miércoles, 27 de abril de 2016

Ser médico. Saber escuchar y hablar.


Todos creemos saber qué es un médico, pero cada vez resulta más difícil decirlo. Siendo simplistas, podríamos limitarnos a la acepción del diccionario de la Real Academia: “persona legalmente autorizada para profesar y ejercer la medicina”. Es decir, alguien que, tras haber cursado los estudios pertinentes y pasado las pruebas necesarias, recibe el título de licenciado en Medicina (no sé ahora; antes, esa titulación indicaba que uno también era licenciado en cirugía, para peligro general). Pero no basta con eso. Se requiere una especialización incluso para ejercer la medicina general (medicina de familia). Es entonces cuando observamos la gran heterogeneidad de médicos: internistas, patólogos, dermatólogos, psiquiatras, cirujanos generales, urólogos, etc. 

Los avances técnicos propician que las viejas especialidades (muchas de ellas establecidas desde la concepción anatómica) se vayan transformando. Es probable que, en una década o menos tiempo, algunas de las especialidades actuales hayan desaparecido en muchos hospitales, por extinción general o por centralización. Otras, principalmente las quirúrgicas, se verán transformadas por la robotización y los grandes avances biónicos, que proporcionarán un gran avance en tratamientos quirúrgicos, en contraste con el impasse que vemos en la investigación farmacológica.

En este contexto, la figura del médico es ya muy lejana a la que conocíamos no hace tantos años. Aun podría decirse que es médico realmente sólo el que ve pacientes, pero esa mirada ya no se da como se daba, sino de modo parcelado por la especialización y cada día más sometido a protocolización y “calidad” según el gran referente industrial, la fabricación de automóviles.

El médico sigue siendo necesario en lo fundamental, mostrado en lo que su conocimiento y su humanismo revelan a través de su lenguaje. Uno es propiamente médico cuando sabe hablar y escuchar, algo muy infrecuente por desgracia.

Saber escuchar y saber decir lo adecuado para cada cual no es algo que se aprenda en ninguna facultad ni, mucho menos, en los ridículos cursos de coaching, persuasión y métodos de venta, porque, en Medicina, aunque se viva de ella, el médico no ha de vender propiamente nada o, lo que es equivalente, ha de mostrarse a sí mismo como valioso, fiable y a la vez limitado, a cada paciente.

¿En qué consiste eso? No hay más forma de saberlo que aprender de otros. De cada uno de esos otros. No es algo que pueda generalizarse ni mucho menos “algoritmizarse” porque siempre es un saber de alguien concreto o de muchos “alguien”. Sólo el contagio o la lectura de una narración biográfica pueden permitir intuirlo.

Hay dos médicos que han mostrado recientemente el valor insustituible de la palabra en Medicina. Uno es el ya fallecido Oliver Sacks, neurólogo. Otro, es Henry Marsh, neurocirujano. Es curioso que, en esa recuperación del valor del lenguaje cobren mayor vigencia los médicos que podríamos llamar del cuerpo (que miran u operan tejido nervioso) que los del alma, con tanto psiquiatra obsesionado por "biologizar" algo tan importante como su propia especialidad. 

Sacks recuperó la importancia de la escucha, de dejar hablar al paciente, atento a lo que puede revelar a quien sabe (y Sacks sabía mucho) cuando se le deja hablar.

Marsh nos cuenta en su ya célebre libro “Ante todo, no hagas daño”, la singularidad de ese hablar, de ese encuentro único entre un médico y su paciente. A la vez, deja constancia de los catastróficos efectos de la pretendida modernización organizativa, gerencial, de la Medicina.

Sacks y Marsh se muestran como dos grandes médicos e indican que en Medicina sigue siendo vital, en el sentido auténtico del término, el reconocimiento de que todo cuerpo humano habla, aunque esté callado, y no sólo por sus síntomas y signos, sino fundamentalmente por la palabra misma y por sus silencios.

