sábado, 27 de junio de 2015

La imagen científica y el olvido de lo real

No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra
Ex. 20,4.

Durante mucho tiempo se discutió en el cristianismo, incluso con las armas, sobre la posibilidad de representar a Cristo. Tras el concilio de Nicea del año 787 y el sínodo de Constantinopla de 843, la veneración a imágenes se consolidó, aunque se hicieran distinciones teológicas contundentes entre las diversas formas de culto. Las pasiones iconoclastas revivieron con Savonarola, con la reforma protestante y con la revolución francesa, pero el culto a las imágenes se mantuvo vigoroso especialmente en el ámbito católico y ortodoxo. Los debates suscitados en torno a la Sábana Santa, antes y después de la discutida datación por carbono 14, no son sino una variante del poder atribuido a la imagen relacionada con lo divino en el ámbito cristiano.

La frase recogida del libro del Éxodo es llamativa porque apunta a la distinción entre la tradición judía, que no admite representación alguna de lo divino, y la cristiana, con toda la proliferación de imágenes de Cristo, de María y de los santos, incluyendo figuras mitológicas como el dragón de San Jorge.

Hay, al margen del aspecto religioso, algo muy interesante en esa frase, la prohibición de hacer imagen de lo que hay en la tierra. No es una prohibición que haya pesado mucho pues todo el arte figurativo la contradice, pero hay algo en ella que induce a la reflexión. ¿Debemos intentar representar lo terrenal del mejor modo, científicamente? Tal es la pregunta sugerida, que podemos concretar en dos modos: ¿Es representable a naturaleza? y ¿Es bueno hacerlo? 

En principio, la bondad de la representación es pragmática. Quizá el ejemplo más claro sea el proporcionado por ilustraciones anatómicas, curiosamente entroncadas históricamente en el arte figurativo; los hermosos dibujos de Cajal son una muestra del valor de la imagen. El mayor pragmatismo cotidiano de la imagen se manifiesta cuando es diagnóstica; una radiografía, un TAC, una biopsiarevelan o descartan lo que amenaza la propia vida y, desde ese conocimiento, a veces se puede hacer algo, curar incluso.

Nuestra visión se limita a una banda muy estrecha del espectro electromagnético, pero la tecnología permite transformar la oscuridad en luz y así es factible vislumbrar tiempos originarios del universo mirandoel fondo de microondas, contemplar la emisión infrarroja de una galaxia o reconstruir matemáticamente en un modelo el espectro de difracción de rayos X de una molécula. Esa traducción factible a la banda electromagnética visible tienta a la extrapolación modélica. Cualquier estudiante de bachillerato está familiarizado con el modelo del ADN, pero eso no es el ADN; ni siquiera lo es propiamente la imagen de una larga molécula de ADN viral obtenida con un microscopio electrónico ni el patrón de difracción de sus formas cristalizadas. 

La imagen modélica es necesaria de modo instrumental, operativo. El modelo del ADN sugirió que era la molécula informativa esencial, lo que Schrödinger había postulado años antes como cristal aperiódico, pero se precisaron muchos experimentos para confirmar la idea derivada de la imagen. 

Si el modelo estructural del ADN vino para quedarse como una representación adecuada de lo que pretende transmitir (la ordenación y relación espacial de los distintos átomos que lo constituyen), otros modelos han tenido que ser retirados o mantenidos sólo como meros instrumentos de enseñanza básica; tal fue el caso del modelo atómico de Bohr, que desapareció para dar paso a la imagen de orbitales.

Cualquier modelo científico, sea una estructura molecular, sea una imagen celular o la representación plástica de un cerebro, tiene el valor de que permite aproximar un sector de lo real a la intuición y eso es así a tal punto que modelos desfasados, como el átomo de Bohr o un dibujo simplificado de una célula, conservan su valor como herramientas educativas a cierto nivel de enseñanza.

Le geometría vendría a ser el máximo refinamiento de la imagen, incluso a expensas de desterrar lo intuitivo, como ocurre en el caso de las geometrías no euclídeas. En ese sentido, la imagen geométrica trata de satisfacer una aproximación ideal a la realidad, llegando incluso para algunos a confundirse platónicamente, junto a la expresión matemática, con lo real mismo.

Podríamos entender el esfuerzo icónico como dirigido a tres fines, el mimético, que comprendería el arte figurativo y la geometría euclídea, el operativo, constituido por los modelos, con afán de investigación pero también pedagógico, y el realista, que supondría en último término la eliminación de la imagen misma en aras del formalismo matemático.

