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jueves, 10 de agosto de 2023

Dos relecturas de verano

 


            

“No se puede imaginar la muerte personal más que desde la vida y de su pretensión de inmortalidad”. Julián Marías. “La felicidad humana”.

 

“El salto de la fe, en su propia naturaleza, sigue sin aclarar. Lo entiendo tan poco como pueda entender la esencia de un fotón”. Martin Gardner. “Los porqués de un escriba filósofo”.



    Hay libros que vale la pena leer incluso más de una vez. Comento hoy dos leídos hace tiempo y releídos últimamente. El primero es “La felicidad humana” de Julián Marías. El otro lleva por título “Los porqués de un escriba filósofo” y su autor es Martin Gardner.


      “La felicidad humana” se escribió en 1987, lo cual nos sirve para estimar un plazo mínimo en el que empezó la locura de los libros de autoayuda, algo absolutamente ajeno al libro de D. Julián Marías. Quizá sea nostalgia por edad, pero tengo la sensación de que hace cuarenta años no se publicaban tantas tonterías “psi” como ahora.


    En ese texto, que se armoniza con otro suyo, “Breve tratado de la ilusión” se hace un estudio de lo que Marías llama imposible necesario a lo largo del pensamiento filosófico, planteando las condiciones de la felicidad, cómo éstas han ido variando a lo largo de la historia y lo que tiene de instalación vectorial y dramática. 


    Concebida por él la vida como proyecto, constata que “es frecuente la expectativa del envejecimiento como mera pérdida”, afirmando en contra que “se olvida que la realidad es emergente, que no está dada, y, por consiguiente, a cualquier edad puede ocurrir algo, aunque no todo”. No obstante, no es ajeno su análisis a la importancia de la soledad y el horizonte de enfermedad y muerte a la hora de contemplar que la felicidad en esta vida es algo siempre frágil.


    Su perspectiva del hombre como ser “futurizo” realza no sólo el encanto de la felicidad festiva esperada, sino el más importante para un creyente, la felicidad tras la muerte, que no puede concebir en modo alguno como aniquilación. En esa creencia, incita al lector a un ejercicio de imaginación, a tratar de plantearse el cómo de la salvación que, para Marías, incluye toda la biografía humana y la de su circunstancia, la “mismidad” de cada ser humano, su carnalidad resucitada y también la de la Historia misma, sin incurrir en el exceso de la apocatástasis. 


    Se trata, pues, de un libro que muestra la fe de quien lo redacta, siendo una obra que facilita la discusión entre posturas diferentes e incluso contrapuestas sobre esa cuestión tan huidiza, en estos tiempos de psicofármacos y autoayudas, como es la felicidad.


    El otro libro que me parece muy recomendable es el de Martin Gardner. 

    

    Supe de la existencia de Gardner algún día de junio de 1974, cuando me llegó a casa la revista de Scientific American a la que me acababa de suscribir. Ya la portada era llamativa, mostrando la reacción de Belousov-Zhavotinski, relacionada con un artículo sobre ella redactado por Arthur Winfree. En ese número había la sección correspondiente de Martin Gardner sobre “Juegos Matemáticos”. Aunque él no era matemático, sabía de lo que hablaba e inclinó a muchas personas a esa área del conocimiento. Estudió Física, pero se graduó en Filosofía y prestó mucha atención al método científico, alertando de su vulneración en libros como “La Ciencia, lo bueno, lo malo y lo falso”. Detractor de la homeopatía y de todo tipo de pseudociencias, fundó la revista “The Skeptic”. 


    Es presumible que muchos de sus seguidores no vieran con buenos ojos que un escéptico de la talla de Gardner se declarara teísta en el libro que recomiendo aquí.


    En “Los porqués de un escriba filósofo” da sus razones para creer en Dios, en la oración y en la inmortalidad. Aunque su razonamiento guarda paralelismos con apologetas cristianos como C.S. Lewis y Chesterton (de quien realza su “asombro ontológico”) y tiene rasgos comunes con la pasión unamuniana, defiende que su apoyo reside en la filosofía y no en la religión. No obstante, él nació en una familia protestante y en este libro hay grandes coincidencias con el cristianismo. Lo familiar siempre acaba influyendo. 


    Descarta una a una las “pruebas” tomistas de la existencia de Dios, así como el argumento ontológico de S. Anselmo. Sugiere una armonía entre la eternidad divina y el tiempo humano que sustentaría la conveniencia de la oración intercesora, cuya eficacia podría proporcionar Dios mismo de un modo “elegante”, influyendo en la función de onda asociada a un suceso antes de su colapso por observación.


    Todo el libro se apoya en numerosos autores de diversos ámbitos, aunque principalmente filósofos. Ya el inicio, con la negación del solipsismo enlaza con Berkeley y Russell, y resulta de gran interés.


