislumbrar ese océano hace que el río cobre un cierto sentido direccional, pero, en realidad, eso quizá sea lo menos importante en comparación con sabernos río con tan diferentes seres, incluso aquellos que pueden hacernos salir prematuramente de él.




miércoles, 11 de septiembre de 2019

ATEÍSMO




“De verdad desearías decirle a un hombre así: “Conócete a ti mismo”. Comprender que tú no eres nada, menos que una sombra, más insignificante que una gota de agua en el océano, más efímero que la ilusión de un sueño. ¿Tal cosa desearías?”.

(Citado en “Siete formas de ateísmo” de John Gray).



“Galileos, ¿qué hacéis mirando el cielo?” 
(Hechos de los Apóstoles.1,11)




Es muy difícil ser ateo. También lo es creer en Dios.

Ambas posiciones solo pueden darse propiamente si ha habido un suficiente despojo de influencias biográficas que elimine hojarascas religiosas y reacciones frente a ellas, porque una cosa es la creencia y otra la religión. Con carácter general, podemos asumir que somos religiosos por ser míticos, simbólicos. Es una herencia que se ancla en las raíces de la hominización. Pero ser religioso no significa creer ni dejar de creer en una trascendencia. No es lo mismo el “religare” que el “relegere”.

En Europa hemos recorrido un largo tiempo histórico tras el que los animismos y politeísmos parecen residuales. Creer se asocia en general a creer en Dios, según alguna de las religiones del libro y así la creencia, si se da, es monoteísta. Ser ateo sería exactamente lo contrario, es decir, no creer en Dios. Siempre habrá quien crea que “hay algo”, “en las energías”, o cosas así, y quien se sitúe en la onda mágico-ritual,  pero tampoco eso es fe ni ateísmo.

Solo desde un cierto grado de libertad puede asumirse lo que uno ve. La fe en Dios o su carencia no dejan de ser un modo de percibir el mundo. La fe o su carencia se dan desde una mirada singular. Ser creyente o ateo implica, en esencia, aceptar en la vida, con la vida, hacia la muerte, lo que uno ve en el fondo de su alma.

Entiendo personalmente que el ateísmo supone aceptar lo que a uno le parece más obvio. Solo tenemos esta vida, no hay intervenciones divinas en ella ni una vida eterna después. En esta vida tenemos la posibilidad de hacer algo con nuestra libertad y seremos responsables de lo que realicemos, aceptando que somos seres con posibilidad ética, aunque no haya perspectiva de sentido, hasta la gran castración que supone morir. La ciencia sostiene esa postura desde el avance epistémico, un avance que nos interroga filosóficamente.

Y entiendo personalmente que creer en Dios supone aceptar lo que a uno le parece más obvio. Solo tenemos esta vida, pero, como todo el universo, remite a Dios. En ella tenemos la posibilidad de hacer algo con nuestra libertad y seremos responsables de lo que realicemos, aceptando que somos seres con posibilidad ética, aunque no percibamos sentido, hasta la gran castración que supone morir. La ciencia sostiene esa postura desde la asombrosa belleza que desvela el avance epistémico, un avance que nos interroga filosóficamente. Lo que después ocurra está en manos de Dios y, como dice un escrito anónimo (“que aunque no hubiera cielo, yo te amara, y aunque no hubiera infierno te temiera”), no es relevante para el aquí y ahora. ¿Para qué mirar al cielo?

En realidad, lo que importa es, se sea ateo o creyente, tratar de ser buena persona. Pero considero que, a diferencia de ser ateo, ser creyente supone una confianza en que, a pesar de lo aparente, del horror, de la muerte, del mal natural y humano, un sentido amoroso impregna el mundo y que solo una cosa es necesaria (Lc.10,42), abandonarse en el Gran Misterio, en Dios, incluso ante el abandono de Dios mismo.

En la creencia no es relevante la explicación, sino la significación, la admisión de una extraña mezcla de sentido y absurdo, no el credo sino el modo de vida. A veces, creer es claramente ver y eso es íntimo y, con frecuencia, inefable.“Nada te turbe, nada te espante… Solo Dios basta”, decía Santa Teresa. Y, sin embargo, la angustia no es sofocada por la fe más que raramente. Tal vez porque, siendo creyentes o ateos, asumir lo humano supone que la duda existencial siempre nos acompañará, la angustia básica será componente vital de lucidez ante la última frontera… o la otra orilla. Saber de la finitud puede realzar la vida mucho más que esperar lo eterno. He visto mayor serenidad en ateos que en creyentes. La fe no suele calmar, más bien desasosiega.

