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sábado, 17 de febrero de 2024

DEPRESIÓN. 4. Perspectivas. 4.1. La mirada biológica. La "mente inflamada”.

 


 Imagen tomada de Wikimedia commons

Nada tiene sentido en Biología si no es a la luz de la evolución”. Theodosius Dobzhansky


    Ante la depresión, serio problema nosológico pues tal concepto abarca distintas presentaciones clínicas y probables diferencias etiopatogénicas, cabe contemplar tres tipos de perspectiva, la del paciente, uno por uno, la de las personas con quienes convive en un entorno familiar, laboral o social, y la de los profesionales que estudian, diagnostican y tratan su problemática clínica y relacional. 


    Si consideramos que cada depresión, más allá de su pluralidad en el modo de presentación, es una enfermedad que “se tiene” o un modo patológico de ser en general o de estar en el mundo, podría establecerse la pregunta ¿A quién corresponde la atención terapéutica a un paciente deprimido? Estamos ante una cuestión claramente diferente a la pregunta sobre quién “lleva” una hepatitis o una peritonitis. 


    El problema de la depresión incide en la mirada psíquica desde hace mucho tiempo y sigue haciéndolo actualmente. Serán psiquiatras o psicólogos clínicos quienes trabajando aislada o conjuntamente aborden ese problema del alma, evocada por el prefijo de sendas titulaciones, aunque sea específicamente el psiquiatra quien aborde posibilidades farmacológicas o de estimulación electromagnética. También son habituales los tratamientos prescritos por médicos de atención primaria o de otras especialidades. 


    Persiste una mirada tradicional que considera efectivamente la depresión como una enfermedad del alma, y no sorprende por ello que su análisis induzca a su vez la visión antropológica, filosófica e incluso religiosa. Pero… ¿Es así? Lo parece, desde luego, en el caso de las depresiones que antes se llamaban “exógenas”, provocadas por pérdidas serias. Y, sin embargo, hay quien se derrumba en el pozo del absurdo sin saber dar cuenta del porqué, aunque a la mirada de otros parezca que la vida le sonríe. La depresión es tan subjetiva como malamente objetivable y resistente a las métricas al uso.


    Si la depresión fuera un estado puramente anímico, no cabría propiamente el recurso a los actuales agentes químicos llamados antidepresivos, cuya eficacia es cada vez más cuestionada a pesar de sostener un mercado millonario. La concepción está cambiando y asistimos a una “neurologización” de algo que antes era psiquiátrico, siendo cada vez más frecuente el recurso a exploraciones de imagen, incluyendo la funcional, y a la búsqueda, poco fructífera de momento, de marcadores bioquímicos séricos o de perfiles genómicos deterministas. Podría decirse que la depresión va cediendo su condición de “pecado” del alma, para hacerse manifestación de enfermedad corporal.


    Hubo publicaciones a principios de este siglo sugiriendo una posible relación con virus Borna, que no ha sido claramente confirmada (1). Y sabemos que es habitual que uno decaiga en su ánimo tras infecciones. Pero no existe una causa infecciosa o un determinismo genético perfectamente aclarados, hasta donde llega mi escaso conocimiento, que den cuenta de una depresión endógena. Sin embargo, hay algo importante a tener en cuenta y es la elevada prevalencia de la depresión (según la OMS, se estima que un 5% de la población mundial la padece). ¿Por qué tanta gente es afectada por algo tan serio? Si se trata de algo que implica al cuerpo, habrá que tratar de dar cuenta de su causa en el contexto evolutivo.


    La alta prevalencia de una enfermedad o los grandes cambios en su incidencia tienen que ver, directa o indirectamente, con presiones selectivas. Sucede con diversas enfermedades infecciosas en las que se da un cierto equilibrio entre la letalidad que inducen y su capacidad de contagio, como ocurre con la gripe y sus variaciones estacionales. Otra situación se da cuando la enfermedad confiere alguna ventaja frente a otras, lo que explica la prevalencia africana de la anemia falciforme porque los hematíes deformados de quienes la padecen no son un buen albergue para el Plasmodium.


    ¿Qué pasa en la depresión? Se alude a un problema neuroquímico con algunos neurotransmisores involucrados, pero eso está siendo sometido cada día a más dudas y tampoco conferiría ninguna “ventaja” evolutiva aparente a la depresión, aunque haya quien la sostenga con argumentos etológicos poco convincentes, como la posición acomodaticia del deprimido en una jerarquía social.


    Si algo no es ventajoso, y la depresión, sin duda alguna, no lo es, podría ser tan frecuente por dos motivos:


            1. Por su neutralidad, que entroncaría en general en el contexto de un polimorfismo genético también neutro. Los polimorfismos son importantes en la perspectiva de selección “rápida” de haplotipos de resistencia que puedan ser necesarios en el futuro.

    

            2. Por ser secundaria a algo ventajoso de mayor calado en términos cuantitativos. Sería así un coste asociado a algo beneficioso. Esto sustentaría la hipótesis que dio nombre a un libro de aparición reciente “The Inflamed Mind” (2). Una activación de un proceso inflamatorio importante por parte de macrófagos y linfocitos podría “contagiarse” al cerebro, a través de una barrera hematoencefálica, menos hermética de lo que se pensaba, y activar a células gliales como primer paso de efectos cerebrales.