    Una de las afirmaciones que se dan en el libro es que el salto de fe de Gardner se dio “por la gracia de Dios” y al respecto manifiesta lo siguiente: “creo que la causa de mi fe es, en un modo que escapa a mi comprensión, el mismo Dios desde fuera de mí pidiendo y queriendo que yo crea, y el mismo Dios en mi interior respondiendo a ello”. 


Gardner recuerda a Penrose con su alusión a que Dios tuvo que elegir un universo de extraordinaria baja entropía y también recuerda el principio antrópico, pero ni él ni Marías parecen partir de un Dios estético, sino del revelado, principalmente por y como Jesús de Nazaret.

 

domingo, 9 de abril de 2023

Resurrección

 



    “Jesús le dice: «Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?». Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: «Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré». Jesús le dice: «¡María!». Ella se vuelve y le dice: «¡Rabbuní!»”, Jn. 20, 15-16 


    "Loado seas, mi Señor, por la hermana luna y las estrellas, en el cielo las has formado luminosas y preciosas y bellas". S. Francisco de Asís. Laudato si.


    La resurrección de Jesús es la piedra de toque del cristianismo. Ser cristiano supone asumir eso que parece inaceptable. Los motivos para la creencia son dispares o inexistentes. Pero creer tal cosa supone esencialmente aceptar como válidos, aunque susceptibles de la exégesis correspondiente, los testimonios escritos del Nuevo Testamento, y confiar en que Dios existe y su amor sostiene el sentido de la Vida frente a lo absurdo y brutal.


    Un misterio éste que no se resuelve aduciendo a otro. Por ejemplo, el problema de la consciencia en sentido fuerte, el de la subjetividad, mostrado a veces como el problema de los “qualia”, no se soluciona invocando una interpretación cuántica, al menos por el momento, entre otras cosas porque la comunicación sináptica parece abordable en términos clásicos.


    El gran escéptico y científico Martin Gardner resultó ser a la vez un gran creyente en su cosmovisión, con una fe de tintes unamunianos, y tratando de mostrar la eficacia de la oración intercesora como una acción elegante de Dios sobre el comportamiento de la función de onda antes de que ésta colapsase tornando en fenómeno observable. Explicándolo así, propiamente no explicaba nada. Pero hay algo que parece oportuno recordar; se trata de la expresión del extraordinario físico Feynman que decía lo siguiente: “Creo que puedo decir con seguridad que nadie entiende la mecánica cuántica”.


    Quiero decir con todo esto que el mundo es misterioso y milagroso en el sentido de los mirabilia a los que se refería Jacques Le Goff. Lo maravilloso natural lo es tanto que milagro parece. Lo más corpóreo, lo material, no es, en su belleza, accesible a la intuición, por más que el comportamiento de las partículas elementales pueda ser expresable en un formalismo matemático cuya hermosura suele asociarse a la verdad.


    La fe puede ser razonable para uno mismo, pero difícilmente comunicable. Menos procedente parece el vano intento proselitista (no es mi pretensión), pero sí es defendible la expresión de lo que para uno mismo resulta importante, se comparta o no por amigos y extraños. Es por eso que me permito esta entrada, que conecta con algunas más anteriores a ella.

    

    En el evangelio de Juan, Jesús resucitado es confundido por María Magdalena (primera persona a la que parece presentarse) con un hortelano o jardinero (según las traducciones). Ese modo de aparición de Jesús resucitado resuena en mí esta vez porque remite al cuidado de un jardín. Antes de su muerte ya aludía a la belleza de los lirios del campo. Fue uno de sus más similares discípulos, Francisco de Asís, quien se hermanaba con él en su alabanza a Dios por todas las criaturas. Belleza, verdad y bondad parecen inexorablemente unidas en un término, amor, que remite en mi alma a Dios.


    Con el mayor respeto y admiración a la coherencia de personas extraordinarias y que son agnósticas o ateas, entre las que se encuentran mis mejores amigos, hoy, día de la pascua cristiana, me he  permitido esta expresión de mi perspectiva fundamental de la Vida. 

sábado, 10 de abril de 2021

Sobre Hans Küng

 

Imagen tomada de Pixabay

Supe de Hans Küng en octubre de 1979. Y lo sé ahora porque tenía y tengo la costumbre, extraña o no, de marcar la fecha en que compro cada libro. El de entonces tenía un título al que no podía resistirme, “¿Existe Dios?”. 

Si alguien escribe un libro con ese título, sabemos de qué va desde el principio; la respuesta será afirmativa o todo lo contrario. Y Hans Küng dedicó toda esa obra a repasar la Historia de la Filosofía desde ese interrogante, a ver pros y contras en muchos autores. Nietzsche, Marx, Freud… tantos y tantos y tan importantes fueron descritos, analizados, justificados, con su bella escritura.

