Mostrando entradas con la etiqueta Amor. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Amor. Mostrar todas las entradas

miércoles, 28 de febrero de 2024

Nostalgia de carencias y la mirada del corazón

 


Imagen tomada por el autor

     " Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos " (Mt. 18, 3).


    Allí y en otro momento que hoy recuerdo, fue uno de tantos “aquí y ahora”, aparentemente igual a muchos previos y probablemente a otros que vendrán, pero distinto sólo por haberlo reconocido, por ser de nuevo consciente de que hay un tiempo en que podemos parar el pensamiento habitual o la mera distracción, y un lugar cualquiera donde hacerlo, como en la adolescencia. No importa el cuándo ni el dónde, ni siquiera lo que estemos haciendo entonces, sólo que dejemos que ocurra. 


    Un instante espacio-temporal basta para contemplar la Vida, para tratar de mirar lo esencial, siendo, de paso, conscientes de que eso ocurre, por más quietud que haya, viajando, con la tierra que pisamos y todos los seres que la habitan, a algo más de cien mil kilómetros por hora en torno al sol, casi treinta kilómetros por segundo. Un instante que puede presentarse como la repetición de tantos otros de nuestra vida pasada. Y, sin embargo, cada aquí y ahora en que Somos realmente, podemos retornar del mejor modo a la frescura juvenil con el potencial deseo del buen olvido de proyectos y de logros prescindibles, y con gran receptividad pasiva a la belleza del mundo y de la Vida.  


    En una Audiencia General, habida el 11 de mayo de 2022, el Papa Francisco, decía que, en la vejez, se “es capaz de vivir una época de plenitud y de serenidad”, aclarando poco después que, “como ancianos, se pierde un poco la vista, pero la mirada interior se hace más penetrante: se ve con el corazón. Uno se vuelve capaz de ver cosas que antes se le escapaban”


    En muchas profesiones y trabajos de todo tipo, cada vez más, se da un largo proceso métrico al que, desde el colegio (hoy en día ya desde la etapa preescolar) hasta la jubilación, nos sometemos, un proceso al que solemos llamar “carrera”, con buen sentido porque corremos por buenas notas escolares, superación de exámenes, calificaciones académicas, reconocimientos bibliométricos, indicadores de empresa, índices de “calidad”, etc. Nos instalamos así durante demasiados años en una métrica curricular, que no excluye la social y económica. Hay quien no para de correr y sigue haciéndolo tras la jubilación, no necesariamente jubilosa, para lograr puestos de relevancia social. Siempre hay quien se fascina ante las nuevas versiones del “cursus honorum”.


    A la vez, decidirse por una u otra carrera, si eso es factible, supone, además del deseo inconsciente que pueda haber, elegir y descartar a una edad de inmadurez para hacerlo, optando, en el aparentemente mejor de los casos, por un enriquecimiento epistémico muy parcelado. En cualquier ámbito del conocimiento, se cede entonces necesariamente en curiosidad, o se la mantiene sin acabar de concentrarse sólo en lo que nos es exigible. Pueden bien ser tiempos de frustración en los que el afán de saber se reprime ante el proyecto curricular, y eso tiene consecuencias. La aspiración a la belleza que implica el conocimiento desprendido se ve frustrada ante la enseñanza pragmática, “reglada”, de datos. 


    ¿Y al final de todo eso, en la jubilación, qué? Hasta el propio Francisco, ya mayor pero que no se ha jubilado, recogía la pregunta que muchos nos hicimos y hacemos con la abrupta, aunque sabida, llegada de ese momento, porque ni siquiera es algo gradual, ¿Qué haré ahora que mi vida se vaciará de lo que la ha llenado durante tanto tiempo?” Parece claro que lo más sensato y difícil sea eso, acoger el vacío para despojarse del mejor modo de todo lo que lastra la mirada del alma. 


    Y vaciarse puede ser apoyado por la buena nostalgia de un tiempo, el de la adolescencia y juventud inicial, más rico en carencias y en deseos que en proyectos definidos, más abierto a la contingencia que a ninguna planificación. Eso va ligado a una nostalgia de la época en la que el pensamiento era mucho más libre por una ignorancia menos constreñida, en que el conocimiento no estaba encorsetado en “materias”, en “disciplinas, en "especialidades”. Nostalgia de músicas, películas y tiempos en los que se suplía la carencia de libros con el vuelo de la imaginación y con el aburrimiento, que siempre es fructífero. Nostalgia de soñar despiertos.


    Sucumbir a esa nostalgia parece un buen impulso para una nueva mirada, que incluya un desapego y un amor crecientes, por paradójico que esto parezca. Desde la nostalgia, se nos muestra la necesidad de contemplar de nuevo el mundo y la Vida. 


    Libres de “fines”, podemos, si no lo hicimos antes, ir más allá y renacer a lo mejor, a lo Inagotable. Es en un “aquí y ahora” que el vacío puede acoger la Vida. Es en ese elemento espacio-temporal que toda la biografía pasada es relativizada rescatando de ella los momentos de amorosa lucidez que, por serlo, fue creativa, pudiendo serlo nuevamente y mejor. 


    Refiriéndose a la eternidad, François Cheng decía que “lo es todo excepto una interminable y monótona repetición de lo mismo” y que “está hecha también de instantes únicos”. Es decir, nada que ver con una aburrida inmortalidad. La tarea más aceptable sería recrearse, también soportar miedo, tristeza y angustia si se dan, en esos instantes que ya son factibles aquí, participando sin percibirlo, sólo queriéndolo, en la danza cósmica de las estrellas.


    En su segunda carta a Timoteo, S. Pablo escribía esto: “He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe”. Eso me parece lo esencial, conservar la Fe, entendiendo por tal lo que vemos más claramente, la Vida, lo que puede abrir a uno, no sin dificultad, a un tiempo nuevo, primaveral, en el invierno de su vida.


Siempre son accesibles instantes de mirada y de comprensión, buscando siempre o recordando, si se olvidó, la gran conclusión vital.

