martes, 14 de junio de 2016

El recuerdo del árbol prohibido. ¿Creación o descubrimiento?



“… y seréis como dioses” Gen. 3, 6.

Pasó mucho tiempo desde que Aristóteles añadiera un quinto elemento (el éter) a los cuatro ya establecidos por Empédocles (aire, agua, tierra y fuego). En 1661 aparecía la obra “The Sceptical Chymist”, en la que Robert Boyle establecía el criterio moderno de elemento: una sustancia básica que puede combinarse con otras para formar compuestos. En 1799 Joseph Louis Proust mostró que había relaciones numéricas claras entre los pesos de los constituyentes de un compuesto dado, algo que John Dalton explicó en 1808 invocando la naturaleza atómica de la materia, remontándose a la teoría epicúrea que recogía las perspectivas de Leucipo y Demócrito. Fue Berzelius quien publicó una lista de pesos relativos (atómicos) de los elementos conocidos, tomando como unidad el peso del hidrógeno, algo que refinó Cannizzaro.

Habiendo muchos elementos conocidos, se intentó relacionarlos en función de sus propiedades. A los intentos de Döbereiner (1816) y de Dumas (1859) y Newlands (1863), siguieron los trabajos de Lothar Meyer y, sobre todo, de Mendeléiev,  quienes, independientemente, vieron que, en orden creciente de peso atómico, se alcanzaban periodicidades con respecto a las propiedades químicas. Ese orden permitió apreciar la existencia de “huecos” a ser rellenados por elementos aun no conocidos entonces. 

Un gran hallazgo fue el de Moseley, quien, en 1914, estudió el espectro de emisión de rayos X producidos por distintos metales, viendo que su longitud de onda disminuía de forma regular al avanzar en la tabla periódica. Los elementos fueron entonces ordenados por algo distinto al peso relativo; lo fueron por un número de orden llamado atómico. 

La mecánica cuántica permitió entender qué era subyacente al orden numérico y a la periodicidad de propiedades. El número atómico indica la cantidad de protones que hay en el núcleo de cada elemento y se asocia a la vez a la configuración electrónica responsable de sus propiedades químicas. El peso atómico acabó siendo menos importante, ya que depende también de la cantidad de neutrones y tiene que ver, por tanto, con propiedades físicas, pero no químicas, del elemento en cuestión.

A medida que se iban descubriendo elementos químicos, la tabla periódica se iba “completando” lo que sugería el poder predictivo de una buena clasificación. Los primeros 94 elementos se han hallado en la Naturaleza, aunque sea en cantidades traza. No ocurre así con los siguientes, que han tenido que ser “construidos” bombardeando elementos pesados con núcleos más ligeros en aceleradores de partículas.

En general, estos elementos “creados” son muy inestables pero no se descarta que otros, aun más pesados, puedan ser especialmente estables. 

Muy recientemente se ha dado nombre a los últimos cuatro elementos conocidos, cuyos números atómicos son 113, 115, 117 y 118. Se completa así la séptima fila de la tabla periódica. ¿Se iniciará la octava?

¿En qué estriba el interés por obtener nuevos elementos? Hay razones pragmáticas (el caso del plutonio, fundamental para armas nucleares, muestra ese triste, inhumano, pragmatismo) pero en la investigación de la tabla periódica hay algo más, un fuerte atractivo epistémico y estético. Se trata de saber, de conocer lo elemental atómico (que sabemos que no es propiamente lo más elemental) en su diversidad, en su relación ordenada y periódica, intrínsecamente bella. También de alcanzar toda la diversidad existente, la completitud en este ámbito. Y esto supone plantear la cuestión del límite, ¿cuál sería el elemento de mayor número atómico con posibilidad de ser creado o encontrado? Por razones de mecánica cuántica, Feynman pensaba que sería el elemento 137. No deja de ser llamativo que la constante de estructura fina sea precisamente próxima a 1 / 137. 

Los números atómicos ejercen una fuerte fascinación estética, casi pitagórica. Hubo un apasionado por la química, el neurólogo Oliver Sacks recientemente fallecido, que se refería a su edad biológica asociándole el nombre del elemento cuyo número atómico coincidiera con ella. 

¿De dónde surge la belleza? Tal vez de que la tabla periódica es ejemplar para mostrar la necesidad taxonómica, la que desarrolla la cuestión del "¿Qué?" inicial. Primero nombramos, después clasificamos, y eso lo hacemos con animales, plantas, minerales, cristales, estrellas… No se trata sólo de poner orden. La tabla periódica ilustra que es desde las clases que podemos dar el salto a las causas. El orden requiere la explicación. Otro ejemplo sugerente es el de la clasificación estelar del diagrama de Hertzsprung-Russell.

Y surge una cuestión que suele plantearse más bien en matemáticas: ¿Estamos ante algo descubierto o creado? ¿Cabe una Química que sea, en cierto modo, platónica? Puede ocurrir que un elemento, como sucedió con el plutonio, sea creado antes de ser descubierto en la naturaleza en cantidades traza. ¿Pasará lo mismo con todos los elementos creados en el laboratorio? De no ser así, de no existir en la naturaleza, esa creación sería una mimesis que se ha quedado sin objeto que copiar y, en tal caso, tal creación sería algo propiamente humano, de tal modo que, a diferencia de otros ámbitos, en el de la Química esa antigua tentación de ser como dioses estaría en gran medida colmada. 