Después de eso, leí “Ser cristiano” y luego muchas más obras suyas. Es curioso. Uno puede marcar años de su biografía por lo que en ellos ha leído, y Küng siempre estuvo acompañándome. También cuando rasgó sagradas vestiduras al realzar la muerte digna.

Puedo decir que mi fe es como la suya en algún aspecto esencial, del de “fides”, el de confianza radical, absoluta, vital, en que Dios (qué término tan degradado) existe y, de un modo tan misterioso como el que nos hizo nacer, a cada uno como ser único, singular, en la historia del mundo, nos salvará del absurdo. Un Dios de deseo, deseable y deseoso. 

Mi Dios no es exactamente el de Küng, pero se le parece y mucho, porque es cristiano, porque, por serlo, se fija en los pájaros que ni siembran ni siegan, tiene a Jesús, alguien condenado por blasfemia, como la gran referencia ética. Mi Dios es un Dios de belleza, estético hasta lo más hondo. Es el Dios al que puede acercase lo mejor de la Ciencia, no como espisteme, sino como el Dios Estético, el Dios del Amor que sustenta todo lo real, a pesar de los pesares, a pesar de los cánceres infantiles, a pesar de Auschwitz, a pesar de que se desespere de Eso, de lo Innombrable. Es Lo que sostiene a los solos, a quienes todo les va mal en la vida, a los que se equivocan en lo más importante, a los que se derrumban, a los que desesperan de ese Misterio insondable de esperanza, Lo que acoge a quienes ya no tienen nada a que aferrarse. Y ese Dios estuvo en Auschwitz y vestía el pijama de rayas. Eso es lo que creo.

He visto notas de prensa sobre quien fue, no cabe duda, un gran intelectual, yo diría un buscador, alguien que sabía de todo, incluso de ciencia y cuyo libro sobre fe y ciencia indica hasta  qué punto sabía de lo que hablaba, de lo que escribía.

Fue fiel a su Iglesia, que también es la mía, a pesar de todo, a pesar de que no le apoyó, de que lo censuró. Probablemente le acompañó la soberbia, la altanería que sustentaba su potencia intelectual, impresionante, en la que reverberaba, creo, la idea arrriana. Parece que, como San Pablo, corrió la carrera, mantuvo la fe. No es poco. Es lo esencial. Algo que insta a toda persona, a ser coherente con lo bueno humano, se sea cristiano, budista o ateo.

Hans Küng mostró la compatibilidad de inexistentes opuestos. Podría decirse que esos opuestos son la fe y la razón, pero no es así. No, porque tanto la fe como la razón emergen de algo más real, más íntimo, más… inconsciente.

Sólo lo inconsciente llega a poder intuir, tocar incluso quizá, lo Real. Y eso, ese gran agujero negro, que paraliza el tiempo en el horizonte de sucesos atrayendo de modo irresistible a lo Desconocido, puede brillar y puede o no verbalizarse, poetizarse mejor dicho. Küng trató de hacerlo, trató de conjugar fe y razón. Y quizá por eso no fuera del todo razonable lo que afirma. Y es que lo religioso se ancla más en lo extraño, en lo inconsciente, que en la razón misma. La religión es "religare" y también "relegere". Tenemos una larga historia de experiencia de otros, a veces propia, de arrebatos místicos, de cultos mistéricos, de éxtasis ateos, de negaciones heroicas… Dios es lo Absoluto, lo Incognoscible, lo que sólo puede ser malamente soñado.

Uno de sus libros, autobiográfico, lleva el título de “Humanidad vivida”. Al margen de creencias, él mostró eso. Fue humano y vivió como tal. Humano, radicalmente humano. De eso se trata a fin de cuentas. 

Dios lo habrá acogido en esa realidad que no tiene que ver con la inmortalidad sino con algo profundamente más bello, humano, divino y hermoso, la eternidad. 

lunes, 14 de diciembre de 2020

El balance biográfico y la métrica del goce.

 


Hubo una época en la que uno podía salvarse o condenarse al fuego eterno en el último momento de su vida. Podía ésta haber sido de santidad y caer, al final, en el pecado de desesperación o en otro cualquiera (mortal, se decía). Y también era factible la reconciliación última para pecadores arrepentidos, cuyos pecados pasados se perdonaban a través de la penitencia, permitiendo que la misericordia divina acogiera esas almas tantas veces impías. 

Ante la necesidad de justicia con ojos humanos, la Iglesia inventó el purgatorio, que era un espacio de purificación en el que la estancia de las “ánimas” incluso podría acortarse si sus cuerpos habían llevado, a pesar de sus correrías, un escapulario, o si se había rezado un número determinado de avemarías cada noche.

