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lunes, 30 de enero de 2023

Morir es sólo morir...


Imagen tomada de Pixabay

 “Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.
(J.L Martín Descalzo)”

 

“No soy joven, y amo la vida. Pero me despreciaría si temblase de terror ante un pensamiento de aniquilación” (Bertrand Russell)


"Esta inminencia de una revelación que no se produce es, quizá, el hecho estético" (Borges)

 

       Estas entradas al blog se producen, o no, como algo un tanto autónomo; siempre son rápidas, no las corrijo en general. Fluyen o no.


Sin saber por qué, hoy tuve una intuición, creo que moriré, que no es lo mismo que saberlo de siempre, de verlo como natural en otros, en sus esquelas, obituarios, tanatorios, noticias... También creo en lo que me más me acongoja, en que morirán los demás a quienes quiero. 


Es decir, creo lo que parece asumible en otros, desconocidos, pero no en los más cercanos y en uno mismo, creo que esto, la vida, la familia, los amigos, el trabajo, el mundo… se acabará para uno, para todos quienes lo rodean, en un día vulgar para la inmensa mayoría, en un día vulgar incluso para quien muere.


Podría decirse que eso es una "boutade", que sabemos de sobra que moriremos, pero la ignorancia sobre el cuándo y el cómo facilita que ese saber desaparezca de la vida cotidiana o que, por el contrario, se haga creencia, en el sentido en que me parece que lo expresó Lacan ("La mort est du domaine de la foi. Vous avez bien raison de croire que vous allez mourir bien sûre; ça vous soutient.").


No me haré predicciones probabilísticas al estilo del principio de mediocridad de Gott. ¿Serviría de algo? Además, nadie es mediocre, aunque haya empeños abundantes en conseguirlo.


¿Sirve para algo “mirarse”, “controlar” los factores de riesgo, llevar una vida “sana”? Estimamos que sí, pero desde una mirada probabilística frecuentista, no bayesiana. Uno se vigila, atiende a todo tipo de alarmas de sus órganos y, al final, el signo menos inquietante resulta fatal o ni se muestra siquiera, apareciendo una repentina catástrofe. No es extraño siquiera que un médico especialista en algo muera precisamente de ese algo en vez de sucumbir a otra cosa, como si su atención específica apuntara a algo determinista. Lo inconsciente acierta en general y la prudencia elemental puede ser descartada.


Morirse parece a veces un milagro negativo con tintes de injusticia. ¿Cómo es posible? Con el bien que hizo, con lo buena persona que era, y acabar tan pronto (siempre es pronto) … bajo tierra, en la inhumación clásica, o en un “mix” tierra-aire con la cremación, incluso en forma de cuerpo desaparecido.


Conozco creyentes teístas y deístas, a agnósticos y a ateos. Admiro a dos personas que ya se fueron a la otra orilla, José Luis Martín Descalzo, sacerdote, y Bertrand Russell, más bien ateo. Respeto especialmente, aunque no la comparta, la perspectiva de aniquilación final  (“vuelve el polvo al polvo”). Cada cual ha de buscar su camino hacia el misterio, hacia el posible significado, y no siempre la creencia lo facilita o inmuniza ante lo aparentemente absurdo. Creer en Dios, haberlo percibido, no neutraliza la angustia en absoluto; hasta el propio Jesús vivió la tristeza más brutal y el absurdo del abandono.


Y, sin embargo, el milagro no es ese, no es morir, porque “morir se acaba”. El milagro es haber nacido. No se trata de un milagro como vulneración de la legalidad física, sino de uno de tantos “mirabilia” que nos conforman y que vemos (sólo si prestamos atención), aunque no nos los creamos por su abundancia. Se dice que se cree en lo que no se ve, pero la dificultad reside más bien en creer lo que vemos, porque resulta casi imposible asumir que, en un instante de la historia del mundo, lo hemos percibido, hemos caído en la cuenta de la propia posibilidad ética en el gran contexto armonioso, estético. Hoy mismo Venus lucía al atardecer. Precioso, haciendo tentadora una visita no factible todavía y que revelaría el carácter casi infernal de ese planeta próximo.


Y milagro todavía mayor es volver a nacer, como le sugería Jesús a Nicodemo, aunque uno sea viejo, eso que equivale a una conversión, a una metanoia desde la visión auténtica de las cosas, del mundo y de uno mismo. Un cambio en la propia perspectiva de un tiempo que deja de ser cronológico. Hay muchos tiempos, el filosófico, el psicoanalítico, el estético, el místico... todos ajenos a Kronos, pertenecientes a Aion y, a veces, contadas, a Kayrós, como en la decisión ética.


    Ante lo que importa, la muerte es mera anécdota. Lo mostraron Sócrates y muchos más. La muerte heroica valora, por ejemplar, la vida.


    Si el nacimiento de un niño requiere unos nueve meses, el renacimiento de un viejo puede precisar un simple instante eterno, el que lo enfrenta a la posibilidad de oír el viento, aunque no sepa de dónde viene ni a dónde va. 


    Siempre tenemos tiempo antes de morir. Basta con mirar, con dejarse penetrar por la belleza del cosmos, de la impresionante, indescriptible e irreductible a ecuaciones manifestación del Ser, del Amor, a pesar del absurdo creado por lo que es humanamente demoníaco, diabólicamente humano. 

            

miércoles, 26 de mayo de 2021

El placer de hacer una tesis

 


Esta entrada es un poco más larga que las habituales porque su destino es la expresión de agradecimiento. 

 

Habiéndome licenciado en 1975, fue en los años 80 cuando me surgió la posibilidad de realizar un deseo, doctorarme. Para ello, precisaba un proyecto de tesis y también una persona que me la dirigiera.

