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viernes, 4 de mayo de 2018

MEDICINA. Vejez. Obsolescencia y Gerontolescencia.



“He vivido de una forma que me hace estimar que no he nacido en vano”. Cicerón. “Sobre la vejez”

Cuando Cicerón escribió su obra sobre la vejez (De Senectute), aun no había entrado en lo que ahora se da en llamar la tercera edad. Marco Antonio llevaba mal sus críticas y de nada le sirvió la supuesta simpatía de Octavio. Sus manos acabaron clavadas en las puertas del Senado.

Los 65 años, a veces los 70, marcan hoy una frontera, la que supone el ingreso en lo que se llamaba “clases pasivas”. Una frontera que definió Bismarck y que sigue usándose para referirse a la jubilación. Cuando se estableció esa edad, había un claro sentido político pues pocos la superaban en muchos años y un país podía permitirse pagar una pensión a los ya considerados ancianos.

Hoy en día sigue existiendo esa frontera, pero la gente se empeña en vivir más gracias a los avances médicos y sociales. La esperanza de vida ha aumentado claramente con respecto al siglo XIX y, a la vez, los mayores viven mejor. Más vida y de más calidad, aunque por el camino se quede un porcentaje elevado de personas que han sucumbido a diversas enfermedades, siendo el cáncer en sus variadas formas a día de hoy “el emperador de todos los males”, como dice en su célebre y recomendable libro Siddhartha Mukherjee.

El caso es que, si uno no se muere antes, llega un día en que cesa en su actividad laboral por una razón estrictamente cuantitativa, su edad. A partir de ahí, podrá vivir más o menos y eso supondrá una carga proporcional al erario público, como han alertado ya prestigiosos economistas.

La travesía vital suele escribirse en el rostro y en las manos. No es lo mismo haber trabajado en una mina que haberlo hecho como oficinista. El concepto mismo de trabajo es variable porque puede diferir ampliamente entre la realización de algo vocacional o un ingrato y desagradable medio de vida. Cada cual es prescindible pero a la vez necesario, aunque el balance entre lo que ambos términos suponen varíe ampliamente al influir en la percepción que cada persona puede tener de su rol social.

En nuestro medio aun sigue hablándose de crisis asociadas a la edad. La crisis de los cuarenta, por ejemplo, se daría en aquellos a quienes la vida les ha ido bien en general y han logrado metas de estabilidad familiar y laboral / profesional. Y, si no es a lo cuarenta, será a los cincuenta o sesenta; las décadas parecen sugerir, a pesar de la continuidad biográfica, la posibilidad de cambio e incluso inducirlo, no siendo pocos los que se separan y establecen una nueva relación de pareja en torno a los sesenta años.

Crisis asociadas a metas supuestas o fruto de interpretaciones, sean la superación de exámenes, los logros profesionales, la elección de pareja; es decir, fines cumplidos. En ese sentido hay quien habla de lo télico. Uno se desvive por lograr un puesto y, tras conseguirlo y ver que cambia de década, se desmorona o sufre una gran ansiedad. Sólo otro fin, sólo la persistencia en esa mirada teleológica, o télica si se prefiere, colorearía la vida, haciendo de lo atélico (hobbies, veladas con amigos, etc.) un objeto a cubrir sólo en períodos de descanso.

Con la jubilación, se abriría la opción atélica, pero no siempre es realizable porque las pensiones son como son y hay para quien el tiempo de ocio ha de serlo también gratuito, lo que limita claramente las posibilidades de llenarlo. A la vez, puede haber un “telos” impuesto; es el caso de pensionistas que han de hacerse cargo de nietos para llevarlos al colegio o de la familia entera para que ésta subsista con su pensión por miserable que sea. Finalmente, lo atélico puede acabar resultando mucho menos placentero de lo imaginado cuando no sencillamente imposible. No toda jubilación es precisamente jubilosa.

Con unas tasas de paro insultantes en la población “activa”, parecería mayor insulto a la inteligencia recabar el mantenimiento de algún rol social para quienes son ya mayores. Sin embargo, no hacerlo supone, en la práctica, establecer una obsolescencia programada en términos de edad. Vivimos tiempos capitalistas y neomecanicistas y en ese contexto es asumible tal obsolescencia de cuerpos, aunque proliferen anuncios de mercado para consumir productos dietéticos y cosméticos que retengan una juventud que se va. La Biología apoya esa noción y es que, ya se sabe, se acortan los telómeros y eso acaba definiendo la obsolescencia celular que es, a fin de cuentas, la del cuerpo.

