sábado, 24 de octubre de 2015

El cuerpo recuerda lo que más ignoramos.

Rabí, para que este hombre haya nacido ciego, ¿quién pecó, él o sus padres?
Jn 9,2.

El 20 de diciembre de 2011 moría Robert Ader. Había creado un término exitoso, “psiconeuroinmunología”, a partir de sus investigaciones. En colaboración con Nicholas Cohen, hizo un experimento interesante. 

Desde Pavlov se sabe del valor de los reflejos condicionados en animales, como herramienta experimental. Pues bien, Ader y Cohen indujeron en ratas una aversión al agua con sacarina, asociando su ingesta a la presencia de ciclofosfamida, que les provocaba trastornos gastrointestinales. Tras este aprendizaje, las ratas sólo bebían agua cuando la sed las vencía. Además de provocar alteraciones digestivas, la ciclofosfamida es un agente inmunosupresor. En comparación con controles, se vio que las ratas que habían “aprendido” a asociar la ingesta de agua dulce con efectos perniciosos, mostraban una inmunosupresión frente a la inyección de un antígeno en el momento de beber, aunque entonces no hubiera ciclofosfamida en el agua azucarada. Es decir, un animal podía “aprender” a deprimir su respuesta inmune. Algo ocurría entre su cerebro y sus linfocitos.

La vieja idea de que el estado anímico se relaciona con la enfermedad somática, se reforzó con experimentos de este tipo y otros muchos hallazgos como la existencia de una comunicación molecular bidireccional entre neuronas y linfocitos.

La interacción psicosomática es bien conocida y, por eso, todo ensayo clínico riguroso contrasta los efectos del medicamento que se pretende probar con lo que se llama un placebo, algo que se le asemeje lo más posible, pero sin contener fármaco activo alguno. Para evitar incluso la posible influencia de quien administra el fármaco o el placebo, los ensayos suelen hacerse en el modo conocido como doble ciego (ni el paciente ni quien administra el tratamiento saben si se trata de un placebo o de un principio activo).

Precisamente ese efecto placebo daría cuenta del valor que tuvo una medicina que fue mágica antes de ser mejorada por el avance científico. Un ejemplo de su importancia lo proporciona un meta-análisis publicado en PLOS Medicine, que puso en tela de juicio la eficacia clínica de los antidepresivos

Hay una enfermedad especialmente aterradora en nuestra época, el cáncer. No es algo que haya aparecido ahora; ya hay constancia escrita de ella en el papiro de Ebers, pero sigue induciendo una mortalidad que no ha disminuido mucho desde entonces (globalmente; hay formas especificas en las que sí se han logrado grandes avances terapéuticos).

El efecto placebo sugiere que la fe puede curar con independencia del objeto de esa fe. Y, si es así, ¿Por qué no cabría esperar que la fe religiosa o la confianza en la propia fuerza activen recursos inmunes que venzan el cáncer? Tal fe puede inducir un viaje a Lourdes o a México (allí fue Steve McQueen en busca del laetril). Hay quien confía en ser inundado benéficamente por “energías positivas” de amigos, en la fortaleza conferida por técnicas de meditación y visualización, o en dietas alcalinas pretendidamente basadas en los descubrimientos de Warburg.

Lo cierto es que, a veces, sólo con una frecuencia de uno entre cien mil casos, se da una regresión espontánea del cáncer, entendiendo por tal su desaparición completa o parcial, temporal o permanente, en ausencia de tratamiento específico. Hay casos descritos en este mismo año relativos a regresión de cáncer de pulmón y de hígado. Se ignora por qué ocurre algo así, asumiéndose en general que hay una relación con una respuesta inmune asociada a infecciones agudas, pero no es asumible que ningún tipo de fe tenga nada que ver en algo tan curioso.

No parece en absoluto que alguien pueda influir con su actitud o voluntad en la evolución de un cáncer, sino sólo en cómo afrontar un proceso así. Recientemente “El País” recogía una afirmación muy clara al respecto realizada por Patricia Brasinello: "no existe ninguna evidencia científica de que una buena actitud influya en el proceso. Las células no lo notan”. Además de sentido común, hay base empírica para tal afirmación. Por ejemplo, en un estudio de 2001 recogido en el New England Journal of Medicine, se mostraba que la supervivencia en el cáncer de mama metastático no tenía relación con el apoyo psicológico, aunque se reconocía la importancia de éste para afrontar la enfermedad, incluyendo la percepción del dolor. 