 

    

            

 

sábado, 25 de noviembre de 2023

Anticipando la Navidad.

       


 

La celebración periódica parece ser algo en retroceso, al margen de un cierto y natural frenesí festivo observable tras los duros tiempos de la pandemia.


Hay celebraciones que podrían llamarse longitudinales. Son las asociadas a ritos de paso y centradas en el sujeto a quien se le brindan, siendo las iniciales (nacimiento y adolescencia) marcados fuertemente en nuestro medio por la tradición religiosa. También la final.


Otras celebraciones son colectivas, familiares y de amigos, y también periódicas, siendo la principal anual. Y en ello estamos, a las puertas de la Navidad, celebración que oscila entre lo gozoso y la tristeza según cada caso, por lo que habría que referirse a las Navidades, en plural, para abarcar, como en un célebre cuento de Dickens, las actuales; las que, por pasadas, inciden de modo nostálgico; y, siempre esperanzados, las futuras, porque la Navidad esencialmente es una celebración de amor y de esperanza. 

    

    La Navidad es fiesta de esperanza a pesar de lo que ocurra, a pesar de lo que está ocurriendo ya en un mundo que acoge ahora mismo, como tantas veces, el horror en grado máximo. Lo es porque sabemos que mientras hay esperanza hay vida, y no al revés. Esperanza de que el tiempo se abra a lo bueno, a lo que vale la pena de ser vivido y contemplado. Esperanza real y no fantasiosa de que, aunque fracasemos, podemos hacernos mejores personas, ser más sencillos, más sosegados y amables. 

 

Y es fiesta del amor que celebra la vida. Y, si hay amor, esa vida que la Navidad reinaugura será radicalmente humana, valiosa, y momento propicio para la apertura a instantes eternos. Fiesta de amor que puede manifestarse incluso en plena guerra, entre enemigos, como sucedió el 24 de diciembre de 1914, cuando los soldados en liza no saltaron las trincheras, algunas ya adornadas, para clavar bayonetas en los cuerpos de otros, sino para celebrar con regalos, charlas y fútbol lo que realmente importa, lo que une. Esos hombres nos recuerdan que la Navidad no sólo es alegría familiar, incluso trascendente si uno tiene el regalo de la fe. Es también celebración repetida de la vida misma.

 

Ya nos advirtió Freud que tendemos fuertemente a repetir lo peor y, tristemente, las fiestas lo muestran con cierta frecuencia, pero no es menos cierto que también cabe la repetición de lo mejor, de vivir y de vivirnos en compañía en ese día o en uno que sea próximo. 

 

La Navidad, los días que la preceden, nos recuerdan que siempre tenemos tiempo antes de morir para una metanoia. El corazón de Machado esperaba “hacia la luz y hacia la vida otro milagro de la primavera”. No se le otorgó, pero su esperanza era nobilísima y ejemplar. Basta con mirar un árbol, con percibir alguna de sus hojas.  Y nosotros podemos expresar también un deseo de milagro si lo precisamos, ante el milagro mismo que nos rodea y constituye, porque la Navidad anuncia conjuntamente que Cristo nació y que el sol invicto renace iniciando en nuestra latitud su carrera hacia el norte; el invierno se inicia, pero augura la milagrosa primavera.


Entramos, acabando noviembre, en los preámbulos de celebración, sea cristiana, agnóstica o atea, pues las diferencias más importantes no son las que se dan entre cosmovisiones diferentes, sino en los corazones humanos. Y uno es muy afortunado cuando puede celebrar con viejos amigos, coetáneos, que muchos días, más lentos y tanto o más gozosos que estos, fueron niños, adolescentes y jóvenes que compartieron aulas. Hace ya 53 años que terminó el colegio para quienes nacimos en el 53 (o con meses de diferencia), año en que se publicó el modelo del ADN. Desde entonces, el conocimiento del mundo ha crecido de modo asombroso.

 

Ayer celebramos la próxima Navidad, una más. Estuvimos juntos como tantas otras veces para reencontrarnos, para comer y reír gozosamente como los adolescentes que fuimos y que, en cierto modo, volvemos a ser, porque los 70 años marcan también la posible neo-adolescencia en la que, jubilados, podemos contemplar y disfrutar mejor, con una sensibilidad más receptiva, de todo lo bueno y bello que nos rodea. A eso nos convoca la vida, a vivirla de verdad, a saborear lo maravilloso, tantos “mirabilia”, como decía Le Goff.

viernes, 20 de octubre de 2023

Dios también está en “Tierra Santa”.



 


    Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen (Mt. 5, 44)

 

    “Never hate your enemies. It affects your judgment”. Mario Puzo (Guión de la película "El padrino. III".


        En pocos días, muchos hemos sido conmovidos por tanto horror transmitido por los medios de comunicación. Lo cuantitativo se hace estadístico y tapa lo cualitativo, la enormidad de ese horror. Que nos hablen de miles de muertos nos dice muy poco. Lo que nos muestra lo real son imágenes concretas: alguien disparando a quemarropa a inocentes, vejaciones y secuestros, una casa que se derrumba en un bombardeo, un médico que sostiene en sus brazos el cadáver de su nieto, el bloqueo de colas de vehículos y que concierne tanto a la salida de personas del infierno humano como a la entrada en él de energía, alimento, medicamentos... Habrá quienes sobrevivan a la destrucción de su casa y acaben muriéndose por falta de insulina.


No es locura, aunque también pueda tener lugar, sino odio. Puro odio pasado al acto matando y ultrajando al diferente, que lo es por aspectos mínimos a un observador neutro, y puro odio también en la venganza asociada a la defensa, que no distinguirá verdugos y víctimas. Se pasa al acto con todos los medios, desde puñales a misiles, incluyendo el tradicional cerco del enemigo con un corte de suministros. 


Tal odio no puede calificarse de bestial por el simple hecho de que no le es propio a ningún animal. Es algo sencillamente humano, demasiado humano.


