jueves, 14 de enero de 2016

Autismo. En nombre de la ciencia, la ciencia es olvidada.

En su libro “Misa Negra”, John Gray define el cientificismo como la aplicación errónea del método científico a ámbitos de la experiencia en los que no existen leyes universales. Es una magnífica definición, aunque incompleta, de lo que se puede entender como la exageración cientificista. 

No hay leyes universales en lo que es singular, en el ámbito de lo subjetivo. No hay ley científica que pronostique si a mí me matará una hipertensión en la próxima década, o que declare el modo en que un sujeto autista deba ser tratado. Sólo tenemos esa evidencia degenerada que se aleja enormemente del término intuitivo y del recogido por el Diccionario de la Real Academia (“certeza clara y manifiesta de la que no se puede dudar”). 

Cuanto mayor es el número de variables en un fenómeno observable, y un trastorno mental puede serlo en sus manifestaciones, mayor es la dificultad de diferenciar la señal del ruido a la hora de establecer una relación de causalidad que sostenga la conveniencia de una terapia determinada. Por eso, la corriente conocida como “Evidence based Medicine (EBM)” asume distintos niveles de evidencia de los que surgen, a su vez, diversos grados de recomendación de algo como un tratamiento o el riesgo de un agente químico o físico.

Es sabido que la hipertensión es un factor de riesgo importante. Hay buenas terapias para reducir ese riesgo, para bajar la tensión. ¿Hasta qué nivel? La respuesta sensata aquí es la que diríamos los gallegos en general: depende. Depende de muchos elementos y la decisión debe darse en la consulta, en la relación clínica singular. Es cierto que los médicos nos podemos ayudar de guías, protocolos, confeccionados desde esa óptica de la EBM, pero siempre será para tomar una decisión terapéutica aquí y ahora para alguien concreto. Eso es lo sensato: diagnosticar y tratar si procede. Pero he ahí que la salvación cientificista aflora a la prensa cotidiana y así un periódico de gran tirada como es “El País” publicó recientemente un artículo en el que alertaba sobre la necesidad de disminuir la tensión arterial.  El nivel de insensatez conseguido ha sido convenientemente criticado en sucesivos posts del lúcido blog de Sergio Minué, por lo que sería superfluo insistir en ello. Pero es una noticia que sirve para destacar la gran diferencia y responsabilidad consecuente que tienen los medios de comunicación a la hora de redactar artículos de divulgación científica, porque no es lo mismo hacerlo sobre ondas gravitatorias que sobre aspectos de salud, en donde puede con facilidad confundirse tal divulgación con lo que no es, educación sanitaria. 

Ese amarillismo médico es una muestra de cientificismo en el sentido de J. Gray. Otro triste ejemplo es el afán de una asociación de padres de autistas, que ha promovido en "Change" una petición al Conseller de Salut de la Generalitat en la que, tras denunciar “prácticas obsoletas en la atención pública del autismo en Cataluña”, exigen que tal atención se haga con “evidencia científica” (así inician su petición). Inmediatamente ha habido la consiguiente respuesta por parte de psicoanalistas a través del “Manifiesto Minerva”, que este servidor ha firmado. El conflicto está servido y ya se han hecho eco de él los periódicos.

Change es una plataforma que permite canalizar peticiones colectivas. Los padres de niños autistas están en su pleno derecho de pedir lo que consideren más adecuado para el tratamiento de sus hijos, pero es muy dudoso que puedan erigirse en elemento inquisitorial acerca de cómo se ejerce la atención clínica, siempre singular, en el sistema público, insistiendo en que se destierren terapias que califican de obsoletas, sin justificar en absoluto el porqué de tal obsolescencia. Al hacerlo, olvidan o ignoran que las evidencias científicas propugnadas son las que son, las que pueden ser en el estado actual del conocimiento del autismo, del que no se ha desvelado ningún modelo etiopatogénico molecular consistente. Parecen olvidar también que para el ejercicio de la práctica clínica, tanto en el sistema privado como en el público, se requiere una titulación oficial y no un recuento de opiniones favorables o desfavorables sobre quiénes y cómo la ejercen.

La ciencia se basta a sí misma. No precisa defensas. Y tampoco corresponde a Change ni a El País decir qué es bueno o malo para nuestra salud. Ya no digamos qué es científico y qué no lo es. La ciencia es una “episteme”, no una “doxa". 

Y la atención a pacientes es función del clínico, de cada uno, porque sigue ocurriendo que la relación médico – paciente es eso, una relación singular, un encuentro de subjetividades a una de las que se atribuye un saber, y no afortunadamente la mera aplicación de un protocolo, cuyo valor derive, como en un programa televisivo, de la audiencia que reciba.

No es fácil lograr la evidencia en Ciencia. Es más difícil todavía si miramos a la Medicina y la dificultad se incrementa extraordinariamente si tocamos lo psíquico.

Es comprensible el sufrimiento y la angustia de familiares de enfermos, pero no debieran mezclarse ansias y esperanzas con evidencias científicas inexistentes.

Es muy habitual, lamentablemente, que, en la clínica, la alusión a la evidencia científica olvide demasiadas veces a la ciencia que debiera sustentarla.