Por el camino que vamos, es probable que la singularidad de la relación clínica vaya siendo restringida cada vez más a la cirugía, quién lo iba a decir, porque es en ese ámbito donde son más probables las aplicaciones tecnológicas y es ahí en donde la personalidad y saber de un cirujano son especialmente decisivos.

Quién sabe... es probable, así lo espero, que en poco tiempo, tengamos un nuevo libro que añadir a los de Sacks y Marsh, de alguien, cirujano amigo, que tiene mucho que decir de la Medicina entendida como pasión.

miércoles, 20 de abril de 2016

Sin lugar para la angustia. La sal de la tierra.


“Vosotros sois la sal de la tierra, pero si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará?” Mt.5,13

A veces hay que pararse. A veces, uno es obligado a hacerlo desde sí mismo. Siempre ocurre cuando la angustia atenaza, cuando no hay nada que hacer, ningún sitio a dónde ir, nada que esperar.

Esa angustia, siendo brutal, se muestra a sí misma, sin embargo, casi como un lujo cuando se puede mirar objetivamente al otro, a tantos. Desde esa perspectiva, puede disiparse.

Nadie se salva por comparación, nadie es feliz por comparación, pero cualquiera puede situarse en la realidad sólo comparando, siendo en el espacio y el tiempo, en la Geografía y en la Historia. El Dasein supone ahora un “Da” demasiado grande, demasiado cruel, para limitarlo a nuestra vida corriente.

No basta con ver los telediarios para saber lo que ocurre a pocas horas de avión. Tragedias de todo tipo, guerras, migraciones masivas, hambre, miseria… Si estamos hundidos, ver eso no consuela ni remueve el alma. Estamos acostumbrados. Y, si no estamos hundidos, menos aún nos impresiona, a no ser que sea algo próximo, de páginas locales del periódico. Si hay un terremoto en otro país, el ministro de turno siempre hará notar si hubo o no muertos españoles; los demás son lejanos, no son de los nuestros.

No es fácil contemplar la tragedia humana. Debemos ser guiados para no negarnos a ver lo que vemos.Y esa guía no la puede ofrecer ni el mejor documental; sólo es factible desde la captación del instante, de  muchos momentos, en toda su crudeza, en blanco y negro. Esa guía sólo la puede proporcionar un fotógrafo que, no por ser objetivo, deja de implicarse en lo que capta; precisamente al contrario, pues puede fotografiar y llorar, tirar la cámara muchas veces para llorar y volver a cogerla para seguir guiándonos, contagiándonos el alma con lo que está ahí, con lo que es casi inmediato en el tiempo y en la geografía, porque Auschwitz, aunque sea de otro modo, sigue existiendo. Esa ha sido la gran tarea de Sebastiao Salgado. "La sal de la tierra" es un documental que nos habla de él y lo hace, en cierto modo, prescindiendo de ese carácter de documental, casi como pura sucesión de fotos y años en los que se hacen.

En su “Oda a una urna griega”, John Keats acaba relacionando verdad y belleza (“Beauty is truth, truth beauty, that is all ye know on earth, and all ye need to know”). Eso es fácil de asumir en el caso de la verdad científica (o lo era, cuando la ciencia se hacía por pasión). De hecho, son muchos los matemáticos y físicos que se han dejado guiar por el sentimiento estético y, a la vez, es difícil no reconocer algo verdadero cuando se contempla una imagen de la belleza existente a todos los niveles de complejidad biológica.

Pero, de un modo misterioso, cabe hablar de verdad y belleza incluso cuando lo que se muestra, siendo verdadero, nos conmueve por el horror que manifiesta. Y eso ocurre con las fotos de Salgado. Son crudísimas y, sin embargo, hermosas, impresionantemente bellas. Podría decirse que pone la estética al servicio de la verdad, que la usa como herramienta para conducirnos al infierno en la tierra, en semejanza con Dante, que usó la belleza del lenguaje para evocarnos el infierno eterno. 

