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jueves, 6 de febrero de 2020

El alma del águila.


Es curioso el mundo de las noticias. Hoy supimos del estudio genómico de más de 2.600 cánceres primarios abarcando 38 tipos distintos. Se trata de los resultados del Pan-Cancer Analysis of Whole Genomes recogido por Nature
  
Un gran resultado, de grande, más que de revolucionario, pero importante, a fin de cuentas, ya que el cáncer dista de ser algo comparable a un microbio, por dañino que éste sea.

El cáncer tiene mucho de aleatorio y su “solución”, a no ser que venga de un gran hallazgo empírico, parece requerir una medicina de detalle (tan mal llamada “personalizada”), iluminada por eso, por el estudio genético, y ligada a una integración de miradas, desde la genética, como la recogida en esta colección específica de Nature, a la quirúrgica, pasando por la celular, ejemplificada por los linfocitos T-CAR.

La gran ciencia, la de los grandes descubrimientos, es tan importante como la trabajosa, masiva, de acumulación de datos. Fue importante saber de la existencia de oncogenes en una época en la que algo así fue revolucionario; también lo es obtener datos y más datos sobre todo ese amplio abanico de mutaciones que pueden matarnos en forma de cáncer.

A la vez, también noticia actual, el afán científico se ocupa de reducir algo como el amor maternal a un correlato neuronal. ¿Cuántas veces se nos seguirán presentando hallazgos descriptivos (un correlato lo es) con relaciones explicativas? 

Y parece ya que ningún día, sea hoy, mañana o cualquiera, podremos prescindir de ser asombrados por la estupidez cientificista, esa que llega a medir la belleza masculina  No es nuevo referirse a la proporción áurea para decir tonterías.

Ah, el cerebro, los genes… ¿Cuándo nos hartaremos de la soteriología cotidiana? 

La información es causa y diana de todo, incluso del ser, se nos dice o sugiere insistentemente. La metáfora informativa ha cobrado una fuerza tan grande como pobreza tiene la teoría  de la consciencia centrada en ella, la teoría de la información integrada de Tononi, Koch y seguidores, una teoría que les impone recurrir a un panpsiquismo tan totalizador como absurdo, que ni Teilhard de Chardin soñó y que el propio Koch asume. De ser cierta, cabría legítimamente asociar consciencia al conjunto de eso que puede matar a uno, un cáncer. A fin de cuentas, no mata una sola célula cancerosa, sino un conjunto de ellas, algo complejo, también con su información integrada, en cierto modo como si una neoplasia fuera un neo-individuo consciente desarrollándose en el cuerpo huésped al que derrota tantas veces con la muerte de ambos, una consciencia letal.

Las imágenes cientificistas son el peor ataque que la Ciencia sufre a día de hoy. 

Hay, a la vez, otras imágenes, más realistas y misteriosas que tantos “modelos” científicos, sean de células intencionales o de rostros humanos.

Si en mi anterior entrada me referí a un potro que no se separaba de su madre muerta en una carretera, hoy muchos habremos sido tocados en lo más íntimo al saber de la visita de un águila al cementerio que aloja el cadáver de quien fue su dueño (así dicen, aunque habría que decir más bien amigo inseparable). 

El potro que no se alejaba de su madre, tantos perros que esperan pacientemente en los aledaños de hospitales a sus amigos enfermos, el águila que visita el cementerio, muestran algo físico, pero en el sentido griego. Es la Physis, lo misterioso, lo que ahí contemplamos, esa unión tan extraña como real por la que compartimos los átomos del universo, siendo nosotros tan diferentes por singulares; es eso que podemos percibir como amor. 

Amor animal, de anima, de esa alma que anima al cuerpo impregnándolo, haciéndose cuerpo. Es esa alma que no podrá reducirse jamás a una secuencia de bits ni a una imagen cerebral. Hoy, un águila nos lo ha vuelto a enseñar, aunque consideremos algo tan bello, tan misterioso, como mera anécdota. 

Esa águila nos hace partícipes de la gran posibilidad de tocar el Misterio, indicándonos a la vez que una tumba no es necesariamente signo de un término, sino muestra de que el amor es más fuerte que la muerte, aunque sea amor animal que corresponde a quien a ese animal amó.

jueves, 25 de abril de 2019

MEDICINA. En el otro lado. De la estadística a la singularidad.


 
"Non timebis a timore nocturno" (Salmos).

