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miércoles, 15 de marzo de 2023

MEDICINA. Del pronóstico al horóscopo.

 


Imagen tomada de Wikimedia Commons

    “Tiene una demencia fronto-temporal”. El paciente que escucha eso se queda, como su esposa, sólo con un término, “demencia”. Algo terrible, una condena que se augura desde las imágenes que arroja un estudio SPECT, tras el cual vendrán otras pruebas de imagen.


    Lo que era psicológico se ha hecho psiquiátrico y se ha transformado en neurológico. La Psicología miró a la Psiquiatría y ésta ha sido abducida, en su afán biologicista, por la Neurología.


    El paciente se encuentra bien; de hecho, puede seguir trabajando como siempre hizo, enseñando. Le pagan por eso; afortunadamente, no piden la opinión del médico que recuerda al astrólogo, con la diferencia de que, en vez de mirar los astros, consulta brillos asociados a riego sanguíneo de regiones cerebrales. El paciente supone que se le habla de una mera posibilidad, porque no percibe alteraciones de memoria y se ve lejano a lo que la expresión diagnóstica le anuncia. Si se le ocurriera acudir al doctor Google para entender más sobre su diagnóstico, se tropezará con Bruce Willis, que ya no reconoce a su madre … por causa de la demencia frontotemporal, lo mismo que le han dicho a él. 


    ¿Será verdad? ¿Por qué no? Su madre ya sufrió  “alzheimer”, como su abuela, pero… a saber. Hasta no hace muchos años toda demencia era enfermedad de Alzheimer, un diagnóstico que sólo podía establecerse con rigor en necropsias. 


    Bien. Y ahora, ¿qué? Pues ahora nada, más allá de esperar lo peor y tratar de conjurarlo esforzándose en resolver problemas matemáticos o del modo que suponga un desafío intelectual; una creencia injustificada, pero a algo hay que aferrarse.


    Parece terrible. Un diagnóstico que implica un pronóstico infausto para el paciente y su familia, que no sabrán cómo enfrentarse al futuro que la expresión diagnóstica augura. Pero lo terrible, sin embargo, ya reside paradójicamente en que quizá al final la predicción no se cumpla, que se le haya proporcionado sin urgencia alguna la traducción simplista de una señal, algo que siempre ha acompañado a la incertidumbre del saber clínico.


    Estamos, con este caso, como con tantos otros que puedan darse, ante dos grandes horrores, y a la vez errores, de una medicina excesivamente cientificista.


    1. La ignorancia estadística, por la que se tiende a confundir probabilidad con certeza. La imagen SPECT carece de una sensibilidad y especificidad que sean del 100%, a diferencia de otras pruebas diagnósticas. Si tenemos en cuenta la prevalencia de la enfermedad evaluada, el valor predictivo positivo decae más que el publicado en ocasiones teniendo en cuenta sólo el tamaño muestral del estudio que lo expresa. Es decir, se augura algo que puede no acontecer jamás en la vida del paciente diagnosticado, en este caso, de demencia fronto-temporal. Lo probabilístico dice mucho a escala de grandes números, sugiriendo asociaciones de un patrón de imágenes con alguna enfermedad, pero dice poco a escala individual. 


    2. El olvido del alma. El otro horror y error reside en confundir el derecho del paciente a saber sobre su diagnóstico y pronóstico con el deber de saber, lo que induce con frecuencia a los médicos a expresar información no solicitada, a hacerlo con crudeza o incluso a mostrar un abanico de posibilidades en un diagnóstico diferencial no acabado. Un médico debe informar si se le solicita,  no está obligado a augurar crudamente lo peor. Y parece injustificable si además hay incertidumbre, intrínseca a las limitaciones de la propia técnica complementaria (es curioso que las pruebas complementarias dejen de merecer ahora tal nombre) y demás factores de confusión, incluyendo los farmacológicos.


    La medicina fue siempre pronóstica, ya desde los tiempos de Hipócrates. Y, en el ámbito de lo psíquico y psiquiátrico las técnicas de imagen son buenas herramientas de estudios de asociación frecuentistas, pero mucho menos a escala singular, que requiere, al menos, un enfoque bayesiano que reúna previamente a la brutal afirmación diagnóstica - pronóstica, otros factores que la avalen. La mirada frecuentista debe ceder a la singular, teniendo en cuenta además si hay una posibilidad de intervención que cure o palíe un acontecer infausto que se anuncia en el encuentro clínico, porque, de no haberla, ¿Para qué anunciar lo peor?


Demasiados médicos adoptan un criterio probabilístico frecuentista, tan burdo como infantiloide, que acaba haciendo de su pronóstico mero horóscopo. Tal enfoque confunde al sujeto con el individuo muestral, y a una herramienta de ayuda diagnóstica con el oráculo determinista inapelable.


Tenemos un cerebro, pero no somos un cerebro. El olvido de la ciencia acarrea soberbia cientificista. El olvido del alma corporeiza del peor modo al ser humano en una concepción neurocéntrica. Nos encaminamos así a una medicina que justificadamente puede calificarse de desalmada.

sábado, 8 de mayo de 2021

MEDICINA. Un gran cirujano.

 


Las manos y el lenguaje han permitido que pasáramos, hace unos cuantos millones de años, del mundo de la Biología al de la Cultura. 

 

Llegamos a la fase de “Homo faber” por tener manos. Más tarde, nos hicimos “Homo ludens” también por ellas. Un dedo oponible a los demás hizo posible que pudiéramos hacer cosas manuales con las finalidades más dispares, desde cazar hasta simbolizar. La propia mano alcanzó tal valor que se hizo símbolo a sí misma. Estrechamos la mano de otra persona para presentarnos, para cerrar un trato. Con las manos escribimos, comemos, nos aseamos, trabajamos, creamos. Hasta la mirada mágica pretendió augurar el futuro contemplándolas.

 

Vivimos inmersos en un excesivo “cerebro-centrismo”, el que identifica lo anímico con lo neuronal. Si Lacan dijo un día irónicamente que pensamos con los pies, en contra de esa reducción excesiva, la ironía es menor si pasamos a decir que pensamos con las manos. 


Somos teniendo, habitando, un cuerpo. Y en él, las manos permiten tocar incluso lo inefable. En el ámbito de las creencias religiosas, las manos han sido y siguen siendo esenciales. Con ellas se bendice a alguien, ellas hacen perceptible el milagro eucarístico partiendo el pan. Ellas reconcilian.

 

Hemos necesitado un virus con potencia letal para echar en falta la riqueza ritual de esas manos que se estrechan, que se posan en el hombro, que acarician. 