Ni siquiera en Lourdes creen propiamente en milagros. La asociación “Lourdes cancer espérance”, realza más bien como milagroso el enriquecimiento espiritual de quienes allí peregrinan esperanzados; no de la posibilidad de su curación.  

No esperemos en milagros más allá del milagro mismo de la vida, que implica la muerte. Si nuestra mente influye en el cuerpo, no sabemos ni cómo ni cuándo en términos mecanicistas. Ante una enfermedad tan cruel como muchas formas de cáncer, sólo cabe el mejor tratamiento médico posible (tan limitado como duro tantas veces) y todo lo que ayude a una persona a afrontar algo así. Por eso, es despreciable oír algo tan estúpido como que alguien tiene que luchar contra su enfermedad o que esa guerra la va a ganar (se decía estos días que un célebre futbolista le ganaría el partido a su cáncer de pulmón). Es cruel porque parece que, si alguien sucumbe, lo hace por no luchar, por no ser optimista, asertivo, etc., etc. Tanta palabrería de la llamada “psicología positiva” es profundamente negativa y negativamente ha calado en un mundo presuntamente ateo pero más religioso que nunca. 

Renace el pecado, no como transgresión moral, sino higiénica. Si alguien enferma, él, por su mala vida (fumar, beber, ser sedentario, etc.) o sus padres, por transmitirle malos genes, serán culpables. Y esa culpa sólo es perdonable con un cambio de vida: "disfrutando" las "cosas pequeñas" de la vida, sintiendo el cariño de los otros, teniendo confianza en uno mismo, etc.

Lucha, sé fuerte… ¿cómo se hace eso? Sólo desde la perspectiva absurda de conferirle ser a la carencia, de ontologizar la enfermedad, se puede proclamar como mandato higiénico o pretendidamente terapéutico, la mayor insensatez de que una mente luche contra lo que su propio cuerpo alberga. El cuerpo ya tiene sus mecanismos, recursos y recuerdos. No lo vamos a cambiar cuando está enfermo por pensar en él o por ver amaneceres y flores, aunque tengamos, eso sí, la opción de sobrellevar las cosas del mejor modo posible.

Se da algo fuertemente paradójico, aunque sólo lo sea en apariencia. Por un lado, se reduce lo biográfico a lo biológico de tal modo que uno es lo que dictan sus genes, y ama o sufre según esté su balance de neurotransmisores. Pero, por otro lado, se pretende que, cuando ocurre lo peor, se dé una transformación biográfica que controle lo biológico. Tal ilusión es facilitada por iluminaciones que acontecen en situaciones límite, propiciando a veces la producción de libros tan patéticos como el escrito por Eugen O’Kelly.

Sin duda, somos en un cuerpo. Y, por un lado, el cuerpo tiene sus limitaciones, una de las cuales es el hecho de ser mortal. Pero, además, la influencia que nuestra mente pueda tener en el cuerpo del que emana y que la alberga no depende de ningún presente que podamos controlar sino de un pasado que sólo algo tan laborioso como el psicoanálisis puede desvelar. En cualquier caso, en lejana analogía con Lourdes, el milagro del psicoanálisis no reside en el objetivo concreto, sintomático, que pueda suscitarlo, ni siquiera el temor a la muerte. Los taoístas buscaron sin éxito la inmortalidad pero en ese camino encontraron una forma de sabiduría compatible con la mortalidad misma. Lo importante es buscar… ignorando propiamente la finalidad real de la búsqueda. Si lo logramos, ya lo sabremos. Incluso en ciencia.

Los lacitos rosa y las carreras contra el cáncer o la frenética recogida de tapones no lo frenarán. Sólo lo hará la investigación científica y, para que ésta tenga éxito, no basta con dinero ni precisa planes ni memorias. Requerirá de todo aquello de lo que ha sido desprovista por la insensatez cientificista reinante que es el peor enemigo de la ciencia misma. Necesitará calma, juego y pasión


lunes, 19 de octubre de 2015

Perdonar es olvidar

"Como el náufrago metódico que contase las olas 
que faltan para morir, 
y las contase, y las volviese a contar, para evitar 
errores, hasta la última, 
hasta aquella que tiene la estatura de un niño 
y le besa y le cubre la frente, 
así he vivido yo con una vaga prudencia de 
caballo de cartón en el baño, 
sabiendo que jamás me he equivocado en nada, 
sino en las cosas que yo más quería."
(Luis Rosales) 

A veces se oye decir a alguien que perdona pero no olvida. 
Quien diga eso no sabe qué es perdonar, porque no hay perdón si no hay a la vez olvido.