    La hipótesis inflamatoria tiene bases previas en datos mostrados por experimentos que han ido constituyendo la base de la que se ha venido en llamar “psico-neuro-endocrino-inmunología”.  También en observaciones clínicas de relación entre niveles plasmáticos de interferón (utilizado para el tratamiento de hepatitis B), o de interleuquina 6, y entrada en depresión. Se ha sugerido recientemente una posible alteración de señales dopaminérgicas como sustrato de causalidad (3).


    La perspectiva ofrecida por un plausible nexo entre procesos inflamatorios y cuadros depresivos (el libro citado acoge numerosos datos) sugiere dos aspectos interesantes, el uso de niveles séricos de moléculas asociadas con la inflamación, como la proteína C reactiva, como biomarcadores de depresión, así como una potencial base para el ensayo de fármacos antiinflamatorios para el tratamiento de cuadros depresivos.


    Al margen del interés que ofrezca esta perspectiva biologicista, se necesita un mayor nivel de progreso en estudios observacionales genéticos y de imagen cerebral, así como en investigación experimental y clínica.

            

 

Referencias:

 

1.     Bode L, Ludwig H. Borna Disease Virus Infection, a Human Mental-Health Risk Clin Microbiol Rev. 2003. 16(3): 534-545. doi: 10.1128/CMR.16.3.534-545.2003

2.     Bullmore E. The inflamed mind. A radical new approach to depression. Ed. Short Books. 2019.

3.     Paul ER, Östman L, Heilig M, Mayberg HS, Hamilton JP. Towards a multilevel model of major depression: genes, immuno-metabolic function, and cortico-striatal signaling. Translational Psychiatry (2023) 13:171; https://doi.org/10.1038/s41398-023-02466-7 

jueves, 1 de febrero de 2024

DEPRESIÓN. 3. La necesidad de entenderlo. 3.1. Johann Hari y las conexiones perdidas.

 

Imagen obtenida de Wikimedia Commons


    Sufrir depresión es algo frecuente. Y eso plantea dos grandes preguntas. Una tiene que ver con su etiopatogenia, previa a la concepción de un tratamiento más adecuado que los actuales, así como de su prevención. La otra deriva de su alta prevalencia. 

    La primera cuestión se da siempre en singular. ¿Por qué alguien concreto cae en depresión? ¿Se trata de algo ligado a un problema existencial? ¿Reside la causa en los genes, en carencias nutricionales o en agentes biológicos externos (a principios de siglo se hablaba de una posible etiología vírica), en el mal funcionamiento de circuitos cerebrales, en alteraciones en el nivel sináptico de algunos neurotransmisores como la serotonina? ¿En algo más o en todo ello? ¿Por qué ocurre y cómo resolverla? 

    Esta cuestión abarca a algo muy extraño, ¿Por qué una fracción de pacientes alternan, si no reciben el tratamiento adecuado (algo tan simple como una sal de litio puede serlo) fases depresivas con otras maníacas o hipomaníacas, en lo que se conoce como trastorno bipolar (antes llamado psicosis maníaco-depresiva)?

    Pero existe también el otro enigma, ¿Por qué la evolución ha “conservado” la depresión hasta el punto de hacerla tan prevalente? ¿Cuál es su "ventaja" adaptativa?

    En ocasiones, hay circunstancias biográficas que precipitan el hundimiento en el absurdo de una angustia sin causa aparente, pero no siempre ocurre así. Hace tiempo, se hablaba de depresión exógena o endógena (término descartado por Joanna Moncrieff) para referirse a una posible relación causal clara o a su ausencia ante la mirada clínica. El auge de los antidepresivos, y la inferencia, desde ellos y la experimentación que los permitió, de mecanismos neuroquímicos, ha borrado en gran medida esas diferencias a la hora de enfrentarse clínicamente a ese dolor del alma.

    Johann Hari es un periodista, graduado en el King’s College (Cambridge) en Ciencias Sociales y Políticas, que a los 18 años empezó a ser tratado con paroxetina en dosis crecientes. Tomó antidepresivos durante bastantes años, sin que el efecto sobre su depresión fuera claro. Se dio algo curioso en su caso; cuando él pensaba que estaba libre de depresión, su médico le hacía notar lo contrario, desde la atenta mirada clínica. Hari acabó reconociendo el fracaso terapéutico habido con los antidepresivos y tuvo la suficiente energía para afrontar el enigma de la depresión, lo cual indica que ésta no era lo suficientemente intensa. Para ello viajó, en un periplo de tres años, por muchos lugares del mundo, entrevistando a más de doscientas personas, incluyendo profesionales relevantes, que le sirvieron para inferir la importancia de los aspectos familiares y sociales a la hora de caer en depresión, sin obviar la importancia de los procesos neuroquímicos y sus bases genéticas.


    El resultado de lo aprendido lo plasmó en un libro, traducido al español como “Las conexiones perdidas”. En él muestra la importancia que el contexto social, desde el familiar hasta el laboral, tiene en la caída en depresión.