Somos humanos hablando y tocando… con las manos, sin las que todo contacto es pobre suplencia. 

 

Y, por eso, quien restituye la movilidad de las manos de otro, muestra la extraordinaria nobleza de la cirugía.

 

La cirugía muestra la singularidad de cada acto operatorio… y su milagro. Son las manos de un cirujano las que pueden obrar el milagro de oír la música lograda con unas manos recuperadas que vuelven a tocar un instrumento, el de facilitar la gestualidad de quien tropieza verbalmente sin ellas, el de permitir volver a ser como se era, antes de que una enfermedad o un accidente quebrara la posibilidad de expresión manual. 

 

Recuperar las manos en su funcionalidad es, en cierto modo, recuperar un lenguaje, algo literal en el caso de sordomudos, pero reconocible de modo universal. 

 

Hay muchos modos de mirar a la Medicina, desde la perspectiva dura, y realista a la vez, que mostró Klimt, hasta la que es sostenida por la fraternidad entre compañeros que acoge la admiración hacia lo que un amigo es capaz de hacer. 

 

Admiro a los cirujanos. De niño, presencié la seguridad curativa de mi amigo Norberto. Ya, siendo médico, contemplé la capacidad de mi amigo Antonio para ayudar a nacer, la de mi amigo Santiago de restaurar la visión. Muchos más he admirado y querido. Ahora, es otro cirujano y amigo, Ángel, a quien ya le había dedicado otra entrada, el que me anima, al verlo en el periódico, al recordarme con su semblante de seguridad, en estos tiempos tristes, que ser médico vale la pena, aunque sólo sea como observador de la proeza magnífica que otros realizan de forma cotidiana en un quirófano.

 

Como él, como Ángel Álvarez Jorge.


miércoles, 7 de abril de 2021

VACUNAS. Conjuntos y subconjuntos.

 



Hay dos afirmaciones contradictorias que flotan en el ambiente en estos días. 

Una es que la vacuna de AstraZeneca es peligrosa porque produciría trombos y, encima, raros, de esos que tocan el cerebro y pueden matar incluso.

Otra es que esa vacuna es segura. Se sostiene en que, a la luz de los datos, parece haber más casos de trombosis en los no vacunados que en los que sí lo están. Casi parecería que la vacuna protege de trombosis desde la mirada estadística simplista.

Y en algunos países esa vacuna se retira de forma cautelar. Y en alguno de ellos, como hoy mismo en España, se retira, también, con gente citada a vacunarse, por parte de una Autonomía. Por cautela, por prevención, dicen, que es no decir nada y decirlo todo y supone frustrar y asustar al personal.

Y surge la respuesta pretendidamente sensata, científica, en forma de pregunta: ¿Qué es mejor, asumir el riesgo de la vacuna o el del coronavirus? Y es que sabemos, a no ser que nos neguemos a ver la realidad, que este coronavirus no se anda con tonterías, ya que muchas veces, demasiadas, mata, que llega incluso a colapsar el sistema sanitario con efectos de morbi-mortalidad general. No sólo induce en pulmones afectados un daño alveolar difuso que puede acompañarse de fibrosis pulmonar con todos los efectos que eso tiene. También puede producir trombos, afectación neurológica, y en no pocos casos también acaba dando la lata en forma de lo que ya se llama “Covid persistente” o “long Covid”. Como hace un siglo la gripe española, este virus nos ha descolocado a base de bien. 

Y cualquiera que tenga sentido común, hará lo sensato, vacunarse, porque su riesgo trombótico al hacerlo es bajo. O no vacunarse porque, si está bien y toma medidas, no contraería la infección ni se expondría a ese potencial riesgo de trombosis quizá asociable a la vacuna pero no perfectamente delimitado. ¿Qué hacer?

La cosa estaría relativamente clara si contáramos sólo con una vacuna, pero hay varias. Y no sólo las que parece que no podemos adquirir por razones políticas o comerciales (la rusa o la china, por ejemplo), sino las disponibles en nuestro medio. En la práctica, aquí tenemos las propiciadas por fragmentos de DNA incluidos en un adenovirus de chimpancé como vector (AstraZeneca) y las basadas en el uso de mRNA modificado (para que no sea destruido por el organismo) e incluido en cubiertas nanolipídicas. Todas esas vacunas, genéticas, se basan en inducir proteínas en nuestro organismo similares a la "Spike" del virus, de forma que nuestras células desarrollen la inmunidad contra esa “llave de entrada” de la que dispone este molesto germen. 

La plataforma de mRNA, usada por Moderna y Pzifer-BioNTech, es absolutamente novedosa y puede suponer un paso trascendental en la génesis de nuevas vacunas y también de tratamientos oncológicos. Es de esperar que el premio Nobel de este año (de Medicina o Química) se otorgue a una de las principales investigadoras en ese campo, Katalin Karikó.

Bueno, la vacuna es la solución. No sólo a escala individual, también grupal (“herd immunity”), esencial para el paso a la normalidad real y salir de esta subnormalidad llamada "nueva niormalidad", eufemismo lamentable donde los haya. Y todas las vacunas probadas en ensayos clínicos y administradas tras ellos han mostrado ser seguras. Pero, siempre hay algún “pero”, la de AstraZeneca (AZ) se ha puesto en entredicho por su asociación temporal con algunos episodios letales (trombóticos o no). Una asociación que todavía se discute si es causal o casual, pero que genera confusión y alimenta negacionismos. 

Y, sin embargo, el problema parece fácilmente analizable desde una perspectiva de matemática elemental, de teoría de conjuntos. Si nos fijamos en el conjunto de vacunados comparándolo con el de no vacunados con AZ, parece estúpido y negacionista prescindir de esa vacuna, porque la tasa de incidencias en el primer grupo es despreciable en comparación con el segundo. Ahora bien, si, como parece, esas asociaciones en el tiempo se confirman y se dan más bien, por ejemplo, en mujeres jóvenes, quizá pase algo y no nos sirva razonar sobre el conjunto total, sino sólo sobre un subconjunto constituido por elementos que comparten algún o algunos factores de riesgo. Y ahí sí podría haber diferencias. 

Seguir optando por hacer comparaciones burdas, mezclando en un solo conjunto todos los vacunados, sin estratificación alguna, supone el pobre triunfo de una concepción atomística entendida del peor modo, alque nos tiene acostumbrados ya el cientificismo epidemiológico, la visión que equipara al sujeto a un individuo muestral, del mismo modo que se hace con los criterios de curvas (olas les llaman, a pesar de ser artificiales) de contagios y de muertos.