En realidad, quizá no haya una gran antinomia entre el ateísmo y la creencia en Dios, como sugiere John Gray en su libro “Siete formas de ateísmo”. Siete formas, nada menos, pero en las que no se ve ateísmo más que en apariencia, pues incluyen modos de sustitución de un monoteísmo por otro y de un milenarismo por otro. Se ha sustituido a la religión por la ciencia, a Dios por la humanidad, por el hombre nuevo político o por el soñado desde la purificación racial o eugenésica. El cientificista Harari habla últimamente del “Homo Deus”, posibilidad negada claramente por Gray. A la vez, el milenarismo medieval se contempla ahora bajo el modo del progreso transhumanista.

Tal parece que John Gray, a quien debemos obras magníficas como “Misa negra” o “La comisión para la inmortalización”, hace un esfuerzo por revelarnos o revelarse a sí mismo, sin conseguirlo plenamente, lo que es el ateísmo, algo que no existe en realidad en ninguna de las siete formas que presenta.

Gray parece desconocer que sí hay, incluso abundan, ateos auténticos, que mantienen coherentemente esa posición toda su vida y en el lecho de muerte. Quizá solo sea admisible como tal en su texto el caso de los epicúreos, que considera aparentemente obsoleto.

En cierto modo, si cabe hablar de una teología negativa, también parece que procedería hablar de un ateísmo negativo; podemos decir lo que no es ser ateo porque, como sugiere Gray, hay y hubo ateos que son, en realidad, fanáticos creyentes aunque no sea en Dios. Quizá la forma más absurda de ateísmo es la que él llama “los odiadores de Dios”, ya que solo quien crea que existe podría odiarlo.

Y, si tal dificultad se muestra con lo que es el ateísmo, parece mucho mayor si se intenta definir y clasificar de modo universal las formas de creencia, tantas veces confundidas entre sí con variantes y herejías.

Se dice que Laplace le indicó a Napoleón que no precisaba la hipótesis de Dios para su “Mecánica celeste”. Lo mismo, pero de forma más refinada, sostenía Hawking. Por su parte, Dawkins, con su curioso ateísmo proselitista, ataca cualquier idea de “relojero ciego”. Pero, al margen de creacionistas, aunque sea en la versión moderna del “diseño inteligente”, ¿quién precisa una cosmogonía teológica o ya no digamos una teogonía? A la vez, la apuesta pascaliana se revela fútil.

Reducir el Misterio a ecuaciones y cálculos de probabilidades es sencillamente absurdo. Y el Misterio, ese en el que somos y nos movemos, lo seguirá siendo para creyentes y ateos, le pongamos nombre o no. En el fondo, la línea de separación, si existe, es muy sutil siempre y cuando no incurramos en dogmatismos y a pesar de que la distinción tenga consecuencias vitales para cada cual.

domingo, 3 de septiembre de 2017

El psicoanálisis de Francisco.


“Se amonesta severamente a Lemercier a que no sostenga ni en público ni en privado la teoría o práctica psicoanalítica, que él mismo reconoce como psicoanálisis propiamente dicho, en sentido estricto, bajo pena de suspensión a divinis por el mismo hecho, reservada esencialmente a la Santa Sede”. Acabo de leer esto en un libro recogido en Google (“Historia del Psicoanálisis en México: pasado, presente y futuro”). 

Lo leí por asociación. Hace ya muchos años,  a finales de los sesenta, había leído un artículo en una revista que, si no recuerdo mal, era “Ibérica”, dedicada a la divulgación científica en España. “Ibérica” tuvo en mí, al menos, un eco, a saber hasta qué punto fructífero, pues por la ciencia me interesé. El artículo se titulaba algo así como “Psicoanálisis en Cuernavaca”. Algo pasó allí, algo que molestó al Vaticano. Fue una época en la que tuve el primer contacto con el psicoanálisis cuando, por puro azar (la contingencia siempre es interesante), me topé con la “Teoría del psicoanálisis”, un librito de Jung.

Ya en 1961 un "monitum" del Santo Oficio prohibía a religiosos, "consultar a psicoanalistas sin permiso del obispo”.


Teniendo en cuenta que Freud era ateo y considerando su explicación de la religión, no sorprende que la Santa Sede fuera un tanto prudente a la hora de considerar el psicoanálisis. Y, en general, la Iglesia ha tendido a hacer equivalente la prudencia a la prohibición. 