 
    La depresión es un concepto mal definido, constituyendo un problema nosológico. Pero la intuición de lo que por depresión se entiende está más o menos clara desde el punto de vista intuitivo, tanto por quienes la padecen como por los profesionales de la salud que se enfrentan a ella.  Hari la engloba en un trastorno anímico en el que la ansiedad y la depresión serían 
como versiones de una misma canción, si bien interpretadas por grupos diferentes”. Esta afirmación y la tarea realizada sugiere que en él predominaba la ansiedad. 


    Contamos con antidepresivos, pero su efecto dista de tener un alcance general, habiendo ensayos clínicos y meta-análisis con resultados contradictorios. Hari tuvo el arrojo de abrir la mirada al efecto de la relación humana sobre el equilibrio anímico. Y lo que encontró fue, por un lado, lo que suponía desde su propia experiencia, que los antidepresivos “funcionaban” en mayor o menor grado en un porcentaje de pacientes, pero no en todos ni explicaban propiamente mucho. Los mecanismos neuroquímicos, probablemente dependientes de una predisposición genética, no eran la única explicación.


    La depresión suele asociarse a una "pérdida de objeto", incluyendo en ocasiones a otra persona, y en su libro, Hari invoca la importancia de la pérdida de lo que él llama conexiones, que lo son esencialmente con los demás en el trabajo, el ocio, la relación en general. Él concreta y desarrolla varias de esas pérdidas o desconexiones, como la de un trabajo con sentido, la de otras personas, así como la pérdida de valores significativos, del respeto que cada cual merece, la desconexión de la naturaleza o la de un futuro esperanzador. Está abierto a cualquier intervención de mejora cuando esas conexiones no se dan y así, siendo ateo, admite la posibilidad de un efecto benéfico de la oración, citando el discutible estudio de Boelens. A la vez, desligado de las drogas, también contempla la ya algo antigua administración de psilocibina, con sus beneficios y sus “malos viajes”, droga que cobra actualmente un vigor renovado.


    El estudio ofrecido se basa en conversaciones con muchas personas, algunas en posiciones antagónicas con respecto al papel de los neurotransmisores (como Kirsch y Kramer), que el autor asume, aunque en un contexto mucho más dinámico que el que habitualmente rige. 

 

    Parece claro que la mejor perspectiva para salir de la depresión sería el restablecimiento de las condiciones perdidas, pero eso resulta cada vez más difícil. La soledad, por ejemplo, crece de un modo sólo en apariencia paradójico a la vez que lo hace la hiperconexión electrónica. 


    La conclusión del libro es interesante a la luz de esta afirmación: “Aprendí algo que al principio se me habría antojado imposible. Incluso si te atenaza el dolor, casi siempre vas a ser capaz de ayudar a que otra persona se sienta un poco mejor”. Lo que no indica Hari es que esa ayuda puede ser amorosa o egoísta. La ayuda real al otro es por serlo, por ser otro quien la necesita, desde el desprendimiento de uno, y no como solución a los propios problemas. Aunque el efecto en el otro sea similar, la ayuda será auténtica cuando uno considere que cuidar a los demás no es el medio para cuidarse a uno mismo, aunque esto pueda ser un efecto colateral.

 

 

 

 

sábado, 16 de diciembre de 2023

Depresión. 2. La necesidad de contarlo. 2.2. Andrew Solomon.


Imagen tomada de Wikimedia Commons

“Cuando uno está deprimido, el pasado y el futuro quedan por completo absorbidos por el presente” (A. Solomon. “El demonio de la depresión”).

 

    Llevamos unos cuantos años oyendo hablar o leyendo libros sobre la bondad del momento presente, de centrarnos en él. El mindfulness persigue ese objetivo y, con tal logro, el sosiego. Pero la afirmación que encabeza esta entrada la contraría cuando ese momento presente se da en el contexto de una depresión. Podrá haber nostalgia y culpa referidas al pasado y gran temor al futuro, pero el horror ya lo es en presente, en toda su crudeza de ser la muerte en vida misma o incluso desearla.

 

    Richard Gere protagonizó una película de 1993 (Mr. Jones) en la que encarnaba a un paciente con trastorno bipolar, algo terrible en sus dos polos, dándose en ambos una relevancia de la pulsión letal que, como hundimiento total o como alegría incomprensible, puede acabar del peor modo.


    En esa película se muestra la vida cotidiana (si vida puede llamarse a eso) en un hospital psiquiátrico, al que es ingresado el paciente en una de sus fases depresivas. El recinto que se muestra al espectador, muy probablemente inspirado en alguno real (no habría que salir de España), es ámbito de una infantilización e incluso una reificación del sujeto como no ocurre en prisiones. El final “feliz” de la película no parece muy creíble. 

 

    Y, sin embargo, la hospitalización psiquiátrica puede resultarle más llevadera, deseable incluso, a un paciente, que una vida normal, y mucho más aún si esta vida es más rica que la del común de los mortales. La celebración del éxito, por ejemplo, puede ser una tortura para quien atraviesa una depresión. Así le ocurrió al caso relatado en un post anterior, William Styron. Así le sucedió también a Andrew Solomon.