Es imprescindible investigar de verdad, evitando en la medida de lo posible la interferencia de sesgos político-comerciales, si hay subconjuntos que precisen ser excluidos de una opción y susceptibles de vacunación con otra alternativa, en cuyo caso compensaría probablemente el tiempo de espera si no se arbitra un criterio específico de prioridad.

No todas las vacunas son iguales. Recordemos la polémica generada por las vacunas de Salk y de Sabin contra la poliomielitis. Podríamos estar ante una situación análoga, por diferente que se muestre.

En tanto eso no se haga, y no se está haciendo, reinará la confusión, un clima que sólo favorece la expansión del virus y la extensión de la muerte.

lunes, 15 de marzo de 2021

ALARMAS EN VACUNACIÓN ¿DÓNDE SE QUEDÓ EL MÉTODO CIENTÍFICO?

 


 

    Un plan de vacunación y la resolución de incidencias en él debiera ser científicamente consensuado. Pero la ciencia, que permitió el desarrollo de las vacunas, no parece estar presente en el ámbito epidemiológico / preventivo. Una entrevista televisiva a D. Fernando lo mostró este domingo de un modo tan claro como patético. Fue realmente triste volver a revivir cómo se gestionó este horror del que no hemos salido

    Ante la asociación temporal entre raros episodios trombóticos y una vacuna, aprobada por las altas agencias europea y española a las que eso corresponde, rápidamente un “experto” gallego afirmó que la vacuna en cuestión es segura, mucho más que una aspirina . Y este fin de semana se hizo una vacunación masiva en Galicia con ella, no como en otras autonomías en donde la paralizaron.

    No hacía falta que nos “convenciera” el experto. Ya sabemos que es segura… estadísticamente. También lo es una intervención de apendicitis (aunque siempre hay alguien a quien se le complica y se muere, pero es raro). Algún caso hubo de hepatitis fulminante por un paracetamol.
 
    ¿Descartaríamos por ello vacunas y tratamientos médicos o quirúrgicos? Un riesgo bajo es asumible cuando de mejorar o conservar la salud se trata.
 
    Por eso, no pasaría nada escandaloso si la vacuna no fuera segura al 100%, especialmente cuando la finalidad es protegerse de un virus terrible. Pero no es políticamente correcto sugerir que hay que estudiar más a fondo esa posibilidad. De hecho, esas afirmaciones en vacío, sin un estudio adecuado de posibles relaciones casuales o causales, sin una evaluación rigurosa del lote en cuestión, no sólo no valen para nada, sino que contribuyen a generar lo contrario de lo que se pretende, miedo. Una inquietud que se ve favorecida por el hecho de que haya países que se van sumando a una medida de retirada temporal por prudencia hasta que los datos aclaren la situación. Parece sensato, porque, en ciencia, los datos son importantes; en la adivinación simoniana, mucho menos. 
 
    Inquietud que aumenta al saber que la diversidad no solo afecta a países enteros, sino que también se da a escala autonómica en el nuestro, sugiriendo que unos expertos son más expertos que otros (y no sabemos cuáles). Se dijo que todo el mundo se creía epidemiólogo y, lo que son las cosas, va a resultar que sí, visto lo visto y viendo lo que vemos, en esta gestión del “sálvese quien pueda”.
 
    La vacuna es imprescindible. La vacuna en cuestión tiene un buen aval (tanto que fue la primera en mostrarse en una publicación científica de alto nivel), pero cualquier duda sobre posibles efectos secundarios ha de ser disipada o concretada porque, si la eficacia es importante, la seguridad también. E incluso, en caso de que la seguridad no fuera todo lo deseable (estamos en fase de dudosa farmacovigilancia), en el hipotético caso de una clara incidencia causal de acontecimientos trombóticos, que todos deseamos nula o muy rara, habría que tener presente la relación riesgo – beneficio. 
 
    Necesitamos ciencia; la ciencia que ha desarrollado las vacunas pero también la ciencia que nos proporcione, como adultos, la información adecuada sobre cada una de ellas. Si hay una alarma, ha de atenderse científicamente y no limitarse a despreciarla autoritariamente.
 
    No sobraría, en tal contexto, la recogida de datos básicos previos a la vacunación (enfermedades de base y medicación habitual) y posteriores (efectos secundarios fácilmente registrables).
 
    Y, además de ciencia, necesitamos ética, que pasa por convencer con datos y no con confianzas en cargos políticos o en sus “expertos”, en quienes hemos de creer aunque no los veamos, casi en plan religioso. 
 
    Es la ciencia también y no la creencia la que puede neutralizar adecuadamente posiciones pseudocientíficas negacionistas, no sólo perjudiciales para quien las asume sino también para quienes le rodean. Reitero que yo, ya vacunado y agradecido por estarlo, ya manifesté varias veces que me vacunaría con la primera opción que me ofrecieran.
 
    Et voilà: Últimas noticias nos muestran que nuestra flamante Ministra de Sanidad ha suspendido la vacunación Covid con AstraZeneca.  

 

jueves, 29 de octubre de 2020

De “Cuerpos y almas” y rivalidades cientificistas actuales.

 


 

“El hospital ha matado al médico de familia y nadie saldrá ganando con ello” 

“¡Publicar! ¡Hoy en día es el sueño de todos!” 

Maxence van der Meersch (“Cuerpos y Almas”). 

 

     “Cuerpos y Almas” es una gran novela cuya primera edición tuvo lugar en 1943. Su autor, Van der Meersch, moriría en enero de 1951 a los 43 años a causa de tuberculosis, una enfermedad que es central en la obra. 

     La novela trata de médicos en un ambiente de hospital universitario y muestra con gran maestría cómo los cuerpos y las almas de los médicos de aquella época, que nos parece tan lejana, eran similares a los de los actuales. 

    La pandemia ha amplificado un afán de notoriedad que trasciende al ámbito de un hospital concreto, cosas de la globalización, y conduce a luchas cientificistas, que no científicas, siendo más propias de la doxa que de la episteme. No estamos ante resultados científicos, sino ante la opinión de epidemiólogos reputados frente a la de otros también célebres. Esto lo ha mostrado de un modo breve y brillante Sergio Minué en su excelente blog

    Viendo lo que vemos y leyendo lo que leemos, es difícil sustraerse a la opinión de que la Epidemiología tiene mucho de pseudociencia y que la Medicina Preventiva previene muy poco, incluso en los centros sanitarios. 