Ser médico no inmuniza contra la enfermedad. Unos lo llevan mejor que otros, pero hay una buena dosis de hipocondría en el colectivo médico, traducida en dos actitudes sólo aparentemente opuestas, el recurso a todo tipo de pruebas diagnósticas que confirmen la ausencia de enfermedad (lo que sería la hipocondría clásica) o el rechazo de cualquier consulta (más propio de la nosofobia). Dos polos del mismo miedo, la excesiva vigilancia técnica o la clara imprudencia; a veces incluso la negación de lo evidente.

Aunque no todo el mundo esté convencido de ello, como los transhumanistas, parece que todos nos moriremos algún día. Y esa realidad, tan terca, puede darse de modo súbito, en cuyo caso los testimonios del tránsito no se comunican a otros, o de forma más gradual, tras un diagnóstico ominoso. 

El cáncer es una triste realidad, aunque sepamos que se presenta de forma muy variada y hay muchas curaciones. El diagnóstico se asocia a un pronóstico basado generalmente en el triste criterio frecuentista. Desde la mediana de supervivencia se infiere generalmente el tiempo de vida que le queda a alguien concreto. El diagnóstico proporciona un pronóstico cuantificado de esperanza de vida; un pronóstico que no atiende a singularidades. Sin embargo, cada uno es como es en función de su biología y su biografía. El gran Stephen Gould fue diagnosticado en 1982 de un mesotelioma asociado a un pronóstico infausto a la luz de la mediana de supervivencia. Pero Gould, que no era médico, pero sí científico, fue lo suficientemente frío para aceptar como científico la parte optimista de una curva sesgada. Y publicó un hermoso escrito al respecto, “la mediana no es el mensaje” Sobrevivió. Acabó muriendo más tarde, pero de otro cáncer, un adenocarcinoma pulmonar metastásico.

Acabo ahora de leer una reflexión de una doctora, Susan P. Walker, diagnosticada de cáncer de mama, publicada hoy mismo en el New England Journal of Medicine. Reflexiona sobre lo que supone que quien diagnostica sea diagnosticado, y lo que se asocia al tratamiento, cuyo objetivo reside en prolongar el tiempo de vida sin atender adecuadamente muchas veces a su calidad. 

Volcó esa reflexión, que critica de paso la estupidez de referirse al cáncer como una “lucha”, jugando con un término muy habitual en la estadística médica (también en otros ámbitos), la curva ROC. Una curva ROC (receiver operating characteristic) facilita, para un método diagnóstico concreto, evaluar el mejor punto de corte para optimizar la sensibilidad (que no se nos “escape” la posible enfermedad evaluada) o la especificidad (que no veamos falsos positivos). El área bajo la curva oscila entre 0,5 y 1, acercándose tanto más a la unidad cuanto mejor es el test diagnóstico.

Pues bien, esta mujer consideró la opción de otra curva, referida a su situación, y jugó con ese término, ROC, para definirla: “Reality of Cancer”. En vez de poner en ordenadas verdaderos positivos y en abscisas falsos positivos (lo que hace una curva ROC diagnóstica), puso como ordenadas el riesgo de muerte y en abscisas el riesgo de perder cada día. La imagen (de forma inversa a una ROC habitual) trata de mostrar hasta qué punto se puede ganar tiempo de vida y perder, a la vez, días de vida real. Desde un optimismo que recuerda al de Gould, afirma algo que, siendo obvio, tiende a ignorarse, que lo que importa no es tanto durar como vivir cada día. Serenamente. La curva tendrá en cuenta todo lo que va ligado al diagnóstico y tratamiento y a la respuesta biológica y biográfica a ambos.

En estos tiempos de locura cientificista de constantes promesas salvíficas, es de resaltar una de las afirmaciones mostradas en el artículo: “This ROC is the yin to the “omics” yang of precisión and personalized medicine”

No sólo hay luz u oscuridad en la Medicina, como no la hay en una persona. Todos caminamos por senderos sombríos en los que, a veces, la luz nos guía y alegra.

jueves, 18 de enero de 2018

MEDICINA. Cáncer y Brujos. El analfabetismo científico.



El cáncer, en toda la variedad de sus expresiones, es algo serio. Mucha gente muere por causa de alguna forma de cáncer. Hay quien sobrevive a él… gracias a la Medicina.