Y ahora resulta, si es rigurosamente cierta la noticia, que el mismísimo papa Francisco acudió a una psicoanalista judía en busca de ayuda cuando tenía 42 años. 


Ha de recordarse que Francisco nació en un país, Argentina, en donde el psicoanálisis ha fructificado llamativamente, pero no es menos cierto que, si fue al diván, lo hizo a pesar de la Iglesia y no gracias a ella. 


Hay dos elementos interesantes. La noticia se refiere a una psicoanalista judía. Parece adecuado recordar que los judíos no estaban muy bien vistos por el Vaticano hasta hace relativamente poco tiempo, pues se rezaba algo así en Semana Santa: “Omnipotens sempiternae Deus, qui etiam iudaicam perfidiam a tua misericordia non repellis: exaudi preces nostras, quas pro illius populi obcaecatione deferimus; ut agnita veritatis tuae luce, quae Christus est, a suis tenebris eruantur”. Tal vez el propio Francisco lo haya rezado en sus años mozos. Fue Juan XXIII quien eliminó el término “pérfido” de esa oración y fue a partir de ahí cuando se habló de los judíos como los hermanos mayores en la fe. Pero el contexto histórico es el que es y que un sacerdote acuda en ayuda para su alma a una persona judía es noticia felizmente relevante incluso ahora.


Y el dato más importante, el hecho de recurrir a una psicoanalista y no a otro sacerdote o a un psicólogo no “contaminado” por los planteamientos freudianos, se non è vero (y parece que lo es), è ben trovato. Un psicoanálisis no es una confesión, aunque se hagan burdas analogías. No lo es ni a Dios ni al psicoanalista. Lo es a sí mismo, de un modo extraño, desde lo que uno mismo se ha ocultado siempre por transparente que fuera, cayéndose las identificaciones y narcisismos, olvidando el “quién” y buscando el “qué”. Es, más bien, una búsqueda, una ardua tarea que puede surgir desde un síntoma o, como dicen los periódicos al referirse a Francisco, “para aclarar algunas cosas”


Dudosa fe es la que se derrumba en un psicoanálisis. Y es que la fe, por religiosa que sea, lo es en lo esencial, sosteniendo una confianza radical en lo que fundamenta lo humano, no en un formulario. La fe auténtica es de vida, incluso de vida eterna, se entienda esto como se quiera entender, cosa que no es fácil para seres como nosotros, temporales. Pero... ¿qué mayor milagro que el hecho de existir aquí y ahora?


La Iglesia ha evolucionado y, al hacerlo, siempre ha sido como anamnesis, como avance en el recuerdo de su esencia, Jesús, judío por cierto, como Freud y tantos otros grandes del espíritu. Sería deseable que, así como ha ocurrido con el P. Teilhard de Chardin, la Iglesia acogiera antes que tarde el psicoanálisis como uno de los grandes avances del alma humana. 


Los marcos referenciales del psicoanálisis y la religión son bien distintos, pero no por ello han de suponer una incompatibilidad absoluta que aleje a personas creyentes del psicoanálisis ni que perturbe a los psicoanalistas un entendimiento progresivamente más certero del fenómeno religioso dede su experiencia clínica.

sábado, 7 de enero de 2017

RELIGIÓN. El olvido de la fe. ¿En qué creen los que creen?


“En summa de todos los remedios en tales tiempos es mostrar muy grande ánymo contra el ynimigo, totalmente desconfiando el hombre de sy, y confiando grandemente en Dios, puestas todas las fuerças y esperanças en él”. Schumacher G, Wicki J, Epistolae S. Francisci Xavieri. Roma 1945 II, 180-182. Citado por Recondo JM. “Javier, las culturas”. Historia 16. XXIV, 2000; 294: 31-49.

Al final, no se trata de creer sino de ser. Decía Ortega que las ideas se tienen y que en la creencia se está. En nuestro idioma, ser y estar no es lo mismo. Se puede estar en la creencia, instalado en ella, pero sin saber propiamente lo que se es o se aspira a ser.

Lo que uno cree puede tener poca relación con su deseo. Inconscientemente interiorizamos la ley. Freud le llamó a eso superego. Demasiadas veces nos confundimos con esa referencia extraña y tantas veces culpabilizadora. Algunas veces la asociamos a la ley más universal concebible, la divina.

Qué debemos hacer se plantea en alguna ocasión como la pregunta kantiana más urgente, la que más ansiedad puede causar porque la respuesta ha de ser inminente. Las otras dos cuestiones, qué puedo saber y qué debo esperar, parecen secundarias a la urgencia de la acción en un momento dado, la acción que se espera siempre sustentada por una creencia esencial que va más allá de lo racional aunque lo abarque.