Las "artes moriendi" medievales atendían precisamente a ese último momento de la vida, en que el diablo podía tentar a uno con el apego a lo terrenal y facilitar su perdición. Y algo así enriqueció en su momento la hermosa oración del avemaría, como añadido al texto inicial: “Sancta Maria, Mater Dei, ora pro nobis peccatoribus, nunc, et in hora mortis nostrae. Amen”. “Nunc”, pero también, sobre todo, en la hora de nuestra muerte. Ese era el momento clave, aunque no fuera concebido con sentido cronológico. Era el momento del kairós definitivo, en el que uno se jugaba todo.

Pero eso pasó a la historia, incluso en sentido literal. Por un lado, hay ateos que ya no creen ni en Dios, ni en una vida buena o mala tras la muerte. Hay también los que no creen ni dejan de creer, declarándose agnósticos, o los que creen en “energías” y cosas así. Hay quien cree en la ciencia y hay incluso quien no cree sencillamente en nada. Es interesante al respecto la correspondencia entre Umberto Eco y Carlo María Martini (¿"En qué creen los que no creen?"). Por otro lado, el efecto del protestantismo en creyentes cristianos, contagiado al catolicismo, ha hecho que la vida se considere en su conjunto, y no sólo tenga valor al final. Paradójicamente, los que hablaban de la salvación sólo por la fe, invocando la carta paulina a los Romanos, pasaron a fijarse demasiado en las obras, sobre todo las económicas, y tan es así que el capitalismo ha florecido bajo su influencia, según nos mostró Weber. 

¿Quién piensa ahora en la hora de la muerte? Sólo para adelantarla, llegado el momento, invocando eutanasias o algo así. Y generalmente se habla de la hora de los otros, no de la de uno mismo. En tiempos en que la Medicina era pura magia o ni eso, se sabía sin embargo de la llegada de la hermana muerte. La Literatura abunda en expresiones como ésta: “sabiendo que era llegada su hora…”. Eso, recogido por Ariès o Duby, ha quedado como recuerdo histórico. Ahora se desea mejor una muerte no anticipada y, a ser posible, rápida, por sorpresa (un aneurisma que se rompe, por ejemplo, o un infarto masivo), que la anunciada por los síntomas corporales.

Se piensa en la vida. Aunque se sepa que la muerte la cortará tarde o temprano, aunque se crea o se deje de creer en Dios y en el más allá, se piensa como nunca en la vida y en su asociación a la juventud que se desea prolongar a toda costa. En nuestro medio, las arrugas han dejado de ser respetables. Llegó a defenderse con muy escasa fortuna “la muerte de la muerte” como el gran avance médico científico.  Hay gente para todo.

Y es aquí, en nuestro primer mundo y especialmente en situaciones de bienestar social, que la concepción de la vida, ignorando la muerte, se ha modificado de un modo perverso en comparación con tiempos históricos previos. Se ha hecho curricular. En un doble sentido. Uno es lo que hace, lo que produce, sea en un trabajo creativo o no. Ocurre en cualquier empleo. Incluso lo vemos en el terreno de la actividad científica, que se ha hecho equivalente a producción bibliométrica. También en el éxito en ventas de literatos o filósofos, o en la cotización de obras de arte. “Impactos” y sueldos indican éxitos o fracasos.

Pero hay otro baremo más inquietante, que va referido al goce de cada cual. Es cierto que cada uno tiene su estilo, pero eso ya no sirve ante una normativa generalizada de vivir al máximo. Se trata de ser “eficiente” no sólo laboralmente sino también en goces uniformes cualitativamente pero medibles cuantitativamente, lo que implica que haya que leer determinados libros, aunque no gusten, acudir a conciertos, aunque provoquen sueño, viajar mucho, etc. No extraña, por ello, que haya libros - catálogos de ayuda eficacísima en los que se nos orienta sobre mil libros, películas, cosas o viajes que leer, ver o hacer… antes de morir. Mil. Si alguien lee sólo 584 o 973 libros de esos, no llega. Tampoco si se ven 989 películas. Ya no digamos si alguien sólo viaja en su propio país o ni siquiera viaja.

Estamos ante el reto del balance biográfico. 

Hoy uno se salva adecuadamente si pasa a la Wikipedia o si, al menos, ha cumplido con la norma cultural en la que el término “mil”, referido a lo que sea, evoca un nuevo milenarismo. Al menos, se habrá vivido como el dios moderno e inventado manda. Y hay modos de mostrar ese grado de eficiencia. Las fotos instantáneas con los móviles, difundidas en redes sociales, garantizarán que estuvimos en Creta o en la Conchinchina si se siguiera llamando así. También podremos volcar en red la excelente impresión que nos causó leer un libro insoportable pero crucial, de esos de canon moderno, o lo que disfrutamos con una película realizada en “plano-secuencia”. Los "like" recibidos atestiguarán la bendición que antes remitía a los ángeles.

El “dolce far niente” es el grandísimo pecado de hoy. Jóvenes hasta el final, es el imperativo categórico generalizado. De eso se trata, ese es el mandamiento definitivo. Hay quien lo consigue, sin arrugas, con múltiples “plastias”, y con un aval curricular de mil libros leídos, mil películas vistas y mil lugares visitados. Los excelsos llegarán a hablar incluso de otro tipo de mil proezas.