Es el avance científico el que ha permitido saber mucho, aunque sea insuficiente, sobre los mecanismos que dan lugar a un cáncer, los que dan cuenta de su heterogeneidad, de su capacidad de metástasis. Los métodos diagnósticos permiten detectarlo cada vez mejor y distintos tratamientos, empíricos principalmente, van dando paso a otros cada vez más racionales basados en lo que se conoce de su Biología Molecular. Se retoman con mejores perspectivas posibilidades antes vislumbradas, como la inmunoterapia. 


El avance de la Oncología ha sido magistralmente recogido en un hermoso libro. Se trata de “El emperador de todos los males” de Siddhartha Mukherjee. Con un optimismo amortiguado por una buena dosis de realismo, el autor muestra lo que era y lo que es el cáncer, fijándose en el coraje de muchos cirujanos, en la paciencia fecunda de muchos investigadores, en algunas decisiones políticas que han sido correctas. No parece fácil ser oncólogo y habituarse al contacto cotidiano con pacientes que sufren por cáncer, pero esa especialidad tiene el gran interés científico y humano de estar en la punta de lanza de la Biología aplicada a la Medicina. 


El futuro, a pesar de todos los fracasos que sigue habiendo en muchos ensayos clínicos, es esperanzador. La lucha contra el cáncer sólo puede ser una, la científica, y es precisamente el avance extraordinario de la Ciencia el que sostiene ese relativo optimismo en que una enfermedad temida lo sea cada vez menos.

Pero, si el cáncer es complejo, el ser humano lo es mucho más en su diversidad, en sus contradicciones. Hay científicos brillantes, cirujanos magníficos, oncólogos excelentes que trabajan intensamente por estar al día y brindar a sus pacientes las mejores posibilidades. Hay médicos de familia y de cuidados paliativos que saben acompañar y amortiguar el dolor. Hay psico-oncólogos…


Y en contraste con tantos que hacen bien lo que es posible hacer en el ámbito de la ciencia y de la clínica, existe un discurso tan insensato como absurdo que niega la realidad y pretende ofrecer las bondades de curiosas alternativas explicativas como las “bioneuroemociones” y terapéuticas basadas en resoluciones de conflictos psíquicos, en la abstención de los venenos citostáticos o en comidas supuestamente beneficiosas para algo que no es tan malo como se piensa. De eso ha tratado el reciente “Congreso Internacional Un Mundo Sin Cáncer: lo que tu médico no te cuenta”. Implícitamente se da a entender que hay un saber del que se priva al paciente, un saber esotérico que se hará exotérico nada menos que en un congreso.

Las alarmas de médicos y colegios profesionales se han disparado, haciéndose eco de ellas los medios de comunicación en sus secciones de divulgación científica. 


Pero… ¿Se trata de charlatanes? No necesariamente. Probablemente los organizadores y ponentes de algo así, extraño, estén convencidos de lo que dicen. Pero ese convencimiento no sustenta nada; por el contrario, es dañino si aleja a pacientes de lo que esas personas llaman terapias “convencionales”. Los alternativos, los que defienden posturas mágicas, siempre se refieren a la “ciencia oficial” (como si hubiera eso), a terapias convencionales (como si también las hubiera) o al poder de la malvada industria farmacéutica para frenar los notables descubrimientos sobre la dieta alcalina o demás milagros.

Las alarmas se disparan, la crispación brota en quien vuelca su vida profesional en el tratamiento de los pacientes con cáncer. Pero el problema de que crezcan mensajes pseudocientíficos que pueden ser claramente dañinos no se soluciona sólo con una hipervigilancia de supuestos charlatanes, porque ocurre que a ellos acuden personas adultas y no necesariamente tontas. El atractivo pseudocientífico es muy “democrático” y no hace distingos entre personas con distinto nivel de conocimiento. Se puede ser físico nuclear o matemático destacado y creer en la eficacia de la iridología o del I Ching. Se puede ser médico y seguir empeñado en defender la bondad de la homeopatía. Se puede ser Steve Jobs y recurrir a la pseudociencia.


El problema real reside en la permanencia frecuente de una creencia infantil en un mundo mágico. Es en ese mundo en el que será aceptable que un conflicto psíquico produzca un cáncer en la mama derecha o en la izquierda según el tipo de problema, nada menos. Es en ese mundo en el que ya no existirán los Reyes Magos ni la Cenicienta, pero habrá alimentos que nos puedan inmunizar contra el cáncer o incluso curarlo si aparece.


