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domingo, 23 de abril de 2023

A propósito de un buen libro.


 

    Acabo de leer el último libro de Luis Roca Jusmet, "Manifiesto por una vida verdadera", título que sugiere lo que el libro muestra, una reflexión sobre la "propiedad" de la vida que uno lleva y la que puede llevar tras una "conversión".

    Para ello, el autor insiste en la importancia de los ejercicios espirituales, no en su connotación cristiana, ignaciana, sino como tarea filosófica. Ya lo había hecho con mayor extensión en su obra "Ejercicios espirituales para materialistas..." que comenté en este blog en su día (1).


    El "Manifiesto" insta al lector a vivir con propiedad su vida, como "elección ética singular", mediante la práctica de “ejercicios espirituales”, tomando como referencia a tres filósofos, Hadot, Foucault y Jullien, aunque también otros, como Spinoza o Nietzsche, son recordados en el texto.


    En esta breve entrada, sólo puedo recomendar su lectura, limitándome a destacar dos aspectos que me parecen muy interesantes:

    

    Uno es la crítica al psicologismo. Así como el cientificismo es nefasto para lo que parece defender, la ciencia, el psicologismo lo es a la hora de concebir y tratar al ser humano. El paternalismo no es ajeno al enfoque del ser humano que parasita a la Psicología, tantas veces servil al mercado que todo lo invade, con la concepción del sujeto en el peor sentido del término, como individuo a adiestrar, algo en línea con la vieja idea de la “tabula rasa”. Por nuestro bien, el psicologismo, en triste unión con un pseudo-estoicismo que prolifera últimamente en libros de autoayuda, y con métodos de “coaching”, acaba triunfando en la medida en que nos hace triste y exitosamente siervos felices. 


    El otro aspecto es la valoración del psicoanálisis en el “Manifiesto” y, en concreto, del lacaniano, en esa conversión a un mejor modo de hacer con la propia vida. El autor se confiesa lector de Freud, Lacan, Roudinesco y Miller.


    Antes de concluir en el tercer capítulo con una “apuesta ética y política por una vida verdadera”, son dos las vías reconocidas en el libro para lograr esa finalidad, la filosófica y la psicoanalítica. Y esto es lo que considero un interesante desafío intelectual y, en cierto modo, vital, pues de vida verdadera trata el “Manifiesto”. La aproximación filosófica presupone, creo entender, una asunción del poder de la reflexión, de la autoconciencia, disciplinada del mejor modo con esos “ejercicios espirituales”, pero con un cierto grado de libertad de partida. Una tarea no fácilmente conciliable con la mirada oriental propuesta a partir de Jullien. Y tal vez menos aún con el psicoanálisis, que no parte de un yo que piensa libremente, sino que se funda en la gran asunción freudiana de lo inconsciente y de su poder inercial en el orden biográfico.  


    Creo que sería deseable que Roca Jusmet se embarcara en la tarea de desarrollar, en un nuevo trabajo, hasta qué punto ve conciliables las dos vías que propone (filosófica y psicoanalítica), algo que parece asumir implícitamente. La introducción de la perspectiva oriental en este libro también apuntaría la necesidad de ese esfuerzo. Ya Suzuki, en su libro "Budismo Zen y Psicoanálisis", hecho en colaboración con Erich Fromm, había contrastado las miradas oriental y occidental en el ámbito literario fijándose en sendos poemas de Basho y Tennyson, relacionados ambos con una flor.


    El “Manifiesto” que comento insta al lector a un esfuerzo mental, cordial y también cardial en la buena vía de la conversión hacia una coherencia ética singular. Su lectura me parece muy recomendable y es con esa finalidad que he redactado esta breve reseña, sin ser yo filósofo ni psicoanalista, sino sólo alguien que, en su búsqueda, intenta difundir lo que va viendo interesante. Este libro lo es sin duda y su autor merece ser felicitado por haber construido una obra buena y breve.