Y, sin embargo, la Naturaleza, en su proceder nada racional, a veces nos sitúa. Últimamente lo está haciendo con un simple virus que, como la lluvia evangélica, no entiende de justos ni pecadores.

Es llamativo que, desterrada la creencia, lo cronológico rige las vidas humanas en términos de eficiencia, como si, al final, se nos fuera a solicitar un balance biográfico-curricular en los ámbitos laboral y gozoso.

 

sábado, 6 de julio de 2019

Vida humana. Una mirada al origen.




 “Mirabilia vero dicimus quae nostrae cognitioni nos subjacent etiam cum sint naturalia”
(“Llamamos maravillas a los fenómenos que escapan a nuestra comprensión, aunque sean naturales”)



Un amigo y compañero me ha proporcionado la imagen que encabeza esta entrada. La obtuvo trabajando en un laboratorio de fecundación in vitro, una técnica que supera la infertilidad en una pareja. Se trata de algo muy habitual, e imágenes como la mostrada constituyen un elemento diagnóstico rutinario para observar un cigoto y su desarrollo en los estadios embrionarios iniciales.

Un sumatorio de diversas contingencias biográficas da lugar a la aparición de un óvulo fecundado por un espermatozoide, a un cigoto. 

¿Qué vemos realmente ahí, en una simple célula, en un cigoto? 

Desde el saber científico, asumimos que, si todo va bien, esa célula dará lugar a un ser humano. Se transformará inicialmente por sucesivas mitosis en un conjunto de células (mórula) que, tras otra transformación compleja, ya como blastocisto, se implantará en el endometrio de la madre que lo albergará. A partir de ahí crecerá, será embrión, feto, y nacerá ya como un bebé a quien alguien le dará un nombre desde el deseo, si todo va bien. 

En el interior de esa célula, los genes heredados de una mezcla cromosómica de sus progenitores, tras la baraja meiótica, determinarán en gran medida los patrones de su desarrollo biológico y capacidades inherentes a él.

Gradientes moleculares citoplásmicos y, más tarde, embrionarios, asociados a la expresión sucesiva de genes específicos, irán definiendo la topología del ser en formación. De una simetría esférica se pasará a una bilateral en la que, sin embargo, habrá asimetrías internas relativas a la situación de órganos concretos, asimétricos a su vez, como el corazón o el hígado. 

A la vez que el cambio anatómico es incesante en cada detalle, todos los órganos en formación se irán haciendo funcionales, íntimamente ligados fisiológicamente entre sí y con el cuerpo de una mujer que cobija la génesis de una arquitectura tan compleja. A través de la placenta, el organismo materno transferirá oxígeno y nutrientes, evitando reconocer lo que, como distinto, se rechazaría inmunológicamente. 

Habrá muertes y vidas celulares que se acompasarán para ir formando los dedos de manos y pies, para establecer circuitos neuronales adecuados, para llevar arterias incipientes a todos los recónditos lugares del cuerpo que se forma, para que los huesos crezcan anunciando la rigidez necesaria cuando la ingravidez que propicia el mar primigenio, amniótico, cese. 

Aunque la ontogenia no recapitule la filogenia, se ven rastros de ese recuerdo. Un simple ovocito refleja una curiosa síntesis de un largo proceso evolutivo y que sostendrá, a la vez, la singularidad subjetiva. Estamos ante el resultado de un proceso encuadrado en la óptica neodarwinista con restos lamarckianos como los que supone la epigenética, esa interesante interacción entre lo cultural y lo biológico, lo genético. El determinismo genético se complementó con la plasticidad que el error puede permitir en circunstancias especialmente favorables.

Una sola célula dará lugar a otras muchas con mayor o menor capacidad de diferenciación, desde células madre a las que son altamente especializadas. 

Ajustes que abarcan desde el orden molecular, como cambios en el tipo de hemoglobina, genes que van siendo expresados o reprimidos, hasta grandes sucesos, como pasar de una respiración umbilical a una pulmonar, serán perfectamente integrados en la dinámica espacio-temporal del ser que nacerá.

Ese cigoto propiciará la génesis de un ser humano que físicamente será, como los demás seres vivos, un sistema termodinámico en el que la extraordinaria complejidad mostrada, asociada a la información genética, respetará la segunda ley. Lo material y lo espiritual van asociados íntimamente.

El saber científico no sólo avanza; también muestra sin cesar nuevos océanos de ignorancia. Mucho conocimiento falta para una comprensión del cómo y del porqué del desarrollo embrionario, abandonada la pregunta teleológica en Ciencia. Pero lo que ya sabemos, muy poco todavía en comparación con lo que, siendo finito, parece inagotable campo de investigación, sugiere preguntas tanto científicas como técnicas y filosóficas. 