Semejante horror nos interroga y, frente a creyentes, facilita, en el contexto de la teodicea, el viejo argumento que sostiene la inexistencia de Dios porque es inconcebible si no es omnipotente (podría impedir semejante horror) o si, siéndolo, no es amoroso, bueno. Lo inconcebible realizado solicita la acción de Dios, que hable incluso, y dos papas sucesivos se preguntaron públicamente en sendas visitas a Auschwitz por el silencio de Dios ante el exterminio industrializado que supuso la Shoah.


Y, sin embargo, muchos creemos que Dios habló entonces y sigue haciéndolo ahora, porque en todas partes estuvo y está, pero no fue, no es, no será, en general, escuchado. 


Tras un largo proceso evolutivo, surgimos conscientes y libres, lo que supone la posibilidad ética; no fuimos creados como máquinas felices, aunque a la felicidad seamos convocados y no sólo en el más allá, sino ya, aquí y ahora. Dios no puede vulnerar la libertad con que nos creó como no puede hacer pentágonos cuadrados.


Tampoco, desde la herencia de lo que con esa libertad hicieron quienes nos precedieron y educaron, podríamos ser naturalmente buenos, como pretendió algún filósofo. Somos libres, aunque haya influencias importantes en nuestro modo de ser, y arrastramos culpabilidades antiguas (eso que en el contexto cristiano se llama pecado original), aunque nos consideremos autónomos de “tabula rasa”. Esa amalgama, que tiene mucho de inconsciente, pero que no anula la responsabilidad, nos pertenece, nos conforma.

  

Y, en esa libertad, podemos optar, y seremos responsables de elegir entre lo que la ética más básica nos exige o el extremo de la destrucción del otro, que, por muy colectivamente que se considere, será siempre uno por uno, siempre en singular. 


Es llamativo, por más que se repita en la Historia, que el conflicto que aterra tenga lugar en “Tierra Santa”, en la que Jerusalén es epicentro de las religiones del libro. Por esos lugares, un joven judío, Jesús, hablaba de amor universal y singular a la vez, de cada uno hacia todos, incluyendo los enemigos. También su época era de odios entre opresores y oprimidos y ambos parecieron unirse contra quien, en modo de bienaventuranzas y usando parábolas, habló, para entonces y para siempre, de Dios como Amor. 

  

Es rotundamente el amor lo único que puede sacarnos del horror que sólo sabe crecer y perfeccionarse en su afán letal. Lo único que puede, al menos, paliarlo. Amor en forma de corredores sanitarios, de esfuerzos diplomáticos, de hacer una resucitación cardíaca en condiciones extraordinarias, de operar sin recursos, de consolar a niños huérfanos… Hay mucho odio en cualquier conflicto, pero también hay muestras de amor, aunque no se nos transmitan, muestras que salvan al ser humano de sí mismo… El odio no se erradicará con más odio como respuesta, sino que crecerá con él en una espiral de muerte.


La creencia en Dios, entendida como confianza, ayuda al creyente, por supuesto, aunque con muchos matices, pero la capacidad de amar le es dada a cada ser humano, sea religioso, agnóstico o ateo, y tanto si cruza el mar en una patera como si dirige una gran compañía tecnológica. Somos más pulsionales que intelectuales, pero si aceptamos la propia carencia de comprensión de nosotros mismos, cada uno puede, en momentos cruciales, muchos a lo largo de una vida, optar por orientarse por un polo de ese dualismo pulsional que nos concierne, el de la muerte o el del amor, aunque haya situaciones confusas. Conocemos sobradamente, por la Historia y por la actualidad cotidiana, la importancia de tal decisión vital.

 

 

 

viernes, 2 de junio de 2023

Jubilación. La pasividad posible como horizonte.



 

            Hay algo evidente, lo jubiloso de la jubilación se da o no en relación con el trabajo que ha cesado. No es lo mismo trabajar en la pesca de altura o en un andamio que hacerlo como gestor bien remunerado. Tampoco es igual un trabajo funcionarial monótono que uno creativo o vocacional.


            En general, cuando el trabajo ha sido humanamente enriquecedor, se agradecen los consejos que se reciben sobre qué hacer cuando da paso a la jubilación, un tiempo que puede percibirse, y ya lo sé, como un vacío amenazante.  Ese “qué” suele atender a dos aspectos, la necesidad del lazo social, que cambia de modo importante al dejar de trabajar, y el mantenimiento o inicio de actividades rutinarias que cubran satisfactoriamente el tiempo. Se trataría de buscar un cambio de tarea, algo relativamente organizado.


Parece que se trata de “estar activo”, que ese es el gran objetivo, y bueno todo lo que lo facilite. Pero creo que es contemplable la alternativa de una visión un tanto diferente, la de optar preferentemente por la pasividad, aunque no cesen de hacerse cosas. Es verdad que es mejor hallarse ocupado que preocupado, entretenido que aburrido, y así la actividad llena el tiempo, pero también es cierto que puede acabar matándolo, como llega a decirse coloquialmente.

 

            Estrenándome en esta nueva fase de mi vida, entre una neo-adolescencia muy curiosa y la clara visión de mi envejecimiento, no estoy en disposición de valorar, al menos por ahora, qué conviene o no hacer o dejar de hacer en este tiempo. Pero quizá ahí mismo haya ya un aspecto discutible. ¿Hacer qué y para qué? Mirando alrededor, me parece que la cuantificación curricular parece extenderse de otro modo a viajes, estancias, aficiones, estudios reglados o rutinas gimnásticas… La variedad es amplia y, sin embargo, ante ella, también cabría adoptar una alternativa aparentemente contraria, la pasiva. Me refiero a una pasividad elegible (con actividad física y mental conservadas), no a la que ya en estos momentos están abocados en absoluta soledad, muchos miles de personas mayores de mi edad y mayores que yo en nuestro país (la expresión "clases pasivas" tiene una connotación realmente dura). 