El recuerdo del mal implica el odio. No cabe otra alternativa que el olvido o el odio. El perdón exige el olvido. No puede darse sin él.

El bautismo cristiano fue inmersión y de ella conserva el recuerdo de la ablución. Y esa agua es, como símbolo, aunque sea tomada del grifo o del río Jordán, la del Leteo, la del olvido. En este caso, es Dios mismo quien se olvida, no bebiendo él el agua sino dándola. Esa es la belleza del perdón divino, del demasiado humano. Se perdona no sólo olvidando sino haciendo que quien es perdonado olvide que mereció serlo.

En un discurso tan memorable como olvidado, en plena guerra civil, en pleno odio entre los más cercanos, Manuel Azaña finalizaba con tres palabras, que no fueron oídas, que siguen sin serlo: “paz, piedad, perdón”. No basta con la paz, aunque es imprescindible. La piedad supone el reconocimiento de que somos capaces de lo peor y por eso esas tres palabras han de ir en ese orden. La paz es precisa para la piedad que hace posible el perdón que deseaba Azaña para los culpables, quizá incluyéndose a sí mismo.

El olvido que implica el perdón es la gran desmemoria que nos hace humanos y que no afecta al recuerdo amoroso de la pérdida, el que exige la memoria histórica, el que supone la dignidad.

Nada más acaramelado que el sentimentalismo con el que se alude a veces a las palabras de Jesús cuando pedía perdón divino para quienes no sabían lo que hacían al crucificarle. Pero no había exceso sentimental en ellas, ni mucho menos afán masoquista de martirio, sino una mera asunción del hecho de la fragilidad del otro, de quien, por ignorancia, no era culpable del crimen. Olvidar eso ha supuesto muchos horrores por parte del cristianismo.

Buda habló de la compasión, en el sentido auténtico de esa palabra, tan alejado del que con frecuencia se le da. Uno es humano en la medida en que compadece, en que comparte la pasión del otro, en que se da cuenta de la unidad en la limitación, padeciendo con. Y ese darse cuenta alcanza todo lo existente, que se hace merecedor de la misma compasión que quien compadece. Desde un insecto hasta la persona que creemos más buena…Todos somos capaces de llegar a compadecer y de ser objetos de compasión, porque todos somos determinados, como los insectos, o culpables por ser libres, porque la libertad es también condena, como nos recordó Sartre. Una condena merecedora de compasión, como todas las condenas.

Y, si no sabemos perdonar olvidando, será mejor que sepamos que estamos odiando. No es malo reconocernos en el odio. Será el momento de lucidez de partida para vernos cómo somos, como seres frágiles, a quienes sostiene el odio por ser aun impermeables al amor.

Y es que, como dice Luis Rosales, a fin de cuentas, no nos equivocamos en nada; sólo en lo que más queremos.

lunes, 12 de octubre de 2015

El premio Nobel de Medicina de 2015 nos recuerda el siglo IV d.C.


"Por medio de este hacer creativo, por medio del trabajo en vistas a una realización, el hombre da un sentido a su vida. Tal es su vocación, aquello a lo que ha sido llamado"
François Cheng.


En su testamento, Alfred Nobel expresaba su deseo de que el premio que lleva su nombre se otorgara a aquellos que, "durante el año anterior, hubieran conferido el mayor beneficio a la humanidad", por contribuciones al avance científico (se centró en la física, química, fisiología y medicina) y a la economía, o creando buena literatura y trabajando por la paz.


Es muy difícil cumplir literalmente esa voluntad. El comité encargado de conceder un premio Nobel considera que el “año anterior” no se refiere a contribuciones realizadas en él, sino más bien a que es en dicho año cuando son reconocidas. Se entiende así que se premien investigaciones que tardan mucho en ser valoradas, como ocurrió en el caso de Barbara McClintock, premiada en 1983 por un descubrimiento realizado en 1944. Hay quien, por morirse, no llega a ser reconocido.