2 comentarios:

  1. "Querido Javier:
    Lamentablemente nos vamos habituando a que los medios de "incomunicación" publiquen toda clase de supercherías bajo del amparo de la palabra "ciencia", o "científico". Eso no solo es un perjuicio para el ejercicio noble de la ciencia genuina, sino que que contribuye a difundir ideologías en ocasiones delirantes, otras oscurantistas, y las más de la veces basadas en el pensamiento mágico.
    Pero tu post añade otro problema, mucho más delicado. En definitiva, muchos de los estudios proclamados por "prestigiosas universidades" (como, por ejemplo, los que demuestran que la gente que tiene gatos como mascota posee un coeficiente intelectual mayor que los que tienen perros) no tienen excesivas consecuencias: mueren como las estrellas fugaces, y nadie vuelve a recordarlos. Pero el tema de Change es algo muy complejo. Las redes sociales son un poderoso instrumento, y por primera vez en la historia de la humanidad las personas corrientes que carecen de cualquier poder público, pueden de pronto montar una campaña capaz de ejercer una presión efectiva, e incluso lograr un cambio legítimo y beneficioso para el conjunto de la sociedad. El problema comienza cuando la idea inicial comienza a tener derivaciones inesperadas. Change (como otras plataformas semejantes) es una propuesta a la que nadie está obligado a responder. Se trata, sin duda, de una elección. Pero sucede que muchas veces la información que sostiene y argumenta ciertas campañas no es suficientemente clara, no existen posibilidades de contrastarla, y no tenemos los medios necesarios para indagar de qué se trata. No dudo de que la mayoría de las iniciativas son bienintencionadas, pero las buenas intenciones en ocasiones no bastan para legitimar una petición de firmas. Por otra parte, es evidente que no resolveríamos nada creando la figura de un "evaluador", un "sujeto supuesto saber" decidir qué campaña es sensata y cuál es dudosa. Nos encontramos aquí con un dilema muy difícil de resolver: el hecho de que la libertad de expresión, de opinión, y de manifestación, es una conquista inalienable, pero que a la vez puede tener un filo complejo, una deriva inquisitorial muy difícil de controlar. ¿Quién decide cuándo una campaña es válida y cuándo no lo es? ¿Aceptaría Change una campaña que solicitase firmas en Eslovaquia para legitimar la restricción escolar de los miembros de etnia gitana por supuestos motivos de "déficit genético"? Supongo que no, ¿pero cuál sería el criterio para que la plataforma vetarla el inicio de una campaña semejante, y en cambio acepte la de una asociación de padres que solicita la retirada de un determinado método terapéutico? Occidente está habituado a sacralizar el valor de la libertad, lo cual es indudablemente una conquista histórica indiscutible. Pero negar los problemas que conlleva su elevación a una universalidad sin dialéctica tiene indeseables efectos de retorno. Seguramente todavía valga la pena pagar el precio que nos cuesta la libertad (siempre relativa, por supuesto, dado que en la práctica es relativamente ilusoria), pero defenderla no debe impedirnos el pensar.
    Gustavo Dessal

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    1. Muchas gracias, querido Gustavo, por este comentario, tan lúcido y sugerente como es habitual en los que tienes la gentileza de hacer en este blog.
      En cierto modo, “Change” sólo facilita las cosas. Todas. Las sensatas y las estupideces. Antes se recogían firmas manuscritas. Ahora, basta pulsar el ratón y es todo mucho más fácil. Las redes sociales son meros catalizadores de expresiones de libertad y éstas no siempre suponen un saber ni una ética. El ejemplo de Charlie Hebdo con su viñeta sobre Aylan, que maldita la gracia que tiene, expresa el exceso en que se puede incurrir en nombre de la libertad. Pero, a la vez, ¿quién se erige en censor, quién sería reconocible como ese “sujeto supuesto saber” al que te refieres?
      Creo que el párrafo final de tu comentario apunta a lo que es necesario, el pensamiento y la educación que puede facilitarlo, con lo que entramos en la responsabilidad política
      Vivimos un tiempo en que lo cuantitativo parece primar sobre lo cualitativo.
      La decisión política no debiera seguir en una dinámica de audiencias como lo hacen las cadenas de televisión, sino buscar lo bueno, y ocurre que es muy frecuente que eso, lo bueno, vaya ligado a lo cualitativo., pero aquí y ahora, puede tener más “peso” político la opinión de los tertulianos de “Sálvame” (vimos la importancia electoral de la casa de Bertin Osborne) que la de todos los filósofos y científicos juntos.
      Un buen sistema político sería sensible pero, a la vez, sensato, frente al amplio abanico de peticiones que puedan sustentar Change, Avaaz y plataformas similares, pues bien puede ocurrir que se inste a implantar el creacionismo en las escuelas o a segregar, posibilidad que indicas, a los considerados potencialmente peligrosos. El nazismo no sólo fue querido por Hitler. Muchos alemanes, demasiados, lo apoyaron, en contra de compatriotas que también eran alemanes. Además de toda la tragedia que supuso, la ciencia dejó de hablar ese idioma para hacerlo en inglés. La barbarie futura puede ocasionar que la ciencia simplemente deje de hablar (ayer fui un poco ingenuo al decir que no precisaba defensa).
      No digo que algo así se dé aquí y ahora, pero tenemos ejemplos del demoniaco poder que pueden tener los medios de comunicación (la radio lo mostró en Ruanda). Los periódicos y las redes sociales no sólo facilitan la libertad; también son un caldo de cultivo (ojalá me equivoque) para todo tipo de autoritarismos democráticos y, paradójicamente, en nombre de la libertad misma.

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