Y esa acción, ética, supone al otro concreto y por eso puede desterrar al gran Otro que sustenta la creencia esencial, que sostiene a uno mismo.

Soportar la creencia implica asumir que se está en posesión de la verdad. Y ya se sabe, la verdad os hará libres, decía Jesús, que se mostró como camino, verdad y vida. Nada menos.

Pero el afán de lo mejor puede suponer lo peor. En nombre de la pureza, se quema al impuro.

Si hay algo absurdo es pretender conocer desde el creer. Se puede creer en Dios pero no tratar de conocerlo desde la creencia. Se puede gritar a Dios pero no tratar de escucharlo, porque resulta que se le da por callar. El propio Ratzinger, siendo papa, se refirió a ese silencio de Dios que resonó en Auschwitz. El papa Francisco ni siquiera lo mencionó; simplemente calló y rezó en ese lugar. No se puede hacer más. 

En Auschwitz, Kolbe murió por otro y con ello su vida se justificó. Poco importa que fuera un reaccionario antes. Basta con un acto tan simple como duro y definitivo. 

Y el silencio divino nos deja inermes a quienes creemos en Dios, a quienes esperamos contra toda esperanza. Porque suponemos que Dios acoge, que ama, que no es indiferente. Bastaría con pocas señales, con alguna, pero no la hay. No desde luego cuando se necesita. Y entonces, ¿qué?

Sólo silencio. Ése es el título de una novela de Shusaku Endo y de la maravillosa, extraordinaria, película de Scorsese, basada en ella. 

Una gran película en la que se recoge lo bueno oriental, su saber desconfiado de modas religiosas  foráneas, el ritual japonés tan elegante como sensato y cruel, la temporalidad histórica que todo lo enmarca y sin la que nada se comprende.

Y una película sabia al mostrar que bien puede ocurrir que todo se derrumbe en quien confía, incluso la confianza misma, la fe más asentada, pero que aun así, del peor modo, es posible la compasión. Es la compasión bien entendida, no al modo sensiblero, lo que nos hace realmente humanos, dadores de lo que tenemos y también, es lo esencial, de lo que no tenemos. 

Aunque no sepamos, podemos dar. Aunque traicionemos a Dios (a saber qué queremos decir con tal nombre), podemos alcanzarlo del mejor modo en el otro. En el peor de los momentos, podemos quedarnos sin base alguna, pero podemos dar, incluso sin darnos. Podemos traicionarnos pero peor traición sería negar al otro la donación esencial, tan esencial como simple y contraria al orgullo implícito a la coherencia, con la que a veces se confunde la ética.

A pesar del silencio de Dios y en contra de lo que uno cree más propio de sí, lo que supone su fe más auténtica, es factible precisamente la creencia esencial sostenida por el Gran Misterio y que acoge lo que parece más incoherente, la renuncia a todo por amor real a lo que se creía menos querido.

Y es que la fe no supone creer lo que no vemos sino precisamente aceptar del mejor modo lo que vemos y lo que urge nuestra actuación. Eso nos puede hacer más humanos. 

domingo, 30 de octubre de 2016

Santos y cenizas



“…los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Jn. 4,23).

El día 1 de noviembre la Iglesia celebra el día de todos los santos, es decir, de todos aquellos que, en la creencia católica, han pasado a la realidad de Dios. Es así una festividad que implica una posibilidad intermedia entre cielo e infierno (negación de Dios), el purgatorio, “lugar” en el que se pasa la precisa purificación previa a la gracia de la visión beatífica. Un lugar imaginado en tantas capillas en las que las “ánimas” sufren el fuego purificador durante un tiempo. Siempre ha habido un problema con esto, ya que morir es hacerlo también al tiempo, dejar de ser en él. Sin embargo, el tiempo, inconcebible en el cielo o en su negación, el infierno, se admite por muchos en el purgatorio, a tal punto que se espera un acortamiento de plazos de permanencia en él. La Virgen del Carmen será benévola con quienes hayan llevado dignamente el escapulario en vida.

Después, el día 2, vendrá la celebración de los fieles difuntos. Antes tendremos la vulgaridad del Halloween, que algunos quieren relacionar con lo céltico. O la novedad un tanto boba del Holywin. 

Lo paranormal y el comercio asociado cobran fuerza por unos días gracias a los muertos. 