2 comentarios:

  1. Relacionando lo que expones aquí (sobre descubrimiento o creación) con lo que comentabas el otro día sobre el escepticismo, que distinguías como metodológico o ideológico, y a la luz de lo que dices que es el punto de partida, “primero nombramos”, me viene a la cabeza la diferencia entre las concepciones de las leyes científicas como “estructuras nómicas” o “enunciados nomológicos”; la primera correspondería a la época moderna que creía que la ciencia descubría las cosas, la segunda a una visión más contemporánea de la ciencia como invención; pero, claro, lo primero condujo a lo segundo porque si aceptamos el escepticismo metodológico y aun así somos ontológicamente realistas, lo coherente sería establecer límites más claros al quehacer científico y quitarle ese protagonismo positivista que lo encumbra en la cima del saber. Es como la doble cara del reduccionismo: humilde si parte de los límites de lo que puede conocer, prepotente si cree que conoce la realidad.
    Es un poco como el debate entre Einstein y Bohr, para el primero era preciso perseguir el conocimiento de la realidad objetiva, para el segundo la ciencia sólo puede conocer fenómenos concretos a través de experimentos y observaciones. Y es también como la objeción de Ernst Mach a la teoría atómica de Dalton: la teoría funciona pero ¿dónde están? ¿cómo encontrarlos físicamente? Y quizá eso sea también lo que diferencia a Epicuro de Demócrito, el azar o indeterminismo frente al determinismo causal.
    Comprendo bien esa fascinación por lo numérico como estética, pero como pragmática su éxito metodológico lleva implícito su fracaso epistémico porque el excesivo afán de medida impide apreciar la cualidad.
    Un abrazo
    Marisa

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  2. Muchas gracias, Marisa, por tu comentario tan sugerente. Espero haberlo entendido bien. No lo sé.
    Te refieres a la realidad. Penrose y Bunge han publicado sendos libros sobre “la realidad”. El del primero es “El camino a la realidad”, siendo el de Bunge “A la caza de la realidad” (un título quizá más agresivo). No parecen hablar de lo mismo aunque usen el mismo término. Penrose es platónico, algo de lo que parece estar muy alejado Bunge.
    Y quizá sea más adecuado hablar de lo real, eso que sabemos o más bien creemos que existe y que se nos escapa siempre.
    En mi opinión, la ciencia es una aproximación a lo real, una aproximación que puede hacerse asintótica, pero que no alcanza a tocarlo. Es decir, me parece que “lo real” tiene que ver más con la metafísica que con la física, aunque ésta nos permita aproximarnos. Creo que el debate entre Einstein y Bohr se dio porque ambos tenían concepciones distintas de lo real (o quizá la misma pero admitiendo límites en el caso de Bohr y defendiendo su superación por parte de Einstein). Surgiendo del mundo clásico, Einstein perseguía las “variables ocultas” identificando en la práctica incertidumbre a insuficiencia. Bohr se contentaba con el pragmatismo de la teoría: predecía lo observable y fin de la cuestión. El experimento mental EPR acabó confirmando una realidad no local con todas las consecuencias que sabemos. Pero esa realidad parece diferir poco del misterio si tratamos de intuirla. Me parece importante partir del hecho de que somos “clásicos” en el sentido de que nuestra intuición lo es y quizá esa perspectiva sea la exigida por nuestra neurobiología, que probablemente no requiera mecanismos cuánticos para que la consciencia emerja (contrariamente a lo que postula Penrose); de hecho, la comunicación sináptica puede explicarse de forma clásica. Tal vez nuestra propia constitución, clásica (aunque todo acabe siendo cuántico al final), sea restrictiva a la hora de comprender la realidad cuántica que muestran los hechos y quizá por eso Feynman aludía a que quien diga comprender la m. cuántica es que no la ha entendido en absoluto. Yo, desde luego, estoy sumergido en ese mar de ignorancia.
    En cuanto al reduccionismo, suscribo totalmente lo que dices: humilde o prepotente si reconoce o no los límites. Y ahí está la cuestión. Así como nadie puede discutir ya la existencia de límites intrínsecos en el ámbito cuántico relacionados con una incertidumbre esencial, no es descartable que nos topemos con otros límites como sería el de la consciencia en sentido fuerte. Aun en ausencia de límites intrínsecos, lo cierto es que en el ámbito de lo viviente hay demasiada complejidad para ser reduccionista. En la práctica, aunque no sea intrínseco, tenemos el límite de la no linealidad de la mayoría de ecuaciones que puedan describir fenómenos biológicos.
    Y con respecto a la estética, creo que en los ámbitos físico y matemático, su atractivo reside en cierta identificación de lo que se estudia con la idea platónica. Requiere simplificación. A niveles de complejidad mayores, especialmente en la biología, efectivamente la obsesión métrica pasa a ser un resto más que una guía y suele ser con mucha frecuencia un obstáculo que implica un fracaso epistémico y también, aunque parezca paradójico, estético, porque la belleza de lo viviente va más allá de la idealización matemática; de hecho, reside en lo contrario: complejidad frente a simplicidad.
    En fin, que tu comentario me ha hecho pensar y, muy probablemente, decir tonterías por no haberlo comprendido adecuadamente.
    Gracias de nuevo. Un abrazo,

    Javier

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