Siempre habrá quien haga las preguntas pragmáticas, ¿para qué? ¿ha salvado a alguien? ¿cuánto ha ganado con eso? Preguntas que sólo pueden surgir de la estupidez egocéntrica. El “para qué” está ya respondido en el “qué”. Con eso basta. 

No hay lugar para la desesperación en “La sal de la tierra”. No lo hay para la angustia, aunque se adivine el miedo previo a una muerte cruel. Por el contrario, todas esas imágenes muestran fe, esperanza y amor o indiferencia resignada en los más harapientos, en los más perdidos, en quienes, a la vez, han perdido todo, incluyendo a sus hijos y que quizá ya hayan muerto también. Y, a la vez, son fotos posibles desde una mirada capaz de sostenerse en la ética y perteneciente a un hombre que supo hacer de su propia biografía no sólo testimonio de observador, sino transformación de su propio mundo, haciendo fértil lo que era yermo. Su legado ecológico, “The Instituto Terra”, apunta a la posible salvación; a que, al lado de tanto horror y absurdo, hay esperanza para esta especie a la que pertenecemos. Apunta a que vale la pena estar inmersos en el río de la vida, a pesar de los pesares. 





viernes, 15 de abril de 2016

RESILIENCIA Y GENES

Hay quien sale fortalecido de un golpe que le da la vida. Hay quien se crece ante la adversidad. A esa capacidad se le llama resiliencia. 

Si se indaga en un buscador de internet o, más específicamente, en PubMed, veremos que se trata de un concepto en auge. Abundan los consejos para ser más resiliente o los artículos que muestran las características de las personas que han sabido sacar fuerza de flaqueza. También, como es habitual, se han buscado raíces genéticas o epigenéticas que expliquen la resiliencia de cada cual  

Hay quien ha llevado el término al extremo, a la resiliencia de la que no se entera el resiliente por estar afectado de una grave mutación genética y no porque llegue a afrontar psíquicamente la enfermedad resultante, sino porque simplemente no la sufre… a pesar de que la Genética indica que debiera padecerla. El 11 de abril de este año se publicó en Nature Biology un artículo con este título: “Analysis of 589,306 genomes identifies individuals resilient to severe Mendelian childhood diseases”.  En él aparece ese término,“resilient”, una elección curiosa.

En ese estudio se analizaron los datos genéticos de 589,306 individuos llegando a identificar a 13 casos de adultos sanos con mutaciones que deberían haberles provocado enfermedades severas (tal vez la muerte) antes de cumplir los 18 años. Cada uno de esos individuos fue “resiliente genético” a una de ocho enfermedades que requerían la mutación del gen en un cromosoma (autosómicas dominantes) o en los dos cromosomas (autosómicas recesivas). Entre esas ocho se incluía la fibrosis quística y la epidermolisis bullosa.

¿Por qué, aunque sea en muy pocos casos, ocurre algo así? Un diagnóstico genético pre- o post-natal mostraría un futuro cruel a los padres de ese niño. Un futuro que, en estos afortunados, nunca se dio. Dada la condición de anonimato del estudio, no se pudo acceder a las personas concretas que son resilientes genéticos sin saberlo, llevando una vida normal. Pero el interrogante abierto ya hace pensar en ricas informaciones futuras procedentes de proyectos como el “Human Knockout Project”, el “Million Veterans Program”  y el “UK Biobank Project”.

¿Qué nos sugiere este hallazgo? Por un lado, desbarata restos del pensamiento lineal en Genética (y tan vigoroso aun en Biología Fundamental). Ya había sido desterrado el dogma “un gen - una enzima”. Estos casos de una herencia mendeliana de penetrancia completa que no se traduce en la enfermedad que “debiera” indican que incluso en los determinismos biológicos más claros puede haber factores (probablemente también inscritos en el ADN) que perturben ese oráculo genético. Sin tener nada que ver, la rareza de estos casos evoca la rareza de las remisiones espontáneas de tumores. ¿Por qué ocurren? Las preguntas que surgen de rarezas naturales suelen acabar conduciendo a respuestas generales de gran interés.