¿Por qué extrañarse? La atracción mágica ha sostenido la teosofía y tratado como maestros a Blavatski, Olcott, Gurdjieff, Ouspensky... Muchos son captados por sectas de todo tipo, muchos adultos infantilizados precisan padres. California ha sido, parece que sigue siendo, la tierra prometida en la que encontrar el gurú salvador. Krishnamurti, fruto a su vez de la teosofía, aunque relativamente independizado de ella, hablaba y miles de espectadores callaban tratando de descifrar sus enseñanzas. Su aura parecía atraer más que su discurso. Hay occidentales que han corrido a venerar a Ganesha y se habla del cuerpo cuántico. ¿De qué nos sorprendemos?


El valor de la Ciencia es tan despreciado como falsamente asumido por supuestos charlatanes mediante la absorción en su vacuo discurso de términos que sugieren lo oculto que es revelado: “energías” (en plural, que tiene gracia), “natural”, “cuántico”, “holístico”. A la vez, la inmersión en una pretendida psicología novedosa mostrará el valor de algo tan profundo como la bioneuroemoción. 


El problema al que nos enfrentamos no es, en realidad, médico, aunque afecte a la salud de las personas que crean tales tonterías. El problema real es de falta de educación en un sano escepticismo. Es habitual que la Ciencia se enseñe en la educación básica y también en la universidad como una historia de resultados, pero es mucho más rara la enseñanza del propio método científico del que surgen estos, y de su valor para ir conociendo lo que nos rodea y nuestro cuerpo.


Hay médicos, químicos y físicos que, a pesar de su titulación, carecen del conocimiento elemental del método científico, de su poder y de sus limitaciones. Es esa visión distorsionada de la Ciencia lo que hace de ella fácilmente creencia. Y, en el plano de las creencias, las mágicas han atraído al ser humano desde que humano es. La creencia mágica, el verbo chamánico, puede atraer más que la creencia científica e incluso absorberla usando términos científicos que suenen a moderno como los anteriormente citados.


Cualquier pseudociencia se desmorona ante un juicio crítico, pero es éste el que, con frecuencia, falta. 


Hay una historia que no conviene olvidar con respecto a estas manifestaciones delirantes. Las pseudociencias, precisamente por su carácter irracional, proliferan en regímenes dictatoriales. Desde ese recuerdo, la Historia nos aconseja que no juguemos con fuego, que exorcicemos los demonios de la irracionalidad o nos dominarán de nuevo. La homeopatía y la astrología florecieron en la Alemania nazi. También lo hizo el racismo y numerosos médicos y antropólogos (Mengele fue un claro ejemplo) se dedicaron a trabajar en un ideal de pureza; sabemos las consecuencias, pero hemos de recordar que la pretensión era la mejora, la pureza, por la que había que segregar y después exterminar al visto como impuro. Stalin también apostó por la pseudociencia, favoreciendo las tonterías de Lysenko para desgracia de las plantas, de quienes pensaban comerlas y tuvieron hambruna, y de los científicos que creían en la Ciencia más que en el paraíso comunista.

Por mucho que en los medios de comunicación se hable de Ciencia, lo cierto es que vivimos inmersos en un analfabetismo científico, que no se corregirá con una información narrativa de avances y promesas, con una ciencia divulgada que tantas veces deviene en cientificismo,  sino con educación crítica en el método que hace posible que la Ciencia progrese. Es el método lo que importa conocer, más que si Einstein "acertó" con las ondas gravitacionales. A la Ciencia le daría igual que se hubiera equivocado. La Ciencia hace predicciones pero no apuestas, no tiene una cosmovisión implícita aunque pueda iluminar la de cada cual.






jueves, 9 de noviembre de 2017

Cáncer. Drama personal y épica científica.


Un diagnóstico de cáncer no es fácil de asumir. Hay quien se derrumba, hay quien pasa por esas fases que Kübler Ross  describió a raíz de su trato con moribundos… No lo es por el paciente ni por sus familiares, especialmente cuando los afectados por la enfermedad son niños.

Hay incluso quien lo llega a vivir de modo aparentemente extraño a los demás, gozando de la vida que le resta más plenamente que de la vida anterior, porque ante una situación así, de perspectiva de muerte, los valores cotidianos se transforman a veces en los ontológicos, como diría Irvin D. Yalom  siguiendo a Heidegger. Esta posibilidad se plasma a veces en libros que narran experiencias personales, como "Momentos perfectos"
de Eugene O’Kelly. 