 


1) https://javierpeteirocartelle.blogspot.com/2017/11/la-buena-ascesis-sobre-el-libro.html


martes, 29 de mayo de 2018

La contingencia, campo de libertad.




Potuit, decuit, ergo fecit (Duns Scotto)

El determinismo laplaciano se quebró hace tiempo.


La mecánica newtoniana puede predecir muy bien el comportamiento de dos cuerpos; cuando se trata de tres, la cosa se complica. Aun habiendo determinismo, hay sistemas muy simples en los que éste dará resultados muy diferentes asociados a ligerísimas variaciones en las condiciones iniciales; se trata del caos determinista. A veces no es fácil diferenciar un comportamiento caótico que resulta de pocas variables, de la aleatoriedad inherente al concurso de muchas.


Y con la mecánica cuántica nos encontramos con una curiosa “mezcla”. La ecuación de onda es determinista, pero eso no nos dice mucho porque el resultado de una medida es probabilístico y, si afinamos en una variable, perdemos certidumbre sobre otra relacionada con ella. 


No es preciso acudir a la mecánica cuántica para considerar el valor de lo contingente en nuestra biología y también en nuestra biografía.


Siempre habrá tentaciones nostálgicas que hagan aspirar al saber laplaciano, pero el determinismo al que nos podemos enfrentar es más bien negativo (restringe las posibilidades a un cuadro de legalidad física) más que positivo y eso es especialmente claro en el ámbito de la vida.


La teoría darwiniana de la selección natural explica, con el complemento del avance en Genética, la evolución de las especies. Sigue siendo válida a todas las escalas de contemplación de la vida, aunque sea complementada por valiosos restos lamarckianos que resurgen en el modo epigenético. Lo es para los cuerpos y dentro de los cuerpos. Nuestra respuesta inmune no es instruida, sino seleccionada. Nuestros linfocitos generan anticuerpos al azar y la presencia de un antígeno concreto facilitará la maduración y “perfeccionamiento” de los que crean anticuerpos contra él. Un cáncer supone también un extraordinario ejemplo de evolución darwiniana. No hay finalidad en el mundo biológico, aunque se insista heurísticamente en que la selección actúa “para”. En absoluto. Cuanto más agresivo sea un cáncer, antes acabará con la vida de su huésped y… consigo mismo. No hay “para” que valga. ¿O quizá sí? 


Las relaciones de causalidad biológicas son cada vez más difíciles de diferenciar de meros correlatos observacionales, lo que permite la exageración tantas veces vista en la perspectiva preventivista actual basada en atacar marcadores en vez de causas reales de enfermedad.


¿Por qué estamos aquí? Es una pregunta que puede formularse desde distintos ámbitos y responderse mejor o peor desde ellos. Gould se refería a una ramita de la evolución para situar nuestra especie. ¿Y si no hubiera habido la extinción de los dinosaurios? Quizá, en caso de no haber caído ese meteorito, no estaría nadie que hablara para contarlo o quizá sí pero de otro modo. No es factible más que una historia, la habida.


Esa contingencia, restringida por la legalidad física, es la que ha jugado con las fuerzas de la vida. Y sigue haciéndolo a todas las escalas. Desde nacer más o menos sanos hasta la elección de trabajo o pareja, el azar juega su papel.


Varias películas (“Babel”, “Crash”, etc.) han realzado el valor de lo inesperado, de lo contingente.


Hay algo extraordinariamente valioso en la contingencia; es el campo de nuestra libertad. Es cierto que, a veces, lo limita absolutamente; un choque frontal entre vehículos puede producir muertos; se acabó entonces la libertad con la vida misma. También la enfermedad es fruto de la contingencia; nos contagiamos con una cepa microbiana, dos cromosomas 21 no se separan y surge un síndrome de Down, se mutan nuestras células y aparece un cáncer, se rompe un vaso y acaece una hemorragia cerebral, etc., etc. No es raro que en el sorteo navideño se hable del día de la salud: se es afortunado si hay salud aunque no haya tocado nada. En realidad, a esa afirmación subyace la impresión de que son más probables las malas contingencias que las buenas, siendo mucho más frecuente que sobrevenga una enfermedad que seamos agraciados con un sorteo millonario. Esa impresión de maldad asociada a lo contingente ha dado lugar a otra expresión habitual, carente de rigor estadístico, “las desgracias nunca vienen solas”.