 

    Solomon tuvo tres crisis de depresión mayor. Como Styron y otros, se vio impulsado tras ellas (no habla de curación) a dar a conocer su caso. Lo hizo en un libro cuyo título es impactante, “El demonio de la depresión”.  En él trata, desde su propia experiencia, que describe en detalle, y la de otros, de explicar lo inexplicable y va más allá de lo fenomenológico, haciendo un excurso bibliográfico por la situación de la neuropsiquiatría y diversos modos de psicoterapia, incluyendo terapias alternativas. Su objetivo es la ayuda a otros pacientes que puedan verse aislados en ese círculo vicioso de soledad – depresión. 

 

    Solomon es consciente de las limitaciones terapéuticas de los psicofármacos (la lista de los que tomó es larga), pero esperanzado, a la vez que un tanto temeroso, en el avance farmacológico futuro.

 

    Un libro así enseña más que muchos tratados clínicos. Antes había secciones de revistas médicas relacionadas con los “Case report” (en las españolas conformaban la sección de “A propósito de un caso”); esas secciones fueron siendo marginadas por la triste moda de la “medicina basada en la evidencia”, que sólo tiene ojos para la estadística. El libro de Solomon es, en la práctica, un “case report”, el suyo. Desde su propia experiencia, compara su caso con el de otros amigos y conocidos, a la vez que indaga en la bibliografía médica, construyendo así un libro excelente para ofrecer una imagen viva de lo que supone padecer depresión. A la vez, a pesar del título de su libro, ve algo bueno en eso que muchos consideramos demoníaco; se trataría de una posible y peculiar protección contra la locura (cita a Kristeva al respecto). Pero sorprende que, sufriendo lo que sufrió, sostenga que “aunque parece extraño, tengo más confianza en mí mismo que la que alguna vez imaginé que podía poseer, lo cual hace que la depresión valga la pena”.

 

    Como Styron, como tantos otros, la depresión de cada cual es la suya propia, malamente comunicable, aunque comparta sentimientos y expresiones.

 

    La depresión es muy frecuente y, siendo así, cabe preguntarse, desde una óptica biologicista, ¿por qué la evolución ha favorecido ese cuadro en tantas personas de una tristeza angustiosa y de una inhibición paralizante, lo más común de un fenotipo tan mal definido? ¿Qué pasará cuándo dispongamos de fármacos realmente eficaces al respecto? ¿Sólo algo muy bueno?

 

    Mientras tanto, en el contexto de una gran ignorancia, libros como el de Solomon pueden ser de gran ayuda para contemplar y sostener, también en depresión, lo que parece imposible, la esperanza.

 

domingo, 10 de diciembre de 2023

Depresión. 2. La necesidad de contarlo. 2.1. William Styron.

 


      La depresión se ve en el otro. O no. A veces, uno se acostumbra a verla sin que salten las alarmas cuando quien la padece ha tomado la decisión autolítica. Son tantos y tan heterogéneos los deprimidos que pasan al acto suicida, que parece difícil establecer un criterio de homogeneidad. Personas cultas o analfabetas, fuertes o frágiles, han sucumbido a lo demoníaco encarnado en ellas.


Boltzmann fue un gran científico que contribuyó poderosamente a la consolidación de la teoría atomística de la materia (Einstein acabó de hacerlo con su estudio del movimiento browniano). En septiembre de 1906 fue a pasar unas cortas vacaciones a Duino, un lugar hermoso que inspiró las elegías de Rilke. Antes de finalizar esa estancia, mientras su esposa y su hija menor se bañaban en las aguas del Adriático, se ahorcó y así fue descubierto por su horrorizada hija Elsa, de quince años.

 

Antes de ese paso al acto final, parecía sufrir fuertes depresiones alternando con estados eufóricos; tal vez ahora fuera diagnosticado como bipolar, quién sabe. Él mismo relacionaba su situación, aunque fuera bromeando (¿se bromea sobre esto?), con haber nacido en la frontera que separa el martes de carnaval del miércoles de ceniza. 


Al enterarse, los amigos y conocidos tratarán de explicar ese horror aludiendo a dificultades para ser reconocido en su ámbito por colegas. También ocurrió con Cantor y tantos otros. Turing mordió la manzana envenenada y Gödel se dejó morir de inanición. La película de Walt Disney “Blancanieves” los fascinó del peor modo.

 

El caso de Boltzmann es sólo un ejemplo que ilustra el riesgo letal de la depresión. Sabemos que bastantes personalidades y gente anónima han sucumbido a ese absurdo de no poder más. Y sabemos también que, a veces, los antidepresivos dan fuerza al paciente, antes de ejercer un posible efecto benéfico, para que la inhibición depresiva ceda al paso al acto letal.


El suicida no lo cuenta o, como Virginia Woolf, se limita a “disculparse” en una carta de despedida, cuando ya no hay remedio. Pero hay también quien tiene la necesidad, una vez libre del demonio, de contar cómo ha sido atrapado por él y los efectos que eso tuvo en su vida. No suele describirse en forma de libro cómo uno es afectado por una insuficiencia cardíaca o un cáncer, pero sí se produce esa expresión tras librarse de una depresión grave, porque la depresión es otra cosa. Aunque haya grandes elementos comunes en pacientes deprimidos, siempre es singular y misteriosa en su aparición y curso, y por ello hay personas que, desde su narración personal del infierno vivido, pero habiendo salido de él, pueden ayudar a sus lectores. Kay R Jamison fue seriamente afectada por un trastorno bipolar y salió de él gracias al litio, lo que la indujo a hacerse psiquiatra. También vio algo que no es agradable de ver. Su libro “Touched with Fire” relacionó esa enfermedad con la creatividad artística. Claro que… maldito fuego.