El problema reside en confundir la realidad con la imagen construida desde su observación o con la expresión matemática de su legalidad física. Tal confusión fundamenta, de hecho, uno de los aspectos del cientificismo, el que hace de la ciencia creencia. Hay un ejemplo muy llamativo al respecto y tiene que ver con la evolución de lo viviente, en cuyo caso abundan los modelos secuenciales”, que muestran la evolución como algo progresivo, instalándose muchas veces esa idea del cuadro evolutivo como creencia más allá de la postura religiosa o atea de quienes ilustran la evolución, como muy bien expresó Gould. Efectivamente, las imágenes de árboles filogenéticos suelen inducir a ver un progreso cuando en realidad estamos ante una masa de acontecimientos propiamente contingentes y en donde la ley física actúa sólo como determinismo restrictivo. 

Y es que lo real se oculta como no imagen, como inimaginable. La pregunta sobre el qué esencial sigue abierta.

martes, 16 de junio de 2015

Del "memento" al momento.

Tal vez por la propia naturaleza del recuerdo, evocación del pasado, sea sorprendente la insistencia que el contexto judeocristiano de nuestra cultura otorga al recuerdo del futuro. Si ser judío supone la inmersión en una herencia materna y en una tradición que mira hacia un futuro prometido colectivo y terrenal desde el recuerdo de una alianza pasada con el Dios de los padres (en el caso de que persista la creencia al lado de la tradición), el cristianismo mira más bien a un futuro personal trascendente. Como indica Aussman (“Poder y Salvación”) el cristianismo parece más próximo a Egipto que el judaísmo, atendiendo más a la salvación individual que a la de un pueblo. 

La visión apocalíptica del judío Jesús fue transformándose en una religión cristo-céntrica paulina, con todas las variantes a las que dio lugar y con casi todas ellas centradas progresivamente en la muerte como el gran momento, el del tránsito hacia un juicio, incluso aunque todo estuviera predeterminado, predestinado, como en el calvinismo. 

A lo largo de la Historia del Cristianismo, la responsabilidad individual, entendida principalmente como culpa, fue haciéndose mayor; ya no bastaba con ser bautizado y enterrado “ad santos”; ya no bastaba con que, en algún momento, uno sabría que había llegado su hora. Entre los siglos XIV y el XVI proliferan las “artes moriendi” y a partir del XVII el purgatorio entra con fuerza en el imaginario creyente. 

Fuera con confianza o con angustia, el cristianismo miró demasiado a la muerte (incluso son frecuentes en la pintura las miradas a restos humanos, calaveras principalmente, por parte de santos) y eso tuvo como efecto algo tan llamativo como vivir recordando lo que no se puede ni imaginar: el acontecimiento futuro de la propia muerte, del que sólo se sabe que ocurrirá. 

Se suele decir que esa reflexión sobre la propia mortalidad se imponía a cada triunfador romano por el portador de la corona triunfal (“Respice post te, mortalem te esse memento”) pero eso es algo recogido por Tertuliano, lo que hace sospechar de una realidad generalizada; parece incoherente que en pleno principado, cuando cabía incluso la posibilidad de divinización apoteósica post-mortem, pudiera alguien aguantar tales monsergas en el mejor de sus días.

Ese “memento” cuajó con el triunfo de la propia Iglesia que, cada miércoles de ceniza,  insiste en esa expresión macabra: “Memento homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris”. La angustia de tal memoria sólo podía paliarse implorando el propio recuerdo del Salvador, y ningún modo más adecuado para hacerlo que rezar el requiem franciscano: “Recordare, Iesu pie quod sum causa tuae viae, ne me perdas illa die”

Y ahora , ¿qué? Ahora tenemos la Ciencia. En ese nuevo contexto vivimos, como colectivo, con confianzas cuasi - mesiánicas y, como individuos, con esperanza salvífica, no en la trascendencia, sino en la negación o el retraso indefinido de la muerte. Los transhumanistas llevan esta esperanza en la singularidad tecno-científica a extremos claramente psicopatológicos. 