Es muy importante que el comité Nobel entienda que la solución de nuestros problemas médicos por parte de la ciencia no es milagrosa sino que es precisa mucha investigación básica original y, por ello, es natural que premie a personas que han contribuido poderosamente en ese sentido, elucidando los mecanismos moleculares de nuestra fisiología y desarrollando métodos novedosos para ello. En una época en que tristemente se afianza el “publish or perish” en tantas carreras científicas, es bueno recordar que tan preciado galardón se ha otorgado también por avances metodológicos más que propiamente epistémicos. Así ocurrió con el marcado isotópico o con la proteína flurescente verde; también se premió la amplificación del ADN por la reacción en cadena de la polimerasa (PCR). De hecho, uno de los pocos que recibieron dos veces el premio Nobel en Química fue Frederick Sanger por sendos descubrimientos metodológicos relativos a desentrañar la secuencia de aminoácidos en una proteína y la de bases en el ADN.

A pesar del gran reconocimiento que supone el “Nobel”, muy pocos de quienes lo reciben son “populares” más allá de ámbitos relativamente restringidos a los que han contribuido poderosamente.Tal vez, en nuestro país, los más conocidos sean Cajal y Ochoa, por ser españoles, y también… Flemming, cuya popularidad deriva de haber descubierto la penicilina; estando preparada su mente, supo ver algo bueno en lo aparentemente malo, la contaminación de uno de sus cultivos bacterianos por un hongo. Y es que, si algo se le pide ingenuamente a un premio Nobel es que dé una respuesta a un problema cuantitativamente importante, sean las infecciones o el cáncer. Ya antes de Flemming, en 1939, Gerhard Domagk, que demostró la eficacia de las sulfamidas, no pudo recibir el premio porque no le dejó Hitler, en protesta porque el de la paz se le hubiera concedido a Carl von Ossietzky, internado en un campo de concentración nazi. Y pocos se acuerdan de los avatares del descubrimiento y uso de la insulina, incluyendo el olvido de Best por el comité Nobel en 1923.

Podría decirse que el comité Nobel encargado de nombrar a los premiados en Fisiología y Medicina, pero también en Química, ha mirado en general al gran problema médico del primer mundo: el cáncer. Se sabe que no estamos ante algo simple, que se requiere un profundo conocimiento de los intrincados mecanismos celulares y es ese avance epistémico, más lento de lo que todos quisiéramos, el que va aportando excelentes resultados por parte de tantos merecedores del premio, aunque no todos lo reciban. Pero, en realidad, el cáncer no es tan importante; no, al menos, si uno es justo en su mirada a un mundo en donde mucha gente se muere por enfermedades aparentemente mucho más simples de abordar que el cáncer. Las parasitosis son un amplio grupo de ellas, abarcando al paludismo y las filariasis.

Precisamente por eso, el premio Nobel de este año ha sido distinto, especial. Ha premiado a tres investigadores que dedicaron sus esfuerzos a encontrar medicamentos contra estas enfermedades que, por lejanas geográficamente, tendemos a ignorar. La comunicación del comité siempre es escueta; también lo ha sido ahora: “The Nobel Prize in Physiology or Medicine 2015 was awarded with one half jointly to William C. Campbell and Satoshi Ōmura for their discoveries concerning a novel therapy against infections caused by roundworm parasites and the other half to Youyou Tu for her discoveries concerning a novel therapy against Malaria”.

La ceguera de los ríos es una una enfermedad parasitaria crónica causada por el nematodo Onchocerca volvulus y llegó a ser la segunda causa más importante de ceguera en el mundo. Para su tratamiento, el japonés Satoshi Ōmura miró al suelo y de él aisló un nuevo microorganismo llamado Streptomyces avermitilis con una fuerte actividad antiparasitaria. El principio activo responsable, la avermectina, fue identificado y caracterizado por William C. Campbell, trabajando en la empresa Merck & Co., Inc. Hoy en día se usa un derivado llamado ivermectina en el tratamiento de la ‘ceguera de los ríos’ y de la elefantiasis. En 1987 Merck decidió donarlo a los países donde la oncocercosis es endémica. En colaboración con la OMS se han tratado más de 200 millones de personas.

Youyou Tu describe de un modo muy hermoso en Nature Medicine su trayectoria como investigadora. Estudió medicina tradicional china entre 1959 y 1962, siendo impresionada por la belleza del pensamiento filosófico subyacente a una visión holística del ser humano y del universo. En 1967, se incorporó a un proyecto maoísta secreto que impulsó la investigación contra la malaria. Tras investigar más de 2400 preparaciones de hierbas medicinales, encontró un extracto de la Artemisia annua L. que inhibía el crecimiento del parásito. Buscó bibliografía y la encontró…en un libro de Ge Hong (283 - 343) en el que se decía algo aparentemente anodino, pero que resultó crucial. Recomendaba para las fiebres intermitentes un puñado de quinghao (nombre que se le daba a la planta) en dos litros de agua, escurrir el jugo y beberlo. Esa simple frase inspiró la forma de realizar el extracto de lo que era un principio activo termosensible. Finalmente, en 1971 se obtuvo un extracto neutro eficaz al 100% en ratones y monos infectados con el parásito Plasmodium berghei y Plasmodium cynomolgi respectivamente. Después, se comprobó la eficacia en personas tratadas, en comparación con las que lo habían sido con cloroquina. A partir de ahi, se procedió a analizar químicamente el componente activo, a sintetizarlo y a producir derivados más eficaces, como la dihidroartemisina.

