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martes, 24 de mayo de 2016

La exageración de Klimt.

"No permitas que la sed de ganancias o que la ambición de renombre y admiración echen a perder mi trabajo, pues son enemigas de la verdad y del amor a la humanidad y pueden desviarme del noble deber de atender al bienestar de Tus criaturas."(Fragmento de la Oración de Maimónides).

Todos estamos atravesados por algo propio y ajeno, por eso que configura la subjetividad, esa extraña amalgama de libertad y determinismo biográfico. Ni siquiera el científico más puro está libre de la contaminación subjetiva. 

Un determinado lenguaje, un modo de mostrar lo evidente pueden dar lugar a la objetivación intersubjetiva que permite la Ciencia. Eso no ocurre en el Arte, en donde lo propio muestra lo suyo, su cosmovisión, su modo de percibir lo que se suele llamar la realidad y que nadie sabe qué es.

Klimt dejó obras maravillosas. Una de ellas parece marcada por el sufrimiento personal, que sabemos padeció en seres queridos. Se trata de “Medicina”. La imponente figura poderosa, sabia, de la hija de Asclepio, está de espaldas al flujo de la vida. Su conocimiento parece importante en sí, para sí, y eso lo hace aparentemente más inhumano.
Hygieia se satisface a sí misma. Podría auxiliar pero sólo le interesa el afán epistémico.

Muchas veces, esa pintura de Klimt es fácilmente asociable a la frialdad de la Medicina moderna. Muchos han padecido esa indiferencia de quienes son conferidos con el supuesto saber de sanar, porque lo que prefieren es simplemente saber. Sanar a otros es mero efecto colateral de un saber narcisista que no mira nunca a alguien sino a algo, que trata de objetivar lo subjetivo. Se trata del médico técnico que, desde el saber objetivante, proporcionado por la observación instrumental, diagnostica y pronostica en una dinámica que toma la fábrica como modelo.

La célebre serie “House” jugó con un dilema, la elección entre un médico humanista pero bastante ignorante y la del encarnado por “House”, un técnico frío pero resolutivo cuando hay solución. Que a uno le sonrían cuando se está muriendo pero no hagan nada por curarlo es mucho peor que ser tratado fríamente pero curado. Pero es un falso dilema porque no necesariamente un saber va desprovisto de humanidad. De hecho, suele ocurrir lo contrario; quien sabe Medicina suele saber además ser médico, que parece lo mismo, pero no lo es.

La visión de Klimt fue magnífica por ser oracular. Previó los excesos de la medicina moderna, de la medicina cientificista para la que el ser humano pierde su condición de sujeto para ser individuo muestral. Previó, sin mostrarlo, el exceso estadístico. El flujo de la vida es el que es. El enfoque “Big Data”  nos dirá más cosas de él o simplemente nos dará más ruido, el reduccionismo geneticista facilitará un falso entendimiento de lo que pasa, pero en ese río vital nadie importa realmente nada a la encarnación de la Medicina.
Afortunadamente, sin embargo, Klimt exageró y, por hacerlo, erró aunque fuera poco, muy poco, todo hay que decirlo. Klimt se equivocó porque la mirada de la Medicina no es única sino la de cada médico, tomado de uno en uno, aquí y ahora.

Hay médicos con una determinada visión de la Medicina. Eso la hace siempre local, algo que se muestra en la singularidad de cada relación clínica. Y esos médicos, buenos por su saber y por su forma de ejercerlo, existen. No son cosa del pasado. Aunque no la hayan leído nunca, practican la oración de Maimónides en su vida cotidiana. Saben Medicina y, por ello, saben de sus límites sin contagiar incertidumbres sino confianzas. Saben Medicina y, por ello, otorgan lo mejor, la salud, como algo por lo que no pretenden reconocimiento alguno. Saben y son sencillos precisamente por ese saber.

Los tenemos con nosotros. No siempre tenemos la fortuna de encontrarlos, pero cuando eso sucede, el desvalimiento se desvanece en la esperanza. Una relación transferencial se instala junto a la confianza en un supuesto saber. Una relación que se hace curativa en sí misma al descansar en la omnipotencia conferida al otro. 

No se harán ricos, en general no destacarán en los medios de comunicación ni serán ponentes brillantes en congresos. Pero sabrán y sabrán transmitir lo que saben, lo que realmente importa, a quien esté dispuesto a recibir ese conocimiento tan especial. Y así, casi sin querer, siempre sin notarse, harán que la vida de muchos sea, si no más feliz, más llevadera. Y así incluso podrán acompañar cuando la vida se acabe, ayudando a dotarla de sentido cuando nadie lo vea, quizá tampoco el moribundo. 

Son esos médicos quienes hacen que otros que lo somos de un modo mucho más burdo nos demos cuenta del valor de la Medicina, quienes nos enseñan. Son ellos quienes realmente pueden salvar aun cuando no haya salvación posible. 

Nuestro sistema público tiene innumerables defectos, muchos de ellos propiciados por decisiones políticas estúpidas fervorosamente aplicadas por gestores mediocres y sus mandos intermedios. Pero no son esos médicos serviles de las cadenas de mando los que cuentan por mucho daño que hagan. Afortunadamente, en ese sistema, con todos los ataques de que es objeto, incluso “por su bien” en modo de certificaciones, algoritmos, vigilancias… , aun quedan médicos de verdad, de los que saben lo que se llevan entre manos.

No seré redundante con posts previos. Dedico éste, esta vez sin repetir nombres, a todos esos compañeros que me han enseñado, sin pretenderlo siquiera, lo que significa ser médico y la fortuna que acompaña a quien, desde el otro lado, da con uno de ellos.

miércoles, 23 de marzo de 2016

MEDICINA. El olvido de la fe.