Pero, alguna vez, de repente, lo bueno sucede. Lo hemos visto ayer. Alguien que habrá venido en alguna patera, que habrá conseguido llegar a Francia malamente, consigue también trepar por la fachada de una casa y evita que un niño caiga al vacío desde un cuarto piso. ¿Y si no hubiera nacido en Mali? ¿Y si no se hubiera jugado la vida para llegar a Francia? ¿Y si…? ¿Y si…? Entre tantas preguntas inútiles, hay una, un “y si..” que muestra la gran posibilidad, la que resulta de la libertad a la que reta la contingencia, en este caso, la de encontrarse con un niño a punto de caer de un cuarto piso.


Había más gente mirando. Un hombre sin patria no lo piensa y simplemente actúa. Ha hecho uso de una elección con la que se jugó, quizá una vez más entre otras muchas, su vida, descartando la opción que sería comprensible de ir a ver un partido de fútbol. Tomó la gran, la ejemplar, decisión ética, la amorosa. Esa a la que se refirió Jesús y que tan mal, tan sensibleramente se suele interpretar: se jugó el tipo por otra persona, por un niño de un país en el que tantos supremacistas verían bien que no hubiera negros.


¿Por qué lo hizo? Duns Scoto dijo aquello de “pudo, quiso, luego lo hizo” para referirse nada menos que a Dios como base teológica del dogma de la inmaculada concepción de María. Ayer parece que uno de los ángeles de Dios tomó la forma de un hombre, inmigrante de Mali en Francia, que realizó el sueño de cualquier niño que imagina a un Spiderman salvador. Como en la expresión de Scoto, pudo hacerlo, aunque no tenía la garantía a priori de tal posibilidad. Pero, sobre todo, quiso, decidió hacerlo, eligiendo un riesgo letal frente a la posibilidad más "comprensible" de ir, como pensaba, a ver el partido de fútbol.


Un acto así, heroico, nos reconforta porque remite a lo bueno humano, a la capacidad que todos tenemos de amar y a la posibilidad, si la situación lo requiere, de ser capaz de jugarse la vida por amor. Siempre nos confrontamos con la libertad y la responsabilidad. La opción ética no siempre será espectacular, pero siempre será posible asumirla. Siempre será factible ser radicalmente humanos en el aspecto bueno, desinteresado, amoroso. Ejemplos como el de Mamoudu Gassama nos sitúan ante el espejo esencial.

sábado, 7 de enero de 2017

RELIGIÓN. El olvido de la fe. ¿En qué creen los que creen?


“En summa de todos los remedios en tales tiempos es mostrar muy grande ánymo contra el ynimigo, totalmente desconfiando el hombre de sy, y confiando grandemente en Dios, puestas todas las fuerças y esperanças en él”. Schumacher G, Wicki J, Epistolae S. Francisci Xavieri. Roma 1945 II, 180-182. Citado por Recondo JM. “Javier, las culturas”. Historia 16. XXIV, 2000; 294: 31-49.

Al final, no se trata de creer sino de ser. Decía Ortega que las ideas se tienen y que en la creencia se está. En nuestro idioma, ser y estar no es lo mismo. Se puede estar en la creencia, instalado en ella, pero sin saber propiamente lo que se es o se aspira a ser.

Lo que uno cree puede tener poca relación con su deseo. Inconscientemente interiorizamos la ley. Freud le llamó a eso superego. Demasiadas veces nos confundimos con esa referencia extraña y tantas veces culpabilizadora. Algunas veces la asociamos a la ley más universal concebible, la divina.

