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viernes, 3 de junio de 2016

Entre el escepticismo metodológico y el escepticismo dogmático.


En cierto modo, podemos decir que somos desequilibrados porque sólo tras la muerte iniciamos el camino hacia el equilibrio… químico. 

En cada una de nuestras células se producen en cada instante muchas reacciones químicas, relacionadas entre sí en un juego restringido por balances de energía libre determinados por variaciones de entalpía y de entropía. El hecho de vivir supone un constante aumento de la entropía universal y eso parece bastante milagroso. Podríamos no vivir más que un instante o hacerlo durante cientos de años sin violar las leyes termodinámicas. Es cuestión de ajustar las reacciones químicas entre sí, de modo que haya un delicado balance entre destrucción y síntesis.

Estamos constituidos por una riquísima interacción molecular que no puede obviar ni la primera ni la segunda ley termodinámicas, pero es un hecho que estamos lejos de ese equilibrio químico letal. Podría decirse con pleno sentido que somos sistemas termodinámicos alejados del equilibrio. 

En 1977, Ilya Prigogine recibió el premio Nobel “por sus contribuciones a la termodinámica de no equilibrio, particularmente la teoría de estructuras disipativas”

Acostumbrados a una visión química y al exceso metafórico informativo - genético, olvidamos muchas veces la importancia de las restricciones físicas en la posibilidad de que existamos como seres vivos. Prigogine contribuyó significativamente a la conciliación de la Biología con la Termodinámica.

Como suele ocurrir en ciencia, Prigogine no partió de la nada y, de hecho, se refirió a una reacción química, la que lleva el nombre de Belousov - Zhabotinsky (BZ), como el descubrimiento más importante del siglo XX, más incluso que la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica. 

¿Exageró Prigogine? Parece que sí pero, a pesar de eso, la reacción BZ fue un descubrimiento tan importante como desapercibido durante años.

Boris Belousov encontró a principios de los años cincuenta que una mezcla de bromato potásico, ácido cítrico e iones de cerio mostraba cambios periódicos de color. No había un proceso dirigido al equilibrio sino más bien un ritmo en el estado químico del sistema. Eso parecía contradecir claramente la segunda ley de la Termodinámica por lo que su hallazgo  no se aceptó para publicación en revistas serias y sólo apareció como una oscura comunicación, a pesar de lo cual se difundió como curiosidad entre colegas moscovitas. 

Unos diez años más tarde, Anatol Zhabotinsky se fijó en esa reacción para la realización de su tesis doctoral, haciendo ligeros cambios en los componentes reactivos (ácido malónico en vez de ácido cítrico). Era evidente lo que muchos negaban desde su perspectiva de la ley física: había las oscilaciones periódicas que, más tarde, Prigogine asoció a estados estacionarios alejados del equilibrio.

Después se encontraron más sistemas así, incluso en el ámbito bioquímico. El comportamiento periódico, regido por lo que se conoce como atractores de ciclo límite, es algo habitual en sistemas biológicos. Podría decirse que somos en el tiempo y lo somos de modo lineal pero también rítmico.

La reacción BZ es un ejemplo de algo que, en apariencia, es meramente curioso y que parece contradecir la segunda ley. Sin embargo, no sólo no la contradice sino que ha permitido enriquecer el conocimiento que dicha ley nos proporciona.  
Esa curiosidad, esa anomalía, ha abierto las puertas de la física clásica a lo viviente. No es extraño que Prigogine alabara un descubrimiento que nadie quiso reconocer desde la miopía escéptica

Podemos extraer una lección de algo que podría haber quedado en anécdota. El escepticismo sólo sirve metodológicamente, no como idea. Estamos demasiado imbuidos en el convencimiento de que el avance científico es una sucesión de aciertos (como confirmaciones empíricas) de teóricos importantes que lo anunciaron, y así fue entendido el descubrimiento del bosón de Higgs o el de las ondas gravitacionales: Higgs y Einstein tenían razón. Pero no hubiera ocurrido propiamente nada en realidad si no la hubieran tenido pues, en tal caso, la teoría simplemente tendría que descartarse o modificarse. No se trata de acertar, de hacer casar los hechos con el marco teórico existente, sino de ser escéptico frente al propio escepticismo que dogmatiza que los hechos no explicables aquí y ahora simplemente no existen o son artefactos. 

Sigue siendo cierto lo que decía Michael Shermer en el sentido de que algo extraordinario necesita pruebas también extraordinarias. Y por eso no podemos creer sin más en fenómenos paranormales o en la presencia de alienígenas entre nosotros. Pero, a veces, como en el caso de la reacción BZ, estamos ante hechos extraordinarios, que parecen contradecir una ley básica y que, sin embargo, son reales y acaban mostrándose como tales mediante las verificaciones oportunas. 

El escepticismo ideológico arrinconó la reacción BZ. El escepticismo metodológico supuso un premio Nobel para quien entendió y desarrolló todo lo que daba de sí ese fenómeno extraño. 

Una cosa es ser escéptico y otra, muy diferente, creer en el escepticismo. Quizá nadie como Martin Gardner para ilustrar la posibilidad de un gran contraste en la vida de uno entre el escepticismo metodológico y la creencia no escéptica.