La ciencia de la vida parece inacabable, habiendo cristalizado por el momento en metáforas limitadas mecanicistas, moleculares e informativas, todas ellas estáticas, bioquímicas. Nuestra concepción del embrión es esencialmente morfológica y química, restringiendo la perspectiva física a una dinámica grosera en la que no se perciben las distintas escalas temporales en que se encuadran los múltiples fenómenos que permiten la vida y que la destinan en mayor o menor grado a algo que será reconocible como humano.

La fecundación in vitro es una técnica que, a la vez, suscita la potencial resolución de problemas médicos. Pueden seleccionarse embriones según que esté presente o no en ellos una mutación causante de una enfermedad. Pueden manipularse los genes mismos, y esa perspectiva, favorecida potencialmente por las técnicas de edición genética (como el CRISPR-Cas), plantea la posibilidad eugenésica en un modo que hasta ahora era inconcebible, no sólo como opción negativa (aborto) sino “positiva” (mejora supuesta de genes determinados). Así es contemplable un embrión como algo a destruir, a utilizar o a mejorar.

Y un bebé nace. Y se ve inmerso, a veces, de muy mala manera, en un mundo que va más allá del biológico; se trata del ámbito de la cultura. Sea ésta paleolítica, agraria o universitaria, el niño hablará (aunque sea ciego y sordomudo, podrá hacerlo de algún modo) e irá atravesando distintas fases de desarrollo biológico y de inmersión cultural, asociadas a ritos de paso. Y así, hasta el final, en que la hermana muerte se lleve al niño, al joven, al hombre maduro o al viejo en que se ha convertido, una biografía siempre inacabada. Pero ya nada será igual. Un ser hablante, un sujeto que lo es por eso, por tener consciencia de sí, por tener un cuerpo que alberga lo subjetivo indecible, dejará su huella en el mundo. Será imperceptible o no, lo será para bien o para mal, pero será singular, irrepetible.

Nada más natural que nacer, vivir y morir. Y, sin embargo, ante el nacimiento de un bebé es fácil que surja, desde la emoción y el asombro, el término “milagro”. Sin duda, esto es una exageración. Lo milagroso supone lo extraordinario asociado a la quiebra de la legalidad física, y los nacimientos de niños no tienen esa característica. Según la web “Worldometers”, en cada segundo nacen varios niños en el mundo. En nuestro país, con una natalidad en declive, nace un niño cada cuatro segundos

Es algo muy común. Muchos nacimientos se producen todos los días en todos los lugares, incluyendo taxis. No hay milagro. Pero sí que hay algo. Y ese algo se da también, de un modo más especial, al mirar el cigoto. Sólo eso. De esa mirada desligada o no de un supuesto saber científico, surge una pregunta esencial que va más allá de los “cómo” y los “por qué” causales, que acabarían remitiendo al propio origen de la vida en nuestro planeta, único lugar del Universo en el que sabemos que la hay. La cuestión con que se nos interroga es sencillamente…  ¿Qué? 

¿Qué? ¿Qué es eso? ¿Qué es eso que cada uno de nosotros ha sido una vez? ¿Qué es eso que ha supuesto millones de años de evolución?

La Ciencia nos puede decir “qué” es una célula (o quizá no; dudemos siempre), qué es un embrión, desde el punto de vista nominativo, taxonómico – nosológico si se comparan unos embriones con otros, nos podrá ir diciendo (aún falta mucho) cómo se desarrolla ese embrión y por qué en unos lugares se expresan unos genes y no otros, pero parece imposible que nos diga lo más mínimo del qué esencial, de qué es la vida, de qué es eso que reconocemos como potencia aristotélica que se actualizará en una subjetividad singular. 

No. No es un milagro, pero sí algo maravilloso. Milagro, de “miraculum”, deriva de la raíz latina “mir”, que implica lo visual. Alguien reconoce un milagro desde la fe o sustenta a ésta en él. Shermer defendía la sensatez de requerir pruebas extraordinarias para hechos extraordinarios y, en ese sentido, noble, sencillo, la ciencia no simpatiza con lo milagroso, sino que lo excluye de su atención.

Pero de esa misma raíz, “mir”, deriva también otro término, lo maravilloso, los “mirabilia”, en plural, como le gustaba decir a Jacques Le Goff.  Al contrario de lo que ocurre con lo milagroso, lo maravilloso sí que es facilitado extraordinariamente por el conocimiento científico, es realmente desvelado por él. La Ciencia no sólo nos aporta un avance epistémico impresionante, sino que, ligado a él, facilita la contemplación estética, extática incluso, más aún, mística, de la belleza del mundo y de la vida. La maravilla del proceso de desarrollo del ser humano no es única, sino que abarca más bien un número ingente y creciente de “mirabilia”, que, siendo visibles, cotidianos, empíricos, resultan casi increíbles al entendimiento, suscitando una potencial admiración reverencial. Su número, aunque finito, recuerda el de estrellas del Universo, porque parece inagotable.