También hay algunas excelentes películas que muestran la dignidad y el sentido gozoso de vivir la vida que reste del mejor modo posible. Una es “Truman”. Otra,“The Bucket List” (en versión española, “Ahora o nunca”). 

Pero, se mire como se mire, cada uno es como es y, a quien se hunde, de poco le valdrá saber que otro se toma con aplomo un diagnóstico así. La vida definitivamente cambia (o no en la práctica) y eso, sea como sea, es dramático.

A la vez, vivimos tiempos de un avance tecno-científico impresionante. Ya lo fue, en su día, conseguir poner un hombre en la luna y traerlo de vuelta. Y eso indujo mediante fuertes presiones a la administración Nixon a lanzar una guerra contra el cáncer firmando el “National Cancer Act” en 1971. Si el proyecto Apolo había sido exitoso en poco tiempo, también era de esperar que el cáncer fuera derrotado. Pero la dificultad que suponen las restricciones físicas a la hora de ir a la luna es muy inferior a la que implica la complejidad de lo viviente. En el primer caso, hay pocas variables, en el segundo cada vez se ven más numerosas e intrincadas de forma no lineal. Y sigue siendo así. Por complicado que fuera, la detección de los quarks o del bosón de Higgs fue posible desde el proyecto. Pero no cabe hablar de un proyecto contra el cáncer. No, al menos, de un proyecto único; tampoco del cáncer como una entidad nosológica única.

Parece que estamos estancados, que sólo cabe insistir en una prevención primaria (no fumar, no beber, hacer ejercicio…) y en detectar “a tiempo” lo peor, mediante una proliferación de cribados de eficacia cuestionable. Los tratamientos siguen siendo agresivos, largos, cada vez más caros, muchas veces inútiles… Es fácil caer en la decepción.

Las promesas televisivas que surgen tras el hallazgo de un gen o de un nuevo tratamiento suelen ser eso, meras promesas y no hechos. Precisamente la proliferación de tantas novedades facilita la frustración ante la realidad del aquí y ahora.

Pero cierto optimismo es concebible no desde la imaginación del futuro sino desde la visión del pasado. Sólo desde su Historia es factible entender el marco filosófico en que la Medicina se desenvuelve o puede desenvolverse, algo descuidado pero que impregna todo acto clínico y toda tarea de investigación. 
 
En 2010, un médico estadounidense de origen indio, Siddhartha Mukherjee, publicó un libro de gran interés, “El emperador de todos los males. Una biografía del cáncer”. Ese interés, que le hizo merecedor del premio Pulitzer de 2011, es doble; reside en lo que narra y, sobre todo, en cómo lo hace, con una reflexión filosófica sobre la propia naturaleza de la vida, íntimamente asociada a la de la muerte, no pudiendo concebirse una sin la otra. 

El libro nos muestra el valor de lo empírico y de lo científico, una mezcla que, a fin de cuentas, es la que sigue haciendo que la Medicina sea un arte y que lo sea influenciada por la concepción filosófica de quienes la practican y de quienes la desarrollan mediante la investigación. 

Se nos describe lo que ha supuesto padecer cáncer a lo largo de la Historia y cómo la Medicina ha ido avanzando en los últimos siglos en una extraña mezcla de empirismo y ciencia, con una concepción de la enfermedad que ha ido también modificándose, conservando a la vez viejas influencias. Lo local y lo sistémico, lo fluídico y lo discreto celular, la base irracional de algunos enfoques terapéuticos exitosos, la impotencia de la investigación incipiente y su recientísima simbiosis con la clínica. No falta el contraste entre médicos abnegados y los que cometieron fraudes descarados. Podría decirse que todo lo humano con sus valores y defectos aflora en esta historia.

Si el avance terapéutico es perceptible desde hace unos doscientos años,
ha sido claro desde mediados del siglo XX. Esa claridad se hace obvia cuando tomamos perspectiva temporal realista, que nos permite ver no sólo avance sino avance acelerado. Cegados con los avances técnicos en microelectrónica, no percibimos la rapidez real pero más lenta habida en los avances oncológicos. Se sabe mucho del cáncer y se va incrementando el potencial terapéutico desde una causalidad molecular ignorada hace unas cuantas décadas y cuyo conocimiento se incrementa de día en día con proyectos como “The Cancer Genome Atlas”. Se diagnostica mejor y se trata mejor. Hay curaciones. No es lo que era, aunque haya formas tan letales como en la época en que se construyeron las pirámides.