 

Inicialmente, el proyecto lo imaginé centrado en la investigación relacionada con dislipemias. Era un tiempo en que empezábamos en los laboratorios clínicos a estudiar las lipoproteínas implicadas en la aterogénesis, por lo que parecía natural centrar la tesis en esa temática: colesterol-HDL, apolipoproteínas 

 

Gracias a un compañero, fallecido poco tiempo después, me concedió una entrevista el Prof. Cabezas Cerrato, catedrático de Patología General en la Universidad de Santiago. Llevaba conmigo resultados de laboratorio, algo que conservo con cariño. Hablamos de los lípidos, pero él rápidamente me mostró la dificultad que entrañaba lo que se suponía un estudio de tipo observacional, que habría de realizarse con muchas personas, incluyendo niños. Al ver que se me iba por la borda esa posibilidad, le comenté que mi interés real poco tenía que ver con los lípidos y mucho más con la cinética celular y con su potencial perturbación por agentes físicos, como campos magnéticos estáticos. Esa contingencia inesperada resonó favorablemente en el Prof. Cabezas, que decidió concederme un tiempo para presentarle un proyecto detallado al respecto.

 

Cuando, al cabo de algunas semanas, me volví a reunir con él, y después de leerle todo el proyecto, incluyendo la bibliografía, surgieron por su parte algunas preguntas, tras las que me dio el visto bueno. Me dirigiría la tesis. 

 

Tenía ya un tema que me interesaba, facilidades y dificultades para realizarlo, y un catedrático que había pasado de una aparente intransigencia a una receptividad llamativa

 

Necesitaba un campo magnéticoy un medidor de su intensidad y nada parecía mejor que recurrir al catedrático de Electromagnetismo de la misma Universidad, el Prof. Rivas Rey, un hombre de gran calidad científica y humana, cuya amistad actual me honra, y que me brindó entonces todo tipo de posibilidades. 

 

Era una época interesante. Lo que ahora nos parecerían lastres, eran entonces aspectos de la modernidad. Al disponer en mi hospital de una excelente biblioteca, las revistas principales generalistas (Science y Nature), así como las principales médicas (NEJM, Lancet, BMJ), estaban disponibles. A la vez, había un curioso sistema, el Index Medicus, que recogía referencias de lo que se publicaba sobre distintos temas, de tal modo que, atendiendo al título de cada trabajo allí recogido, uno podía hacerse a la idea de si era interesante y, en tal caso, tratar de conseguirlo. Esa aproximación se complementaba con la ofrecida por el Current Contents. De ese modo, lo que no estuviera disponible, podía lograrse pidiéndoselo directamente, por correo postal, al autor. Peticiones y más peticiones en tarjetas ad hoc, con su sello de correos, que, con frecuencia, no siempre, eran respondidas con una atenta carta en la que se adjuntaba la separata solicitada o, como se le llama ahora, el “paper” en cuestión. Curiosamente, el tema abordado generaba especial interés al otro lado de lo que entonces se conocía como telón de acero. En Occidente, esa mirada tenía que ver más bien con aspectos de seguridad relacionados con el trabajo con campos magnéticos de alta intensidad, como los que se manejaban en física de partículas, y en la incipiente aplicación de la resonancia magnética nuclear a la obtención de imágenes. Los libros de Barnothy, Dubrov, Tenforde mostraban maravillas relacionadas con el campo geomagnético y los campos de gran intensidad. Era el tiempo en que se habían descubierto las magnetobacterias y la posible orientación en campos magnéticos débiles de macromoléculas con anisotropía diamagnética. Algo hermoso se mostraba. 

 

Lo que ahora es, en la práctica, instantáneo, como el correo electrónico, en aquellos tiempos se lograba o no tras el tiempo de espera que requería el intercambio postal. No era algo necesariamente negativo; llegaban correos manuscritos, encerrados en sobres con sellos de diferentes países… Y había una espera interesante, que ahora parecería paleolítica. 

 

La tesis proyectada era de carácter experimental, pero, como todas, requería una introducción al tema a tratar. Y eso constituyó una sorpresa personal, ya que disfruté más con el trabajo teórico de introducción, y después con el de discusión de los resultados, que con la experimentación misma. De ésta, más que con los resultados en sí, disfruté con la metodología, con las imágenes microscópicas, con algo ya un poco antiguo, como ver la diferente tinción de cromátidas hermanas de cromosomas y los intercambios de fragmentos entre ellas; la primera vez que lo vi en mi microscopio la sensación fue impresionante.

Convencido de que mi vocación era la investigación experimental, el interés bibliográfico y el esfuerzo de síntesis fue ya una señal de que eso era un error que, no obstante, persistió durante mucho tiempo, hasta que se me hizo evidente que mi deseo tenía que ver más con lo teórico que con lo experimental, con lo estético que con lo epistémico, aunque ambos aspectos fueran íntimamente ligados. 

 

Los ochenta fueron años de cambios, quizá de mayor envergadura de los que acontecieron después. Nadie usaba internet, pero ya se vislumbraba. Las máquinas de escribir seguían sonando en todos los departamentos de hospitales y oficinas. Había intercambios verbales cotidianos entre compañeros, presenciales diríamos hoy,  que empezarían a decaer paulatinamente. Y aparecían los primeros ordenadores, aunque muchos no merecieran propiamente tal nombre en comparación con el Apple II.

 

Ahora, que hacemos las fotos que queramos con cualquier “móvil”, no “saboreamos” la frustración que suponía pasarse horas al microscopio haciendo fotos para descubrir que el revelado de algún rollo de película aparecía totalmente negro o que ese carrete en cuestión ni siquiera se había movido. Hacer una diapositiva descriptiva suponía un lento trabajo de colocación de letras, signos y gráficos en un papel de color que sería fotografiado y “positivado”. Todo eso requería una gran pérdida de tiempo, pero entendida así sólo si concebimos el tiempo con los criterios apresurados de una supuesta eficiencia que, no pocas veces, nos acaba perjudicando. Las prisas nunca son buenas. 

 

Esos años fueron para mí un tiempo feliz, a lo largo de todas las fases de la tesis, leída en julio de 1987, a pesar de torpezas experimentales de todo tipo y de que los resultados obtenidos no fueran espectaculares precisamente, cosa que cabe esperar como posibilidad si uno tiene honestidad científica, la que permite reconocer que lo importante reside en la búsqueda más que en el resultado mismo. 

 

Ese goce implícito a todo el trabajo de tesis sólo fue posible por ser realizado en plena libertad, la que me otorgó, desde el primer momento, mi Director de Tesis. Nos veíamos pocas veces al año. Siempre recibí de él una crítica tan rigurosa como animosa, siempre confió en mí. La primera vez que ensayé la lectura de la tesis, tras escucharla pacientemente, se limitó a decirme que era un desastre. Y tenía razón. Salió bien después de eso. Me enseñó y aprendí.