Hace años tuvo un gran éxito la película “La decisión de Sophie”. Su director y guionista, Alan J Pakula, se basó en la novela homónima de William Styron, quien recibió por dicha obra el “National Book Award” en 1980. Seis años más tarde recibiría el “Prix mondial Cino Del Duca”, pero no estaba entonces en las mejores condiciones para el acto de recepción, hasta el punto de que una serie de torpezas sociales, atribuidas a su depresión con un gran componente angustioso, le hicieron disculparse a una de las organizadoras: “Estoy enfermo, dije, un problème psychiatrique”. Se le hacía imperioso ver a un psiquiatra e incluso tenía la necesidad de hospitalización, quejándose de que ésta fuera mucho más habitual en el caso de enfermedades orgánicas que en el de las psiquiátricas. No estaba para disfrutar.


Styron recoge esta sensación interna, con muchas emociones más, en su libro “Esa visible oscuridad”. Indica ahí que “la tortura de la depresión grave es totalmente inimaginable para quienes no la hayan sufrido, y en muchos casos mata porque la angustia que produce no puede soportarse un momento más”. Sintió el viento al que aludió Baudelaire (“J'ai subi un singulier avertissement, j'ai senti passer sur moi le vent de l'aile de l'imbécillité”). Finalmente, tras un ingreso hospitalario, pudo salir airoso de tan infausto proceso.


    Otros sucumben. En la tradición cristiana se decía que el suicidio es propio de cobardes desesperados, y hace tiempo se les negaba la sepultura en sagrado, “ad sanctos” que diría Philippe Ariès, a quienes así morían. Pero no es tan sencillo, porque hay quien no puede más con una vida que no merece tal nombre.


    No es algo que implique sólo a la aproximación clínica, sino que también atañe a la filosofía. Camus fue categórico al decir que “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio, y ese es el suicidio”. Y se sigue y se seguirá pensando, como pensó Romain Gary, que el accidente mortal de Camus no fue propiamente mera contingencia. Gary, un hombre distinguido con la Cruz de Guerra, Caballero de la Legión de Honor y Héroe de la Liberación, también acabó suicidándose con una pistola. El valor reconocible no impide que una determinista cobardía moral se imponga al final, anulando la posibilidad de vivir. El equilibrio sutil entre biología y biografía se rompe súbitamente del peor modo, irreversible. Diez años antes se había matado su entonces esposa Jan Seberg por sobredosis. Recuerdo una imagen contenida en un número de “Le Magazine Littéraire” en la que ambos disfrutaban de un paseo en barca por Venecia. Más tarde vendría la impotencia (ahora también dulcificada como “disfunción eréctil”) y Gary llegó a escribir en alusión al declive (“Próxima estación: final de trayecto”).


No hay claras relaciones de causalidad aparentes y generales entre factores biográficos y biológicos con la depresión y el suicidio. Viktor Frankl y Primo Levi sufrieron y sobrevivieron a la terrible experiencia de haber sido internados en un campo de concentración. El primero escribió “El hombre en busca de sentido” y fundó la escuela conocida como “Logoterapia”. Levi escribió varios libros y murió tras arrojarse por el hueco de una escalera en 1987. Se habló de posible muerte accidental porque sus vecinos no pensaron en que fuera poseído por una depresión. Tal dilema no se resolvería con ninguna prueba morfológica o bioquímica post-mortem, carentes de resultados concluyentes de momento.


En el libro mencionado, Styron revela la íntima relación que se da entre la hipocondría y la depresión, lo que parece añadir un plus de absurdo. Se teme la enfermedad, cualquier enfermedad, aunque pueda haber preferencias, a la vez que, en cierto modo, se vive bajo la pulsión de muerte que algunos satisfacen con la muerte misma.


Nadie sabe realmente lo que es una enfermedad hasta que la sufre, y esto es especialmente cierto en el caso de las enfermedades del alma, esas que sustentan el término “psiquiatría”. Por eso, las narraciones de quienes han sufrido lo que, a pesar de su singularidad, se engloba bajo el término “depresión”, pueden servirnos para ver realmente qué tienen de común la pluralidad de cuadros llamados así, para acercarnos a la enormidad de su absurdo aparentemente inviolable ante cualquier confrontación racional. 


Frente a tantos libros de autoayuda, frente al fracaso personal del planteamiento filosófico, uno puede hacerse una idea de lo que es tan prevalente como la depresión sólo a la luz de testimonios de personas que, curándose, supieron describir lo realmente demoníaco que les arrebató una parte de su vida, su única, singular, depresión. 


Otros testimonios seguirán.



viernes, 1 de diciembre de 2023

DEPRESIÓN. 1. Un problema nosológico.