Lo cotidiano no es milagroso, pero sí maravilloso. Y eso induce a la reflexión o, quizá mejor, a su ausencia, a guardar simplemente silencio, como sugería Lao Tse al decir que “el que no sabe, habla” (Tao Te King, 56). Reconozcamos la gran ignorancia del Ser. Callemos.

No soportamos lo incomprensible y ocurre que la Ciencia siempre acaba ante el límite de incomprensión… o empieza ya con él incrustado en su seno. Acaba así en dos ámbitos fundamentales, el físico y el matemático, con las relaciones de incertidumbre de Heisenberg y con la incompletitud de Gödel, respectivamente. Pero, en el mundo de la vida, el límite ya impregna todo desde que uno se asoma a él, porque al estudiarlo estamos ante lo incomprensible, por más que sepamos de genes, de moléculas, por más que podamos marcar circuitos neuronales o patrones de apoptosis o de expresión génica. Estamos ante los “mirabilia” que sostienen la vida misma, porque quizá lo único que podamos decir de la vida es eso, que, a pesar de los pesares, es maravillosa y remite a algo. ¿A qué?

Desde la creencia que propician las religiones del libro, hay la tentación de conferir a Dios la causalidad de todo lo existente, incluyendo el fenómeno vital, pero esa perspectiva de un Dios como causalidad última (el viejo “motor inmóvil”) o como tapador de agujeros epistémicos es deficiente porque supone la antropomorfización del Misterio y choca con el fácil y triste argumento de la teodicea: ¿Por qué iba a permitir un Dios con rostro humano los errores congénitos metabólicos, las graves malformaciones congénitas o serias enfermedades posnatales? 

La simpleza del creacionismo no es superada por la visión de los científicos defensores del Diseño Inteligente. Al contrario, frente a la ingenuidad ortodoxa, esa Inteligencia postulada parece corresponderse a la de un sabio anciano con pijama y zapatillas, no a Dios, porque mal se concilia esa Inteligencia con tantos ejemplos en contra, como el “diseño” de la retina humana, hecho al revés.

Quizá la propia Naturaleza sea, en su misterio, equiparable a Dios o Dios a ella, “Deus sive Natura”. Es la opción de Spinoza que tanto le gustaba a Einstein (“Ich glaube an Spinozas Gott, der sich in der gesetzlichen Harmonie des Seienden offenbart, nicht an einen Gott, der sich mit Schicksalen und Handlungen der Menschen abgibt.").

¿Y entonces, qué? 

Parece absurdo pedir más de lo que podemos recibir, porque no damos abarcado lo recibido ni en mínima proporción. Tenemos lo maravilloso, un conjunto de "mirabilia" que parece aumentar indefinidamente, inundándonos de belleza sublime, inefable. Y de extrañeza ante la que toda pregunta choca con la falta de respuesta. 

Basta con eso. Basta con el silencio contemplativo. De lo que no se puede hablar, es mejor callar, decía Wittgenstein. Y aunque podamos hablar y hablar científicamente de lo que supone una imagen, la de un cigoto, acabaremos, si somos sensatos, en el silencio. Los creyentes asumimos que Dios es tan próximo como lejano, y para algunos de nosotros la única teología aceptable parece la apofática, callando ante lo inefable que es mostrado, porque nada puede ser dicho del Gran Espíritu, más allá de acogernos al sentido amoroso del Universo, algo armonioso que nos recibe en un brevísimo instante de su historia como constituyentes del río de la vida.

En ese río estamos y en ese breve tiempo podremos hacer algo o, simplemente, percibir el agua que nos lleva, de modo suave o turbulento.  

Sólo cabe el silencio ante esa sencilla perfección que inaugura una vida humana. Da igual en esto el contenido de la creencia o su ausencia. Para Eckhart, hablar de Dios o de la Nada parecía lo mismo. El Misterio es demasiado inmenso, incomprensible. Cualquier calificativo se hace superfluo y limitante de algo que parece infinito. 

François Cheng decía que parece como si el Universo hubiera esperado al ser humano para ser dicho. Un cigoto es la cristalización de esa esperanza en un inicio posible, único, extraordinario, en todo el espacio-tiempo cósmico. El Logos no cesa de encarnarse y, sin embargo, sólo en el contexto mítico podemos referirnos a lo inefable, ayudados, paradójicamente, por la propia Ciencia. Sólo en el silencio podemos percibirlo.

Agradezco al Dr. Tomás Domínguez Rodríguez la imagen fotográfica proporcionada.


sábado, 22 de abril de 2017

CIENCIA. La triste confusión entre ciencia y creencia o el olvido del método.