Desde la óptica pragmática individual, se confiere omnipotencia a la Medicina. Se sigue recordando el momento de la muerte pero ya no como algo que acontecerá cuando menos esperemos sino como algo que está en nuestras manos retrasar. Con razón decía Bauman que ya nadie se muere de mortalidad y es que, si uno se muere, es por no haberse mirado y cuidado. De ese modo, la vida pasa de considerarse como algo con calidad y cualidad a concebirse desde una métrica, a cuantificarse. Sea desde la obligación cristiana de cuidar el cuerpo otorgado por Dios, sea desde la perspectiva atea de que no hay tal Dios, hay demasiada obsesión ahora con vivir muchos mañanas, incluso a expensas de estar muerto cada hoy. Del memento del momento se ha pasado a ver éste como algo a retrasar, y el “carpe diem” ha dado lugar en muchos casos a una vida tristemente higiénica.


La vida es demasiado hermosa para confundirla con supervivencia. Vida y amor van de la mano y ya dijo Machado que “en amor locura es lo sensato”.  Y es que, al final, todo será "in icto oculi".

viernes, 5 de junio de 2015

No podemos cambiar el pasado... pero lo parece.

"Denn wenn man nicht zunächst über die Quantentheorie entsetzt ist, kann man sie doch unmöglich verstanden haben"
Niels Bohr

"If you think you understand quantum mechanics, you don't understand quantum mechanics."
Richard Feynman


Una partícula elemental puede comportarse como tal partícula o como una onda (principio de complementariedad), dependiendo esa elección del sistema de observación elegido. No sólo ocurre con partículas elementales, pero es en ellas en donde ese extraño comportamiento es más fácilmente observable. 

Ya en 1927 se observó que un haz de electrones que atraviesa una doble rendija forma un patrón de interferencia, incluso aunque los electrones pasen de uno en uno. Si se usa un láser con muy baja intensidad, de modo que los fotones pasen de uno en uno a través de una doble rendija, pueden registrarse flashes de partículas en detectores situados frente a cada rendija o, si no hay tales detectores, podemos ver un patrón de interferencia en una pantalla. Es decir, el modo de observación hace que cada fotón “elija” comportarse como partícula o como onda. Se plantea una cuestión: ¿Cuándo toma el fotón esa “decisión” para un sistema observacional dado?

Hay un experimento que indica que lo que el fotón haya decidido en el pasado dependerá, curiosamente, de lo que elija el experimentador en el futuro. En ese experimento, imaginado por Wheeler en 1978 y llamado de “elección diferida”, en vez de usar una doble rendija, se hace  incidir un rayo láser en un espejo semirreflectante que lo dividirá en dos, un haz que lo atraviesa y otro que se refleja en él. Ambos haces pueden ser reunidos mediante espejos de forma que incidan en una pantalla y en ella se encontrará un patrón de interferencia. Si, en vez de esa pantalla tuviésemos dos detectores obtendríamos flashes en uno o en otro (no simultáneamente en ambos). La elección de pantalla o detectores es retrasada con respecto a la “decisión” tomada por el fotón (actuar como partícula o como onda) pero influye en ella.  

Las dificultades de realizar ese experimento mental dependen de que hagamos un cambio efectivamente retrasado con respecto a la emisión de fotones y, a ser posible, aleatorio, entre detección de interferencia de ondas o de partículas aisladas.  Tales dificultades fueron solventadas en 2007 utilizando un interferómetro Mach Zender. El fotón se detectará como onda o como partícula según la disposición elegida del detector. 

El 25 de mayo de este año, 2015, se publicó otro experimento real de elección diferida, pero llevado a cabo con átomos de helio, en un camino lento pero progresivo hacia lo macroscópico.

Esa elección puede ser muy retardada, incluso millones de años, en otro experimento  posible, el de hacer elección diferida en el modo de detección de la luz emitida por un quásar muy lejano y que haya sufrido la influencia de una lente gravitatoria debida a una galaxia interpuesta. 

En síntesis, lo que decida un observador influye en la decisión tomada en el pasado, incluso muy remoto, por una partícula (o un átomo o… quién sabe dónde se alcanzará un límite). Aunque debe resaltarse que tal conclusión es una mera interpretación.  

Alternativamente, si no podemos cambiar el pasado, parece que lo que hagamos en el presente influye en el modo de narrarlo desde lo que observamos. 

Quizá haya que conformarse sólo con los hechos, con las excelentes predicciones de la mecánica cuántica, porque si pretendemos interpretarla, en el modo que sea, chocamos con algo muy extraño, incomprensible para una intuición que, filogenéticamente, parece haber sido construida para entendérselas con un mundo clásico. 