 

Podría decir que me dirigió muy bien precisamente por no dirigirme, por dejarme hacer libremente. Su dirección fue en realidad la de una mirada compartida, sin decírnoslo, al valor del método científico, algo en lo que él era y sigue siendo un maestro. Algo que no olvidé. 

 

Monod hablaba del azar y la necesidad en el ámbito de lo viviente. Pues bien, en el desarrollo biográfico, son importantes la contingencia y un destino que no sólo está regido por genes y determinantes de todo tipo, generalmente inconscientes, sino también por el deseo. Es, en la medida en que unimos nuestro deseo a nuestro destino, que podemos saborear lo mejor de la vida, esa felicidad que, para Freud y para Russell, implicaba el trabajo creativo. 

 

Mucho después, la mirada psicoanalítica mostró el extraordinario valor de la creatividad amorosa. 

 

José Cabezas, un hombre cuyo interés no se limitó al inherente a su cátedra ni a la Medicina, sino que miró, y sigue haciéndolo, a todo lo humano (su reciente libro sobre el cerebro da buena cuenta de ello), fue un excelente maestro para mí. Y su amistad, ya de muchos años, un precioso regalo. Justo es reconocerlo públicamente alguna vez. Y cualquier momento es bueno para ello, como hoy, como ahora.


Dedicado a mi amigo, el Prof. Dr. José Cabezas Cerrato.

miércoles, 22 de abril de 2020

Lo real





Y aquí estamos. Perdidos.

Llega un virus y crece en nuestros cuerpos. No hay “porqué”. “La rosa florece porque florece”. Y ésta es una mala primavera para nosotros.

A veces, ese crecimiento es tolerado por el cuerpo. En otras ocasiones, no. Y no es porque el virus en sí vaya destruyendo nuestras células, nuestros tejidos, como podría hacerlo a escala macroscópica un tigre. No, es el cuerpo de quien morirá en el intento el que monta una defensa alocada, si así puede decirse de lo que no piensa ni habla, aunque exista un lenguaje molecular. 

Nosotros, que sí hablamos, a veces sin sentido, le llamamos a eso “tormenta de citoquinas”, que en unos se da y en otros no.

No hay finalidad aparente. Y eso resulta terrible en el contexto cultural, por más que, desde la óptica neodarwinista, se le atribuya a la selección natural un papel demiúrgico. Monod hablaba de teleonomía, un término más bien “light”. Siendo ateo, se resistía a esa carencia de causalidad finalista. Parece que es más fácil prescindir de la mirada teológica que de la teleológica. Y por eso construimos (o descubrimos) el mundo mítico. Ha sido nefasto desterrar a los dioses. El logos no puede afrontar el horror de lo real. Sólo la mirada mítica de los poetas puede encararlo. Y quienes lo hacen de verdad pueden acabar locos o extrañamente lúcidos. Novalis se reconcilia con la muerte, a la que llega a desear por amor, en sus “Himnos a la Noche”.

Muchas veces nos preguntamos, desde distintas perspectivas, sobre lo real. ¿Qué es lo real? No lo sabemos ni lo sabremos. Es inaccesible a la mismísima Ciencia en su "qué" esencial, tras el inicial, descriptivo y taxonómico, tras el cómo y el porqué. Va más allá, incluso en algo brutalmente simple como este virus, con su RNA y unas cuantas proteínas. Lo nombramos y creemos comprenderlo. Fue secuenciado, visto al microscopio electrónico. Podremos “combatirlo”, desde esa óptica bélica que considera armas a los fármacos y vacunas. Pero ahora mismo nos remite, sin decir nada, a nuestra fragilidad, desbarata el mito cientificista del progreso, quiebra el desarrollo económico, “limpia” el aire y las aguas… Eso es lo real. 

Eso no sabe de nosotros y nosotros no sabemos sobre lo que nos atañe de eso. ¿Qué quiere ese otro de nosotros? Nuestra vida, nuestra soledad ante la muerte, que es peor… Estamos ante lo siniestro, de nuevo, como tantas veces, ante el “Unheimlich” freudiano. La angustia se instala y desbarata la vulgaridad cotidiana de falsas seguridades.

Un virus muestra lo siniestro de la alteridad, y nos contagia de esa impresión, por la que ya vemos al otro, a cualquier otro, incluso al hermano, como albergue de virus, potencialmente letal. ¿Por qué algo así ocurre? ¿Por qué vuelve a cabalgar ese jinete pálido que apareció en 1918 y muchas otras veces antes? Por la misma razón que la rosa florece. No hay porqué.

Y las consecuencias de ese virus, pequeño, nombrado, cuya estructura molecular es conocida, precederán, con el horror que muestra en los hospitales y morgues, a la miseria adicional de la fragilidad de quien no recibirá un sueldo, una ayuda, de quien no podrá alimentar a su familia, de quien no volverá a trabajar, de quien caerá en cualquier modalidad psicótica.

Eso es lo real. Lo que no tiene nombre, aunque ahora le llamemos coronavirus. Es la innombrable criatura divina, como los árboles, los gorriones, los delfines, las arañas y las rosas. Como Dios mismo o, si se prefiere, como la Nada. Eckhart, que era sabio, no diferenciaba. ¿Quién puede imaginar lo inimaginable?

Nos ha dejado estupefactos hasta la estupidez. Tenemos medios para ir a buscarlo, para limitar su contagio, pero no los usamos, prefiriendo llenar las UCI de hospitales y optando por el confinamiento generalizado. El estupor se implanta en nuestras casas y en los políticos que nos dirigen como sociedad, esos que pretenden conjurar el horror de cada singularidad con la mejora supuesta del individuo colectivo, con esa curva estadística absurda. Una modalidad del Horla reside en nuestras casas y parasitará las mentes de muchos.

Eso es lo real. No una entelequia intelectual, aunque implique la mirada filosófica, sino lo más brutalmente pragmático y absurdo para la perspectiva antropomórfica y cientificista que regía en estos tiempos modernos. En la Ciencia confiamos, pero en la de verdad, que es la que nos ayudará y que es lenta. 