Qué debemos hacer se plantea en alguna ocasión como la pregunta kantiana más urgente, la que más ansiedad puede causar porque la respuesta ha de ser inminente. Las otras dos cuestiones, qué puedo saber y qué debo esperar, parecen secundarias a la urgencia de la acción en un momento dado, la acción que se espera siempre sustentada por una creencia esencial que va más allá de lo racional aunque lo abarque.

Y esa acción, ética, supone al otro concreto y por eso puede desterrar al gran Otro que sustenta la creencia esencial, que sostiene a uno mismo.

Soportar la creencia implica asumir que se está en posesión de la verdad. Y ya se sabe, la verdad os hará libres, decía Jesús, que se mostró como camino, verdad y vida. Nada menos.

Pero el afán de lo mejor puede suponer lo peor. En nombre de la pureza, se quema al impuro.

Si hay algo absurdo es pretender conocer desde el creer. Se puede creer en Dios pero no tratar de conocerlo desde la creencia. Se puede gritar a Dios pero no tratar de escucharlo, porque resulta que se le da por callar. El propio Ratzinger, siendo papa, se refirió a ese silencio de Dios que resonó en Auschwitz. El papa Francisco ni siquiera lo mencionó; simplemente calló y rezó en ese lugar. No se puede hacer más. 

En Auschwitz, Kolbe murió por otro y con ello su vida se justificó. Poco importa que fuera un reaccionario antes. Basta con un acto tan simple como duro y definitivo. 

Y el silencio divino nos deja inermes a quienes creemos en Dios, a quienes esperamos contra toda esperanza. Porque suponemos que Dios acoge, que ama, que no es indiferente. Bastaría con pocas señales, con alguna, pero no la hay. No desde luego cuando se necesita. Y entonces, ¿qué?

Sólo silencio. Ése es el título de una novela de Shusaku Endo y de la maravillosa, extraordinaria, película de Scorsese, basada en ella. 

Una gran película en la que se recoge lo bueno oriental, su saber desconfiado de modas religiosas  foráneas, el ritual japonés tan elegante como sensato y cruel, la temporalidad histórica que todo lo enmarca y sin la que nada se comprende.

Y una película sabia al mostrar que bien puede ocurrir que todo se derrumbe en quien confía, incluso la confianza misma, la fe más asentada, pero que aun así, del peor modo, es posible la compasión. Es la compasión bien entendida, no al modo sensiblero, lo que nos hace realmente humanos, dadores de lo que tenemos y también, es lo esencial, de lo que no tenemos. 

Aunque no sepamos, podemos dar. Aunque traicionemos a Dios (a saber qué queremos decir con tal nombre), podemos alcanzarlo del mejor modo en el otro. En el peor de los momentos, podemos quedarnos sin base alguna, pero podemos dar, incluso sin darnos. Podemos traicionarnos pero peor traición sería negar al otro la donación esencial, tan esencial como simple y contraria al orgullo implícito a la coherencia, con la que a veces se confunde la ética.

A pesar del silencio de Dios y en contra de lo que uno cree más propio de sí, lo que supone su fe más auténtica, es factible precisamente la creencia esencial sostenida por el Gran Misterio y que acoge lo que parece más incoherente, la renuncia a todo por amor real a lo que se creía menos querido.

Y es que la fe no supone creer lo que no vemos sino precisamente aceptar del mejor modo lo que vemos y lo que urge nuestra actuación. Eso nos puede hacer más humanos. 

viernes, 16 de diciembre de 2016

FILOSOFÍA. Sobre el libro “El ocaso de Occidente”.