Imagen tomada por el autor

“Cuando estás postrado por la depresión, tu sistema de recogida de información coteja sus datos y te informa de los siguientes hechos: 1) no hay nada que hacer; 2) no hay ningún sitio adonde ir; 3) no hay nada que ser; 4) no hay nadie a quien conocer.” 


Thomas Ligotti. “La conspiración contra la especie humana”.

 



No es fácil hablar de depresión, como no lo es nada que implique la subjetividad humana. 


El Diccionario de la RAE de la lengua, en una de sus acepciones, nos dice que la depresión es un “síndrome caracterizado por una tristeza profunda y por la inhibición de las funciones psíquicas, a veces con trastornos neurovegetativos”; es decir, se fija en dos síntomas esenciales y no sólo percibidos por quien los padece, sino también aparentes a un observador; se trata de la tristeza y de la inhibición. Podría decirse que, cuanto más afectado está uno por la depresión, mayor es el predominio de la inhibición sobre la tristeza y bien puede llegar a verse y a sentirse como muerte en vida.


A la vez, uno puede decir que está deprimido, o bajo de ánimo, o “depre”, siendo así que los demás perciben o no una causa aparente de ese estado. Hay también quien tiene propensión a una tristeza sin sentido, como sin sentido contempla también la vida; se suele hablar entonces de melancolía. Otros alternan episodios depresivos con una euforia patológica que abarca niveles de intensidad de menor o mayor grado (hipomanía o manía); se trata de la enfermedad bipolar. Es decir, cabe hablar de ser (melancólico), de tener (depresión) o de estar (deprimido). 


La tristeza no es el único elemento de una depresión, que puede asociarse a distintos grados de ansiedad, de angustia incluso, llegando a veces a los terribles ataques de pánico, terror que se amplifica por su brutal absurdo y que puede desencadenar una espiral horrible de terror al terror mismo que volverá en cualquier momento, sin sentido alguno. 


Ese estado variado y calificado con un único término, depresión, puede haber surgido en relación a un acontecimiento biográfico, como una pérdida. Es claro al respecto el habitual duelo tras la muerte de un ser querido, algo que es normal (a pesar de que se le pongan arbitrarios límites temporales). Pero también puede aparecer sin que ni el sujeto ni el clínico que lo atiende sepan de una “causa” desencadenante. Se habla o se hablaba de depresión endógena, en comparación con la exógena, atribuible a un episodio biográfico. Parece que la depresión es, demasiadas veces, más biológica que biográfica, a tal punto que hay una tendencia neurológica por parte de no pocos psiquiatras, con una incorporación progresiva de estudios de imagen cerebral. 


El diagnóstico adecuado parece imprescindible para la orientación terapéutica, empírica de momento, pero resulta difícil establecerlo de un modo “personalizado”.  Con todas las críticas de que es susceptible, hay que reconocerle al manual DSM, a lo largo de su evolución, la bondad de establecer, aunque sea con grandes limitaciones, criterios de consenso, algo que se ha logrado, aunque sea con mero carácter operativo y a la espera de que la perspectiva “RDoc” aporte más luz sobre el sufrimiento anímico y sus aspectos biológicos.


Pues bien, el DSM V nos dice que para hablar de depresión mayor “se requiere que cinco (o más) de los síntomas siguientes hayan estado presentes durante el mismo período de dos semanas y representen un cambio del funcionamiento previo; al menos uno de los síntomas es estado de ánimo deprimido o pérdida de interés o de placer”. 


Los síntomas del DSM son, cuando menos, curiosos. Por ejemplo, el número 3 valora de igual modo la disminución o aumento de apetito, como el número 4 equipara el valor de la hipersomnia al insomnio a la hora de “puntuar”.


Sin profundizar en disquisiciones añadidas, un simple cálculo combinatorio revela que el número de entidades englobadas con el término “depresión” sería, con el criterio DSM, 256. Es obvio que, aunque ese número sea rebajado por algún autor a 227, nos hallamos ante un problema de identificación y clasificación, en este caso, ante un serio problema nosológico: más de 200 fenotipos potenciales concebidos, en la práctica, como uno solo.

 

CLASES Y CAUSAS


No es menor la cuestión de clases y su relación con las causas.


La primera pregunta que uno se hace ante la contemplación de objetos, procesos, fenómenos, del mundo natural, es un “qué”. ¿Qué es esto? Y se podrá responder que un relámpago, un insecto o una planta, por ejemplo. Estamos en una fase de la historia científica en la que se ha avanzado notablemente en la clasificación. Ese paso, el de distinguir entre lo aparente, es el primero a la hora de tratar de entender algo, como respuesta a un porqué causal y al cómo o modo en que se manifiesta. La poderosa teoría de la evolución de las especies no sería factible sin una taxonomía previa. Del mismo modo, la clasificación y ordenación de los elementos químicos iniciada por parte de Mendeleiev en forma de tabla periódica, no sólo sugería orden en el comportamiento químico parecido o diferente entre distintos elementos, sino que permitió entender las propiedades de todos ellos cuando se postularon los orbitales cuánticos. También la teoría maravillosa de la cromodinámica cuántica con el pionero Gell Mann, guiado por su imagen del “óctuple sendero”, puso orden en el excesivo número de partículas subatómicas revelado en colisiones de hadrones.