A la vez, los distintos límites de edad van desdibujándose. Los niños parecen madurar antes si se atiende a determinadas capacidades, como puedan ser jugar con un ordenador, aprender inglés jugando que es como dicen que hay que aprender las cosas, etc. Esos niños entran en la adolescencia y muchísimos permanecen en ella aunque pasen los años y sean reconocidos socialmente como adultos. La adolescencia se ha extendido a expensas de la niñez y la madurez.

Quizá sea en analogía con eso y habida cuenta de la heterogeneidad que se da en la forma de llevar lo que en tiempos se llamaba vejez (ahora, tercera edad o “mayores”), que hay quien habla de la gerontolescencia, término acuñado por Alexandre Kalache, quien se refiere a “un momento de transición, variable; ya no eres el adulto de antes, pero no has perdido las suficientes facultades como para no mantenerte activo y autónomo”. Es probable que este término cale como lo hicieron otros (gamificación, empoderamiento, etc.) y surjan geriatras y psicogerontólogos especializados en gerontolescencia, que podrán explicarles a los hijos de los viejos que éstos no lo son, sino que están en un período de cambios, algo que, por otra parte, es rigurosamente cierto en ese camino hacia los brazos de la hermana muerte.

Quizá no sea superfluo, en cualquier caso, un término así, porque da que pensar. Suele darse una concepción de la vida demasiado rígida. Por ejemplo, parece tener poco sentido que las tareas profesionales de un cirujano tengan las mismas distribuciones temporales en nuestro sistema público tanto si tiene treinta como sesenta años. Parecería razonable que la transición a la jubilación fuera gradual en algunos casos y abrupta en otros, según particularidades, sin tener en cuenta una edad de corte igual para todos. Un profesor de literatura puede aportar mucho a su sociedad “trabajando” a un ritmo adecuado hasta que el cuerpo se lo impida por cualquier causa. Un artesano puede seguir ejerciendo un oficio que se extinguirá con él (alfarería, encaje de bolillos, etc.) y tratar de evitar que eso ocurra, lo que empobrecería culturalmente a su medio. En ese sentido, la gerontolescencia o un término más feliz puede ser valioso para designar que alguien puede mantener un “telos” propio, personal, con independencia de su edad, a la vez que puede ir asociándolo a un tiempo atélico mayor que en otras fases de su vida.

Sin caer en el delirio transhumanista, parece plausible que la esperanza de vida siga aumentando en los próximos años y que su calidad también mejore. Y vemos lo que está ocurriendo con un sector amplio de quienes se hacen mayores. Hay soledad, depresión, fragilidad, muchos han de renunciar a sus viviendas para ser recogidos en asilos (o costosas residencias geriátricas), etc. No es descartable que gran parte de la patología subyacente a esas situaciones se deba no sólo a pérdidas de familiares y a deterioros orgánicos sino también a pérdidas de sentido, del que da un rol social, el sentirse útil para algo. Es ese “para”, ese “telos” lo que facilita la vida.

Parece tarea de todos contribuir a una sociedad más sensata que tenga en cuenta que sólo cabe hablar de obsolescencia para referirse a cosas y no a personas. No es novedoso, pues es bien sabido que muchas culturas otorgaban y siguen otorgando un gran valor a los viejos, a un “senado” en sentido tácito y a la vez

auténtico.

domingo, 4 de septiembre de 2016

Envejecer


“Para que la vejez no sea una parodia ridícula de nuestra existencia anterior no hay más que una solución, y es seguir persiguiendo fines que den un sentido a nuestra vida”
Simone de Beauvoir. "La vejez".

Perseguir fines que den sentido no es estar en el sentido mismo. Vidas con sentido, vidas sin él. ¿En relación a qué? No hay una ciencia del sentido. Sólo parece posible la instalación en una esperanza que haga buscarlo, el de verdad, el inscrito en el deseo auténtico por descubrir y no en otras aspiraciones internalizadas. Una esperanza que se relaciona con una creencia fundamental en que nuestra vida, aun en su último momento, puede ser dotada de ese sentido.

No es lo mismo saber que creer, aunque haya en ambos casos un sentimiento común, la confianza. Podemos considerar el saber como el conocimiento otorgado por la confianza empírica,  objetivable intersubjetivamente, siendo la ciencia la mejor representante de ese saber. Y podemos entender la creencia como la esperanza firme, desde lo más hondo, en algo no necesariamente observable. Podemos creer en Dios aunque no sepamos de su existencia. Podemos creer en la Materia como último fundamento aunque no sepamos propiamente a qué nos referimos. Y podemos no creer pragmáticamente en nuestra propia muerte aunque sabemos que indefectiblemente ocurrirá. 