"El ser humano está condenado a esa libertad de elevarse hacia lo excelente o de hundirse en lo miserable". 
"Vivir es des-vivirse por algo".
(Luis Sáez Rueda. El Ocaso de Occidente)

No bastó con dos guerras mundiales en el pasado siglo. El Occidente cultural parece condenado a autodestruirse. La barbarie amenaza a un mundo ya barbarizado por haber traicionado el suelo nutricio de su cultura. Podemos pensar superficialmente que los errores y soluciones tienen que ver sólo con un sistema político y que, si nos liberamos de lo liberal, del neoliberalismo cruel que impera, las cosas cambiarán, pero eso es dudoso. La mirada de un filósofo puede ir mucho más allá de lo aparente, de lo que es mera superficie.

Esa mirada reflexiva se muestra en un libro relevante, “El ocaso de Occidente”, de Luis Sáez Rueda.

De mirar se trata. Y de mostrar lo que se encuentra. Pero no es fácil hacerlo. Para esa mirada se precisa la valentía de sostener la distancia del “extrañamiento” de lo más natural, de lo más propio, aceptando la “perplejidad lúcida” implícita.

Desde esa distancia en tensión con lo más próximo, con lo más céntrico, puede reconocerse no sólo lo aparente, ese afán de dominio de la naturaleza empeñado en transformar lo existente en “existencias” sirviendo al mito del progreso, sino el nuevo malestar en la cultura, una angustia que proviene de la expulsión de lo que a ella es subyacente y primordial, la physis, la natura naturans, lo que le confiere “su ser salvaje”. Un malestar consistente en “una experiencia colectiva de vacío”. 

Sáez Rueda hace un análisis profundo de la situación en la que estamos, contrastando el nihilismo pasivo que supone, en el que el ser humano se hace anecdótico, con el nihilismo activo vivificador, “caosmótico”, que sustenta la aparición de cosmos, de orden en el caos, de espíritu en la materia, de génesis autocreadora sin alfa ni omega referenciales. Ese “nihil” activo nos da vida y nos deja estupefactos (nos recuerda a Nietzsche), porque va más allá de la pregunta tomista por el origen o de la sugerencia poética teilhardiana de una teleología teológica. Más allá del bien y del mal. Nos deja a nosotros solos, desamparados, pero con la posibilidad de asumir trágicamente la libertad.

Precisamente en la aceptación de la tragedia está la posibilidad de acoger el kairós que la propia crisis ofrece, “para una revitalización capaz de generar una nueva posibilidad”.

Sólo podremos habitar este mundo, en sentido poético, como escribió Hölderlin, si nos atrevemos a mirarlo y a nosotros en él. Y eso supone el coraje del autoextrañamiento al que apunta el autor de este libro. Sólo desde esa salida podremos contemplar el mundo de la vida en general, empezando a preguntarnos más que a respondernos por la maravilla del continuum de lo material que acaba reconociéndose espiritualmente a sí mismo, pasando del Umwelt de la alondra al Welt humano. 

El libro muestra el ocaso de Occidente, no la decadencia a la que se refería Spengler, pero no es pesimista sino realista y por ello se cierra con un capítulo cuyo título, “Luces de Aurora”, implica la posibilidad ética. Trágica pero ética al fin.

No es un libro que pueda resumirse; no cabe pensar en un “abstract”. Ningún texto propiamente filosófico puede aceptar tal cosa. Es un trabajo que se inserta en una obra más amplia, sucediendo a otro, “Ser errático. Una ontología crítica de la sociedad” y augurando algo más que será, sin duda, tan brillante, tan esclarecedor como este profundo estudio.

El autor, que ya nos ofreció un texto imprescindible de la filosofía contemporánea (“Movimientos filosóficos actuales”), revela con el libro aquí comentado y en otros trabajos suyos que estamos ante un filósofo auténtico y no sólo ante un profesor de filosofía, pues puede uno enseñar malamente filosofía sin ser filósofo y serlo sin enseñar. En el caso de Luis Sáez Rueda, sus alumnos son afortunados pues están ante un hombre que se posiciona con la necesaria modestia socrática, la que implica la indagación constante, vital, aunque no haya respuesta, la que supone la asunción de la vida humana en su tragedia y su belleza.

sábado, 2 de julio de 2016

Entre religiones anda el juego. Ecologismo versus Cientificismo.