Probablemente no haya gran diferencia entre quienes viajan a Lourdes en busca de una curación milagrosa (aunque muchas personas sólo esperen un paliativo anímico) y los que acudían a los templos dedicados a Asclepio. En ambos casos se daba un papel del médico, como mediador o como ayudante de lo santo curativo.

El empirismo de la Historia de la Medicina siempre fue sostenido por la concepción filosófica tanto como por la mágica. El ser humano era un microcosmos en relación con el macrocosmos. Todo podía servir para curar: un clima distinto, la montaña, la costa, respuestas astrológicas… Porque los cuatro elementos, el agua, el fuego, la tierra y el aire nos configuran y cambian, como cambian en el medio que nos rodea. Las filosofías orientales facilitaron un desarrollo distinto de la Medicina en algunos aspectos; la medicina tradicional china es muy diferente a la que se desarrolló en Occidente, pero tanto allá como aquí se dio un nexo común: una mezcla extraña de empirismo, religión, filosofía y magia.

Pero, casi de repente, si tenemos en cuenta tantos siglos de historia anterior, todo cambió gracias al método científico. Koch, Pasteur, Yersin y tantos otros mostraban la relación etiológica indudable entre unos microbios y enfermedades infecciosas. La asepsia, las vacunas y los antibióticos, pero también la disponibilidad de agua adecuada y buena alimentación (con las vitaminas necesarias), hicieron posible incrementar considerablemente la esperanza de vida. 

Surgieron los instrumentos diagnósticos que complementaron el sentido del tacto con la audición que brindaba el estetoscopio, el de la audición con el registro electrocardiográfico. De hablar de flema o bilis, se pasó a analizar una gran cantidad de componentes sanguíneos, formes y moleculares. La anatomía patológica revelaba lo que había ocurrido en un cadáver pero, a la vez, permitía pronosticar lo que podría suceder en una persona viva a partir de la imagen microscópica de un pequeño fragmento de tejido. Finalmente, la transparencia que habían ofrecido los Rayos X se incrementó extraordinariamente gracias al TAC, las ecografías, las resonancias, el PET, etc. llegando a un momento en que parece hacerse posible para muchos cientificistas un estudio del alma misma gracias a las técnicas de imagen cerebral funcional. 

Esa expansión en la capacidad diagnóstica y pronóstica se acompañó de lo que algún autor noveló como “el triunfo de la cirugía”. A día de hoy vemos ese gran avance en técnicas quirúrgicas asistidas por robots y en maravillosas posibilidades biónicas. La nanotecnología ofrece un nuevo panorama alentador. El avance terapéutico parece, en cambio, mucho más lento en el ámbito farmacológico, habiendo numerosas enfermedades para las que se carece de un tratamiento realmente adecuado.

Pero, sea en lugares santos, en hospitales o en consultas, el papel del mediador, el médico, sigue siendo relevante en mayor o menor grado. Y no sólo como quien sabe diagnosticar y curar o paliar una enfermedad, sino como alguien depositario de un elemento curativo, la confianza o, quizá más acertadamente, la fe del paciente que a él acude. Precisamente por eso, la relación clínica siempre es singular, encuentro de dos subjetividades, la del paciente y la de quien es conferido con un supuesto saber.

Si el haz de la Medicina actual ha sido el auxilio de la ciencia, su envés ha residido en otorgar la fe sólo a la ciencia, en el cientificismo. Pero la fe primigenia sigue siendo esencial. Tan es así que todo ensayo clínico ha de tener en cuenta el escasamente conocido efecto placebo. 

El problema de la singularidad no se refiere sólo a lo subjetivo sino también a la heterogeneidad individual que crea un serio problema a la hora de establecer relaciones causales, sea en términos de factores de riesgo, sea en términos de eficacia terapéutica de un fármaco o del valor real de un cribado. A pesar de eso, se ha deificado la herramienta estadística y, desde ella, han proliferado guías y protocolos que tratan de borrar la individualidad objetiva y ya no digamos la propia subjetividad.

Es, en gran parte, por ese olvido de la singularidad y de la necesidad de fe en la curación, en la vida, que un paciente puede tener, que la Medicina opera con términos más propios de una fábrica que de la clínica: significación estadística, medianas de supervivencia, eficiencia, tiempos medios, listas de espera, calidad (término éste perverso donde los haya), etc. Por otro lado, las grandes posibilidades técnicas diagnósticas conducen a un descanso de la tarea del médico en lo instrumental, lo que no sólo tiene efectos benéficos. También supone que un diagnóstico se dé muchas veces tras un tiempo de espera muy prolongado para acceder a ese estudio instrumental; un tiempo que puede afinar el diagnóstico tanto como facilitar paradójicamente el avance de la enfermedad.

La fe existe casi siempre. Y un exceso de fe en el método científico, principalmente en la herramienta estadística (tan erróneamente usada tantas veces) se acompaña de un olvido de la fe que el paciente deposita en el médico.


Cuando se dan carencias debidas a una industrialización de la medicina que sólo atiende a promedios o cuando se quiebra la fe del paciente por falta de atención real, de escucha, de mirada a su rostro, su cuerpo y su alma, es comprensible que esa fe retorne a lo mágico. Por eso, no es extraño que prácticas médicas claramente pseudocientíficas sigan vigentes. Y es que, como tantas veces se ha dicho, ocurre que, en alguna ocasión, quizá en más de las que se supone (hay numerosos estudios psiconeuroinmunológicos interesantes), la fe hace milagros.