Mostrando entradas con la etiqueta Dasein. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Dasein. Mostrar todas las entradas

domingo, 29 de mayo de 2016

Medicina. El necesario recuerdo de la acción política.


ζῷον πoλιτικόν


Hay quien se empeña en percibir que uno se hace médico desde una vocación, algo así como lo que lleva a alguien a hacerse monje. Por alguna extraña razón, la firma ROCHE lleva a cabo una curiosa campaña destinada a registrar lo que llaman “Historias de vocación” en la que ilustres colegas muestran por qué eligieron la opción de ser médicos. Seguramente ROCHE sólo tiene un fin altruista con tal esfuerzo, aunque se nos escape a quienes estamos cargados de prejuicios.

Y es que, en realidad, es difícil ver que alguien se haga médico por vocación cuando todavía es muy joven, casi adolescente. De hecho, ni siquiera la comparación religiosa es válida pues cualquier persona vocada a ella ha de pasar un período de noviciado, de iniciación, que le permita confirmar que quiere realmente lo que creía querer. Eso no ocurre en quien se matricula de Medicina. En caso de seguir y acabar la carrera, acabará siendo médico. 

Hablar de vocación médica no es, en general, muy realista, si se hace en el sentido de responder a una llamada, se interprete ésta del modo que sea. Si fuera así, nadie exigiría “notas de corte” para iniciar los estudios. Si fuera así, probablemente los primeros números del MIR engrosarían el cuerpo de médicos sin fronteras o algo parecido en vez de elegir hacerse cirujanos plásticos o dermatólogos.

Sin embargo, esa vocación sí acaba existiendo. Después. Se ve en quien, de modo cotidiano, pasa al acto su saber, su humanidad, su amor, ejerciendo como médico. No es algo que surja, sino que se realiza. No es tanto una llamada como una respuesta.

Ahora bien, ¿a qué responde uno en el ejercicio de la Medicina? Aparentemente es claro: a diagnosticar y curar, paliar o, al menos, acompañar a quien sufre. Pero, siendo eso necesario, no es suficiente.

No basta con hacer lo que uno pueda para tratar a sus pacientes, siendo eso muchísimo. Es preciso que reclame lo mejor para ellos, sean medicamentos, hospitales o condiciones socioeconómicas. Y eso supone la acción política. Por ello, no sólo se necesitan médicos generalistas y especialistas; también los que, ejerciendo la Medicina en cualquiera de sus posibilidades, se dedican a hacer que tal dedicación sea facilitada en su medio.

Hay políticos que podríamos llamar profesionales, aunque sea un término exagerado. Se trata de ministros, consejeros, directores de algo, etc. Pero cada uno de nosotros es, quiera o no, por acción u omisión, un animal político, como nos decía el viejo Aristóteles. Y, desde esa ontología aristotélica, negada tantas veces por quienes creen que un cargo representativo les confiere exclusividad en el ejercicio de la política, un médico puede y debe criticar lo que ve mal para mejorarlo. Esa crítica no es solo la legítima realizable desde su posición concreta o a través de un sindicato, sociedad científica o colegio profesional; no es sólo la que atiende a sus condiciones laborales, sino la destinada nada más y nada menos que a mejorar la situación de sus pacientes. Una mejora que no sólo tiene que ver con posibilidades farmacológicas o quirúrgicas, sino con todo lo que supone relación con la salud, desde la comida, el domicilio y la higiene básicas hasta la atención hospitalaria.

Esa atención es siempre local. No se trata de cambiar el mundo entero sino el propio, el que a cada cual le es concedido. El Dasein incluye el “ahí” más concreto, en donde se está, en donde se puede ser precisamente estando de la buena manera, en que la Sorge heideggeriana, el cuidado, se hace posible.

Una óptica así, calificable por tantos de conflictiva, de combativa, requiere esfuerzo documental en que basar la acción, atención al sufrimiento, tesón, resistencia a la maledicencia, cuando no persecución u ostracismo. No es tarea fácil y pocos de nuestros compañeros son capaces de abordarla, pero es gracias a ellos que nuestros hospitales serán mejores, que nuestro sistema público resistirá veleidades de mediocres y de oportunistas, que quien esté enfermo será mejor atendido.

Necesitamos médicos atentos no sólo a la semiología del cuerpo de cada paciente sino también a la semiología del medio en que viven, al síntoma de su tiempo. Sólo desde el análisis adecuado de ese síntoma será posible la revolución humanista que mira preferentemente, como hacía el joven judío Jesús, a los más desfavorecidos por un sistema cruel. Poco importan sus creencias o ideologías. Sólo su ética de compromiso con el ser humano. 