    Por las páginas de “Cuerpos y Almas” desfilan personajes que podemos encontrar hoy en cualquier hospital. Se dibujan los brillos conseguidos, el horror de la decadencia, la presencia de los “trepas” (“logreros y aduladores” les llama el autor), las diferencias sociales y su implicación en los cuidados, etc. 

    Y hay un personaje central. Bien situado, podría lograr un magnífico puesto al cabo de unos años cortejando a alguna de las figuras médicas relevantes, como también lo es su padre. Sin embargo, el amor a una mujer pobre y enferma de tuberculosis, muy alejada de su clase social, lo distancia a él del brillo curricular y del acomodo económico. El protagonista decide dejarlo todo para buscarla, casarse con ella y trabajar como “médico de barrio”. 

    Ya Mika Waltari había novelado en “Sinuhé el egipcio” el contraste de una medicina para ricos y otra para pobres en los albores de la Historia. Hasta en esto nuestros tiempos son similares a los de Van der Meersch. La Medicina de Familia no es precisamente una especialidad preferida por quienes van a hacer el MIR. Y, sin embargo, es principalmente a médicos generalistas o a su equivalente en la novela, el “de barrio”, a quienes les es dado realizar del mejor modo ese vieja tarea de curar a veces, paliar con frecuencia y acompañar siempre. 

    El joven médico de la novela trabaja así, como médico “de barrio”. Un amor inicial, de joven apasionado, de dudosa permanencia temporal para su padre, con quien lo enfrenta, se entrelazará con un amor humano generalizado y persistente, con una vocación real que se muestra en la acción posible en un medio pobre e inicialmente poco receptivo. 

    Esa necesidad de ayuda a pacientes en su singularidad, pasará al acto de múltiples maneras, incluyendo la compañía a quien agoniza, facilitándole el calor humano imprescindible para ese tránsito, no visto como fracaso médico, sino como un tiempo en que lo cronológico deja de tener sentido y donde el miedo y la soledad ceden si puede estrecharse una mano solidaria, la de un médico que, al lado, facilitará que incluso en esos momentos sea factible la serenidad y se revele tal vez el propio significado biográfico. 

    La novela es muy extensa, tanto como atractiva su lectura, y cada cual la leerá de un modo distinto. Me consta que ha influido en algún amigo y maestro mío, como Norberto. Yo la leí bastantes años después de ser médico y acabo de releerla hoy. 

    Tiene un fondo universal que permite comprender que su autor no tuviera que ser médico (ejerció la abogacía) para poder escribir algo así, tan hermoso. La novela acaba refiriéndose a Dios, pero es atractiva para creyentes y ateos, porque el Dios que se muestra es inmanente, porque se instala en el corazón humano cuando éste se abre a lo bueno. 

    Personalmente veo en esa novela mucha riqueza y hay algo que destacaría especialmente en ella sobre todo lo demás. Se trata de la heroicidad del protagonista al cumplir su deseo, su actitud ética derivada de un deseo amoroso que acaba siendo su destino.

miércoles, 5 de agosto de 2020

EN PANDEMIA. ¿Qué podemos aprender?



(Imagen de Pixabay)

 Siempre resuenan las viejas preguntas kantianas. Entre ellas, “¿qué puedo saber?” La respuesta honesta se da en términos negativos. Podemos llegar a cernir, a acotar, aquello de lo que no podemos hablar, siendo entonces, como sugería Wittgenstein, mejor callarse.


Esa ignorancia esencial no sólo es filosófica, pudiendo devanarnos los sesos inútilmente reflexionando sobre por qué hay algo y no más bien nada y sabiendo que no podemos saber que Dios exista, por ejemplo. Es también de índole científica y se incrusta en lo aparentemente más sólido; la incompletitud de Gödel desbarató el sueño axiomático de Hilbert, y las relaciones de incertidumbre de Heisenberg mostraron unos límites en la precisión al hablar simultáneamente de variables canónicamente conjugadas, es decir, cuyo producto tuviera unidades de acción, como la constante de Planck; por ejemplo, el producto de la energía por el tiempo, o de la posición por el momento. La Física Clásica, que podemos dar por finalizada en 1900, no era tampoco completa.


Pero entre ambos extremos, el de la física de lo más elemental y la pregunta filosófica más general, cabe el planteamiento relacionado con qué podemos saber sobre el mundo y nosotros en él. El saber es algo colectivo y, a la vez, individual. También tiene algo de contingente.


Preguntarse, opinar, llegar en el mejor de los casos al logro de una evidencia, se relaciona con la circunstancia histórica. Conocemos más que lo que conocían los griegos, pero eso puede referirse sólo a una acumulación, incluso enciclopédica si se pretende, de datos. Un científico actual sabe más cosas que Newton y ya no digamos que Aristóteles, pero es dudoso que sea más sabio. La sabiduría, eso inalcanzable que ama la filosofía, no es cuantificable, medible. Ni siquiera definible.


Por otra parte, la pregunta puede incidir más o menos en el aspecto pragmático que en el teórico, ser planteada por muchos, ser crucial en algunos aspectos o suponer la banalidad de un divertimento .


Aquí y ahora, en este año en que vivimos, la muerte de tantos por una causa novedosa, una pandemia concreta, induce a que nos preguntemos si podemos aprender algo de eso, más allá de reconocer el poder que lo azaroso tiene en nuestras vidas y de saber qué hacer en aspectos muy concretos de la existencia (cómo protegernos mejor, cómo llevar la vida en medio de algo global en lo que no hubiéramos pensado como colectivo hace solo unos cuantos meses, etc.).


En rigor, podría postularse que no aprenderemos nada. Otras catástrofes, naturales o humanas, dan cuenta de que la Historia no se aprende, sólo se repite. Tras el horror de la Primera Guerra Mundial, vino el de la Segunda, pocos años después, con muchas personas que participaron en ambos conflictos. Es sólo un ejemplo entre muchos, demasiados.


No es éste el medio para hacer un análisis riguroso sobre lo que podemos aprender de algo tan terrible como la invasión de los cuerpos por un virus que parece altamente contagioso (especialmente porque puede serlo sin haber mostrado su presencia con síntomas o signos en los cuerpos habitados) y con una tasa de letalidad que no es precisamente menor. Pero sí puede ser lugar para suscitar alguna reflexión sobre lo que está pasando. Y es por ello que me permito expresar mi opinión al respecto, exponiendo sólo algunas cosas que creo que podemos aprender. Son las siguientes.