Un artículo periodístico tiene un título llamativo: “La mitad de los españoles cree por error que la homeopatía funciona”La expresión “cree por error” parece absurda, porque la creencia supone asumir la propia posibilidad de error; de no hacerlo, no es tal creencia sino fanatismo.

En dicho artículo se indica, entre otras cosas, que el Director general de la Fundación Española para Ciencia y Tecnología (Fecyt) se ha mostrado convencido de que "los poderes públicos deberían hacer algo para tratar de sacar a los ciudadanos de este error". Parece deseable que esa tarea sugerida opere en el orden educativo, principalmente de niños y jóvenes, y no en tendencias inquisitoriales como las que ya se están viendo en algunos sectores. 

Todas las revistas de divulgación científica (también la sección de “El País" que recoge el artículo citado) insisten en general en los resultados, en los avances epistémicos, pero el método queda en un oscuro segundo plano. Y así aparecen titulares espectaculares como los que señalaban en su día que Einstein “tenía razón” con ocasión del descubrimiento de las ondas gravitacionales. Para el avance científico da igual en realidad que alguien tenga o no razón, incluso llamándose Einstein. De no detectarse esas ondas, no pasaría propiamente nada negativo. La ciencia es insensible a famosos aunque necesite mentes geniales y seguiría su curso, refinando o descartando teorías, construyendo nuevas hipótesis, como siempre ha venido haciendo desde que es ciencia. No se trata de acertar, de tener razón, sino de trabajar con disposición receptiva, podría decirse que femenina (al margen de que el científico sea hombre o mujer). A principios del siglo XX, se creía por parte de grandes físicos que su disciplina estaba completa, cuando el estudio del cuerpo negro mostró una realidad más cruda y, a la vez, extraordinariamente bella. Fue estupendo que los grandes físicos clásicos no tuvieran razón al estudiar el cuerpo negro. No tendríamos la mecánica cuántica, que acabó imponiéndose a pesar de las reticencias de un gran clásico como fue Planck. Fue también en esa época cuando la teoría de la relatividad refinó extraordinariamente la perspectiva newtoniana.

La ciencia se basa en la bondad de su método (cuando es bien empleado, que habría mucho que discutir sobre esto). No es sólo el relato de sus resultados. La creencia ciudadana en la ciencia suele serlo más bien en una historia de ella, en quienes la divulgan y se facilita por las incontestables aplicaciones de la ciencia para mal o para bien: sin ciencia no habría bomba atómica; sin ciencia, no habría ordenadores. Los ejemplos son muy abundantes, pero cuando las aplicaciones son menos claras, algo relativamente frecuente en el ámbito médico terapéutico, la creencia como tal, sea en el relato científico o en uno alternativo, está servida.

Lo importante no es el teorema de Pitágoras en sí mismo, a pesar de su interés incuestionable, sino cómo fue descubierto. Lo importante no es la teoría evolutiva por sí sola, a pesar de ser el gran marco científico en lo concerniente a la vida, sino cómo fue elaborada, desconocer esto ha abocado a muchos a fantasías dogmáticas creacionistas. Por poner un ejemplo banal en Medicina, lo importante no es tanto el riesgo relativo cuanto el absoluto; habrá pacientes que precisen estatinas, pero … ¿cuántos son tratados de por vida con ellas sin necesidad con finalidad de prevención primaria? Sería éste un caso de creencia acrítica en resultados divulgados, obviando el método con que se han obtenido y lo que realmente indica.

Mientras se olvide el método, mientras se persista en un enorme analfabetismo científico, el acto de fe que supone toda creencia no distinguirá entre ciencia y pseudo-ciencia. Y la decisión política sólo tiene un campo de acción al respecto: facilitar una enseñanza metodológica más que de contenidos curriculares, inducir que se aprenda a pensar críticamente, que se cuestionen las verdades aparentes, que se enseñe qué es realmente la ciencia, el extraordinario valor de su método, y que se contemplen también sus límites, tanto los intrínsecos como los pragmáticos.

No es necesario defender el valor de la ciencia con prohibiciones sugeridas por protectores escépticos, pues se basta a sí misma. Es suficiente con saber enseñarla, que acaba siendo lo mismo que fomentar el pensamiento crítico y el aprendizaje de un método que, entre otras cosas, implica algo tan olvidado como la repetición y el olvido del narcisismo.


Ya sabemos que repetir observaciones, experimentos, es aburrido. Ya sabemos que descartar muchas horas de trabajo porque un resultado no “case”, supone un trastorno personal y puede acarrear consecuencias profesionales en la obsesión por publicar. Pero sin esa insistencia en la reproducibilidad, en la buena repetición, sin ese acto amoroso que supone primar el conocimiento real frente al deseado, estamos abocados a la repetición de lo peor.

En nombre de la ciencia, la propia ciencia puede ser ignorada, cediendo el paso a la creencia, aunque sea una creencia "científica".