Esto es lo real para este siglo y para el otro y el siguiente. Como lo fue para los anteriores. Inasumible, inaceptable, precisamente por eso, por ser un real que marca la misteriosa distancia con lo que suponíamos, con lo que imaginábamos, con la falsa seguridad. Un real sísmico que nos recuerda el Misterio, que nos lo hace percibir en el peor de los modos.




jueves, 6 de febrero de 2020

El alma del águila.


Es curioso el mundo de las noticias. Hoy supimos del estudio genómico de más de 2.600 cánceres primarios abarcando 38 tipos distintos. Se trata de los resultados del Pan-Cancer Analysis of Whole Genomes recogido por Nature
  
Un gran resultado, de grande, más que de revolucionario, pero importante, a fin de cuentas, ya que el cáncer dista de ser algo comparable a un microbio, por dañino que éste sea.

El cáncer tiene mucho de aleatorio y su “solución”, a no ser que venga de un gran hallazgo empírico, parece requerir una medicina de detalle (tan mal llamada “personalizada”), iluminada por eso, por el estudio genético, y ligada a una integración de miradas, desde la genética, como la recogida en esta colección específica de Nature, a la quirúrgica, pasando por la celular, ejemplificada por los linfocitos T-CAR.

La gran ciencia, la de los grandes descubrimientos, es tan importante como la trabajosa, masiva, de acumulación de datos. Fue importante saber de la existencia de oncogenes en una época en la que algo así fue revolucionario; también lo es obtener datos y más datos sobre todo ese amplio abanico de mutaciones que pueden matarnos en forma de cáncer.

A la vez, también noticia actual, el afán científico se ocupa de reducir algo como el amor maternal a un correlato neuronal. ¿Cuántas veces se nos seguirán presentando hallazgos descriptivos (un correlato lo es) con relaciones explicativas? 

Y parece ya que ningún día, sea hoy, mañana o cualquiera, podremos prescindir de ser asombrados por la estupidez cientificista, esa que llega a medir la belleza masculina  No es nuevo referirse a la proporción áurea para decir tonterías.

Ah, el cerebro, los genes… ¿Cuándo nos hartaremos de la soteriología cotidiana? 

La información es causa y diana de todo, incluso del ser, se nos dice o sugiere insistentemente. La metáfora informativa ha cobrado una fuerza tan grande como pobreza tiene la teoría  de la consciencia centrada en ella, la teoría de la información integrada de Tononi, Koch y seguidores, una teoría que les impone recurrir a un panpsiquismo tan totalizador como absurdo, que ni Teilhard de Chardin soñó y que el propio Koch asume. De ser cierta, cabría legítimamente asociar consciencia al conjunto de eso que puede matar a uno, un cáncer. A fin de cuentas, no mata una sola célula cancerosa, sino un conjunto de ellas, algo complejo, también con su información integrada, en cierto modo como si una neoplasia fuera un neo-individuo consciente desarrollándose en el cuerpo huésped al que derrota tantas veces con la muerte de ambos, una consciencia letal.

Las imágenes cientificistas son el peor ataque que la Ciencia sufre a día de hoy. 

Hay, a la vez, otras imágenes, más realistas y misteriosas que tantos “modelos” científicos, sean de células intencionales o de rostros humanos.

Si en mi anterior entrada me referí a un potro que no se separaba de su madre muerta en una carretera, hoy muchos habremos sido tocados en lo más íntimo al saber de la visita de un águila al cementerio que aloja el cadáver de quien fue su dueño (así dicen, aunque habría que decir más bien amigo inseparable). 

El potro que no se alejaba de su madre, tantos perros que esperan pacientemente en los aledaños de hospitales a sus amigos enfermos, el águila que visita el cementerio, muestran algo físico, pero en el sentido griego. Es la Physis, lo misterioso, lo que ahí contemplamos, esa unión tan extraña como real por la que compartimos los átomos del universo, siendo nosotros tan diferentes por singulares; es eso que podemos percibir como amor. 

Amor animal, de anima, de esa alma que anima al cuerpo impregnándolo, haciéndose cuerpo. Es esa alma que no podrá reducirse jamás a una secuencia de bits ni a una imagen cerebral. Hoy, un águila nos lo ha vuelto a enseñar, aunque consideremos algo tan bello, tan misterioso, como mera anécdota. 

Esa águila nos hace partícipes de la gran posibilidad de tocar el Misterio, indicándonos a la vez que una tumba no es necesariamente signo de un término, sino muestra de que el amor es más fuerte que la muerte, aunque sea amor animal que corresponde a quien a ese animal amó.

jueves, 10 de octubre de 2019

Nobel de Medicina de 2019. La importancia de soñar.


Este año se ha premiado a tres investigadores centrados en desentrañar algo que es de suma importancia, la sensibilidad de las células a concentraciones de oxígeno, desde la que se ponen en marcha mecanismos de adaptación molecular que permitan sobrevivir en condiciones de hipoxia.

Algo sabido a la gran escala del organismo (la importancia de la eritropoyetina o la necesidad de la angiogénesis en supervivencia de tumores sólidos) se elucida ya a escala molecular, de regulación genética..
 
Dos de los premiados, Gregg Semenza y Peter Radcliffe, se han centrado en el gen de la eritropoyetina y en otros relacionados. A su vez, William G. Kaelin ha partido de una rara enfermedad (la de von Hippel Lindau) en la que aumenta claramente el riesgo de cáncer, debido, al parecer, a una proteína alterada, la VHL, que actúa señalando de modo incorrecto una situación de hipoxia. 
 
En síntesis, se ha partido de lo sabido y con dos enfoques que han permitido un gran avance en algo común a ellos y esencial en Biología Molecular. Uno ha sido generalista, basado en partir de la eritropoyetina y estudiar los genes de regulación asociados. Otro se ha centrado en una enfermedad rara pero relacionada con algo tan habitual como el cáncer, la de von Hippel Lindau, que afecta una de cada cincuenta mil personas aproximadamente. Si algo bueno tienen esas patologías raras es que sirven como “experimento de la Naturaleza”, como modelo de algo, en este caso de una sensibilidad celular especial a la concentración de oxígeno. 
 
Un tema común, dos aproximaciones diferentes. 
 