Entiendo la alternativa pasiva querida como una apertura, con un paradójico inquieto sosiego, a lo novedoso, que puede serlo incluso en lo que se tenía por más conocido y cotidiano. Y la entiendo, bajo ese prisma neo-adolescente, como base para plantearse la propia vida con una mirada atentamente receptiva, acogedora y quizá transformadora en el único orden que merecería la pena, el espiritual en sentido muy amplio. En una entrada del pasado verano, afirmaba que tenemos tiempo antes de morir. Eso se me hace más claro ahora, en el último tramo vital.


Hay dos puntos de referencia que me sugieren esa opción por una pasividad desprendida de lo superfluo y que atienda a lo que creo esencial. 


Uno es el cierre curricular y profesional. Se acabó lo que se daba, que era una vida concebida como tarea profesional, para bien y para mal, con un balance de escasos logros y abundantes carencias. Recordar o buscar brillos académicos compensadores en la vejez parece un sinsentido absoluto, cuando no fatuo narcisismo. Coleccionar “experiencias” iría, en cierto modo, en sintonía con esa perspectiva curricular en sentido amplio.


El otro referente reside en la muerte, ya percibida como más próxima (aunque a todas las edades sea posible, como recordaba Cicerón en “De senectute”). Esa cercanía es sólo cronológica, no tiene que ver con el tiempo real, vivo, el de Aión, y sólo es factible desear una “muerte propia”, como decía Rilke, si nos hemos apropiado también de la vida misma impregnándonos de ella. Por eso cabe la pregunta esencial, a la que repugna la inercia curricular de lo que se ha hecho, sobre qué es la vida y qué puede uno buscar en ella.


San Juan de la Cruz decía que “en el atardecer de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor”. Parece una buena perspectiva la contemplación de ese horizonte, de cara a llevar bien la vida, con independencia de que uno espere en Dios (es mi caso) o sea ateo. No se trata de una búsqueda mística, sino de una actitud de desprendimiento de lo “útil”, incluso de lo que espiritualmente así se ha considerado, un despojamiento con aspiraciones franciscanas de alabanza al Fundamento Amoroso de lo existente y en cuyo contexto, cualquier actividad que surja será espontánea, no finalista.


Sería desde la pasividad, apagando de modo natural restos narcisistas, que quizá uno consiga atender mejor al misterio del Ser, al Amor que, a pesar de tantos horrores y tanto absurdo, puede intuirse en la belleza del universo en todos sus órdenes de magnitud espacio-temporal y en el ámbito de la complejidad de lo viviente.


Entre esos dos focos, cierre “curricular” y mirada a la muerte, percibo mi “actividad” para este tiempo como mero resultado impredecible y lúdico inherente a un intento de purificación de la mirada. Por eso, es probable que, de “hacer” algo, me embarque en inutilidades como dibujar bocetos en paseos o tratar de leer en su lengua a algunos clásicos, a Hölderlin o a Dostoievski, siempre que resulte simplemente lúdico. De vez en cuando, este blog seguirá su curso, según sople el viento, que nunca sabemos “de dónde viene ni a dónde va”, sólo que parece adecuado dejarse llevar por el buen viento, aunque a veces sea demasiado perturbador.


A fin de cuentas, la pasividad adecuada es el mejor modo de sostener una creatividad amorosa.


Es plausible y deseable que los vínculos humanos con que he sido agraciado se conserven y fortalezcan del mejor modo con esta perspectiva, si se mantiene. Es a esas personas a quienes dedico especialmente esta entrada.



domingo, 6 de noviembre de 2022

El obsesivo balance biográfico.


Imagen tomada de Wikimedia commons

 

"No haya ningún cobarde,

aventuremos la vida,

pues no hay quien mejor la guarde

que el que la da por perdida."

(Sta. Teresa)

 

 

"¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su vida?" 

(Mc.8,36)

 

 

            Moriremos. Esa es la única certeza objetiva que tenemos sobre nuestras vidas, aunque descreamos de ella porque no podemos imaginarnos muertos y sólo sabemos de esa verdad de modo inductivo.


            La medicina y el propio cuidado pueden retrasar el final sabido, pero no eliminarlo. El sueño trans-humanista es eso, un sueño, cuando no puro delirio.


            Buscar un sentido a una vida mortal, la nuestra, parece curiosamente un sinsentido. Y, sin embargo, difícilmente podemos prescindir de ese intento. Viktor Frankl hizo de la búsqueda de sentido un fundamento de vida y una terapia.


            El sentido puede alcanzarse asumiendo el límite de la muerte o, por el contrario, aceptando que la muerte no tendrá la última palabra. Se sea ateo o creyente, una fe, más propiamente una “fides” en su sentido primigenio, es requerida para poder vivir día a día de modo humano, incluso en las condiciones más crueles.


            En la práctica, siempre importa lo que tenemos a mano, también en el orden temporal. Y así, sólo vale el ahora, el hoy. Muchos libros de autoayuda se centran en eso, en la percepción del momento presente. Las tradiciones espirituales cristianas hacen uso de la consideración del elemental tiempo propio, el presente, pero asumen la alteridad, desplazándose de un cierto egocentrismo que parece inherente a las prácticas de meditación centradas en el yo, aunque sea para disolverlo en un todo. La reflexión de Juan XXIII, “Sólo por hoy”, esa llamada “plegaria de la serenidad”, es una perla al respecto.

 

            El hoy por sí solo es importante, pero su consideración resulta insuficiente, porque somos proyecto, o proyectados si se prefiere. Y así, aspirando al no tiempo, siempre podemos vivir en dos tiempos distintos, el de Kronos, que nos insta al cuidado extremo para neutralizar sus efectos, y el de Aión, en el que percibimos la eternidad  ya aquí y ahora, como donación aceptable, en la que no sólo podemos estar y mantenernos, sino que somos. 


            Kayrós nos rozará alguna vez instándonos a hacer algo con la oportunidad que se nos muestra ocasionalmente. Basta uno de esos instantes para la decisión adecuada, instantes que se pueden obviar fatalmente.