LA FRAGILIDAD. La de cada cual, no sólo ante accidentes humanos o naturales, sino ante un cambio ecológico aparentemente menor, como lo supone que un virus desarrolle de repente un tropismo, una afinidad, por tejidos y órganos humanos. Eso, tan olvidado y que ha sucedido en más ocasiones en nuestra Historia, ocurre ahora y puede repetirse. A pesar de los avances médicos, la variabilidad nosológica potencial no es predecible.


EL FRACASO DE LA PREVENCIÓN. La Medicina ha pasado de lo que llegó en tiempos a ser, empíricamente preventiva, usando desde medidas higiénicas a acciones de vacunación, pasando por cambios de aires o de aguas, para hacerse curativa o paliativa. Con esa finalidad, la investigación se centra en que, en los países que puedan sostenerla, la gente viva más y mejor, gracias a sus sistemas sanitarios y la preparación de quienes en ellos trabajan, pero ya no contempla las posibles catástrofes epidemiológicas. El coronavirus ha encontrado nuestros sistemas sanitarios con antibióticos, antirretrovirales y, sobre todo, UCIs y personal sanitario preparado y valioso, pero sin mascarillas ni equipos suficientes de protección personal. Esta pandemia ha mostrado el gran fracaso de la Epidemiología y Medicina Preventiva, tanto en términos “macro” de asesoramiento a la decisión política, como en los “micro” de toma de decisiones en geriátricos, centros educativos, hospitales, supermercados, etc.

Colateralmente, algo beneficioso puede ocurrir y es que, en el futuro, aun cuando ya no exista el riesgo de este coronavirus, seamos más higiénicos, lavándonos más las manos. Algo tan simple como tan olvidado puede literalmente salvar vidas de ser infectadas por microbios de cualquier tipo.


EL VIGOR DE LA PSEUDOCIENCIA. La insensatez conspiranoica campa a sus anchas, no siendo pocas las personas que creen que la causa de la pandemia no es vírica y haciendo viral en cambio la creencia en que todos los males asociados se deben a la conjunción de la maldad de la industria farmacéutica, el desarrollo 5G y el afán de poderosos por vacunarnos, "chipeándonos" de paso para tenernos dominados. No es tan sorprendente esta visión desde el momento en que también hay gente que cree en la tierra plana, así, en sentido literal, siendo afortunados los que no estemos en esos límites fronterizos traspasados los cuales nos “caeríamos” a saber dónde.


EL FRACASO CIENTIFICISTA. Científicamente, es tan importante estudiar hígados como líquenes o los satélites jovianos, porque la ciencia, no la influencia en ella del contexto político o económico, sólo responde a la curiosidad. Es cierto que podemos diferenciar entre una ciencia básica y otra aplicada, pero la distinción acaba siendo incorrecta porque, en general, se obtienen más aplicaciones técnicas de lo que consideramos “básico” que de proyectos dedicados a fines (nuestra tecnología actual de telecomunicaciones y de diagnóstico médico sería inconcebible si no se hubiera desarrollado algo tan “teórico”, tan fundamental, como la mecánica cuántica).

Todo es digno de estudio en nuestro mundo. Y, si los líquenes suponen muy pocos fondos de investigación, los destinados a virus tampoco han sido especialmente abundantes. Sí se han usado como material “reactivo”, y los “fagos” han tenido un gran papel en el desarrollo inicial de la Biología Molecular. Pero los virus que afectan a animales o plantas parecen no importarnos especialmente, con excepciones históricas (mosaico del tabaco, sarcoma de Roux y algún ejemplo más). Siempre es a toro pasado que los vemos como problemáticos. El coronavirus no centró a muchos científicos… hasta ahora, después de habernos producido un gran quebranto en vidas y dinero.

El cientificismo venera a la ciencia a la vez que la reduce a lo meramente utilitario. La investigación científica que se financia tiene, en general y especialmente en el orden biológico, una visión miope, a corto plazo. La que se premia tiene miras curriculares bibliométricas. Por eso no extraña que precisamente los países con un mayor desarrollo científico, como los EEUU y muchos europeos (incluido el nuestro), hayan reaccionado tan mal y tardíamente ante la pandemia. Una pandemia posible en el futuro nunca será un problema ni un virus interesante. Gran parte de una investigación científica potencial muy interesante se hace imposible por criterios basados en "líneas productivas" y que evitan una investigación que sea claramente libre.

Frente a esa óptica de ciencia rápida y utilitaria, de que todo es científico o simplemente no es, la ciencia auténtica acabará respondiendo, con el tiempo necesario, y en eso confiamos, casi religiosamente. Pensamos que habrá vacuna en el caso de la Covid-19, aunque no la llegó a haber en el caso de virus distintos como el VHC o el VIH. Si algo bueno tiene esta triste pandemia es serlo, porque ello, su globalidad, facilita una carrera auténtica para la consecución de una vacuna eficaz y segura.

Pero todo lo que se hace va un tanto contaminado con el modo competitivo de hacer ciencia. Si hasta hace poco se publicaba abundantemente sobre genes del TDAH, de la hipertensión o la obesidad, ahora se hace sobre el coronavirus y sobre las variantes humanas de sensibilidad a él, con una producción bibliométrica ingente en la que se mezclan trabajos revisados por pares y “pre-prints”, lo que dificulta, más que facilita, los planteamientos sosegados que la ciencia requiere.


EL ERROR DE LA CONCEPCIÓN DE INDIVIDUO BIOLÓGICO. El virus nos ha recordado, aunque no queramos saberlo, que somos uno con todos los seres vivos grandes y pequeños del planeta, incluso con esos tan “simples” que llevan a la discusión de si están vivos y muertos. Claro que están vivos. Nosotros, desde la perspectiva de un imaginario coronavirus consciente, seríamos sólo su medio de cultivo. Hasta que, como en tantos otros casos, su genoma se integre incluso en el nuestro, o se vaya y nos deje en paz. El término “individuo” carece de sentido profundo a todas las escalas, desde la celular hasta la de cuerpo separado. De hecho, ya tenemos más genes de origen vírico en nuestros cromosomas que exones para proteínas “propias”. Paradójicamente, tenemos la opción de la libertad asumible, la de pasar de la concepción de individuos biológicos a la de sujetos, algo que evoca lo singular e irrepetible. Pero esa subjetividad no puede despreciar sus raíces biológicas, las que nos hacen a todos partícipes de un continuum vital


LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS CABALGAN JUNTOS. Uno de ellos es el hambre. Esta pandemia no solo tiene efectos en la macroeconomía global. Amplificará, ya lo está haciendo, la peor diversidad humana, la implícita a las diferencias socioeconómicas entre personas y países, conduciendo a muchos a una morbi-mortalidad por pobreza, en la que la falta de recursos, incluyendo el hambre en sentido literal, quiebre muchas vidas.


