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sábado, 22 de abril de 2017

CIENCIA. La triste confusión entre ciencia y creencia o el olvido del método.


Un artículo periodístico tiene un título llamativo: “La mitad de los españoles cree por error que la homeopatía funciona”La expresión “cree por error” parece absurda, porque la creencia supone asumir la propia posibilidad de error; de no hacerlo, no es tal creencia sino fanatismo.

En dicho artículo se indica, entre otras cosas, que el Director general de la Fundación Española para Ciencia y Tecnología (Fecyt) se ha mostrado convencido de que "los poderes públicos deberían hacer algo para tratar de sacar a los ciudadanos de este error". Parece deseable que esa tarea sugerida opere en el orden educativo, principalmente de niños y jóvenes, y no en tendencias inquisitoriales como las que ya se están viendo en algunos sectores. 

Todas las revistas de divulgación científica (también la sección de “El País" que recoge el artículo citado) insisten en general en los resultados, en los avances epistémicos, pero el método queda en un oscuro segundo plano. Y así aparecen titulares espectaculares como los que señalaban en su día que Einstein “tenía razón” con ocasión del descubrimiento de las ondas gravitacionales. Para el avance científico da igual en realidad que alguien tenga o no razón, incluso llamándose Einstein. De no detectarse esas ondas, no pasaría propiamente nada negativo. La ciencia es insensible a famosos aunque necesite mentes geniales y seguiría su curso, refinando o descartando teorías, construyendo nuevas hipótesis, como siempre ha venido haciendo desde que es ciencia. No se trata de acertar, de tener razón, sino de trabajar con disposición receptiva, podría decirse que femenina (al margen de que el científico sea hombre o mujer). A principios del siglo XX, se creía por parte de grandes físicos que su disciplina estaba completa, cuando el estudio del cuerpo negro mostró una realidad más cruda y, a la vez, extraordinariamente bella. Fue estupendo que los grandes físicos clásicos no tuvieran razón al estudiar el cuerpo negro. No tendríamos la mecánica cuántica, que acabó imponiéndose a pesar de las reticencias de un gran clásico como fue Planck. Fue también en esa época cuando la teoría de la relatividad refinó extraordinariamente la perspectiva newtoniana.

La ciencia se basa en la bondad de su método (cuando es bien empleado, que habría mucho que discutir sobre esto). No es sólo el relato de sus resultados. La creencia ciudadana en la ciencia suele serlo más bien en una historia de ella, en quienes la divulgan y se facilita por las incontestables aplicaciones de la ciencia para mal o para bien: sin ciencia no habría bomba atómica; sin ciencia, no habría ordenadores. Los ejemplos son muy abundantes, pero cuando las aplicaciones son menos claras, algo relativamente frecuente en el ámbito médico terapéutico, la creencia como tal, sea en el relato científico o en uno alternativo, está servida.

Lo importante no es el teorema de Pitágoras en sí mismo, a pesar de su interés incuestionable, sino cómo fue descubierto. Lo importante no es la teoría evolutiva por sí sola, a pesar de ser el gran marco científico en lo concerniente a la vida, sino cómo fue elaborada, desconocer esto ha abocado a muchos a fantasías dogmáticas creacionistas. Por poner un ejemplo banal en Medicina, lo importante no es tanto el riesgo relativo cuanto el absoluto; habrá pacientes que precisen estatinas, pero … ¿cuántos son tratados de por vida con ellas sin necesidad con finalidad de prevención primaria? Sería éste un caso de creencia acrítica en resultados divulgados, obviando el método con que se han obtenido y lo que realmente indica.

Mientras se olvide el método, mientras se persista en un enorme analfabetismo científico, el acto de fe que supone toda creencia no distinguirá entre ciencia y pseudo-ciencia. Y la decisión política sólo tiene un campo de acción al respecto: facilitar una enseñanza metodológica más que de contenidos curriculares, inducir que se aprenda a pensar críticamente, que se cuestionen las verdades aparentes, que se enseñe qué es realmente la ciencia, el extraordinario valor de su método, y que se contemplen también sus límites, tanto los intrínsecos como los pragmáticos.

No es necesario defender el valor de la ciencia con prohibiciones sugeridas por protectores escépticos, pues se basta a sí misma. Es suficiente con saber enseñarla, que acaba siendo lo mismo que fomentar el pensamiento crítico y el aprendizaje de un método que, entre otras cosas, implica algo tan olvidado como la repetición y el olvido del narcisismo.


Ya sabemos que repetir observaciones, experimentos, es aburrido. Ya sabemos que descartar muchas horas de trabajo porque un resultado no “case”, supone un trastorno personal y puede acarrear consecuencias profesionales en la obsesión por publicar. Pero sin esa insistencia en la reproducibilidad, en la buena repetición, sin ese acto amoroso que supone primar el conocimiento real frente al deseado, estamos abocados a la repetición de lo peor.

En nombre de la ciencia, la propia ciencia puede ser ignorada, cediendo el paso a la creencia, aunque sea una creencia "científica".


domingo, 12 de marzo de 2017

El analfabetismo científico o el olvido del método.


El alfabeto es la primera enseñanza que nos introduce en la Historia. Alfa, beta… a, b… Con ese mágico significado de las letras, pueden escribirse y leerse sonidos que conforman palabras. Y esas palabras sirven para registrar todo lo que nos hace humanos. Las tablillas cuneiformes mostraban el interés comercial de las primeras civilizaciones, pero también algo que ha persistido como gran interrogante filosófico, poético. La epopeya de Gilgamesh no sólo se narró. También fue escrita y, al leerla, vemos que lo que más nos interesa ya inquietaba hace miles de años.