            Podremos sucumbir al final de la vida prácticamente sin enterarnos, algo que no parece tan habitual como se cree, o dándonos cuenta. En cualquier caso, asistimos a una tendencia creciente a considerar la vida como la confección de algo presentable cuando se acabe (aunque no creamos que algo o alguien nos lo pueda pedir), un cierto modo de balance biográfico


            El gran psiquiatra existencialista Irvin Yalom recogió en uno de sus libros (“Mirar al sol”) una expresión de Milan Kundera: “Lo que más nos aterra de la muerte no es perder el futuro, sino el pasado”. Eso parece una gran verdad, pero no lo es del todo. Es cierto que muchos tenemos nostalgia de lo no hecho, de lo no vivido, pero la afirmación que recoge Yalom no agota la gran y posible perspectiva de cambio personal incluso al final de la vida. Su último libro (“Inseparables”), relacionado con su propia perspectiva de muerte, tras la de su esposa, coautora del texto antes de  su eutanasia, parece desmentir, con su solitario dolor final y cierta amnesia, aquel postulado. 


            El caso es que se asume esa verdad. Hay que vivir la vida, se dice. Y eso, en la actualidad, significa, para muchas personas, una existencia de coleccionista, de ir confeccionando una colección de experiencias de todo tipo, sean riquezas, honores, también actividades de ocio, viajes o museos visitados, libros leídos o escritos… Incluso el número de amigos y de “likes” serán importantes para esa contabilidad de “eficiencia vital”. La acumulación de todo lo acumulable (que llega a un extremo crudamente patológico en el llamado síndrome de Diógenes) sería una protección ante la angustia de ver que ya no queda mucho tiempo para seguir coleccionando experiencias.


            Hasta el científico puede transformarse, desde esa perspectiva, en productor de artículos con los que construir un baremo bibliométrico, con su índice "h" u otro parecido, que darán lugar a una colección llamada curriculum.


            Muchos obituarios se centran precisamente en ese pasado registrado, no como existencia de alguien sino como “existencias” de ese alguien, las que nutren el almacén de su colección cuantificable. Alguien ha publicado tantos libros, ha hecho tantas películas, ha creado tantos puestos de trabajo, ha acumulado tal fortuna, ha influido en tantos autores de su campo, ha criado a tantos hijos, etc., etc. 


            Nos hemos olvidado de las viejas fuentes de la sabiduría, de eso que Aldous Huxley llamó “Filosofía perenne”. 


    En un papiro egipcio, el difunto Hunefer es acompañado por Anubis a la ceremonia de la psicostasis, en la que su corazón será pesado. Sólo si es más ligero que una pluma, su dueño podrá pasar a la otra vida. No se mide el peso de las acciones realizadas desde él, no importa cuántas hayan sido, sino la ligereza que confiere su bondad.


            El Bhagavad Gita ya nos instaba a no apetecer los frutos de la acción. Aunque suscite la acción misma, el resultado de ella será siempre algo secundario para el propio actor. Nuestra vida no es un curriculum. Basta con actuar de modo amoroso, espontáneo, libre. Basta, pues, con lo más difícil.


    El Jesús que nos describen los evangelios no sabe de curricula ni los valora. Vivió poco tiempo cronológico, pero estuvo inmerso en la eternidad. Desde esa óptica, quienes trabajan la última hora del día perciben lo mismo que quienes han trabajado toda la jornada y los últimos serán los primeros (Mt.20,1-16). También habrá quien pecó mucho, pero cuya vida será valiosa porque lo compensó amando con creces (Lc.7,47). En esa lógica que desconoce la métrica, en esa “no lógica”, que puede sonar escandalosa por aparentemente irracional, especialmente en nuestro tiempo, sólo importa crecer en el amor, aceptándolo y realizándolo. Nada más es necesario. No producimos méritos, sino que simplemente podemos abrir el corazón para que el Ser actúe en nosotros. Y por eso, al final, al atardecer de nuestras vidas, se nos juzgará sólo en eso, en el amor. 


    San Pablo se refería en negativo al carácter curricular, de carrera en sentido originario, productivo, de la propia biografía. La vida es curricular por su relación con el mundo en el que se desarrolla y agota, pero lo importante no es lo que eso brinda como mérito, sino como contexto en el que se mantiene y crece lo esencial, contagiándolo a otros. Ese hombre, a quien se debe en gran medida que el cristianismo se transformara en religión católica desde una heterodoxia judaica, escribió que sí, que había corrido esa buena carrera y que había conservado la fe (2 Tim. 4-6). 


    Una inquieta esperanza sostendrá que aventuremos la vida, dándola ya por perdida, pues sea corta o larga en años, la aventura de búsqueda es lo que realmente vale la pena. Admiramos a aventureros como Humboldt o Shackleton y justo es que sea así. También es admirable la aventura posible de la búsqueda esencial a la que estamos convocados desde que nacemos. Freud nos ofreció una especie de catalizador, aunque no lo parezca por su duración, con el psicoanálisis, esa tarea de humildad que nos permite penetrar, con la ayuda transferencial de otro, en las propias tinieblas del alma para poder percibir la cálida y fría luz del conocimiento valioso.


    En esa perspectiva, si tenemos en cuenta que sólo por nuestro amor el Amor nos juzgará, no caben nostalgias de lo no vivido, porque basta un instante eterno, aunque sea al final, al atardecer de la vida, para que ésta haya valido la pena, para que nuestro corazón pese menos que la pluma en la balanza del juicio de Osiris. 

martes, 2 de agosto de 2022

Una lectura de verano



Imagen tomada de Wikimedia Commons

Las vacaciones son un tiempo propicio para explorar posibilidades, especialmente cuando se acerca el tiempo de jubilación, ese para el que Cicerón aconsejaba la horticultura como buena tarea.


¿Qué hacer? La respuesta fácil y quizá sensata es decir…  nada. Algo que parece sencillo, pero no lo es. Depende de lo que entendamos por eso.