Las clases preceden a las causas y éstas requieren a aquellas. Y sólo desde la comprensión causal será posible enfrentarse a la enfermedad, sea mental o no. 


Uno no se deprime porque sí. Algo pasa con su vida o en su cuerpo, algo que habrá que elucidar. Y eso no resulta fácil si no reconocemos que no hay depresión sino depresiones y tratamos de hacer una clasificación que aborde todos los elementos en juego, que abarcan desde el conflicto biográfico inconsciente hasta potenciales determinismos genéticos y alteraciones neurobiológicas. 


Seguir hablando de la serotonina, como elemento clave de cara a tratamientos parece una simplificación extrema e insuficiente.  


¿Dónde están las causas de las clases que se vayan descubriendo, hasta ahora unificadas en un término, “depresión” que dice muy poco? ¿En problemas existenciales, conscientes o inconscientes, incluyendo creencias religiosas o seculares? ¿En los genes? ¿En el cerebro? ¿En determinados virus? ¿En la interacción de varias? ¿En dónde, por qué y cuándo y durante cuánto tiempo?? En función de eso, podrían investigarse vías diagnósticas (marcadores), terapéuticas enfocadas a causas, y elucidar el valor de las que han sido obtenidas empíricamente, como el electroshock o los mal llamados anti-depresivos.


Algo claramente distinto es necesario frente a la inercia conservadora, a la parsimonia con que se trata actualmente ese “black dog” de Churchill, ese “Sol negro” al que se refirió Kristeva, ese “demonio” de Andrew Solomon.


Algo es urgente para luchar contra lo demoníaco que supone no ya la muerte en vida, sino que la vida misma sea vivida pero como puro absurdo. El carácter de urgencia nos lo proporciona un índice crudamente claro, el de suicidios. 


Probablemente este blog recoja, en futuras entradas, posibilidades abiertas por relatos “patográficos” y por investigaciones en campos filosóficos, psicológicos y biológicos para acometer las depresiones en general y, sobre todo, la de cada paciente en particular.

viernes, 26 de febrero de 2021

EN PANDEMIA. La necesidad de lo eterno.

 



"Cualquier acción humana adquiere su eficacia en la medida en que repite exactamente una acción llevada a cabo en el comienzo de los tiempos por un dios, un héroe o un antepasado". 

Micea Eliade. "El mito del eterno retorno".


“Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor”. Y así seguía Thomas de Quincey en uno de sus célebres textos (“El asesinato como una de las bellas artes”), resaltando faltas progresivamente más terribles desde un punto de vista algo distinto al habitual. Todo empezaba por un desliz, asesinar. 


Y lo cierto es que hay una relación, no tan forzada, entre ese fragmento literario y lo que se viene en llamar "fatiga pandémica". Se trata del “dies Dominicus”. En el contexto católico era habitual ir a misa en domingo, pero hemos visto cómo, al igual que en los bares, la permanencia en lugares de culto se reducía o anulaba como medida preventiva ante un virus que no hace distingos, ni siquiera entre borrachos y piadosos creyentes.


Podríamos decir que, como civilización, empezamos permitiendo, no uno, sino muchos asesinatos, aunque sean efectuados por las manos espiculares de un virus con el que la estupidez humana entró en rápida complicidad, a pesar de lo recogido en la Historia y de las sabias advertencias de unos cuantos, tan ignorados como lo fue Casandra. 


De ahí pasamos a ver el incumplimiento cada vez más generalizado de la ley, desde la desobediencia a la normatividad epidemiológica novedosa, con sus confinamientos caseros o perimetrales, hasta los últimos desmanes de fuego y saqueos que vemos en la televisión, y cuyos autores invocan la libertad de su curiosa expresión. 


Pero volvamos al “día del Señor”. Es esa “inobservancia” o, más bien, su equivalencia ritual, lo que tiene que ver con un aspecto esencial de la llamada fatiga pandémica. Estamos ante un virus que, con ayuda humana, nos ha robado el tiempo en uno de sus modos. 


Nuestro tiempo (como S. Agustín, no sabemos en absoluto qué es tal cosa, que algunos sólo consideran elemento de correlación de variables) supone, en mayor o menor grado, una extraña mezcla de algo lineal y cíclico. 


El tiempo lineal tiene que ver con proyectos, trabajos, tareas, investigación, progreso… con el "después" que trata de vencer al "antes", también con la proximidad a la muerte, una proximidad que trata de neutralizarse precisamente así, “aprovechando” el tiempo como un cierto substrato extraño en el que hacer cosas (algunos libros ya nos sugieren qué hay que hacer, leer o escuchar en ese tiempo, antes de que la muerte nos fulmine en él). Es el tiempo de los calendarios, relojes y agendas. Es, en términos más generales, el tiempo regido por las flechas direccionales conocidas, la cosmológica, iniciada con el Big Bang, la  termodinámica, que restringe todo a que la entropía universal aumente, y la psicológica (podemos recordar el pasado, pero no el futuro).