El libro concluye con una mezcla de realismo y optimismo. Es una gran obra, que debiera ser leída especialmente por los jóvenes médicos, porque nos sitúa, nos indica el valor humano de la Medicina y su necesidad de la Ciencia, que cede sin embargo ante la importancia de lo singular. En el texto se muestra cómo, a veces, no es factible el ensayo clínico bien estructurado, con sus controles y enfermos asignados al azar, por una razón bien simple: la gente se muere antes de que el ensayo concluya y no está para consideraciones estadísticas. A veces, lo individual revela la gran posibilidad. Otras, será el poder de la estadística el que muestre lo interesante. Ese balance entre método científico (desde el laboratorio hasta el ensayo doble ciego) y relación clínica siempre es, debe ser, muy delicado. Si, en general, cada paciente es distinto, esa singularidad es mucho más clara en el caso del cáncer, tanto por la diversidad de sus formas como por el modo de afrontarlas. Estamos ante un libro que recuerda vagamente a otro muy hermoso, "Cazadores de microbios", de Paul de Kruif

El tiempo de la Ciencia es una cortísima fracción del tiempo de la Cultura. La Medicina fue mágica, empírica y sólo recientemente también es científica. 
 
Tal vez el mayor valor del libro de Mukherjee sea mostrarnos la rapidez con la que, a pesar de lo aparente, se dan grandes avances en Medicina; a veces paso a paso, a veces de modo revolucionario gracias a felices contingencias. Desde 2010, fecha de la publicación del texto, hasta ahora, ese progreso sigue dándose centrado cada vez más en terapias científicas que en las simplemente empíricas. En 2011, la FDA aprobaba un anticuerpo monoclonal (ipilimumab) para el tratamiento de un tipo de cáncer, el melanoma. La inmunoterapia está abriendo perspectivas con enfoques múltiples. También el estudio de las bacterias que conviven con nosotros (microbioma). Y no son pocos los avances tecnológicos de diagnóstico y tratamiento físicos.

Es esa tarea de tantos, actuando en la relación clínica y en los laboratorios de investigación, la que hace de la Medicina una narración épica y de éste un momento de esa noble historia.

sábado, 25 de marzo de 2017

MEDICINA. Cáncer. Vida y contingencia.



“Pero llevamos este tesoro en vasijas de barro”. Segunda Carta a los Corintios, 4,7.

Hace dos años, dos investigadores, Vogelstein y Tomasetti, habían propuesto que la diferencia en la tasa de cáncer existente entre distintos tejidos tenía que ver con el número de replicaciones celulares que en ellos se daban. 

Ahora, en un artículo publicado en este mes de marzo en Science, muestran que alrededor de dos tercios de las mutaciones relacionadas con el cáncer no se deberían a la herencia ni a factores ambientales sino al azar. Dicho de otro modo, un 67% de los cánceres se deben sólo a errores aleatorios en nuestras células, con independencia de que nos cuidemos o no.

Es bien sabido que cuando una célula se divide su ADN es replicado (cada cadena sirve como molde para la síntesis de una complementaria). Se trata de un maravilloso y complejo proceso en el que, en condiciones normales, se da una fidelidad de copia altísima, acompañada de mecanismos de reparación que hacen que la tasa de error sea del orden de uno por cada diez a cien millones de nucleótidos (las “letras” del ADN). Aun así, en cada reproducción celular se estima que se produce un promedio de unas tres mutaciones. 

No todas las mutaciones son perjudiciales, pero desde hace décadas se ha relacionado la tasa de mutagénesis con el cáncer. Se conocen muchos agentes mutagénicos, como las radiaciones ionizantes o los componentes químicos que inhalan los fumadores. La relación entre mutagénesis y carcinogénesis no siempre existe, pero, a pesar de eso, la investigación del potencial dañino de un nuevo agente químico se suele probar con tests de mutagénesis, mucho más rápidos que los de carcinogénesis. 