El 8 de septiembre del año pasado se celebraba el día internacional de la alfabetización. La UNESCO lo recogía así: “Cincuenta años. Leyendo el pasado.Escribiendo el futuro”. Entonces, los periódicos decían que en España aún hay casi 700.000 personas analfabetas, es decir, que no sabían leer. En plena Europa del siglo XXI.

La alfabetización es un medio de apertura al mundo, a la Historia. Aunque también puede servir sólo para una cotidianidad básica, elemental. Casi la mitad de los españoles no leen nunca un libro. 

Parece que leer cansa. Especialmente en un tiempo en que tenemos televisión e internet y en el que podemos “hablar” con los “smartphones” gracias a “Siri” o a un algoritmo similar. Nunca hubo tanta información tan accesible y tan poco accedida.

No se lee mucho y tampoco parece que se piense mucho, en general, aunque sí se hable y opine con gran y emocional seguridad de todo lo divino y lo humano.

Incluso en ámbitos universitarios cala con hondura la pragmática pregunta: “¿Para qué te sirve?” ¿Para qué le sirve a uno que es químico saber de historia o de poesía? ¿Para qué le sirve a un obrero de la construcción interesarse por lo que decían Kant o Newton?

Ese pragmatismo llega a hacerse inhumano. Y lo consigue por lo que supone de desprecio al alfabeto mismo, a leer, a enterarse de lo que otros han escrito. Eso permite hablar de un analfabetismo generalizado o sectorial. John Allen Paulos se refirió a los perjuicios que implicaba ser un analfabeto matemático en su célebre libro “El hombre anumérico”.

Hoy vemos cómo los científicos americanos se rasgan las vestiduras al darse cuenta de lo que puede suponer el triunfo democrático de Trump. Y, lo que es peor, al asumir el riesgo que la democracia misma implica cuando muchos votantes, tal vez la mayoría, son analfabetos científicos.

Vivimos una época fuertemente paradójica, pero sólo en apariencia. A la vez que se planifican viajes a Marte, a la vez que la Medicina avanza en todos los órdenes y que se muestra la existencia de los quarks, están en pleno auge todas las pseudo-ciencias y, peor aún, las pseudo-medicinas. Llegamos a un punto en el que, para muchos, Dios quedó atrás como objeto de creencia; se trata ahora de creer en la ciencia, que ha asumido el papel religioso, o en lo alternativo a ella, y de hacerlo además de un modo absolutamente dicotómico: científicos frente a “magufos”, se diría en cualquier blog de escépticos.

El analfabetismo científico parece avanzar paralelamente a la propia ciencia. La ciencia es concebida por parte de mucha gente como relato y, como tal, creíble o no. Es fácil creer en lo más increíble, en lo que aportan los grandes instrumentos observacionales, sean las ondas gravitatorias o el bosón de Higgs (aunque no se tenga ni idea de lo que es eso). Pero cada día se instala con más fuerza la sospecha sobre la verdad de la ciencia que tiene que ver con lo que sería más “próximo”: la salud, el clima… Desde el argumento de la maldad de la industria farmacéutica habrá quien se niegue a vacunar a sus hijos; desde la creencia en las energías o el cuerpo cuántico, habrá quien opte por alcalinizar su cuerpo contra el cáncer o en soñar con ángeles curativos. La homeopatía, las flores de Bach o la magnetoterapia conviven de un modo extraño con las modernas técnicas de imagen diagnóstica.

Carece de sentido pararse aquí y ahora en los riesgos que supone la insensatez del analfabetismo científico

Quizá sea más interesante analizar por qué ocurre esto. Por qué parecen darse dos opciones de creencia, porque al fin y al cabo de eso se trata, de creencia:  en la ciencia o en la magia. Como si no soportáramos la libertad, como si no asumiéramos el ser adultos, en ausencia de una santa inquisición, se ve como necesario que la lucha incesante de algunos nos oriente, que nos salve de la creencia en el maligno que siempre nos acechará con la magia. No es extraño que haya asociaciones protectoras ydefensoras de todo tipo  que muestren su vocación paternalista hacia una sociedad que, por analfabeta, consideran infantil.

El problema real con la ciencia se da en realidad cuando se la considera como relato. Y a eso han contribuido y siguen contribuyendo muchas obras de divulgación.

El problema esencial reside en no asomarse a lo que subyace a la ciencia y que es su método. No se trata de tener más horas de clase de ciencias, no se trata de leer más libros de física o de biología, sino de introducirse en lo que el método científico significa. Tal vez si los niños pisaran un laboratorio, si vieran por un microscopio, si usaran una balanza, un telescopio, si midieran en general y fueran conscientes de lo que significa el término “error”, si se dieran cuenta de lo que la ciencia significa, habría mucha menos necesidad de contarles lo que la ciencia ha dado.

Probablemente se aprenda más de ciencia con un manual dirigido a quien no tiene bibliotecas ni ordenadores, pero que facilita imaginar, pensar, construir instrumentos simples con los que intuir lo que la ciencia puede darnos. El viejo Manual de la Unesco para la enseñanza de las ciencias puede aportar muchísimo más que los libros de Hawking y, ya no digamos, los de otros divulgadores.


La ciencia no es un relato, aunque cuente cosas maravillosas. Es un método. Mientras no se entienda esto, el analfabetismo científico campará a sus anchas dando vía libre a la creencia mágica o cediendo a la creencia en la ciencia como único relato, descartando toda lectura humanística del ser humano y su mundo.