Nos indica también algo más. Nos rompe el esquema convencional de que todo está escrito indefectiblemente en los genes, de que basta con leer ese nuevo libro sagrado llamado genoma para encontrar las respuestas de todo. Si esto ocurre con enfermedades monogénicas, ¿qué tipo de explicación etiopatogénica cabe esperar en el caso de determinismos poligénicos débiles que pretenden dar cuenta del autismo o de cualquier trastorno mental?

Finalmente, hay algo más. Un descubrimiento es realmente importante no tanto cuando resuelve un problema sino cuando revela una ignorancia novedosa, cuando abre más ignorancias de las que neutraliza, inspirando así la imaginación fértil. En este caso, renace la ignorancia y es de esperar que, desde ese humilde y necesario reconocimiento, la ciencia cobre el buen impulso que tantas veces ha asumido, en vez de permanecer en un crecimiento incremental de resultados mediante líneas de investigación "productivas".

sábado, 9 de abril de 2016

FOTOS. Del recuerdo al vacío.


Podría decirse que lo evidente es, como sugiere su etimología, lo visible. “Lo vi con mis propios ojos”, se dice a veces, aunque sabemos que la percepción visual es engañosa. Una foto, como una demostración matemática, puede sostener la objetividad intersubjetiva.

La pintura, el dibujo, permitían “copiar” algo real (no lo real). Cajal dibujó para mostrar la unidad neuronal. Pero, en la fotografía, era ya la propia luz reflejada por el objeto la que creaba su imagen para siempre tras impresionar una placa fotosensible, y el papel humano se limitaba a manipular las condiciones de iluminación y el proceso químico necesario para que la imagen quedara grabada de modo indefinido.

No sólo la luz que percibimos, ese rango estrecho de banda, sino todo el espectro electromagnético puede ser, de un modo u otro, registrado, detectado, hecho imagen, desde la radiación gamma hasta las ondas de radio. La difracción de rayos X nos permite elucidar estructuras moleculares, y el registro de microondas nos deja vislumbrar la formación del Universo. Todo el espectro electromagnético es, en cierto modo, traducible a un corto segmento suyo, al visible.

Una fotografía puede ser una herramienta o una finalidad. Su utilidad es clara en ámbitos diversos que abarcan desde la investigación científica a la criminalística o histórica. El periodismo parece inconcebible sin la imagen que sustenta lo que transmite. La ciencia precisa la imagen cuya calidad y resolución dependen, a su vez, del desarrollo tecno-científico. La Historia es fotográfica y eso incluye tanto las imágenes contemporáneas como las de restos arqueológicos o las de obras de arte.

La finalidad puede ser la propia foto cuando persigue lo bello, lo más auténtico de lo que se quiere captar. Y no basta para ese fin con tener todos los medios habidos y por haber. Hay que ser un artista para crear arte, también fotográfico. 

Hay una finalidad distinta, la que no busca la revelación de lo bello, sino de lo verdadero de uno, de lo que ha conformado, determinado, su biografía. Es el caso de la foto ligada a la evocación, al recuerdo. 

¿Quién se resiste a la fascinación de fotografiar? Rommel dirigía sus campañas con una cámara Leica colgando sobre su uniforme. Y así era fotografiado él mismo. ¿Dónde habrán ido a parar sus negativos? Quizá aparezcan algún día, como ocurrió con los hallados en la “maleta mexicana”. Sin tomar parte en la guerra, grandes fotógrafos como Capa la vivieron jugándose la vida como observadores mientras captaban con sus cámaras lo mejor y lo peor del ser humano.  Eran testigos de la implicación biográfica en la Historia. Ahora mismo sabemos del horror presente y próximo gracias a personas que siguen jugándose la vida para fotografiarlo. 