Parece que las artemisinas podrían ser también interesantes en tratamientos oncológicos y ya han aparecido publicaciones en ese sentido.


El premio Nobel de este año, como tantas otras cosas más cotidianas, menos relevantes, nos sugiere una reflexión importante. Somos con otros y en el tiempo. Eso significa que nada humano nos puede ser ajeno, que el sufrimiento propio o próximo no puede ocultar el de tantos que no han tenido la suerte de nacer en el primer mundo. Ser en el tiempo, ser en la Historia, nos da sentido a nosotros mismos. 

Un hombre prácticamente desconocido, preocupado por alcanzar alquímicamente la inmortalidad y por sintetizar el taoísmo y el confucianismo, escribió sobre su cosmovisión hace muchos siglos. Fracasó y se murió, pero algo de lo que escribió sirvió para que muchos a quienes él no conocería pudieran sobrevivir al paludismo y sirvió también para que alguien que lo leyó muchos años después pudiera ganar el premio Nobel de Medicina.

domingo, 4 de octubre de 2015

De Olimpia a Samantha

"Dijo luego Yahveh Dios: No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada".
Gen. 2, 18.

El libro de Vesalio aparecido en 1543 con el título “De humani corporis fabrica” marcó un hito en la concepción del cuerpo humano. Atrás quedaban las especulaciones galénicas; el cuerpo era mostrado, descrito en sus componentes, destacando en él lo estructural.

La visión anatómica del cuerpo sugiere la función de sus componentes. Lo estructural y lo funcional van íntimamente asociados en términos finalistas, aunque la finalidad no quepa en ciencia: decimos, aunque no sea científicamente correcto y sólo heurístico, que un órgano lo es para una función. Cómo podríamos decirlo de otro modo?

Y así, desde la visión estructural, ¿Por qué no copiar lo humano? El concepto “hombre - máquina” de Julian Offray de la Mettrie sigue impregnando la concepción mecanicista en Medicina. 

Si Vaucanson asombraba con sus autómatas, Mary Shelley lo hacía con su inquietante relato, “Frankenstein o el moderno Prometeo”, sobre un cuerpo construido a partir de componentes y dotado de vida gracias a la nueva fuerza de entonces, la eléctrica; un cuerpo inquietante por la posibilidad de ser incontrolable, como acabó ocurriendo.

A fin de cuentas, un autómata orgánico o inorgánico es concebible. Una estructura soportando funciones. Si se refina, ¿quién lo distinguiría de un ser humano? 

Un ser humano trabaja, piensa, siente, ama, odia… ¿Para qué un autómata? Tal vez sólo para trabajar. Así lo imaginó Karel Čapek, creador del término “robot” asociado a trabajo o, más bien, trabajo esclavo. Así se siguen imaginando ya muchos “robots”, a la vez que otros, menos parecidos al ser humano, son ya una realidad, siendo la industria automovilística, robotizada, un buen ejemplo al respecto.

Deep Blue le ganó al ajedrez a Kasparov. Un sistema de GPS nos guía al volante, un buscador de internet nos resuelve casi cualquier duda no metafísica al instante, o nos confunde en el empeño, pero casi parece un ser inteligente.
El trabajo y la inteligencia parecen ser ya no sólo humanos. Hay un célebre test para significar esa semejanza, el de Alan Turing. Básicamente, un sistema artificial lo pasaría si un observador no puede distinguirlo de un ser humano en una entrevista. Ya en 1966 se dijo que un programa llamado ELIZA, creado por Weizenbaum, lo superaba. ELIZA simulaba un psicoterapeuta inspirado en la terapia de Rogers. Mucho más recientemente, en junio de 2014, se anunció que un programa conversacional, Goostman, había superado el test. En ninguno de ambos casos hubo aceptación generalizada, pero se sigue en el intento. Difícil de resolver precisamente porque requiere la observación de alguien, una subjetividad.