Cualquier persona interesada en esta cuestión dispone de una abundantísima bibliografía fácilmente accesible, pero el objetivo de esta entrada en el blog es ajeno a una divulgación que puede encontrarse de mejor modo en muchos lugares. Mi propósito aquí es hacer una breve reflexión sobre este premio Nobel. 
 
Por un lado, como en otras ocasiones, el Instituto Karolinska ha preferido lo importante a lo sensacional (aunque sea también importante). Era previsible el premio a investigadores relacionados con los linfocitos T-CAR o con los métodos de edición genética. Probablemente se otorguen en el futuro, pero ahora, que no se pensaba mucho en el oxígeno, se nos recuerda la importancia de la adaptación celular a cambios en la disponibilidad de algo tan elemental para vivir y, a la vez, aumentar la entropía del mundo, algo tan maravilloso que hace años se había llegado a suponer increíble, acuñándose el término “neguentropía”. Y no, la entropía ha de aumentar a la vez que la vida prosigue. Desde la emisión de fotones solares hasta el crecimiento de un niño y el mantenimiento del organismo hasta la muerte, y más allá de ella, la entropía universal va aumentando. Los alimentos se degradan y sus productos finales son literalmente quemados, oxidados por oxígeno en esas maravillas conocidas como mitocondrias, aumentando la entropía pero, a la vez, proporcionando energía libre (no energía “a secas”) para construir moléculas mediante reacciones encadenadas. No parece mala cosa premiar la profundización en lo más básico, en lo más fundamental. 
 
Por otra parte, en Biología y Medicina resulta imprescindible el uso de modelos experimentales u observacionales. Uno de los mayores científicos, Sydney Brenner, fallecido hace poco, no solo realizó investigaciones esenciales, sino que mostró la importancia de modelos experimentales como el C. elegans o el pez globo. Ahora, una enfermedad rara es usada como modelo natural para avanzar en la investigación básica. No es la primera vez que algo así ocurre, de modo que lo extraño, lo menos “normal”, los “outliers”, sirven precisamente para poder ver lo general, lo normal.

Y, finalmente, algo que parece olvidado en la investigación actual con su excesiva obsesión bibliométrica, que llega a equiparar investigar con publicar. Se trata de la pasión por el conocimiento, por buscarlo aunque no se logre. Eso no se da sin más ni más, se ancla en el niño que cada cual lleva dentro, en el deseo básico al que se puede responder o no.

Reside en el sueño que pasará a ser libre destino, expresión clara, por paradójica que parezca. Pues bien, a eso se han referido dos de los galardonados. Semenza lo expresó así Somos afortunados de tener esta carrera donde podemos seguir nuestros intereses y sueños donde sea que conduzcan”. Por su parte, Kaelin decía que “Me permití soñar que tal vez algún día esto sucedería”. A la vez, se refirió a que "la enfermedad de von Hippel-Lindau era el lugar correcto para ir de pesca", rememorando curiosamente la actividad favorita de su padre, cuyo secreto era saber dónde pescar, un recuerdo infantil.

Quizá un mensaje de este premio, más allá del reconocimiento de tres grandes investigadores, resida en mostrar que la ciencia no resulta tanto de una carrera curricular, por más que lo parezca a muchos, como de la actualización de un sueño, de la realización de un deseo propio, noble y fundamental, tanto si es reconocido por otros como si es ignorado por el mundo.

sábado, 18 de noviembre de 2017

Ciencia, creencia y subjetividad. En defensa del Psicoanálisis.





No deja de sorprender que el gobierno de Macri intente eliminar el Psicoanálisis de un país, Argentina, en el que está tan ampliamente extendido. Para ello pretende reformar la Ley de Salud Mental con un decreto en el que el argumento básico parece bondadoso. En efecto, en el artículo 5 se dice que “para determinar el diagnóstico deberá ajustarse a las normas aceptadas internacionalmente y basadas en evidencia científica”.  El artículo 7 insiste en ello resaltando que las prácticas en la atención deben basarse en fundamentos científicos ajustados a principios éticos y prácticas fundadas en evidencia científica”. Es decir, todo por el bien de los ciudadanos y en nombre de la Ciencia.

Eso ha creado un movimiento de resistencia amplio que va más allá del interés profesional de un colectivo, residiendo su valor no sólo en defender el Psicoanálisis, sino al propio ser humano en su singularidad, en lo que le es más propio, incluso cuando es presa de la locura.

En nombre de la Ciencia se habla ya de todo lo divino y lo humano. De lo divino, para afirmar o negar a Dios, como si ese fuera cometido de los científicos. De lo humano, para reificarlo.  

Es cierto que hay las llamadas ciencias humanas, tomando el término “ciencia” en sentido amplio, de estudio sistemático de algo empírico. Lo es la Historia, la Sociología, la Economía… ¿Y la Psicología y la Medicina y, dentro de ésta, la Psiquiatría? Sólo si contemplamos al sujeto como individuo. Esto es perfectamente admisible, pues cada persona puede adoptar el valor de individuo en un estudio, sea como individuo económico, histórico, social, como votante, como infectado por un virus, como fumador, etc. Es así posible construir una Medicina Preventiva basada en la estadística o hacer ensayos clínicos que fundamentan la “medicina basada en la evidencia” (una evidencia cada día más degenerada por conflictos de interés y afán curricular).

También es factible, con ese enfoque, estudiar comportamientos individuales, conductas. Eso sostiene la opción conductista, eso apoya el marco cognitivo-conductual, que es lo que parece pretenderse con la reforma de Macri.

La Ciencia puede estudiar el organismo humano y la conducta del individuo humano en los distintos ámbitos en que actúa, pero no al sujeto singular, no al ser hablante. Se dice que cada persona es un mundo y es verdad, aunque se intente desterrar algo tan obvio. Lo subjetivo es ajeno a la Ciencia, que sólo puede basarse en datos observables y, a poder ser, medibles, siguiendo la obsesión de Lord Kelvin. 