EL AISLAMIENTO. Se ha jugado en exceso con la fantasía de la bondad humana. Se dijo mucho tiempo (en proporción al que llevamos inmersos en esto) que “cuando esto pase, que pasará…” pues eso, vendría todo lo bueno de siempre, besos abrazos, alegrías, etc. Tenemos los dos extremos, pandas de jóvenes y menos jóvenes que hacen botellón sin que esto pasara, facilitando hasta la saciedad el resurgimiento vírico y, a la vez, viejos y no tan viejos aislados ya desde antes de que esto aconteciera y que, si sobreviven, se verán aún más solos que antes. Cuando pase. Para muchos ya pasó. Definitivamente. Y, sin embargo, el mar de irresponsabilidad y estupidez ha permanecido si no ha crecido incluso.

El aislamiento de muchos se ha dado en vida y con mucha frecuencia tras la propia muerte, en la que el duelo necesario ha sido violentado de un modo brutal.

LA PERSPECTIVA RELIGIOSA. La confrontación con la muerte, incluso con un duelo que ha sido inviable en tantos casos, supone, como todos los dramas humanos, la pregunta a la propia cosmovisión, a la creencia o increencia de cada cual. La vieja cuestión de la teodicea resurge siempre (o Dios no es bueno o no es omnipotente, luego no existe). Es curioso que haya habido tantos contagios en donde y cuando más se reza a Dios, en los templos. Tal vez la razón sea simple, un problema de simple confinamiento y de falta de ventilación adecuada.
Pero Dios no es humano y su antropomorfización es absurda. Y se "calla", como siempre, ante la tragedia humana. Como ya advirtió Voltaire con ocasión del terremoto de Lisboa, como en Auschwitz, como ante tanto horror que hay en este mundo, dejando que la vida, misteriosa y sometida a todo tipo de contingencias, siga su curso. Ni es humano ni reside en templos, aunque éstos sean lugares interesantes para la reflexión y la oración si se tercia. Desde la creencia confiada (en la que me instalé), no está de más recordar las palabras de Jesús, quien, tras decir que la salvación viene de los judíos (curioso cuando tantas culpas se les atribuyó por cristianos en otras épocas de pestes), afirmó que “Dios es espíritu y los que le adoren deben hacerlo en espíritu y verdad” (Jn.4,23).

Y MÁS... Muchas otras cosas podemos aprender o, más bien dicho, plantearnos efectos en el modo de trabajo, en la educación, en la planificación sanitaria, etc.,etc.). Otros lo sabrán hacer y decir mucho mejor que yo. Éstas son simples pinceladas y no puedo finalizarlas sin recordar con profunda admiración, respeto y gratitud a tantos que han respondido con honor, con valor, con la mayor muestra de amor que alguien puede ofrecer, dando su vida por otros.

A la espera de que la Ciencia, la de verdad, la liberada de presiones cientificistas, nos ayude a superar este gran y nuevo reto, concluyo aquí mis reflexiones en este blog sobre algo que tristemente no ha finalizado, la pandemia de Covid-19. Otros temas se harán presentes en este lugar, como antes de esta catástrofe.

 

miércoles, 22 de abril de 2020

Lo real





Y aquí estamos. Perdidos.

Llega un virus y crece en nuestros cuerpos. No hay “porqué”. “La rosa florece porque florece”. Y ésta es una mala primavera para nosotros.

A veces, ese crecimiento es tolerado por el cuerpo. En otras ocasiones, no. Y no es porque el virus en sí vaya destruyendo nuestras células, nuestros tejidos, como podría hacerlo a escala macroscópica un tigre. No, es el cuerpo de quien morirá en el intento el que monta una defensa alocada, si así puede decirse de lo que no piensa ni habla, aunque exista un lenguaje molecular. 

Nosotros, que sí hablamos, a veces sin sentido, le llamamos a eso “tormenta de citoquinas”, que en unos se da y en otros no.

No hay finalidad aparente. Y eso resulta terrible en el contexto cultural, por más que, desde la óptica neodarwinista, se le atribuya a la selección natural un papel demiúrgico. Monod hablaba de teleonomía, un término más bien “light”. Siendo ateo, se resistía a esa carencia de causalidad finalista. Parece que es más fácil prescindir de la mirada teológica que de la teleológica. Y por eso construimos (o descubrimos) el mundo mítico. Ha sido nefasto desterrar a los dioses. El logos no puede afrontar el horror de lo real. Sólo la mirada mítica de los poetas puede encararlo. Y quienes lo hacen de verdad pueden acabar locos o extrañamente lúcidos. Novalis se reconcilia con la muerte, a la que llega a desear por amor, en sus “Himnos a la Noche”.

Muchas veces nos preguntamos, desde distintas perspectivas, sobre lo real. ¿Qué es lo real? No lo sabemos ni lo sabremos. Es inaccesible a la mismísima Ciencia en su "qué" esencial, tras el inicial, descriptivo y taxonómico, tras el cómo y el porqué. Va más allá, incluso en algo brutalmente simple como este virus, con su RNA y unas cuantas proteínas. Lo nombramos y creemos comprenderlo. Fue secuenciado, visto al microscopio electrónico. Podremos “combatirlo”, desde esa óptica bélica que considera armas a los fármacos y vacunas. Pero ahora mismo nos remite, sin decir nada, a nuestra fragilidad, desbarata el mito cientificista del progreso, quiebra el desarrollo económico, “limpia” el aire y las aguas… Eso es lo real. 

Eso no sabe de nosotros y nosotros no sabemos sobre lo que nos atañe de eso. ¿Qué quiere ese otro de nosotros? Nuestra vida, nuestra soledad ante la muerte, que es peor… Estamos ante lo siniestro, de nuevo, como tantas veces, ante el “Unheimlich” freudiano. La angustia se instala y desbarata la vulgaridad cotidiana de falsas seguridades.

Un virus muestra lo siniestro de la alteridad, y nos contagia de esa impresión, por la que ya vemos al otro, a cualquier otro, incluso al hermano, como albergue de virus, potencialmente letal. ¿Por qué algo así ocurre? ¿Por qué vuelve a cabalgar ese jinete pálido que apareció en 1918 y muchas otras veces antes? Por la misma razón que la rosa florece. No hay porqué.