El riesgo del tabaquismo para el cáncer de pulmón es claro. A la vez, es sabido que a veces el cáncer de mama tiene que ver con la herencia de unos genes concretos alterados. Esa influencia de lo ambiental y lo genético en el cáncer en general ha dado lugar a numerosas investigaciones para tratar de restringir al máximo la exposición a carcinógenos potenciales y ha impulsado la financiación de programas de investigación como el “Cancer Genome Atlas”. Desde una información probabilística limitada sobre el riesgo genético pueden adoptarse medidas drásticas como la tomada por Angelina Jolie.

El artículo publicado en Science no niega la importancia de los genes y del ambiente físico-químico, pero realza el papel del puro azar en la aparición del cáncer. Errores aleatorios en la polimerasa, desaminación hidrolítica de bases o alteraciones por radicales libres pueden conducir a mutaciones que acaben siendo nefastas.

Todo estudio importante precisa ser confirmado (también o quizá más aún los publicados en Science y Nature), pero las conclusiones de éste son llamativas y no tanto por pragmáticas cuanto por sus potenciales implicaciones filosóficas, pues ponen de relieve la importancia de lo aleatorio frente a lo determinista. A veces desearíamos que nuestros mecanismos bioquímicos fueran perfectos, que el ADN no sufriera al replicarse ni un solo error, pero la Naturaleza sigue su curso no intencional y no actúa según nuestros deseos. Y parece que no sería bueno que lo hiciese, pues sin tasa de error, sin mutaciones, no habría una variabilidad sobre la que operasen los mecanismos evolutivos. Bien podría decirse, simplificando, que, si no hubiera errores en la replicación del ADN, no estaríamos aquí. La variación es inherente a la vida misma, que precisa azar y necesidad. Para organismos pluricelulares como nosotros, la vida y la muerte están íntimamente imbricadas, necesitadas de colaboración entre sí.

El cáncer se ha convertido en la plaga del primer mundo y es preciso combatirlo ahondando en todo tipo de medidas de prevención primaria como lo son evitar el tabaco o la exposición al amianto, tomar decisiones políticas para disminuir la contaminación urbana y adoptar medidas higiénicas generales concernientes a la limpieza, alimentación y ejercicio. 

Pero la cuestión es más problemática en el caso de la prevención secundaria, la que tiene que ver con el llamado “diagnóstico precoz”, porque muchas veces es dudosa tal precocidad o el valor real de detectarla. Los autores concluyen al final de su artículo que “para los cánceres en que todas las mutaciones son resultado de errores aleatorios, la prevención secundaria es la única opción”. Con tal afirmación parece sugerirse que, a más azar, mayor obsesión por neutralizarlo y así la medicalización de la vida puede pasar a ritualizarla en el peor sentido, ya que no sólo convendría insistir en los cribados cuando uno se sabe portador de genes malos o ha estado expuesto a carcinógenos químicos o físicos, sino que se trataría de hacerlos universales desde el argumento de que todos somos blancos potenciales del nuevo demonio.

Unas líneas antes, se expresa en el artículo el sueño de evitar mutaciones insertando buenos genes reparadores. Un sueño en un artículo científico, cosas de la modernidad. Pero parece que asistimos a un afán inútil por controlar lo incontrolable, el mismísimo azar, haciéndolo mediante el cribado masivo de todo lo analizable y a edades cada vez más tempranas. Este planteamiento, unido a los avances en métodos de detección múltiple como los que permitirán la llamada “biopsia líquida” y la mayor resolución de técnicas de imagen, podrá facilitar la detección precoz de algunos cánceres, pero a un alto precio, el que implicará el incremento de falsos positivos, la instalación de una hipocondrización generalizada y el retorno de un neo-mecanicismo que, de tanto fijarse en el cuerpo – máquina informado por genes, nos niegue el alma.

Hay algo que muestra el estudio y, al parecer, a pesar de lo que concluyen los autores. Se trata de que somos frágiles y que esa fragilidad subyace a los propios mecanismos moleculares de nuestro cuerpo. No es malo percibir esa fragilidad intrínseca y sabernos así, limitados, igualados por la franciscana hermana muerte. Podemos optar por la vigilancia extrema, cada día más instrumental y sofisticada, de los efectos del error molecular. Pero también, siendo prudentes y no temerarios, aceptando la bondad de lo que la ciencia nos proporcione para nuestra salud, podemos optar por aprovechar la vida del mejor modo posible, sencillamente viviéndola, aceptando la propia contingencia. En realidad, es la presencia de la muerte la que confiere a la vida su extraordinario valor. Borges ya nos mostró lo que supondría la inmortalidad, un insoportable aburrimiento.