Entre muchas posibilidades, cabe la lectura “de evasión” y para ella pueden privilegiarse libros arrinconados, de esos que pensamos que no nos aportarán nada relevante a lo que ya “sabemos”, como si realmente supiéramos algo de algo.


Estos días eché mano de un libro sobre un cantante de voz grave y bellas melodías. Era la autobiografía de Johnny Cash (escrita en colaboración o con ayuda de Patrick Carr). Me pareció muy atractiva. Cash se remonta a su infancia, enmarcada en los tiempos del “New Deal”, de trabajo duro en campos de algodón, y habla de su vida más que de sus obras exitosas, aunque éstas afloren casi sin querer a lo largo del texto. Describe dos experiencias cercanas a la muerte, la de su hermano mayor, que la manifestó poco antes de fallecer a causa de un trágico accidente laboral, y la suya propia, de la que fue rescatado por el personal médico que lo asistía en una UCI. En diferentes lugares del texto se declara cristiano y son abundantes las referencias a su consumo de anfetaminas y barbitúricos, con los desastres que tal hábito tóxico propició. No muestra una imagen edulcorada de su persona ni de su personaje, sino la de un hombre buscador de sí mismo y de Dios (“creía haberle abandonado, pero Él no me había abandonado a mí”).


En la autobiografía alguien se explica, mientras que en la biografía es explicado. No es lo mismo. En las biografías se tiene especialmente en cuenta la íntima relación entre la vida personal y el contexto histórico en que se da. Un buen ejemplo lo proporciona Ian Gibson con su biografía de Antonio Machado, impresionante por el conocimiento del poeta y la excelente descripción del marco histórico en que éste vivió y produjo su obra.


La biográfica y la autobiográfica son miradas distintas que pueden complementarse. Si son buenas, apuntarán a lo esencial y descartarán la reducción cuantitativa a un “balance biográfico” en la asunción de que uno equivale a lo que produce, a un “curriculum vitae”. Nadie es por lo que produzca, sino que produce desde lo que es. El título que Gibson dio a su biografía de Machado, “Ligero de equipaje” realza ese gran valor del desapego al que el propio poeta se refirió en sus versos. 


A pesar de carencias de objetividad o precisamente por ellas, biografías y autobiografías facilitan que nos interroguemos sobre nuestra propia vida del modo más crudo: ¿Ha valido la pena? ¿Cuánto tiempo más necesitaremos para aceptar que nuestra vida no ha sido en vano? ¿Importará lo que aprendimos? ¿Qué, de ella, rescataríamos? ¿Cuánto repararíamos?


Decía el gran místico cristiano Juan de la Cruz que "al atardecer de la vida se nos juzgará en el amor". Esas palabras asustan si fuéramos nosotros nuestros propios jueces, pero alientan si confiamos en el Amor que, a pesar del horror, del mal humano y natural, sostiene el Universo y a la vida en él en su incomprensible y extraordinaria belleza.

            

miércoles, 20 de julio de 2022

El valor del psicoanálisis





“ ¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? “ Jn. 3,4.


Sea desde el ámbito familiar, sea para ganarse la vida, por relación social o por mera curiosidad, cualquier persona sabe de algo en mayor o menor grado. Muchos saberes son fruto de la cultura en que uno está inmerso, como la lengua que habla y escribe, sagas o historias, relatos sagrados en los que se cree o descree, juegos en los que se participa como espectador o actor, etc. Es un saber sobre el mundo propio en que se nace y que se podrá poner bajo un prisma más o menos crítico a lo largo de la existencia. 


Otros saberes son aprendidos atendiendo a una finalidad, como los necesarios para ganarse la vida con un ejercicio profesional.


Hay un saber, más propiamente de la vida, que remite a uno mismo y que supone preguntas autorreferenciales más o menos explícitas.


Algunas personas eruditas se caracterizan por saber mucho de algo. Hay cardiólogos que parecen saber todo lo que puede conocerse del corazón, como hay arqueólogos que dominan los secretos que alberga un yacimiento. Muchas personas disponen de miles de libros en su biblioteca personal.  ¿Y...? Además del servicio a otros desde un saber concreto, como es el ejercicio clínico, la investigación arqueológica o la enseñanza filosófica, el hombre más culto puede verse perdido ante preguntas tan elementales que cualquier niño (bueno, no cualquiera) podría hacerle: ¿Qué es la vida? ¿Qué es la luz? ¿Qué es la electricidad? El gran Quino realizó alguna viñeta magnífica en este sentido.


Y hay una pregunta que puede retornar, de modo muy distinto, a la inicial, ¿Qué quieres ser? o más aún, ¿Eres? 


En cierto modo, sabemos y somos en la medida en que, de un modo paradójico, nos vaciamos de la hojarasca aprendida. Es comprensible, desde esa perspectiva, la importancia de las tradiciones religiosas o ateas centradas en el ego y que hacen uso de la meditación. El silencio es excelente, el recogimiento es magnífico, desposeerse de todo lo que da cuenta de uno, también. 


No obstante, saber realmente de sí mismo, de lo bueno y de lo malo en que se ha configurado lo que uno es, parece inviable sin el encuentro consigo mismo mediante la alteridad. La Iglesia católica hizo uso del “otro” en el sacramento de la penitencia, con la confesión. Otras tradiciones disponen de guías espirituales. 


Y, sin embargo, el enfoque que parece más idóneo no trata sólo de “disolver” el ego fortaleciéndolo ni de encarar lo superyoico manifiesto, sino que persigue asumir la propia ignorancia para poder revelarse a sí mismo en el encuentro con el otro, para dejar que el propio inconsciente se “traicione” y revele, poco a poco, lo que durante mucho tiempo ha sido inconsciente. 


Podemos ser ángeles (como pretendía ingenuamente Pinker) o demonios, pero sin saber propiamente que lo somos y siendo incapaces de cambiar, porque sin penetrar en esa sombra que no conocemos de nosotros mismos y para la que precisamos ayuda, no sabremos mucho de lo esencial, exceptuando seres excepcionales de los que la Historia nos da ejemplos. Y eso es así porque lo inconsciente, eso que no conoce el tiempo, nos determina, aunque respete la responsabilidad de todos nuestros actos. 