Y las consecuencias de ese virus, pequeño, nombrado, cuya estructura molecular es conocida, precederán, con el horror que muestra en los hospitales y morgues, a la miseria adicional de la fragilidad de quien no recibirá un sueldo, una ayuda, de quien no podrá alimentar a su familia, de quien no volverá a trabajar, de quien caerá en cualquier modalidad psicótica.

Eso es lo real. Lo que no tiene nombre, aunque ahora le llamemos coronavirus. Es la innombrable criatura divina, como los árboles, los gorriones, los delfines, las arañas y las rosas. Como Dios mismo o, si se prefiere, como la Nada. Eckhart, que era sabio, no diferenciaba. ¿Quién puede imaginar lo inimaginable?

Nos ha dejado estupefactos hasta la estupidez. Tenemos medios para ir a buscarlo, para limitar su contagio, pero no los usamos, prefiriendo llenar las UCI de hospitales y optando por el confinamiento generalizado. El estupor se implanta en nuestras casas y en los políticos que nos dirigen como sociedad, esos que pretenden conjurar el horror de cada singularidad con la mejora supuesta del individuo colectivo, con esa curva estadística absurda. Una modalidad del Horla reside en nuestras casas y parasitará las mentes de muchos.

Eso es lo real. No una entelequia intelectual, aunque implique la mirada filosófica, sino lo más brutalmente pragmático y absurdo para la perspectiva antropomórfica y cientificista que regía en estos tiempos modernos. En la Ciencia confiamos, pero en la de verdad, que es la que nos ayudará y que es lenta. 

Esto es lo real para este siglo y para el otro y el siguiente. Como lo fue para los anteriores. Inasumible, inaceptable, precisamente por eso, por ser un real que marca la misteriosa distancia con lo que suponíamos, con lo que imaginábamos, con la falsa seguridad. Un real sísmico que nos recuerda el Misterio, que nos lo hace percibir en el peor de los modos.




jueves, 6 de febrero de 2020

El alma del águila.


Es curioso el mundo de las noticias. Hoy supimos del estudio genómico de más de 2.600 cánceres primarios abarcando 38 tipos distintos. Se trata de los resultados del Pan-Cancer Analysis of Whole Genomes recogido por Nature
  
Un gran resultado, de grande, más que de revolucionario, pero importante, a fin de cuentas, ya que el cáncer dista de ser algo comparable a un microbio, por dañino que éste sea.

El cáncer tiene mucho de aleatorio y su “solución”, a no ser que venga de un gran hallazgo empírico, parece requerir una medicina de detalle (tan mal llamada “personalizada”), iluminada por eso, por el estudio genético, y ligada a una integración de miradas, desde la genética, como la recogida en esta colección específica de Nature, a la quirúrgica, pasando por la celular, ejemplificada por los linfocitos T-CAR.

La gran ciencia, la de los grandes descubrimientos, es tan importante como la trabajosa, masiva, de acumulación de datos. Fue importante saber de la existencia de oncogenes en una época en la que algo así fue revolucionario; también lo es obtener datos y más datos sobre todo ese amplio abanico de mutaciones que pueden matarnos en forma de cáncer.

A la vez, también noticia actual, el afán científico se ocupa de reducir algo como el amor maternal a un correlato neuronal. ¿Cuántas veces se nos seguirán presentando hallazgos descriptivos (un correlato lo es) con relaciones explicativas? 

Y parece ya que ningún día, sea hoy, mañana o cualquiera, podremos prescindir de ser asombrados por la estupidez cientificista, esa que llega a medir la belleza masculina  No es nuevo referirse a la proporción áurea para decir tonterías.

Ah, el cerebro, los genes… ¿Cuándo nos hartaremos de la soteriología cotidiana? 

La información es causa y diana de todo, incluso del ser, se nos dice o sugiere insistentemente. La metáfora informativa ha cobrado una fuerza tan grande como pobreza tiene la teoría  de la consciencia centrada en ella, la teoría de la información integrada de Tononi, Koch y seguidores, una teoría que les impone recurrir a un panpsiquismo tan totalizador como absurdo, que ni Teilhard de Chardin soñó y que el propio Koch asume. De ser cierta, cabría legítimamente asociar consciencia al conjunto de eso que puede matar a uno, un cáncer. A fin de cuentas, no mata una sola célula cancerosa, sino un conjunto de ellas, algo complejo, también con su información integrada, en cierto modo como si una neoplasia fuera un neo-individuo consciente desarrollándose en el cuerpo huésped al que derrota tantas veces con la muerte de ambos, una consciencia letal.

Las imágenes cientificistas son el peor ataque que la Ciencia sufre a día de hoy. 

Hay, a la vez, otras imágenes, más realistas y misteriosas que tantos “modelos” científicos, sean de células intencionales o de rostros humanos.

Si en mi anterior entrada me referí a un potro que no se separaba de su madre muerta en una carretera, hoy muchos habremos sido tocados en lo más íntimo al saber de la visita de un águila al cementerio que aloja el cadáver de quien fue su dueño (así dicen, aunque habría que decir más bien amigo inseparable). 

El potro que no se alejaba de su madre, tantos perros que esperan pacientemente en los aledaños de hospitales a sus amigos enfermos, el águila que visita el cementerio, muestran algo físico, pero en el sentido griego. Es la Physis, lo misterioso, lo que ahí contemplamos, esa unión tan extraña como real por la que compartimos los átomos del universo, siendo nosotros tan diferentes por singulares; es eso que podemos percibir como amor. 

Amor animal, de anima, de esa alma que anima al cuerpo impregnándolo, haciéndose cuerpo. Es esa alma que no podrá reducirse jamás a una secuencia de bits ni a una imagen cerebral. Hoy, un águila nos lo ha vuelto a enseñar, aunque consideremos algo tan bello, tan misterioso, como mera anécdota. 

Esa águila nos hace partícipes de la gran posibilidad de tocar el Misterio, indicándonos a la vez que una tumba no es necesariamente signo de un término, sino muestra de que el amor es más fuerte que la muerte, aunque sea amor animal que corresponde a quien a ese animal amó.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

ATEÍSMO




“De verdad desearías decirle a un hombre así: “Conócete a ti mismo”. Comprender que tú no eres nada, menos que una sombra, más insignificante que una gota de agua en el océano, más efímero que la ilusión de un sueño. ¿Tal cosa desearías?”.

(Citado en “Siete formas de ateísmo” de John Gray).



“Galileos, ¿qué hacéis mirando el cielo?” 
(Hechos de los Apóstoles.1,11)




Es muy difícil ser ateo. También lo es creer en Dios.