Fueron fotógrafos profesionales, con mejor o peor técnica, los que dieron cuenta de momentos biográficos señalados por su asociación a ritos de paso (bodas, bautizos…) o dignos de ser recordados y comunicados (un curso escolar, la pertenencia a un grupo, la mili, la llegada a un país extranjero, una imagen actual para enviar por correo, etc.). La gente se fotografiaba pocas veces; de hecho, algunos sólo lo eran tras haber muerto y hoy nos impresiona la naturalidad con que se realizaban fotos post-mortem.

A partir de la disponibilidad de emulsiones fotosensibles en película y de máquinas fotográficas personales, la fotografía se fue popularizando y asociando fuertemente a la biografía. Muchos más acontecimientos personales y paisajes eran trasladados al álbum de fotos, un registro que evocaría recuerdos en hijos, nietos… Ahora ya no se necesitan ni películas ni siquiera máquinas fotográficas. Con un “móvil” podemos fotografiar lo que queramos y enviarlo a quien deseemos. Además, los defectos cualitativos de la ignorancia técnica se compensan alguna vez con lo cuantitativo; hagamos muchas fotos y alguna saldrá bien.

Hay una cierta necesidad de registro de lo que vemos y de lo que hacemos, que se satisface haciendo miles y miles de fotos que ocupan muchas “gigas”, aunque nunca las vayamos a ver. Una foto es el mejor elemento para testimoniar nuestra presencia en un país lejano o simultánea a un acontecimiento relevante. Aquí estuve yo, podemos decir, con la imagen que lo demuestra. No basta con indicar que visitamos Pisa; es preciso que se nos vea “aguantar” la torre inclinada.

La foto, facilitada extraordinariamente con el móvil, el mismo instrumento que permite hacer de todo e incluso hablar por teléfono a nostálgicos de la voz, se ha hecho imprescindible en el narcisismo que hace frente patéticamente al desvalimiento del sujeto. No basta con decir “yo estuve ahí”; es necesario que ese “ahí” sea especial, original, inaudito, y que yo me muestre colgando de la torre Eiffel o que se me vea a riesgo de ser atropellado por un tren, cogido por un toro o a punto de despeñarme en el cañón del Colorado. Ya no se necesita un testigo. Uno mismo puede serlo de todas las estupideces imaginables y crece así el número de muertos víctimas de su pasión por los selfies que dan cuenta de esa originalidad letal. 

Podemos hacer una simplificación extrema y hablar de fotos de vida y de muerte. Y no sólo de los otros. Los selfies de quienes se retratan antes de morir sugieren que la pulsión de muerte freudiana se disfraza muchas veces de mera estupidez. Pero, al margen de tales extremos, la obsesión por registrarlo todo, por fotografiarlo todo, apunta a la necesidad de colmar un vacío. Hace pocos años, los videos caseros proscribían la mirada felicitaria a expensas del goce imaginado de flagelar a conocidos y amigos con el registro audiovisual de la boda de un familiar o de unas vacaciones tan soñadas que en el sueño mismo quedaban. Ahora, hasta hacer uno de esos videos cansa y ya no se ven turistas tomándolos desde autobuses o por la calle. Hoy tenemos Facebook y whatsapp y podemos demostrar en todo momento que estamos en una playa o comiendo una pizza mediante el oportuno selfie. Y, ya que podemos, ¿por qué no hacerlo? ¿Por qué no alimentar el narcisismo? Si no podemos ser populares por participar en un reality o haber nacido en casa rica, podemos al menos serlo un día o dos por registrar cómo nos matamos corriendo delante de un toro o a punto de caer al vacío. 


Y es que los selfies registran algo que va más allá de una imagen. Si una foto tradicional nos permite evocar recuerdos, acercarnos a un pasado, encontrarnos con algo que determina en mayor o menor grado el ser, un selfie apunta al gran vacío existencial que ha de ser conjurado afirmando el estar frente al ser, con independencia de que la lengua, como el inglés, no haga distingos entre esos dos verbos. Lo importante en una vida vacía acaba siendo demostrar que se está en ella, aunque no se sea en ella, aunque no se sea nada propiamente, aunque uno se muera en el intento por tratar de ser a través del estar.