Más aún, lo fundamental subjetivo, lo que influye en las grandes determinaciones personales, en las elecciones vitales, llega a ser ajeno al conocimiento propio, es inconsciente y, si la consciencia escapa a la reducción neurobiológica, lo inconsciente personal menos podrá ser abordado científicamente, lo que no obsta para que el encuentro clínico, singular también, pueda facilitar que el paciente haga un mejor uso, más propiamente humano, de su vida. Ese es el valor del Psicoanálisis. Pero no hace falta ir tan lejos pues ése es también el valor de la Medicina misma, que ha de lidiar en mayor o menor grado con lo inconsciente de cada cual, razón por la que un encuentro clínico nunca podrá sustituirse por un enfoque algorítmico, ni siquiera en el aspecto que parece más claro, el diagnóstico.

Al ser imposible que la Ciencia pueda alcanzar lo singular de cada ser humano en su sufrimiento mental, más allá de proporcionar fármacos que lo alivien, que no es poco, es llamativa esa insistencia, en un texto legal, de la expresión “evidencia científica” para referirse a terapias en el campo de la salud mental. Las terapias a las que se alude son las que reclaman para sí el carácter de científicas, cosa que no hace el Psicoanálisis (aun siendo fruto del empirismo clínico). Pero esas evidencias lo son del individuo reducido a organismo que responde a estímulos; dicho de otro modo, del sujeto reducido a cosa maleable, algo que está de moda en la época del “coaching”.

Pero vayamos al término radical, la evidencia. ¿Qué es eso? ¿Cuándo hay evidencia de algo? Dejando al margen que lo evidente no es universal (hay gente que cree en el relato bíblico e ignora la evolución, del mismo modo que otros consideran evidentes las visitas de alienígenas) y también las dificultades de definirla con propiedad, podemos entender por evidencia científica la que es intersubjetiva por reproducible y comunicable.

Por ejemplo, los físicos tienen una buena base para acordar entre ellos que la Tierra no es plana o para asumir que la teoría de la relatividad es verdadera a la luz de todos los datos observacionales que comparten. Los biólogos asumen que ha habido una evolución de las especies considerando el registro fósil y teniendo el marco de la Genética Molecular. En el caso de las ciencias llamadas duras, como la Física, esa evidencia es sostenida por la capacidad de confirmar predicciones, sean eclipses, sean ondas gravitacionales. Bastará con que falle una predicción para que una teoría haya de ser mejorada o simplemente olvidada, algo que atiende al criterio de “falsabilidad” de Popper.

Pero incluso en lo más básico, la evidencia científica, que es intersubjetiva (no basta con que la tenga uno solo), se basa en una comunicación que ha de ser lo más clara y simple posible, algo que se alcanza de modo especial cuando es expresable en lenguaje matemático. Y sucede que esa evidencia requerida implica en general pérdida de comprensión por parte de quien no es investigador en un campo dado. La demostración por Wiles del último teorema de Fermat fue comprendida por muy pocos, a quienes, sin embargo, se les hizo evidente. Lo cuantitativo es ajeno a la evidencia real, pudiendo haber poca gente capaz de acceder a lo evidente o, por el contrario, pudiendo ser muchos los que creen evidente la realidad del relato del Génesis. Las “fake news” se sostienen por esa necesidad de creer y de creer ya, de forma tan inmediata como poco rigurosa.

Por eso, para hablar de evidencia científica se requiere cierto rigor, algo que no parece darse en un discurso como el político, que puede conducir a mejoras sociales, pero también a lo peor, como apunta el decreto de Macri.

Se dice a veces que estamos en la Era de la Ciencia, pero eso no es del todo cierto ni mucho menos. Seguimos y seguiremos siendo más bien creyentes. Estamos en la creencia y la Ciencia sólo nos sirve para sostener la mejor de las creencias posibles, la que apunta a lo Real, aunque no lo alcance. A partir de ellas, cada cual podrá componer su propia cosmovisión.  

Ocurre que la propia Ciencia se basa en la creencia misma, sin la que no sería posible. La Ciencia se construye desde la creencia en la lógica deductiva que nos permite afirmar lo contra-intuitivo, como que hay tantos números naturales como números pares. Se construye desde la inducción, por la que el hecho de que hayamos visto tantas veces salir el sol nos permite asegurar que lo hará mañana incluso aunque nosotros no estemos para verlo, pero resulta que no todas las afirmaciones inductivas son tan claras, como sería afirmar que, ya que han caído asteroides en la tierra, volverán a caer en el próximo siglo. Y supone la isotropía de la legalidad física, es decir, que las leyes fundamentales de la Física son tan respetadas en mi calle como en una estrella de neutrones muy lejana. La Filosofía sigue subyaciendo a la propia Ciencia.

Finalmente, podemos creer en la Ciencia desde la apariencia de que algo es científico. Es habitual; se muestran datos, registros, números… Pero no todo lo que parece ciencia lo es. Tomemos un ejemplo de la “Ciencia” que parece defender Macri. Un fármaco inhibidor de la recaptación de la serotonina (ISRS). Se le llama antidepresivo porque en ensayos clínicos (al margen de que haya meta-análisis que lo cuestionen) se encuentra que el grupo de deprimidos que lo toma mejora en una escala, como la de Hamilton, que “mide” la depresión, y esa mejoría tiene significación estadística. ¿Qué concluimos científicamente? Sólo que es probable que su administración ayude a un paciente deprimido. Nada más ni nada menos, pues nunca hay que menospreciar el valor potencial de un medicamento que alivie. Pero suponer una relación causal entre un déficit de neurotransmisores en determinadas hendiduras sinápticas y la depresión es, en el mejor de los casos, una hipótesis de la que partir para ahondar en los mecanismos neurobiológicos implícitos y, en el peor, un salto al vacío que prima lo biológico ignorando lo biográfico.

Los claros avances tecnocientíficos que nos facilitan la vida han inducido a creer sólo en la Ciencia y, lo que es peor, a creer que todo lo que se proclama como Ciencia lo es. El gran problema que tenemos hoy en día con los científicos es que han descuidado la filosofía que sostiene a la Ciencia, tanto en su construcción como en su interpretación. Eso supone la transición, en amplios sectores, de la Ciencia al cientificismo, que es algo muy distinto y que deviene incluso autoritario, como un amo incorpóreo. En tal contexto, es explicable algo tan difícil de entender como que, en Argentina, reino del psicoanálisis, éste esté en peligro por la visión cientificista de algún asesor de Macri, sin descartar que el propio Macri haya tenido una mala experiencia con el Psicoanálisis, como parece haberle sucedido al auto-declarado cientificista Mario Bunge.  