Referencias:
1. Greene B. El tejido del Cosmos. Espacio, tiempo y la textura de la realidad. Crítica. Barcelona. 2006.
2. Jacques V, Wu E, Grosshans F, Treussart F, Grangier P, Aspect A, Roch JF.  Experimental Realization of Wheeler's Delayed-Choice Gedanken Experiment. Science 2007; 315: 966-968.
3. Manning AG, Khakimov RI, Dall RG, Truscott AG. Wheeler's delayed-choice gedanken experiment with a single atom. Nature Physics 2015. Online. doi:10.1038/nphys3343



martes, 2 de junio de 2015

Nostalgia.

"He visto la luz
Hace tiempo Venus se apagó
He visto morir una estrella en el cielo de Orión."
(M-Clan

A veces la nostalgia nos invade. No es algo precisamente placentero. Remite penosamente a una felicidad anterior, más imaginada que real, pero que no volverá, o refiere a un lugar real o soñado al que aspiramos en el futuro.

El propio término expresa esa conjunción: νόστος y ἄλγος, lo que revela un componente esencial, el dolor, un modo de sufrimiento psíquico, pero es νόστος  el que muestra algo también importante aunque más general: el regreso. Los “nostoi" son relatos de ese regreso a casa, siendo la Odisea el mejor ejemplo. Se retorna a lo más deseado. La añoranza es sentida en presente y orienta la acción cuyo horizonte de futuro es, a la vez, lo bueno del pasado: el reencuentro con lo propio, con quien le espera a uno, con lo familiar y auténtico. 

Todas las peripecias del viaje a Ítaca podrían considerarse estimuladas por esa nostalgia, por el dolor, sentido como carencia, que induce al regreso; no es una nostalgia paralizante sino, por el contrario, un sentimiento que promueve la acción, en la que se incluye también saber rechazar ofertas interesantes, descartando, incluso con la fuerza, el atractivo y letal canto de las sirenas.

La buena acepción del término “nostalgia” apuntaría a ese regreso entendido, no tanto como retorno a un pasado inmutable, sino como un encaminarse hacia una referencia, que puede concretarse en un lugar o en un modo de ser. Tan es así que, en el caso de los creyentes místicos, puede hablarse de una nostalgia celestial, de la nostalgia de buscar lo no conocido pero sí esperado como lo mejor, porque “sólo una cosa es necesaria” (Lc. 10, 42). El dolor nostálgico no sería aquí propiamente tal, sino tensión creativa; no sería ansiedad sino ansia… de amor, de comprensión, de acceso definitivo al Misterio.

Pero no es raro que se dé un dolor real, el que insta a un regreso imposible porque la ubicación se da en el pasado, una imposibilidad debida a la distancia que cantaba Roberto Carlos o a la muerte misma a que aludía Gardel, en cuyo caso la nostalgia petrifica el duelo.

Hay quien queda anclado en un tiempo congelado, repitiendo incesantemente lo peor. Hay también momentos en los que el pasado hiere, momentos desencadenados por estímulos sensoriales aparentemente menores. Ese retorno nostálgico al momento en que uno decidió o fue decidido a una opción entre otras, puede abarcar desde un mero sentimiento emocional más o menos interesante hasta una parálisis cuando el propio estímulo desencadenante es buscado, como si se diera una adicción.

Si la nostalgia es dolor asociado al regreso, bien podría decirse que sólo es aceptable, valiosa incluso, cuando ese regreso es propiamente progreso, transformación personal, la que busca ese despojarse de lo malo e inútil para encaminarse hacia lo que nos hace humanos, en un viaje a través de todo tipo de contingencias biográficas a recibir benéficamente, a incluir en esa flecha más errática que lineal que configura nuestra vida que siempre es, en mayor, menor o incluso mínimo grado, libre.

Tal ambivalencia del término, factible en el ámbito individual, nunca ocurre cuando la nostalgia es tomada de forma colectiva, en cuyo caso ese sentimiento siempre es potencialmente terrible. Si mira al futuro, porque lo hace desde una óptica utópica, lo que conduce indefectiblemente a la distopía, sea la de la conversión forzada al cristianismo, sea la del nazismo, la del paraíso comunista o, en nuestro tiempo, la del progreso científico. Y, si mira al pasado, porque supone algo peor que la parálisis, al implicar un camino de retorno mítico en el peor sentido, hacia el olvido de lo humano, despreciando lo que hizo posible la civilización misma.

Una hombre judío dijo muchas cosas sensatas, sabias. Una de ellas se la dirigió a un joven: “Deja que los muertos entierren a sus muertos” (Mt. 8, 22). Esa recomendación sigue vigente, poderosa, porque la vida nos reclama.