Por eso, lo que fue, en manos de Freud, un enfoque terapéutico, el psicoanálisis, ha ido más allá y no requiere que un síntoma lo requiera, aunque eso sea lo más habitual. No hay en esa práctica un "furor sanandi". Se intenta más bien confrontarnos con el niño que llevamos dentro, por viejos que seamos, desde el encuentro analítico. Y así, facilitarnos el nacer de nuevo al amor, a la vida.


Norman Cohn escribió magistralmente sobre los “demonios familiares de Europa”. No parece casual el adjetivo, pues lo familiar sostiene tanto lo bueno como lo peor, lo demoníaco. La familia… tan idealizada, tan terrible a veces. Ahora los demonios familiares son globales, los jinetes apocalípticos cabalgan de nuevo. Si la primera gran conflagración bélica planetaria se acompañó de una gripe terrible que mató a millones de personas, los actuales tambores de guerra han ido precedidos y siguen siendo acompañados de otra pandemia vírica que tampoco se queda corta a la hora de matar y que, para hacerlo a esa escala, ha contado con la propia complicidad humana por acción, necedad y omisión. Los olvidados por el Occidente “civilizado” seguirán siéndolo, y poco nos importará a los europeos y estadounidenses el hambre que pasen en África o en Sudamérica. Guerra, hambre, peste, muerte… el mundo no ha cambiado mucho.


Tan ingenuo sería “psicoanalizar” procesos históricos como atribuirle al psicoanálisis la posibilidad de redimir a los hombres. Pero parece sensato suponer que, desde la humildad que supone requerir ese encuentro, un psicoanálisis puede lograr que alguien salga de él siendo mejor persona que cuando lo inició. No es poco, porque mejorar el mundo en que vivimos no es tanto cuestión estructural, siendo importante, cuanto resultado del comportamiento ético, amoroso, de cada uno.


viernes, 3 de septiembre de 2021

MEDICINA. Los síndromes y el reverendo Bayes

Imagen tomada de Pixabay

 “Guerir quelquefois, soulager souvant, consoler toujours” (BMJ.1967;4:47-48)

 

    El diagnóstico médico es fundamental para ayudar a un paciente y, aunque la Medicina ha tenido un avance extraordinario en los últimos cincuenta años, lo ha recibido más del lado diagnóstico que del terapéutico. Exagerando un poco, podría decirse que todo mal es diagnosticable pero no todo es tratable.  Esa posibilidad incide en la mirada del médico que, en ocasiones, se orienta de un modo obsesivo hacia la marca diagnóstica, como un naturalista decimonónico lo haría hacia la identificación taxonómica de una especie. 

 

    El logro de un diagnóstico certero alcanza una importancia que puede ser vital, ya que a partir de él podrá establecerse una terapia adecuada o un pronóstico realista, aun dentro de la variabilidad individual.  

 

    Nombrar adecuadamente es la primera actividad del enfoque científico. Y la Medicina, aunque no sea una ciencia, avanza gracias al desarrollo científico. Muchas enfermedades se refieren al órgano, tejido o sistema que afectan, y su nombre incluye sufijos que apuntan a un carácter inflamatorio, degenerativo, neoplásico… Abundan las denominaciones epónimas en situaciones en que se asiste a la aparición de una semiología peculiar con diversos síntomas y signos de diferente origen orgánico y que se manifiestan a la vez o de modo relacionado. De ese carácter de simultaneidad proviene precisamente un nombre abarcador, surgido del griego, “síndrome”. La evolución conceptual de ese término ha sido analizada por Stanley Jablonski  quien, en su “Dictionary of syndromes and eponymic diseases” de 1991 incluyó más de quince mil síndromes. Uno de los investigadores que tuvo una mirada clara en la maraña de manifestaciones clínicas fue Robert J. Gorlin. Aunque se doctoró incialmente como dentista, describió más de cien síndromes relacionados con patología oral, craneofacial, otolaringológica y ginecológica, constituyendo su obra cumbre el libro “Syndromes of the Head and Neck”.

 

    El valor de ese término, “síndrome”, deriva de que las diversas manifestaciones de muchos de ellos suelen deberse a una etiología concreta, con frecuencia genética. No sorprende así, por ello, que Gorlin colaborase con Victor McKusic, fallecido en 2008, y creador, con otros colaboradores de la Universidad Johns Hopkins, de la base OMIM (Online Mendelian Inheritance in Man), un catálogo de desórdenes genéticos.

 

    Hay dos polos negativos en la mirada clínica ante algo infrecuente. Uno es la ignorancia de una rara posibilidad, lo que conduce al tardío diagnóstico de muchas enfermedades de baja prevalencia. Otro es el agotamiento de posibilidades en busca del síndrome rarísimo cuya confirmación no aportará beneficios terapéuticos ni pronósticos. Su hallazgo puede ir acompañado de una estética peculiar, por no decir perversa, expresada a veces en el parloteo médico al hablar de algún caso bonito o precioso para referirse a situaciones que, a pesar de su muy discutible belleza, comportan un pronóstico o una calidad de vida infaustos.

 

    No es infrecuente que la obsesión diagnóstica centre su mirada en lo más extraño. Conan Doyle le hacía afirmar a Sherlock Holmes que “una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad”.  Pues bien, el exceso diagnóstico, que a veces torna en puro encarnizamiento, permite una ligera pero importante transformación de la frase anterior para decir que una vez descartado lo imposible, lo que queda, por PROBABLE que parezca, debe ser la verdad.

 

    Hay dos elementos importantes en Medicina, además del saber técnico. Uno es la intuición del médico, eso de lo que personalmente carezco y que suele conocerse como “ojo clínico”, y que responde a asumir una probabilidad a priori sensata de un diagnóstico, tras lo cual algunas pruebas lo sostendrían o no. Otro es la calma necesaria ante situaciones no urgentes, en la que un facultativo asuma la principal responsabilidad y, evitando el exceso de peregrinaciones a diversos especialistas, indique las pruebas complementarias precisas. Ambos elementos vienen a ser la aplicación pragmática de la perspectiva bayesiana, aunque no se haga ningún cálculo matemático en su adopción.