El Psicoanálisis sigue y seguirá vigente, a pesar de Macri, como ocurrió a pesar de otras derivas autoritarias, pero tal permanencia dependerá, como siempre, de la decisión de quienes defendemos la libertad y la dignidad humanas.

miércoles, 4 de octubre de 2017

MEDICINA. El premio Nobel de 2017 y los ritmos de la vida


El premio Nobel de Medicina de este año ha sido concedido a tres investigadores, Michael Rosbash, Jeffrey Hall y Michael Young por su trabajo sobre los ritmos circadianos

Hace ya muchos años que ha habido trabajos relevantes relacionados con lo que se ha venido en llamar “cronobiología”, es decir, sobre el hecho de que muchos fenómenos fisiológicos, bioquímicos, que ocurren en diferentes seres vivos, incluidos nosotros, varían cíclicamente con un período próximo a las 24 horas (con cierta tendencia a que sea de 25 horas más bien). 
 
Hay así un ritmo interno que acompaña al ritmo planetario. 

En general, hasta hace relativamente poco tiempo, los trabajos de investigación en este ámbito fueron esencialmente fenomenológicos: tratar de ver qué variables fluctúan y cuáles son los sincronizadores (“Zeitgeber”) relevantes en cada organismo. Una de las herramientas usadas en esos estudios descriptivos fue el llamado “cosinor” , un modo de representación gráfica de procesos biológicos rítmicos. 

La cronobiología tiene ya una edad. Hoy mismo he rescatado del olvido en mi casa un libro viejo, que adquirí hace tiempo, en 1974. Se trata de una obra editada en 1965 por Elsevier, cuyo título es “Biological Rhythm Research”. Su autor, Sollberger, se lo dedicó a dos pioneros, Erik Forsgren y Jakob Möllerström, desconocidos en la práctica. ¿Qué habrá sido de todos ellos? Un gran referente, Franz Halberg, que acuñó el término “circadiano”, murió en 2013.

Pero el enfoque fenomenológico no basta. Hay que ir más allá, desentrañando los mecanismos de ese reloj interno y, para ello, se recurrió, como suele hacerse siempre, a modelos experimentales más sencillos que nuestros cuerpos para tratar de alcanzar una explicación que acabe en los genes. Así lo hizo un gran investigador, Seymour Benzer figura esencial en la Genética Molecular, con su trabajo sobre la genética de estructura fina, y que utilizó moscas de la fruta (Drosophila melanogaster) para tratar de comprender mejor los mecanismos subyacentes a estos ritmos, llegando a descubrir, con Konopka, un gen relacionado con ellos. También usó sus moscas para estudios de neurociencia. Uno acaba encariñándose con los organismos que estudia; en algún artículo perdido vi que quien quisiera trabajar en su laboratorio tenía que pasar por una ceremonia iniciática de ingesta de esas moscas. 
 
En esa búsqueda de los genes involucrados en los ritmos circadianos, cobraron una gran relevancia los hallazgos de los tres galardonados con el Nobel, un premio que a veces se otorga a lo que, siendo importante, ha dejado de ser llamativo, si alguna vez lo fue. 

Muchos científicos han sido y son tentados por el impacto, tanto en publicaciones especializadas como en el ámbito social. Se descubre un gen involucrado en el cáncer, se descubre la importancia de un marcador de Alzheimer, surge un robot quirúrgico, etc., etc. Y resulta estupendo publicar en Nature y salir en la televisión. Siempre hay esa mirada pragmática y vanidosa de la Ciencia como una herramienta de aplicación para resolver un problema, y, a la vez, una carrera hacia el reconocimiento personal. 

Pero el afán real de la Ciencia es el conocimiento en sí. Nada más y nada menos y, a veces, lo que parecía olvidado es felizmente rescatado y valorado.

Aunque se conocía la importancia de la cronobiología desde hace tiempo, se la llegó a asociar con publicaciones pseudocientíficas sobre biorritmos. El caso es que hay situaciones clínicas en las que se sabe de la importancia de la hora para medir un parámetro clínico o analítico o para ingerir un fármaco. Poco más. La cronobiología parecía cosa de unos cuantos chiflados. Ahora se reconoce su valor otorgando un premio Nobel a tres investigadores relevantes de ese campo. Curiosamente ahora, cuando hay tantos avances en el microbioma, en el epigenoma, en tantos “omas”, los del Instituto Karolinska deciden rescatar el valor de una variable física esencial, el tiempo, de un contexto, el bioquímico, en el que suele brillar por su ausencia. Y es que tenemos una visión demasiado estática de la Biología Molecular. Analizamos moléculas, secuenciamos genes, pero no atendemos a sus tiempos, a sus cinéticas. El avance en el conocimiento biológico sufre de esa visión empobrecida de la ausencia del tiempo, siendo así que la vida es dinámica.

Y, sin embargo, tantos tiempos particulares se integran en una gran armonía con el tiempo cósmico, que, a escala de la vida que conocemos, es el planetario, es el del sol, el de la luna, moviéndose a nuestro alrededor (nuestras células no tienen una visión heliocéntrica). Esa armonía es organizada por sincronizadores internos, que llegan a poder prescindir de señales externas aunque se hayan ajustado a ellas, a los ciclos diarios, semanales, mensuales, Esos “Zeitgeber” integran todos los flujos temporales de nuestras moléculas, de nuestras células, de nuestros órganos, para que nuestro cuerpo lo sea aquí y ahora, fluyendo en el tiempo cíclico del mundo. Es un ahora el que impulsará en especies de aves y peces movimientos migratorios. Un ahora también el que nos hará a nosotros sentir hambre o sueño, un ahora sin el que no sabríamos vivir. Y un ahora que retorna, cíclicamente. Día y noche, meses lunares, estaciones, años, enmarcan la vida periódica de nuestro organismo. 
 
Desde lo más básico, desde los estados estacionarios fuera de equilibrio que estudia la Termodinámica de procesos irreversibles, hasta las terribles alteraciones temporales maniaco-depresivas, pasando por los ciclos menstruales y los ritmos circadianos. Una repetición mantenida cíclicamente en un tiempo lineal. 
 