No suele haber límites claros entre el saber y el creer. Asumimos la isotropía espacial y temporal de la legalidad física, pero no podríamos asegurar con plena certeza que lo sabemos. Creemos en la certeza de la deducción lógico-matemática y no podríamos vivir sin confiar en la inducción que, aunque con distinto grado de confianza, nos asegura que mañana amanecerá y que podremos atestiguarlo.

Hubo un tiempo en que se creía más que ahora en la propia muerte. “Sabiendo que era llegada su hora”, se decía. Era cuando se consideraba como tránsito a la considerada vida real, eterna, precedido generalmente de algo que, en nuestro medio, va siendo afortunadamente paliado, la agonía. Se temía la muerte súbita (“A subitanea et improvisa morte, liberanos Domine”) porque privaba al moribundo de la ocasión de un cierto tiempo de determinación salvífica final. Un tiempo difícil en el que toda una vida podía perderse ante el pecado final. En el siglo XV florecieron las Artes Moriendi, destinadas a advertir de las grandes tentaciones con las que el maligno acechará al moribundo: contra la fe, la esperanza y el amor, induciendo la permanencia en la soberbia y la avaricia. La inminencia de la muerte era así más temida como examen del alma que como término del cuerpo, algo muy diferente al miedo actual a morirse.

El avance de la Medicina hizo posible desterrar la agonía y aplazar la muerte, al menos en lo que llamamos primer mundo (y no siempre). A cambio, nos dio la vejez. Se habla del aumento de esperanza de vida, pero ¿qué vida? El gran ideal es la juventud, incluso fosilizada cuando ya pasó su tiempo mediante costosos, a veces patéticos, tratamientos “anti-aging”, incluyendo la cirugía estética. El higienismo reinante tiene su límite, tan bien expresado por Lagarde: “el riesgo de que la gente viva más de lo esperado”. ¿Esperado por quién? Hasta en los cuidados, hay que ser “eficiente” y, por eso, habrá que “optimizar” la máxima esperanza de vida. Los viejos acaban siendo una carga, incluso aunque muchos de ellos hayan paliado los efectos de la crisis económica reacogiendo en sus casas a hijos y nietos antes emancipados. Los viejos se quedan sin espacio humano; son propiamente en muchos casos recluidos por su bien, como tan bien expresó en su excelente blog Juan Irigoyen. 

Tal vez por la contemplación de viejos achacosos, invidentes, dementes, la muerte, que siempre es de los otros, no suele aterrar tanto como el envejecimiento. ¿Cuándo empieza? Ya en su libro, Simone de Beauvoir se fijó en la frontera de los 65 años. Podrá decirse que eso era antes, pero no. Los 65 o 70 años marcan una gran frontera, el inicio de la jubilación, algo que no suele ser jubiloso en general, por más que se diga ocupar todo el tiempo en visitar museos, hacer jogging, juntar sellos o cazar Pokemons. Caen los ingresos, cae la salud y el prestigio social y hasta los órganos se desmoronan. ¿Qué haremos con los viejos? ¿Qué haremos cuando lo seamos socialmente aunque no lo sintamos biológica ni psíquicamente?

En su libro sobre la vejez, Cicerón se refiere a haber vivido “de una forma que me hace estimar que no he nacido en vano”. Whitman nos enseñó algo parecido, probablemente desde su propia experiencia: “que existe la vida y la identidad, que prosigue el poderoso drama, y que tú puedes contribuir con un verso”, un hermoso poema en el que parece centrarse la película “El club de los poetas muertos”. Somos lo que somos gracias a muchos que ya nos han dejado. Tal vez el sentido resida simplemente en eso, en dejar algo propio, singular, a los que vengan, satisfechos de haber sido arrastrados por el mismo flujo de la vida de los que nos precedieron y de los que nos seguirán.


Tal vez la vejez tenga algo saludable a pesar de ser período enfermizo y es que a veces permite el retiro, como se le llamaba antes a la jubilación. Ese retiro real puede ser humanamente enriquecedor. Ahora, en estos tiempos de cierta generalización de debilidad mental y proliferación de libros de autoayuda, es reconfortante recordar las palabras de un hombre, Bertrand Russell, de quien podría decirse que llegó a viejo sin envejecer. Su legado permanece vivo y vitalizan las palabras con las que concluye su libro “La conquista de la felicidad”: “El hombre feliz… es el que se siente ciudadano del universo y goza libremente del espectáculo que le ofrece y de las alegrías que le brinda, impávido ante la muerte, porque no se cree separado de los que vienen en pos de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida se halla la dicha verdadera”.