Este post es dedicado a mi amigo Pablo Vaamonde, uno de esos médicos que intentan mejorar las condiciones mismas en que la propia Medicina puede ejercerse.


miércoles, 20 de abril de 2016

Sin lugar para la angustia. La sal de la tierra.


“Vosotros sois la sal de la tierra, pero si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará?” Mt.5,13

A veces hay que pararse. A veces, uno es obligado a hacerlo desde sí mismo. Siempre ocurre cuando la angustia atenaza, cuando no hay nada que hacer, ningún sitio a dónde ir, nada que esperar.

Esa angustia, siendo brutal, se muestra a sí misma, sin embargo, casi como un lujo cuando se puede mirar objetivamente al otro, a tantos. Desde esa perspectiva, puede disiparse.

Nadie se salva por comparación, nadie es feliz por comparación, pero cualquiera puede situarse en la realidad sólo comparando, siendo en el espacio y el tiempo, en la Geografía y en la Historia. El Dasein supone ahora un “Da” demasiado grande, demasiado cruel, para limitarlo a nuestra vida corriente.

No basta con ver los telediarios para saber lo que ocurre a pocas horas de avión. Tragedias de todo tipo, guerras, migraciones masivas, hambre, miseria… Si estamos hundidos, ver eso no consuela ni remueve el alma. Estamos acostumbrados. Y, si no estamos hundidos, menos aún nos impresiona, a no ser que sea algo próximo, de páginas locales del periódico. Si hay un terremoto en otro país, el ministro de turno siempre hará notar si hubo o no muertos españoles; los demás son lejanos, no son de los nuestros.

No es fácil contemplar la tragedia humana. Debemos ser guiados para no negarnos a ver lo que vemos.Y esa guía no la puede ofrecer ni el mejor documental; sólo es factible desde la captación del instante, de  muchos momentos, en toda su crudeza, en blanco y negro. Esa guía sólo la puede proporcionar un fotógrafo que, no por ser objetivo, deja de implicarse en lo que capta; precisamente al contrario, pues puede fotografiar y llorar, tirar la cámara muchas veces para llorar y volver a cogerla para seguir guiándonos, contagiándonos el alma con lo que está ahí, con lo que es casi inmediato en el tiempo y en la geografía, porque Auschwitz, aunque sea de otro modo, sigue existiendo. Esa ha sido la gran tarea de Sebastiao Salgado. "La sal de la tierra" es un documental que nos habla de él y lo hace, en cierto modo, prescindiendo de ese carácter de documental, casi como pura sucesión de fotos y años en los que se hacen.

En su “Oda a una urna griega”, John Keats acaba relacionando verdad y belleza (“Beauty is truth, truth beauty, that is all ye know on earth, and all ye need to know”). Eso es fácil de asumir en el caso de la verdad científica (o lo era, cuando la ciencia se hacía por pasión). De hecho, son muchos los matemáticos y físicos que se han dejado guiar por el sentimiento estético y, a la vez, es difícil no reconocer algo verdadero cuando se contempla una imagen de la belleza existente a todos los niveles de complejidad biológica.

Pero, de un modo misterioso, cabe hablar de verdad y belleza incluso cuando lo que se muestra, siendo verdadero, nos conmueve por el horror que manifiesta. Y eso ocurre con las fotos de Salgado. Son crudísimas y, sin embargo, hermosas, impresionantemente bellas. Podría decirse que pone la estética al servicio de la verdad, que la usa como herramienta para conducirnos al infierno en la tierra, en semejanza con Dante, que usó la belleza del lenguaje para evocarnos el infierno eterno. 

Siempre habrá quien haga las preguntas pragmáticas, ¿para qué? ¿ha salvado a alguien? ¿cuánto ha ganado con eso? Preguntas que sólo pueden surgir de la estupidez egocéntrica. El “para qué” está ya respondido en el “qué”. Con eso basta. 

No hay lugar para la desesperación en “La sal de la tierra”. No lo hay para la angustia, aunque se adivine el miedo previo a una muerte cruel. Por el contrario, todas esas imágenes muestran fe, esperanza y amor o indiferencia resignada en los más harapientos, en los más perdidos, en quienes, a la vez, han perdido todo, incluyendo a sus hijos y que quizá ya hayan muerto también. Y, a la vez, son fotos posibles desde una mirada capaz de sostenerse en la ética y perteneciente a un hombre que supo hacer de su propia biografía no sólo testimonio de observador, sino transformación de su propio mundo, haciendo fértil lo que era yermo. Su legado ecológico, “The Instituto Terra”, apunta a la posible salvación; a que, al lado de tanto horror y absurdo, hay esperanza para esta especie a la que pertenecemos. Apunta a que vale la pena estar inmersos en el río de la vida, a pesar de los pesares.