Hace un año escribí una entrada algo más seria que la presente  sobre estos días. Hay algo interesante en nuestra percepción del tiempo; la lineal, la del tiempo que nos precipita a nuestra muerte, se mezcla con la cíclica, en la que recordamos la muerte de los otros cada año desde cierta perspectiva de inmortalidad propia. Con flores, sin ellas, con calabazas u oraciones. Y, tal vez por ese impulso cíclico, hay el deseo de rememorar lo de siempre aunque sea de modo distinto y por eso escribo una nueva entrada relacionada con estos días. 

Me siento inspirado para hacerlo por la Congregación para la Doctrina de la Fe (antiguo Santo Oficio) en cuya instrucción “Ad resurgendum cum Christo” insta a que las cenizas de difuntos sean conservadas en lugar sagrado y no  esparcidas, divididas entre los familiares, mantenidas en casa o demás macabradas relacionadas  con las últimas modas panteístas o de tipo New Age. Se amenaza con la negación de exequias en caso de darse tales prácticas.

Se neutraliza así la gran creatividad de empresas funerarias que ofertaban lanzar las cenizas de seres queridos al espacio ,transformarlas en joyas  o las más baratas opciones de llevarlas a un bosque o mezclarlas con pintura o barro para hacer un cuadro o una escultura.

La Iglesia siempre ha sido sensata. No duraría dos mil años de no haberlo sido. Y eso ha ocurrido a pesar de curiosidades como la actual del Santo Oficio. Por un lado, parece reforzarse lo tradicional, lo dogmático, pues no parece serio, si se cree en la resurrección del ser humano en su integridad (no sólo un alma incorpórea, platónica, sino un cuerpo transformado, espiritual, paulino), considerar las cenizas al modo panteísta o dar un cuerpo de pasto a buitres (algo que tendría su lógica con criterio de equilibrio natural).

En este sentido, se sigue con la instrucción reciente una práctica que Philippe Ariès remonta a la Edad Media, en la que se enterraba “ad sanctos”, en un espacio sagrado. Este autor también nos indica que el término “coemeterium” se refería a todo el recinto que rodeaba una iglesia, inviolable por ello (azylus circum ecclesiam). La practica de la cremación, frecuente en nuestros días, ha trastocado esta tradición planteando el interrogante de qué hacer con las cenizas.

Ahora bien, esa crítica a la dispersión de cenizas no parece muy coherente con la brutal dispersión que se dio de restos de santos, las célebres reliquias.  Es cierto que cada fragmento solía albergarse también en lugar sagrado, a veces bajo el ara en la que se celebraría la misa. Pero no lo es menos que muchas reliquias cayeron en ámbitos menos edificantes como tesoros de reyes o como le ocurrió a la mano de Santa Teresa

Se dan otras contradicciones. No hace mucho se negaba el espacio sagrado a la inhumación de quienes cometieran suicidio. Hoy en día se “celebra” su muerte (mucho cambiaron las homilías de funerales) del mismo modo que si hubiese sido natural y, a la vez, se priva de exequias a alguien que bien pudo haber sido santo, sólo porque su familia elabora mejor su duelo con las cenizas al lado, en su casa.


Estamos ante una situación que parece más importante de lo que puedan pensar ateos o agnósticos. Porque de ritos hablamos. Y es que la Iglesia retoma algo que ha sido esencial a lo largo de toda su historia: la función del rito que, en este caso, puede ir desprovisto de connotaciones míticas, pues mito y rito no siempre van unidos. En lugares como Galicia, nunca se asumió del todo la santidad del conocido que moría, por mucho que se le quisiera y por más que se “celebrara” su muerte en plan moderno en el funeral y, por eso, siempre se le dedicaron misas (como a todas las “ánimas benditas” del purgatorio) a pesar de lo que digan o dejen de decir teólogos sobre el tiempo y la eternidad. 

Si se da una privación de exequias, se entra en colisión con algo profundo, con la naturaleza simbólica el ser humano que exige el rito apaciguador, en este caso las oraciones y misas. La Iglesia ha sabido siempre asumir lo mítico, incluso el aspecto politeísta o el de la theotokos. La desmitificación se asocia a la increencia, porque el mito siempre precede el ansia de dar respuesta al enigma vital. La instrucción sobre las cenizas supone un choque de ritos más que de razonamientos. Y es que, en realidad, la elaboración del duelo no tiene mucho que ver con lo que se piensa sino con lo que de verdad se siente, algo que, a veces, es creencia firme.