El tiempo cíclico, por el contrario, es el que no cesa de retornar; es el que, percibiendo el misterio de la permanencia del Ser, insiste en lo mítico, en lo ritual. Es el que rompe con color rojo la secuencia lineal de los calendarios, haciendo sus días parte de un ciclo. Es el que se fija en lo periódico astronómico, terrenal y biológico, el que resalta los ritmos circadianos, infradianos y ultradianos, los que regulan el sueño y vigilia, la danza de hormonas, las migraciones animales, los períodos menstruales o la frecuencia cardíaca. Van por libre, sin relojes, aunque los “Zeitgeber” los hayan puesto y mantenido en marcha. 


No hay flechas en el tiempo cíclico. El cosmos científico es lejano a él, que sólo sabe de ritmos solares y lunares, de planetas y algunas estrellas concretas. Lo es también la entropía, desconocida por nuestros antepasados. Incluso cede la direccionalidad psicológica porque recordamos lo que repetiremos. Es ese tiempo el ámbito de efemérides periódicas, que abarcan desde eclipses hasta descansos semanales, que comprende lo festivo como contraste de sentido a lo que nos hace trabajar, como hilo de unión con tiempos pretéritos y conocimiento de su permanencia futura. Es el posible momento dinonisíaco.


Pues bien, la pandemia nos ha quebrado el tiempo. Como cantaba Sabina, nos ha robado el mes de abril… y de mayo, junio, y así hasta no sabemos cuándo. Quedamos inermes en una ignorancia esencial.


El tiempo lineal ha dejado de serlo tal y como lo vivíamos hace poco más de un año. Para muchos, no hay un tiempo de desplazamientos al trabajo, ni un número de horas en él definidas; hay quien trabaja desde su casa o quien ya no lo hace porque ha perdido su empleo. Las promesas salvíficas de la investigación científica han dado paso en los informativos a un recuento diario de casos, ingresos y muertos por infección (quién lo iba a imaginar hace sólo dos años), un parte similar, pero mucho más dramático, al meteorológico, en el que se nos habla de un individuo estadístico y su tendencia, donde cada sujeto es elemento indiferenciable de otros en un gran conjunto. Las idas y venidas a reuniones de trabajo se han sustituido por el contacto telemático. El propio tiempo biológico lineal también se ha reducido como esperanza de vida, expresión fruto de grandes números. Y la incertidumbre existente nos hace contemplar el futuro de ese tiempo como "terra incognita", aunque siempre lo fuera propiamente. No sabemos de la finitud de este horror, a la vez que se nos hace más presente la pérdida de lo relacional, de lo vital, de lo lúdico y, con ello, la proximidad de eso de cuya visión la rutina anterior nos privaba, la muerte.


Se dice, cuando se habla de la fatiga pandémica, que tenemos nostalgia ante el pasado e incertidumbre ante el futuro. Pero quien lo dice sigue moviéndose en la linealidad, sugiriendo pensamientos positivos, vivir el presente y todos esos consejos de libros de autoayuda para mantenernos a flote. Y no es así, la cosa va más allá, porque la nostalgia lo es del pasado y del futuro, lo es de lo cíclico, de la vieja certidumbre perdida del eterno retorno de lo mismo, que no precisa y requiere a la vez, de modo paradójico, un religare a lo Otro y así, también a los otros (incluso con los tan apreciados abrazos, que no se daban tanto), y un relegere, un ritual que nos enmarque en lo que llevamos precisando desde que nuestros más viejos predecesores culturales pintaban en las cavernas.


El virus nos ha puesto bajo el dominio de Chrónos. Miramos el reloj como eje de abscisas de una gráfica inhumana que cuenta muertes, la curva de un individuo estadístico que propiamente no nos dice nada. Vemos pasar los días como tiempo de espera a que la Ciencia nos salve, y no del cáncer o el envejecimiento, sino de un virus, de algo tan simple en comparación con nuestros cuerpos (le bastan unos pocos genes) que humilla, tanto como una peste medieval. Y Chrónos a su vez nos recuerda a la hermana muerte, advirtiéndonos de lo no hecho, de lo no vivido. 


Ahí es donde radica la nostalgia, en no poder bailar el ritmo de la vida. 


Y, sin embargo, a veces, cuando menos lo esperemos, incluso ahora, en medio de tantas tristezas, puede pasar la ocasión, puede volar Kairós cerca de nosotros, con sus pies alados y su escasa cabellera. Es a esa difícil posibilidad de atraparlo a la que habrá que atender, y asumir que siempre, incluso ahora, bajo el dominio de Chrónos, es posible la inmersión en el instante eterno, en la aceptación heroica, amorosa, de la tragedia humana, a la que Aión nos sigue convocando, aunque no lo parezca en medio de tanto horror. Aión, ese tiempo de eternidad, tan distinta a la inmortalidad.


Ya se acerca el verano. Esperanzados, podemos solicitarlo como Hölderlin, “Nur Einen Sommer gönnt, ihr Gewaltigen !" Y también un otoño de maduración, y así, “saciado con tan dulces juegos, el corazón aceptará su muerte”.


Incluso ahora, cansados, tristes, podemos asumir que la vida no está sujeta a una métrica, que no está regida por Chrónos, por más que lo parezca, sino que hay siempre, en cada instante, la posibilidad de asumir el Ser, su eternidad por el hecho de ser mismo.