Un reciente artículo de “El País” realzaba que “el rechazo irracional de Greenpeace a los alimentos transgénicos ha logrado irritar a 109 premios Nobel, la voz de la mejor ciencia disponible”.


Efectivamente, son muchos los galardonados con el premio Nobel que han firmado una carta en la que instan a Greenpeace a que reconozca los descubrimientos de organismos científicos competentes y agencias reguladoras, y a abandonar su campaña contra los GMO (organismos modificados genéticamente) en general y el arroz dorado en particular. Llegan a invocar al final de la carta el “crimen contra la humanidad”.


El autor del primer artículo señala que esa resistencia a los transgénicos sería una muestra de “una de las nuevas religiones de nuestro tiempo, una especie de panteísmo donde el papel de Dios lo representa la Madre Naturaleza”.


Parece, efectivamente, que hay un ecologismo cuasi-religioso en el sentido indicado, pero no es menos cierto que se da otra forma de religión tanto o más dañina (incluso para la propia ciencia), el cientificismo.  Referirse a "la voz de la mejor ciencia disponible" es no decir nada. Alguien recibe un premio Nobel por su contribución a un área de investigación científica, de creación literaria o de la paz. La posesión de un Nobel, siendo extraordinariamente importante, no supone necesariamente un mayor aval a la hora de hablar de ética o de política, incluso de ética de ciencia aplicada, como en este caso. Y el criterio cuantitativo no supone un cambio cualitativo, pues da lo mismo que ese artículo lo firme uno o cien; lo importante son los argumentos. No es lo mismo, pero no sobra recordar que fueron científicos de primera línea los que se involucraron en el proyecto Manhattan. Ciencia y ética no necesariamente van unidas.


La respuesta de Greenpeace parece sensata al señalar que los transgénicos no son la solución, al menos no precisamente la única, al problema de la nutrición en un mundo en el que sobran guerras e injusticia, con una gran desigualdad en el reparto de riqueza que afecta a la distribución de comida y al acceso a la educación y sanidad.

Se mezcla de un modo aparentemente cínico en la carta de los Nobel la inocuidad de la ingesta de un alimento transgénico y sus potenciales beneficios (como el enriquecimiento en vitamina A), con los problemas de biodiversidad y económicos, que incluyen poderosos intereses comerciales potencialmente inherentes a la colonización por determinadas semillas novedosas y superiores con respecto a resistencias frente a cultivos locales.


Nadie sensato criticaría la bondad de los transgénicos, siempre y cuando estén bajo control. No es lo mismo producir insulina por bacterias transgénicas en un laboratorio farmacéutico bajo condiciones controladas que lanzar semillas transgénicas al campo, con un riesgo obvio de perturbación no controlada de la biodiversidad. 

Conviene siempre diferenciar el conocimiento científico de la opinión de los científicos. No hacerlo supone confundirlos como sacerdotes de ese cientificismo asociado a un nuevo y peligroso mito, el del progreso imparable. 

domingo, 29 de mayo de 2016

Medicina. El necesario recuerdo de la acción política.


ζῷον πoλιτικόν


Hay quien se empeña en percibir que uno se hace médico desde una vocación, algo así como lo que lleva a alguien a hacerse monje. Por alguna extraña razón, la firma ROCHE lleva a cabo una curiosa campaña destinada a registrar lo que llaman “Historias de vocación” en la que ilustres colegas muestran por qué eligieron la opción de ser médicos. Seguramente ROCHE sólo tiene un fin altruista con tal esfuerzo, aunque se nos escape a quienes estamos cargados de prejuicios.