Ambas posiciones solo pueden darse propiamente si ha habido un suficiente despojo de influencias biográficas que elimine hojarascas religiosas y reacciones frente a ellas, porque una cosa es la creencia y otra la religión. Con carácter general, podemos asumir que somos religiosos por ser míticos, simbólicos. Es una herencia que se ancla en las raíces de la hominización. Pero ser religioso no significa creer ni dejar de creer en una trascendencia. No es lo mismo el “religare” que el “relegere”.

En Europa hemos recorrido un largo tiempo histórico tras el que los animismos y politeísmos parecen residuales. Creer se asocia en general a creer en Dios, según alguna de las religiones del libro y así la creencia, si se da, es monoteísta. Ser ateo sería exactamente lo contrario, es decir, no creer en Dios. Siempre habrá quien crea que “hay algo”, “en las energías”, o cosas así, y quien se sitúe en la onda mágico-ritual,  pero tampoco eso es fe ni ateísmo.

Solo desde un cierto grado de libertad puede asumirse lo que uno ve. La fe en Dios o su carencia no dejan de ser un modo de percibir el mundo. La fe o su carencia se dan desde una mirada singular. Ser creyente o ateo implica, en esencia, aceptar en la vida, con la vida, hacia la muerte, lo que uno ve en el fondo de su alma.

Entiendo personalmente que el ateísmo supone aceptar lo que a uno le parece más obvio. Solo tenemos esta vida, no hay intervenciones divinas en ella ni una vida eterna después. En esta vida tenemos la posibilidad de hacer algo con nuestra libertad y seremos responsables de lo que realicemos, aceptando que somos seres con posibilidad ética, aunque no haya perspectiva de sentido, hasta la gran castración que supone morir. La ciencia sostiene esa postura desde el avance epistémico, un avance que nos interroga filosóficamente.

Y entiendo personalmente que creer en Dios supone aceptar lo que a uno le parece más obvio. Solo tenemos esta vida, pero, como todo el universo, remite a Dios. En ella tenemos la posibilidad de hacer algo con nuestra libertad y seremos responsables de lo que realicemos, aceptando que somos seres con posibilidad ética, aunque no percibamos sentido, hasta la gran castración que supone morir. La ciencia sostiene esa postura desde la asombrosa belleza que desvela el avance epistémico, un avance que nos interroga filosóficamente. Lo que después ocurra está en manos de Dios y, como dice un escrito anónimo (“que aunque no hubiera cielo, yo te amara, y aunque no hubiera infierno te temiera”), no es relevante para el aquí y ahora. ¿Para qué mirar al cielo?

En realidad, lo que importa es, se sea ateo o creyente, tratar de ser buena persona. Pero considero que, a diferencia de ser ateo, ser creyente supone una confianza en que, a pesar de lo aparente, del horror, de la muerte, del mal natural y humano, un sentido amoroso impregna el mundo y que solo una cosa es necesaria (Lc.10,42), abandonarse en el Gran Misterio, en Dios, incluso ante el abandono de Dios mismo.

En la creencia no es relevante la explicación, sino la significación, la admisión de una extraña mezcla de sentido y absurdo, no el credo sino el modo de vida. A veces, creer es claramente ver y eso es íntimo y, con frecuencia, inefable.“Nada te turbe, nada te espante… Solo Dios basta”, decía Santa Teresa. Y, sin embargo, la angustia no es sofocada por la fe más que raramente. Tal vez porque, siendo creyentes o ateos, asumir lo humano supone que la duda existencial siempre nos acompañará, la angustia básica será componente vital de lucidez ante la última frontera… o la otra orilla. Saber de la finitud puede realzar la vida mucho más que esperar lo eterno. He visto mayor serenidad en ateos que en creyentes. La fe no suele calmar, más bien desasosiega.

En realidad, quizá no haya una gran antinomia entre el ateísmo y la creencia en Dios, como sugiere John Gray en su libro “Siete formas de ateísmo”. Siete formas, nada menos, pero en las que no se ve ateísmo más que en apariencia, pues incluyen modos de sustitución de un monoteísmo por otro y de un milenarismo por otro. Se ha sustituido a la religión por la ciencia, a Dios por la humanidad, por el hombre nuevo político o por el soñado desde la purificación racial o eugenésica. El cientificista Harari habla últimamente del “Homo Deus”, posibilidad negada claramente por Gray. A la vez, el milenarismo medieval se contempla ahora bajo el modo del progreso transhumanista.

Tal parece que John Gray, a quien debemos obras magníficas como “Misa negra” o “La comisión para la inmortalización”, hace un esfuerzo por revelarnos o revelarse a sí mismo, sin conseguirlo plenamente, lo que es el ateísmo, algo que no existe en realidad en ninguna de las siete formas que presenta.

Gray parece desconocer que sí hay, incluso abundan, ateos auténticos, que mantienen coherentemente esa posición toda su vida y en el lecho de muerte. Quizá solo sea admisible como tal en su texto el caso de los epicúreos, que considera aparentemente obsoleto.

En cierto modo, si cabe hablar de una teología negativa, también parece que procedería hablar de un ateísmo negativo; podemos decir lo que no es ser ateo porque, como sugiere Gray, hay y hubo ateos que son, en realidad, fanáticos creyentes aunque no sea en Dios. Quizá la forma más absurda de ateísmo es la que él llama “los odiadores de Dios”, ya que solo quien crea que existe podría odiarlo.

Y, si tal dificultad se muestra con lo que es el ateísmo, parece mucho mayor si se intenta definir y clasificar de modo universal las formas de creencia, tantas veces confundidas entre sí con variantes y herejías.

Se dice que Laplace le indicó a Napoleón que no precisaba la hipótesis de Dios para su “Mecánica celeste”. Lo mismo, pero de forma más refinada, sostenía Hawking. Por su parte, Dawkins, con su curioso ateísmo proselitista, ataca cualquier idea de “relojero ciego”. Pero, al margen de creacionistas, aunque sea en la versión moderna del “diseño inteligente”, ¿quién precisa una cosmogonía teológica o ya no digamos una teogonía? A la vez, la apuesta pascaliana se revela fútil.

Reducir el Misterio a ecuaciones y cálculos de probabilidades es sencillamente absurdo. Y el Misterio, ese en el que somos y nos movemos, lo seguirá siendo para creyentes y ateos, le pongamos nombre o no. En el fondo, la línea de separación, si existe, es muy sutil siempre y cuando no incurramos en dogmatismos y a pesar de que la distinción tenga consecuencias vitales para cada cual.