Es asumible que un programa pueda sostener una conversación. También lo es que una estructura robótica pueda parecerse a un ser humano. Unámoslos y... ¿Qué tendremos? Una cosa; complicada, divertida, interesante, útil, pero una cosa. Y eso es lo que parece olvidarse si se ignora la existencia de límites entre sujeto y objeto.

Se dice a veces que el amor es ciego para referirse a un enamorado, por parte de alguien que no está en tal estado y que cree juzgar objetivamente el objeto de amor del otro. También se habla de amor a primera vista, de flechazo. Y esto tiene que ver con la mirada dirigida al cuerpo de alguien o a una parte de él. También hay quien sucumbe a palabras de amor. Erótica de la mirada y erótica de la palabra. Pero es un cuerpo a quien se mira y al que se escucha; un sujeto por quien uno también es mirado y oído; nunca una cosa. De hecho, cosificar a alguien, como ocurre en la prostitución, implica negar el amor.

Se suele hacer una pregunta, ¿Puede pensar una máquina? pero cabe otra relacionada, aunque claramente distinta, ¿Puede amar una máquina? En cierto modo, el amor sería el test más adecuado para ensayar la subjetividad porque uno cobra conciencia de sí por el amor a otros o a sí mismo, porque también uno es reconocido, nombrado, desde el amor. No es tan importante ni mucho menos la capacidad de resolver un problema intelectual. 

E.T.A. Hoffmann nos mostró el horror de la gran confusión amorosa con su cuento “El hombre de arena”. Quiso revelar lo siniestro tecnológico, encarnado en una autómata, Olimpia, de la que se enamora el protagonista y, a la vez, mostró lo realmente siniestro, lo biográfico de éste, que Freud se encargó de mostrar en su ensayo “Das Unheimliche”. Dos aspectos de lo siniestro surgen; el del protagonista, descrito por Freud y el de la máquina, pretendido por Hoffmann.

Enamorarse. Algo extraño. Tal vez sea más acertada la expresión inglesa para algo así: “falling in love”, porque contiene los dos términos de esa extrañeza, amor y caída. 

El núcleo del cuento de Hoffmann reside en ese enamoramiento - caída hacia un cuerpo bello que se mueve, que baila, que es acogedor aunque no habla, que parece escuchar sin responder nunca. El horror le es mostrado al protagonista en modo súbito (siempre va asociado lo que más horroriza a la brusquedad de su aparición), y en su mayor crudeza, cuando se enfrenta a la naturaleza del autómata que suscitó su amor.

No basta un cuerpo. Es preciso que el sujeto se muestre hablando, aunque sea sin voz. ¿Qué ocurre si no se muestra, si no se ve, si no se puede tocar? La radio ha jugado con ese enigma; ¿a quién corresponderá una voz atractiva? Pero la radio habla a muchos, no a alguien concreto.

ELIZA ya mostró que un proceso algorítmico puede emular una tosca y falsa comprensión. Es concebible que un desarrollo de la inteligencia artificial, aunque no supere en controles estrictos el test de Turing, pueda evocar la mayor de las aparentes y deseables comprensiones, la de un alma enamorada. Eso es lo que muestra la película “Her”, en la que un sistema operativo habla con una voz femenina que se muestra cálida, amorosa, celosa incluso, al hombre solitario que sucumbe a ese embrujo. Una soledad que, curiosamente, no es aislada; son varios, probabemente muchos, los que están en su situación, enamorados, como el protagonista reconoce, de un sistema operativo, de un “OS”, pero … ¿qué más da, si se trata de amor?. A Samantha sólo la puede oír; ni siquiera la intermediación de un cuerpo puede ir más allá. No caben triángulos en el que uno es un cuerpo cosificado para servir a otra cosa. 

Basta con la voz… hasta que se acaba, porque todo evoluciona en el mercado, incluyendo los sistemas operativos.

Se habla habitualmente de objeto de amor, pero es una forma de hablar. Sólo una persona concreta puede ser sujeto del que pueda otro enamorarse y sólo el sujeto puede llegar a amar.

Pero algo tan viejo y tan sencillo llega a olvidarse y no sólo por la fantasía; también por un cientificismo que nos reduce a un conjunto de neurotransmisores y que nos equipara a una conducta programable. No es extraño que surjan películas como Her, que anuncian la cruel soledad que acecha y que una Eva electrónica no resolverá.