Y es que, en realidad, es difícil ver que alguien se haga médico por vocación cuando todavía es muy joven, casi adolescente. De hecho, ni siquiera la comparación religiosa es válida pues cualquier persona vocada a ella ha de pasar un período de noviciado, de iniciación, que le permita confirmar que quiere realmente lo que creía querer. Eso no ocurre en quien se matricula de Medicina. En caso de seguir y acabar la carrera, acabará siendo médico. 

Hablar de vocación médica no es, en general, muy realista, si se hace en el sentido de responder a una llamada, se interprete ésta del modo que sea. Si fuera así, nadie exigiría “notas de corte” para iniciar los estudios. Si fuera así, probablemente los primeros números del MIR engrosarían el cuerpo de médicos sin fronteras o algo parecido en vez de elegir hacerse cirujanos plásticos o dermatólogos.

Sin embargo, esa vocación sí acaba existiendo. Después. Se ve en quien, de modo cotidiano, pasa al acto su saber, su humanidad, su amor, ejerciendo como médico. No es algo que surja, sino que se realiza. No es tanto una llamada como una respuesta.

Ahora bien, ¿a qué responde uno en el ejercicio de la Medicina? Aparentemente es claro: a diagnosticar y curar, paliar o, al menos, acompañar a quien sufre. Pero, siendo eso necesario, no es suficiente.

No basta con hacer lo que uno pueda para tratar a sus pacientes, siendo eso muchísimo. Es preciso que reclame lo mejor para ellos, sean medicamentos, hospitales o condiciones socioeconómicas. Y eso supone la acción política. Por ello, no sólo se necesitan médicos generalistas y especialistas; también los que, ejerciendo la Medicina en cualquiera de sus posibilidades, se dedican a hacer que tal dedicación sea facilitada en su medio.

Hay políticos que podríamos llamar profesionales, aunque sea un término exagerado. Se trata de ministros, consejeros, directores de algo, etc. Pero cada uno de nosotros es, quiera o no, por acción u omisión, un animal político, como nos decía el viejo Aristóteles. Y, desde esa ontología aristotélica, negada tantas veces por quienes creen que un cargo representativo les confiere exclusividad en el ejercicio de la política, un médico puede y debe criticar lo que ve mal para mejorarlo. Esa crítica no es solo la legítima realizable desde su posición concreta o a través de un sindicato, sociedad científica o colegio profesional; no es sólo la que atiende a sus condiciones laborales, sino la destinada nada más y nada menos que a mejorar la situación de sus pacientes. Una mejora que no sólo tiene que ver con posibilidades farmacológicas o quirúrgicas, sino con todo lo que supone relación con la salud, desde la comida, el domicilio y la higiene básicas hasta la atención hospitalaria.

Esa atención es siempre local. No se trata de cambiar el mundo entero sino el propio, el que a cada cual le es concedido. El Dasein incluye el “ahí” más concreto, en donde se está, en donde se puede ser precisamente estando de la buena manera, en que la Sorge heideggeriana, el cuidado, se hace posible.

Una óptica así, calificable por tantos de conflictiva, de combativa, requiere esfuerzo documental en que basar la acción, atención al sufrimiento, tesón, resistencia a la maledicencia, cuando no persecución u ostracismo. No es tarea fácil y pocos de nuestros compañeros son capaces de abordarla, pero es gracias a ellos que nuestros hospitales serán mejores, que nuestro sistema público resistirá veleidades de mediocres y de oportunistas, que quien esté enfermo será mejor atendido.

Necesitamos médicos atentos no sólo a la semiología del cuerpo de cada paciente sino también a la semiología del medio en que viven, al síntoma de su tiempo. Sólo desde el análisis adecuado de ese síntoma será posible la revolución humanista que mira preferentemente, como hacía el joven judío Jesús, a los más desfavorecidos por un sistema cruel. Poco importan sus creencias o ideologías. Sólo su ética de compromiso con el ser humano. 

Este post es dedicado a mi amigo Pablo Vaamonde, uno de esos médicos que intentan mejorar las condiciones mismas en que la propia Medicina puede ejercerse.