 

    Cuando alguien acude a un médico y se ve sometido a una cascada de pruebas diagnósticas, tiene, como siempre en la relación clínica, derecho a ser informado, pero no el deber de serlo, cosa bien distinta y que acarrea el riesgo de ser contagiado por la incertidumbre que todo médico debiera reservarse hasta tener un diagnóstico claro. Las consecuencias de ese afán de comunicar el abanico de posibilidades a “descartar” son claras, especialmente en estos tiempos en que cualquier nombre sindrómico será clave para una búsqueda por el paciente en internet, algo que siempre revelará lo peor, facilitando que pueda instalarse una deriva hipocondríaca perdurable si las condiciones biográficas la facilitan. 

 

    Un proceso diagnóstico puede hacerse largo antes de poder “curar a veces” o “paliar con frecuencia”. Pero también en ese transcurrir de pruebas y más pruebas en el que el paciente puede tener miedo e incluso angustia, el “acompañar siempre” sigue siendo preciso. Y esa compañía, imposible desde el academicismo cientificista, requiere del arte compasivo que supone ejercer la Medicina en cada encuentro clínico, algo que es siempre singular.


sábado, 10 de abril de 2021

Sobre Hans Küng

 

Imagen tomada de Pixabay

Supe de Hans Küng en octubre de 1979. Y lo sé ahora porque tenía y tengo la costumbre, extraña o no, de marcar la fecha en que compro cada libro. El de entonces tenía un título al que no podía resistirme, “¿Existe Dios?”. 

Si alguien escribe un libro con ese título, sabemos de qué va desde el principio; la respuesta será afirmativa o todo lo contrario. Y Hans Küng dedicó toda esa obra a repasar la Historia de la Filosofía desde ese interrogante, a ver pros y contras en muchos autores. Nietzsche, Marx, Freud… tantos y tantos y tan importantes fueron descritos, analizados, justificados, con su bella escritura.

Después de eso, leí “Ser cristiano” y luego muchas más obras suyas. Es curioso. Uno puede marcar años de su biografía por lo que en ellos ha leído, y Küng siempre estuvo acompañándome. También cuando rasgó sagradas vestiduras al realzar la muerte digna.

Puedo decir que mi fe es como la suya en algún aspecto esencial, del de “fides”, el de confianza radical, absoluta, vital, en que Dios (qué término tan degradado) existe y, de un modo tan misterioso como el que nos hizo nacer, a cada uno como ser único, singular, en la historia del mundo, nos salvará del absurdo. Un Dios de deseo, deseable y deseoso. 

Mi Dios no es exactamente el de Küng, pero se le parece y mucho, porque es cristiano, porque, por serlo, se fija en los pájaros que ni siembran ni siegan, tiene a Jesús, alguien condenado por blasfemia, como la gran referencia ética. Mi Dios es un Dios de belleza, estético hasta lo más hondo. Es el Dios al que puede acercase lo mejor de la Ciencia, no como espisteme, sino como el Dios Estético, el Dios del Amor que sustenta todo lo real, a pesar de los pesares, a pesar de los cánceres infantiles, a pesar de Auschwitz, a pesar de que se desespere de Eso, de lo Innombrable. Es Lo que sostiene a los solos, a quienes todo les va mal en la vida, a los que se equivocan en lo más importante, a los que se derrumban, a los que desesperan de ese Misterio insondable de esperanza, Lo que acoge a quienes ya no tienen nada a que aferrarse. Y ese Dios estuvo en Auschwitz y vestía el pijama de rayas. Eso es lo que creo.

He visto notas de prensa sobre quien fue, no cabe duda, un gran intelectual, yo diría un buscador, alguien que sabía de todo, incluso de ciencia y cuyo libro sobre fe y ciencia indica hasta  qué punto sabía de lo que hablaba, de lo que escribía.

Fue fiel a su Iglesia, que también es la mía, a pesar de todo, a pesar de que no le apoyó, de que lo censuró. Probablemente le acompañó la soberbia, la altanería que sustentaba su potencia intelectual, impresionante, en la que reverberaba, creo, la idea arrriana. Parece que, como San Pablo, corrió la carrera, mantuvo la fe. No es poco. Es lo esencial. Algo que insta a toda persona, a ser coherente con lo bueno humano, se sea cristiano, budista o ateo.

Hans Küng mostró la compatibilidad de inexistentes opuestos. Podría decirse que esos opuestos son la fe y la razón, pero no es así. No, porque tanto la fe como la razón emergen de algo más real, más íntimo, más… inconsciente.

Sólo lo inconsciente llega a poder intuir, tocar incluso quizá, lo Real. Y eso, ese gran agujero negro, que paraliza el tiempo en el horizonte de sucesos atrayendo de modo irresistible a lo Desconocido, puede brillar y puede o no verbalizarse, poetizarse mejor dicho. Küng trató de hacerlo, trató de conjugar fe y razón. Y quizá por eso no fuera del todo razonable lo que afirma. Y es que lo religioso se ancla más en lo extraño, en lo inconsciente, que en la razón misma. La religión es "religare" y también "relegere". Tenemos una larga historia de experiencia de otros, a veces propia, de arrebatos místicos, de cultos mistéricos, de éxtasis ateos, de negaciones heroicas… Dios es lo Absoluto, lo Incognoscible, lo que sólo puede ser malamente soñado.

Uno de sus libros, autobiográfico, lleva el título de “Humanidad vivida”. Al margen de creencias, él mostró eso. Fue humano y vivió como tal. Humano, radicalmente humano. De eso se trata a fin de cuentas. 

Dios lo habrá acogido en esa realidad que no tiene que ver con la inmortalidad sino con algo profundamente más bello, humano, divino y hermoso, la eternidad.