La narración mítica ha sabido armonizar esos dos modos de vivir el tiempo, el de la repetición cíclica y el del progreso lineal en él.

Como es habitual, alguien se preguntará (siempre sucede) ¿Para qué sirven los hallazgos reconocidos con el premio Nobel de este año? y muchos se esforzarán con mayor o menor acierto en responder. Pero es una pregunta extraña a la ciencia, insensata, porque la ciencia, aunque las otorgue, no persigue utilidades sino miradas. Y la mirada cronobiológica nos recuerda que nuestras células bailan la danza de las abejas, de las flores, del sol y de la luna.

Estamos incrustados en la maravilla del Ser, en la danza de Shiva.

Post dedicado a mi amigo, el Dr. Leopoldo García Alonso, quien concibió la Cronobiología como campo apasionante de investigación.

sábado, 26 de agosto de 2017

CIENCIA. Deseo y mirada.




“Los líquenes dieron con esta sabiduría cuatrocientos millones de años antes que los taoístas. Los verdaderos maestros de la victoria mediante la sumisión en la alegoría de Zhuangzi son los líquenes que se aferraban a las paredes rocosas alrededor de la cascada”. David George Haskell.

A Simon Schwendener no le resultó fácil convencer a sus colegas en 1869 de un gran descubrimiento. Había mostrado que los líquenes son organismos compuestos, hongos que conviven con algas microscópicas, desbaratando así la idea de lo individual, lo discreto, como único modo de vida. El beneficio mutuo recibido por los dos componentes dio lugar a que Albert Frank y Anton de Bary propusieran el nombre de simbiosis para tal asociación.

Kerry Knudsen tiene ahora 67 años. Siendo muy joven se emancipó para vivir en comunas anarquistas y durante un tiempo se dedicó a escribir poesía y a tomar LSD. A los veinte años, empezó a trabajar en la construcción. Un problema vascular en sus piernas le obligó a dejar su trabajo cuando tenía 52 años. Le gustaban las plantas y decidió estudiar Botánica de modo autodidacta. Finalmente se implicó en un proyecto de investigación sobre líquenes en el desierto de Sonora. Esa afición fue fructífera, pues en sólo 15 años descubrió más de 60 especies de líquenes y su colección consta de miles de especímenes.

Un líquen, Bryoria fremontii, sirve de alimento a indígenas del noroeste de Norteamérica, mientras que otro parecido, Bryoria tortuosa, es venenoso por sintetizar ácido vulpínico. Otro autodidacta apasionado de los líquenes, Trevor Goward planteó que las diferencias entre ambas especies podrían residir en que ambas albergaran una tercera forma de vida, una bacteria.

Toby Spribille se hizo a sí mismo autodidacta en un ámbito de fundamentalismo religioso poco propicio a la ciencia. Fue afortunado al ser acogido, sin un adecuado curriculum de presentación, en la prestigiosa universidad de Götttingen  Años más tarde él y otros pusieron a prueba la idea de Goward y, aunque descartaron la presencia de bacterias, observaron que ambas formas del líquen albergaban en distintas cantidades otra forma de vida, un basidiomiceto. Es decir, un líquen no era sólo cosa de dos, sino de tres especies en juego. Este hallazgo revolucionario se publicó en Science en julio de 2016.

La importancia de los líquenes es crucial en la intrincada red de la vida. Pero no trato aquí de contemplar a los líquenes sino de reflexionar sobre quienes los observan, porque ponen de relieve la importancia de la mirada.

Vivimos una época de extremo reduccionismo enmarcado en la metáfora informativa. El DNA es considerado, no sin fundamento, como elemento clave, y pareciera que todos los avances en Biología y Medicina pasan por secuenciaciones y más secuenciaciones del DNA de las distintas especies y sus variantes. En el caso humano, costosos estudios de “fuerza bruta”, los Genome Wide Associations, intentan reducir lo psíquico a una secuencia de bits, analizando, por ejemplo, qué variantes (generalmente de nucleótido único o SNP) se relacionan con algo tan poco “medible” como la inteligencia.

 
Contrasta con ese reduccionismo la mirada fenotípica, al estilo de los grandes naturalistas como Humboldt.

Esa mirada es necesaria pero no es por necesidad que se da, sino que surge más bien del asombro, de la curiosidad personal y del deseo de satisfacerla, de un deseo suscitado por la belleza natural. Y es que los líquenes, los musgos, las abejas, incluso árboles más viejos que la historia humana, toda la vida que nos rodea, es, sencillamente, maravillosa en su forma y en su complejidad extendida desde la escala molecular hasta la macroscópica.

Es por eso que un libro como el de David George Haskell es tan científico que se hace poético, mostrando en una gran cantidad de ejemplos la afirmación de Feynman cuando dijo que la ciencia no sólo no perturba la contemplación estética de una flor sino que la realza.

Los ejemplos aquí mostrados no son únicos. Afortunadamente abundan. Muchas veces, aunque parezca paradójico, sólo desde la ignorancia es posible el avance. Cuando Leonard Adleman oyó hablar del ADN, le importó muy poco lo que de esta molécula le dijeran desde el punto de vista biológico. Vio en ella la posibilidad de un nuevo modo de computación. Y haciendo uso de polinucleótidos, polimerasas y ligasas, pudo resolver un problema difícil (de los que llaman NP-completos): el camino hamiltoniano de siete nodos, o dicho de modo más coloquial, el problema del viajante. No vio genes en el ADN, sino un ordenador en paralelo. Su mirada, surgida desde el desconocimiento de la genética, desde una ignorancia que la facilitó, fue distinta y original. 

Vivimos una época triste para la ciencia porque, con pretendidos criterios de eficiencia basados en índices de impacto y demás medidas de “calidólogos” bibliométricos, con una educación presencial obligatoria para oír frecuentes lecciones anodinas y prescindibles, y demás tonterías burocráticas, venda los ojos, impide la mirada libre, entusiasmada, a un mundo misteriosamente bello.

Sólo el deseo es vehículo de lo humano. Lo es, en el caso de la Ciencia, dirigiendo la mirada. El deseo trata de recuperar la mirada ingenuamente abierta, inquisitiva y bondadosa de la infancia frente a un infantilizado contexto cientificista que pretende constreñirla.